Capítulo X
A la mañana siguiente, la señorita Galindo hizo su aparición, y por error, algo poco habitual en la bien entrenada servidumbre de milady, fue conducida a la habitación donde yo intentaba caminar, pues me habían prescrito algo de ejercicio, aunque tal esfuerzo me resultaba doloroso.
Traía consigo una pequeña cesta y entabló conversación conmigo, mientras el mayordomo se dirigía a consultar los deseos de milady (pues no creo que lady Ludlow esperara que la señorita Galindo se presentara tan pronto para asumir sus labores de amanuense, y de hecho el señor Horner no tenía ningún tipo de trabajo dispuesto para su nueva ayudante).
—¡Ha sido una convocatoria repentina, querida! Sin embargo, como me he dicho a menudo, desde algo que ocurrió hace tiempo, si lady Ludlow me hiciera alguna vez el honor de pedirme la mano derecha, me la cortaría y me vendaría el muñón tan limpiamente que nadie se daría cuenta nunca de que sangraba. De tener más tiempo, habría preparado mejor mis plumas. Verá, he tenido que quedarme levantada hasta muy tarde para coser estas mangas —y de su cesta extrajo un paquete de sobremangas de lino sin blanquear, muy parecidas a las que llevan los aprendices de tendero—, y solo me dio tiempo a confeccionar siete u ocho plumas, a partir de unas péñolas que el granjero Thomson me dio el otoño pasado. En cuanto a la tinta, me alegra decir que siempre la tengo preparada: una onza de raspaduras de acero, una onza de savia de roble y medio litro de agua (o té, si eres extravagante, algo que, ¡gracias a Dios!, yo no soy), todo mezclado en una botella y colgado detrás de la puerta de la casa, para que se agite bien el contenido cada vez que se da un portazo —lo que resulta muy adecuado para la mezcla aunque se tenga un arrebato y el portazo se dé con fuerza, como solemos hacer muy a menudo Sally y yo—; y tengo mi tinta lista para usar, preparada incluso para redactar el testamento de milady si fuera necesario.
—¡Oh, señorita Galindo! —exclamé yo—. ¡No diga eso! ¡El testamento de milady! Si no ha fallecido aún.
—Y de haber fallecido, ¿de qué serviría hablar de escribir su testamento? Ahora bien, si usted fuera Sally, le diría: «¡Contéstame a eso, gansa!». Pero dado que es pariente de milady, debo mantener las formas, y únicamente diré: «¡No se me ocurre cómo puede decir semejantes paparruchas! ¡Desde luego, mi pobre muchacha, resulta de lo más necia!».
Ignoro cuánto tiempo habría podido continuar así, pero en ese momento entró milady, y yo, relevada de mi tarea de entretener a la señorita Galindo, me dirigí cojeando a la estancia contigua. A decir verdad, me atemorizaba bastante la lengua de la señorita Galindo, pues nunca sabía qué podía decir a continuación.
Al cabo de un rato apareció milady, y empezó a rebuscar en el escritorio mientras decía:
—Creo que el señor Horner debió de cometer algún error al afirmar que tenía tanto trabajo que casi le era necesario un amanuense, pues esta mañana no he podido encontrar nada que encargar a la señorita Galindo, y ahí está, sentada con la pluma tras la oreja, esperando a tener algo que escribir. He venido a buscarle las cartas de mi madre, pues me gustaría tener una copia bonita. ¡Oh, aquí están! No te molestes, querida niña.
Cuando regresó milady, tomó asiento y empezó a hablar del señor Gray.
—La señorita Galindo dice que le vio celebrar una oración colectiva en una granja. Eso me disgusta profundamente, pues se parece demasiado a lo que solía hacer el señor Wesley cuando yo era joven, y desde entonces hemos padecido la rebelión de las colonias americanas y la Revolución Francesa. Puedes estar segura, querida, de que popularizar la religión y la educación —casi diría vulgarizarlas— no es bueno para una nación. Un hombre que escucha cómo se leen las oraciones en la misma granja en que acaba de almorzar su pan con beicon, olvida el respeto que debe guardarse en la iglesia; empieza a pensar que un lugar es tan bueno como otro y, poco a poco, que una persona es tan buena como otra; y después me encuentro con que las personas empiezan a hablar de sus derechos en lugar de pensar en sus obligaciones. Ojalá el señor Gray hubiera sido más dócil y nos hubiera dejado en paz. No adivinarás lo que he oído esta mañana: ¡La finca de Home Hill, que limita con las propiedades de Hanbury, ha sido vendida a un panadero baptista[28] de Birmingham!
—¡Un panadero baptista! —exclamé.
Yo jamás había visto a un disidente, al menos que yo supiera, pero siempre había oído hablar de ellos con horror y los consideraba casi como si fueran rinocerontes. Quería ver de cerca a uno, al tiempo que deseaba que no existieran. Casi me sorprendió saber que algunos podían dedicarse a algo tan pacífico como amasar pan.
—¡Sí! Eso me ha dicho el señor Horner. Un tal señor Lambe, según creo. Pero, en todo caso, se trata de un baptista, y dedicado al comercio. Entre tantos cismáticos y el metodismo del señor Gray, me temo que se irá a pique el carácter primitivo de este lugar.
Por lo que pude saber, el señor Gray parecía estar imponiendo su propio método, con más intensidad que a su llegada al pueblo, cuando su timidez intrínseca le hizo presentar sus respetos ante milady y pedirle su consentimiento y bendición antes de poner en práctica un nuevo plan. Pero todo lo novedoso era algo que lady Ludlow repudiaba especialmente. Incluso en moda y decoración se aferraba a lo antiguo, a los gustos que estaban en boga cuando era joven y, pese a su gran preferencia personal por la reina Carolina (de quien, como ya mencioné, había sido dama de honor), había en ella cierto poso jacobita que le hacía detestar el mero hecho de que alguien llamara «joven pretendiente» al príncipe Carlos Eduardo, como hacían muchas personas leales de la época, y que le gustara contar historias del espino que había en el parque de milord en Escocia, plantado por la mismísima hermosa reina María[29] y ante el que todos los invitados al castillo de Monkshaven estaban obligados a quitarse el sombrero por respeto a la memoria de los infortunios de su sembradora real.
Si así lo deseábamos, los domingos podíamos jugar a las cartas, o eso creo, pues milady y el señor Mountford solían jugar la primera vez que llegué a la casa. Pero el cinco de noviembre y el trece de enero no debíamos jugar a las cartas, ni leer ni bordar, sino ir a la iglesia y meditar el resto del día, y meditar era un trabajo muy duro. Yo habría preferido limpiar a fondo una habitación. Supongo que esa era la razón por la que se consideraba que una vida de pasividad era mejor para mí que llevar una vida activa.
Pero me desvio del tema de milady, y de su repulsa por todo lo que fuera novedoso. Por lo que pude oír, me pareció que el señor Gray no traía sino ideas nuevas, y lo primero que hizo fue atacar todas las instituciones establecidas tanto en el pueblo como en la parroquia, y también en el país. En realidad, yo me enteraba de lo que hacía principalmente a través de la señorita Galindo, que era más dada a hablar con vehemencia que con fidelidad.
—Allí estaba —decía— cloqueando con los niños como si fuera una vieja gallina y tratando de enseñarles algo acerca de la salvación y de sus almas y qué sé yo… cosas de las que simplemente es blasfemia hablar fuera de la iglesia. Y se pasa el día diciendo a los ancianos que lean la Biblia. Por supuesto, yo no quiero hablar de forma irrespetuosa sobre las Sagradas Escrituras, pero ayer me encontré al viejo Job Horton ocupado en leer su Biblia. Yo le dije: «¿Qué estás leyendo, y de dónde lo has sacado, y quién te lo ha dado?». Y él me contesta que lee la historia de Susana y los Ancianos, pues se ha leído tantas veces la historia de Bel y el Dragón[30] que hasta casi la puede recitar de memoria, y que son dos de las historias más bonitas que ha leído nunca, y que le servían como prevención contra los viles ancianos que había en el mundo. Ahora bien, como Job está postrado en cama, no creo probable que se encuentre con los Ancianos, y creo firmemente que repetir el credo, los mandamientos, el padrenuestro y, tal vez, añadir uno o dos versos de los Salmos, si uno desea variar un poco, le habría resultado más útil que esas bonitas historias, como él las llamaba. ¿Y qué es lo siguiente que ha hecho nuestro joven párroco? ¡Intentar que nos sintamos todos apenados por los esclavos negros! Y va dejando pequeños retratos de negros por ahí, con la pregunta debajo: «¿Acaso no soy un hombre, y un hermano vuestro?», como si estuviéramos obligados a dar los buenos días a cada lacayo negro que nos encontramos. Dicen que toma el té sin azúcar, porque dice que ve gotas de sangre en ella. Pues a eso yo lo llamo superstición.
Al día siguiente, la historia era peor.
—Bueno, querida, ¿cómo está? Milady me ha llamado para que me siente un rato aquí a hacerte compañía mientras el señor Horner busca algunos papeles para que los copie. Entre nosotras, al señor Steward Horner no le gusta tenerme por amanuense. Me parece muy bien que no le guste; pues, si fuera educado conmigo, igual me haría falta una carabina, ya sabes, ahora que la pobre señora Horner ha muerto —aquélla era una de las bromas macabras de la señorita Galindo—. De hecho, yo intento hacerle olvidar mi condición de mujer, y lo hago todo tan limpio y ordenado como un amanuense masculino. Me aseguro de que no pueda encontrarme faltas, la caligrafía es buena, la ortografía es adecuada, las sumas son correctas. Y luego me mira con los ojos entrecerrados, y el ceño fruncido, y parece más apesadumbrado que nunca, solo porque soy mujer, como si pudiera evitarlo. Me he desvivido por tranquilizarlo al respecto. Me he puesto la pluma detrás de la oreja, le he saludado con una inclinación de cabeza en lugar de una reverencia, he silbado —no una melodía, pues yo no sé de melodías—, y bueno, si no se lo cuenta a milady no me importa confesar que incluso he exclamado «¡maldita sea!» y «¡rayos!». No puedo ir más allá. Pese a todo, el señor Horner no olvida que soy una dama, así que no soy ni la mitad de útil que podría ser, y si no fuera por complacer a lady Ludlow, el señor Horner y sus libros podrían irse a tomar viento (¡mira qué natural me ha salido eso!). Además tengo el encargo de una docena de gorritos de dormir para una novia, y temo que no me dé tiempo a hacerlos. ¡Y lo peor de todo es que ahí está el señor Gray aprovechándose de mi ausencia para seducir a Sally!
—¡Para seducir a Sally! ¡El señor Gray!
—¡Oh, vamos, muchacha! Existen muchas formas de seducción. El señor Gray está seduciendo a Sally para que vaya a la iglesia. Ha estado dos veces en mi casa, cuando yo me ausento por las mañanas, para hablar con Sally sobre el estado de su alma y esa clase de cosas. Y cuando me encontré la carne completamente carbonizada, le dije: «Vamos, Sally, a partir de ahora, nada de rezar cuando la carne está en el fuego. Reza a las seis de la mañana y a las nueve de la noche, y no pondré trabas». Así que se puso descarada conmigo, y mencionó algo sobre Marta y María[31] que implicaba que, ya que había dejado que la carne se hiciera tanto que yo afirmé no le quedaba ni un pedazo digno del nieto enfermo de Nancy Pole, ella había elegido antes la mejor parte. Reconozco que me sentí realmente molesta, y quizá le sorprenda a usted lo que respondí —en realidad ni yo misma estoy segura de que estuviera bien—, pero el caso es que le dije que yo poseía un alma al igual que ella, y que si se fuera a salvar por quedarme quieta pensando en la salvación en lugar de cumplir mis obligaciones, yo tenía tanto derecho como ella a ser María y salvar mi alma. Así que aquella tarde me quedé sentada, y realmente fue un alivio, porque sé que siempre estoy demasiado atareada para rezar como debería. Primero me requiere una persona, y luego otra, y luego hay que hacer la casa, y la comida, y cuidar de los vecinos. Así que cuando llegó la hora del té, mi sirvienta entró, con la joroba en la espalda y el alma dispuesta a ser salvada. «Disculpe, señora, ¿pidió usted la mantequilla?». «No, Sally», le respondí, negando con la cabeza. «Esta mañana no he ido hasta la granja de Hale, y esta tarde he estado ocupada con cosas espirituales».
»Pues bien, a nuestra Sally le gusta el té con pan y mantequilla más que nada en el mundo, y el pan seco no es de su agrado.
»“Doy gracias —dijo la muy fresca e insolente— de que haya tomado usted el camino de la devoción. Confío en que hayan sido mis oraciones las que la han convencido”.
»Yo estaba decidida a no darle pie a mencionar el tema carnal de la mantequilla, así que permaneció allí, deseando pedirme permiso para ir a encargarla. Pero yo no se lo di, y mastiqué mi pan seco pensando que podría hornear una tarta para el pequeño Ben Pole con la mantequilla que nos estábamos ahorrando; y cuando Sally se tomó su té sin mantequilla, y no se encontraba del mejor de los humores, pues Marta no había pensado en la mantequilla, yo me limité a decirle: “Bueno, Sally, mañana trataremos de cocinar bien la carne, y acordarnos de la mantequilla y trabajar en nuestra salvación al mismo tiempo, pues no veo por qué no puede hacerse todo, ya que Dios nos lo ha impuesto así”. Pero la oí volver al tema de María y Marta, y no me cabe la menor duda de que el señor Gray le enseñará a considerarme una oveja descarriada.
Yo había oído tantos discursos acerca del señor Gray, por parte de unos y otros, todos en su contra y presentándolo como un malhechor, introductor de nuevas doctrinas y de un estilo de vida extravagante (y pueden estar seguros de que allí donde fuera lady Ludlow ciertamente la seguían la señora Medlicott y la señora Adams, cada una mostrando a su manera la influencia que milady ejercía sobre ellas), que creo que acabé por considerarlo el mismísimo instrumento del mal, y esperaba percibir en su rostro señales de su presunción, arrogancia e impertinente interferencia. Hacía varias semanas que no lo veía, y cuando una mañana le hicieron pasar al saloncito azul (al cual me habían llevado ese día, por variar de sitio), me sorprendió mucho ver lo inocente, joven y azorado que parecía ante nuestro inesperado tête à tête, más confundido incluso que yo. Parecía más delgado, con los ojos más anhelantes y la expresión más ansiosa, y el color parecía írsele y venírsele más que la última vez que le vi. Intenté entablar algo de conversación, pues, para mi sorpresa, yo me encontraba más relajada que él, pero era evidente que estaba demasiado preocupado para contestar con algo que no fueran monosílabos.
Finalmente entró milady. El señor Gray se agitó y ruborizó como nunca, pero fue directo al grano.
—Señora, no podré acallar mi conciencia si permito que los niños de este pueblo continúen por más tiempo en ese estado de paganismo. Debo hacer algo para remediar su condición. Soy muy consciente de que milady desaprueba muchos de los planes que le he sugerido, pero aun así debo hacer algo, y ahora acudo a milady para pedirle, respetuosa pero firmemente, consejo acerca de lo que debo hacer.
Tenía las pupilas dilatadas, y casi podría haber dicho que los ojos llenos de lágrimas por su empeño. Pero estoy segura de que es mala idea recordar a la gente las firmes opiniones que expresaron una vez, si lo que se desea es que las cambien. Ahora bien, eso era lo que el señor Gray acababa de hacer con milady, y aunque no es mi intención insinuar que ella era obstinada, no era alguien que se retractara fácilmente.
Permaneció en silencio por un momento o dos antes de responder.
—Me pide usted que le sugiera un remedio para un mal cuya existencia desconozco —fue su respuesta, ofrecida de forma muy fría y suave—. En tiempos del señor Mountford no se daban tales quejas, y cada vez que veo a los niños del pueblo (y, por un pretexto u otro, no son visita infrecuente en esta casa) su comportamiento me parece bueno y decente.
—Oh, milady, no puede usted juzgar —interrumpió él—. Están educados para respetarla a usted de palabra y de obra; usted es lo más elevado que han visto, no tienen noción de nada superior.
—Quite, quite, señor Gray —repuso milady, con una sonrisa—, son tan leales como puede serlo un niño. Acuden aquí cada cuatro de junio y brindan a la salud de su majestad, y reciben bollitos y (como la propia Margaret Dawson puede atestiguar) manifiestan un enorme y respetuoso interés por todos los retratos que les muestro de la familia real.
—Pero, milady, yo estoy pensando en algo superior a cualquier nobleza terrena.
Milady se ruborizó ante el error que había cometido, pues ella era realmente piadosa. Pero cuando retomó la conversación, me pareció que su tono era algo más cortante que antes.
—Tal falta de reverencia es, debo decir, culpa del clérigo. Me disculpará, señor Gray, si hablo con franqueza.
—Milady, prefiero hablar francamente. Ni siquiera estoy acostumbrado a esas ceremonias y formalidades, que son, supongo, el protocolo adecuado al rango que ostenta milady, y que parecen protegerla de cualquier poder que yo tenga de alcanzarla. Entre todas las personas que han pasado por mi vida hasta la fecha, siempre fue costumbre hablar con franqueza de todo lo que se siente de corazón. Así pues, en lugar de requerir una disculpa por su parte a causa de su forma directa de hablar, escucharé lo que diga enseguida, y admito que el clérigo tiene gran parte de responsabilidad cuando los niños de la parroquia profieren juramentos y maldiciones, son brutales e ignorantes de cualquier gracia salvadora y, ¡vaya!, algunos hasta ignoran el mismo nombre de Dios. Y esta culpa que recae sobre mí, como clérigo de esta parroquia, me pesa en el alma, y no hace sino empeorar cada día, hasta el punto de dejarme completamente desconcertado acerca de cómo actuar en beneficio de estos niños, que huyen de mí como si fuera un monstruo y que crecerán para convertirse en hombres preparados para cualquier crimen y capaces de cometerlo, salvo los que requieran inteligencia y sentido común, y por eso acudo a usted, a quien considero todopoderosa en asuntos terrenales —pues milady solo conoce la superficie de las cosas que ocurren en el pueblo— para que me ofrezca consejo, y toda la ayuda exterior que pueda proporcionarme.
El señor Gray se había levantado y vuelto a sentar una o dos veces mientras pronunciaba este discurso, de forma nerviosa y agitada, y ahora se veía interrumpido por un ataque de tos, tras el cual tembló de pies a cabeza.
Milady mandó traer un vaso de agua, y pareció consternada.
—Señor Gray —respondió—, estoy segura de que no se encuentra bien, y eso le hace exagerar las pequeñas faltas infantiles hasta convertirlas en auténticos males. Es algo que le ocurre siempre a la gente cuando no se encuentra bien de salud. Por todas partes escucho los grandes esfuerzos que está haciendo: trabaja usted demasiado, y a consecuencia de ello imagina que somos todos peores de lo que somos.
Y milady le sonrió de forma amable y simpática, mientras él se sentaba, jadeando un poco y algo arrebolado, tratando de recuperar el aliento. Estoy segura de que ahora que se encontraban cara a cara, ella había olvidado lo mucho que le ofendían sus acciones cuando las escuchaba en boca de los demás, y de hecho cualquiera se habría ablandado al ver aquel rostro joven, casi infantil, que mostraba tanta ansiedad y mortificación.
—Oh, milady, ¿qué puedo hacer? —preguntó él, tan pronto como pudo recuperar el resuello, y con tal aire de humildad que estoy segura de que nadie que lo hubiera visto podría volver a pensar que era un engreído—. El mal en este mundo es demasiado para mí. Es tan poco lo que puedo hacer. Todo es en vano. Hoy mismo… —Y de nuevo volvieron la tos y la agitación.
—Querido señor Gray —dijo milady (el día anterior jamás habría creído que pudiera llamarle «querido»)—, debe usted seguir el consejo de una anciana. No se encuentra usted con fuerzas suficientes para hacer nada en este momento, salvo cuidar de su propia salud; descanse y vaya a ver al médico (desde luego, yo me haré cargo de su cuenta), y una vez se haya recuperado usted, descubrirá que ha engrandecido estos males en su interior.
—Pero, milady, no puedo descansar. Esos males existen, y la responsabilidad de que continúen recae sobre mis hombros. No tengo un lugar donde reunir a los niños y enseñarles lo necesario para su salvación. Las habitaciones de mi propio hogar son demasiado pequeñas, aunque intento darles ese uso. Como bien sabe milady, dispongo de algo de dinero propio, y he intentado obtener el arrendamiento de una propiedad en la que poder construir una escuela con mis propios fondos. Pero el abogado de milady ha intervenido, siguiendo sus instrucciones, para reclamar algún antiguo derecho feudal según el cual no se permite construir en propiedad arrendada sin el permiso expreso de la dueña de la casa. Quizá sea así, pero eso es una crueldad, es decir, lo sería si milady estuviera al corriente (estoy seguro de que no lo está usted) del verdadero estado moral y espiritual de mis pobres parroquianos. Y ahora acudo a usted para saber qué debo hacer. ¡Descansar! No puedo descansar mientras niños a los que podría salvar son abandonados en su ignorancia, su blasfemia, su suciedad, su crueldad. Por todo el pueblo es sabido que milady desaprueba mis esfuerzos, y se opone a todos mis planes. Si los considera erróneos, estúpidos, mal digeridos (he sido estudiante, he vivido en una universidad, y hasta ahora me he mantenido al margen de toda compañía salvo la de hombres piadosos, y quizá no sea el mejor para juzgar, dada mi ignorancia acerca de la pecaminosa naturaleza humana), entonces descríbame planes mejores y proyectos más ilustrados para alcanzar mis metas; pero no me pida que descanse, con Satanás al acecho y robándome almas.
—Señor Gray —repuso milady—, puede que haya algo de verdad en lo que dice, no lo niego. Pero creo que en su actual estado de indisposición y nerviosismo lo exagera usted en exceso. Creo —no, la experiencia de una vida bastante larga me ha convencido de ello— que la educación es un mal si se administra indiscriminadamente. Hace que las clases bajas se vuelvan incapaces de desempeñar sus tareas, tareas a las que han sido llamados por Dios; incapaces de manifestar sumisión ante quienes ostentan posición de autoridad sobre ellos, de contentarse con el modo de vida al que Dios ha tenido a bien destinarles, y de mostrarse humildes y reverentes ante sus superiores. Le he manifestado esta convicción de forma tolerablemente evidente, y he expresado claramente mi desaprobación ante algunas de sus ideas. Puede imaginar, en buena lógica, que no me ha complacido saber que se ha hecho usted con un cuarto de acre o más de los terrenos del granjero Hale y que estaba construyendo los cimientos de una escuela. Lo ha hecho usted sin pedir mi permiso, un requisito que, como señora feudal del granjero Hale, debería haber obtenido como formalidad legal, además de solicitármelo como norma de cortesía. He puesto fin a lo que creo que perjudicará al pueblo, a una población por la que yo me intereso al menos tanto como usted. ¿Cómo pueden la lectura, la escritura y las tablas de multiplicar (si es que quiere usted llegar tan lejos) prevenir la blasfemia, la suciedad y la crueldad? Lo cierto, señor Gray, es que, dado su estado actual de salud, no me agrada expresarme con tal contundencia sobre el tema, como haría en otras circunstancias. Creo que los libros hacen poco, y el carácter mucho; y el carácter no se forma con los libros.
—Yo no pienso en el carácter, pienso en las almas. Si no ejerzo ninguna influencia sobre esos niños, ¿qué será de ellos en el más allá? Para que me escuchen deben comprender que tengo más autoridad que ellos y ser capaces de aceptarla. Hoy en día a lo único a lo que atienden es a la fuerza física, y yo no poseo ninguna.
—Bueno, señor Gray, según ha admitido usted, me atienden a mí.
—No harían nada que pudiera disgustar a milady si creyeran que usted puede enterarse de ello, pero, de poder ocultárselo, saber que una conducta le desagrada a usted no les detendría.
—¡Señor Gray! —exclamó ella con sorpresa, y algo de indignación—. Tanto ellos como sus padres viven en los terrenos de Hanbury desde hace generaciones.
—No puedo evitarlo, milady. Me crea o no, le digo la verdad.
Hubo una pausa; milady parecía perpleja y algo contrariada; el señor Gray abatido y cansado.
—Entonces, milady —dijo finalmente, levantándose mientras hablaba—, no puede usted sugerir nada para mejorar el estado en el que, le aseguro, se encuentran sus tierras y sus arrendatarios. Sin duda no se opondrá a que emplee el silo del granjero Hale cada sabbath, ¿verdad? Él me permitirá que lo use, si milady da su permiso.
—Ahora mismo no se encuentra usted en condiciones de realizar ningún trabajo adicional —y de hecho él había estado tosiendo durante casi todo el trascurso de la conversación—. Deme tiempo para considerarlo. Dígame qué pretende enseñar usted. Así será usted capaz de cuidar de su salud y recobrar fuerzas mientras yo lo considero. No le perjudicará dejar el asunto en mis manos por un tiempo.
Milady se expresó con amabilidad, pero él se encontraba en un estado demasiado agitado como para reconocer la amabilidad, mientras que la idea de un retraso le causaba una amarga irritación. Le oí decir:
—Y dispongo de tan poco tiempo para realizar mi trabajo. ¡Señor! No permitas que caiga sobre mí este pecado.
Pero milady ya estaba hablando con el viejo mayordomo, al que, a una señal suya, yo había llamado poco tiempo antes empleando la campanilla. Entonces se volvió.
—Señor Gray, veo que me quedan algunas botellas de Malmsey, cosecha de 1778. El Malmsey, como tal vez usted sabe, solía considerarse un remedio específico para la tos que es producto de la debilidad. Me va a permitir que le envíe media docena de botellas, y cuando las tome adoptará usted una visión más alegre de la vida y sus obligaciones antes de que se las acabe, sobre todo si es usted tan amable de acudir a ver al doctor Trevor, que va a venir a visitarme durante esta semana. Para cuando se encuentre usted con fuerzas suficientes para trabajar, intentaré encontrar algún medio de prevenir que los niños empleen un lenguaje tan malo y que le molesten de algún modo.
—Señora, se trata del pecado, y no de la molestia. Espero poder hacérselo comprender —habló con algo de impaciencia. ¡Pobre hombre! Se encontraba demasiado débil, exhausto y nervioso—. Me encuentro perfectamente, y puedo retomar mi trabajo mañana mismo; haré lo que sea con tal de aliviar mi conciencia por los exiguos resultados de mi labor. No quiero su vino. Me procurará mayor bienestar la libertad de actuar de la forma en que yo considere apropiada. Pero no sirve de nada. Estoy predestinado a no ser más que un estorbo en esta tierra. Le pido perdón a milady por esta visita.
Se levantó y, al hacerlo, se mareó. Milady le observó, profundamente dolida y no poco ofendida; él le tendió la mano, y vi que ella dudaba un instante antes de estrechársela. Entonces él reparó en mí, casi aseguraría que por primera vez, y tendió la mano una vez más, la retiró, indeciso, la volvió a tender, y finalmente tomó la mía por un momento en la suya, húmeda y floja, y se marchó.
Estoy segura de que lady Ludlow se encontraba disgustada tanto con él como consigo misma. De hecho, yo misma me encontraba descontenta con el resultado de la entrevista. Pero milady no era de las que aireaban sus sentimientos al respecto, y yo no era de las que olvidaba cuál era su lugar y empezaba una conversación que ella no hubiera iniciado. Acudió a mi lado y se mostró muy tierna conmigo, tanto que eso, unido al recuerdo del aspecto enfermo, abatido y decepcionado del señor Gray, casi me mueven al llanto.
—Estás cansada, pequeña —dijo milady—. Ve a tumbarte a mi alcoba mientras yo considero con la señora Medlicott qué manjares fortalecedores se nos ocurren enviarle a ese pobre joven que se está matando con esos escrúpulos y esa conciencia tan sensible.
—¡Oh, milady! —exclamé yo, y me detuve.
—Bien, ¿qué sucede? —inquirió ella.
—Si tan solo pudiera dejarle usar el silo del granjero Hale, eso sería mejor medicina que cualquier otra cosa.
—¡Pobre chiquilla! —exclamó ella, aunque no creo que estuviera disgustada—. Ahora mismo carece de fuerzas suficientes para seguir trabajando. Le escribiré al doctor Trevor para que venga.
Y durante la siguiente media hora no hicimos más que disponer comodidades físicas y remedios para el pobre señor Gray. Una vez resuelto, la señora Medlicott dijo:
—¿Se ha enterado milady de que Harry Gregson se ha caído de un árbol y se ha fracturado el hueso del muslo, y es probable que quede lisiado de por vida?
—¡Harry Gregson! ¿El muchacho de ojos oscuros que leyó mi carta? ¡Todo es resultado del exceso de educación!