Capítulo V

Con las prisas del momento apenas sabía lo que hacía. Ordené al ama de llaves que empaquetara todos los manjares que tuviera, para tentar con ellos a la enferma, a quien esperaba traer de vuelta conmigo a nuestra casa. Cuando el carruaje estuvo preparado, llevé a la buena mujer conmigo para que nos mostrara el camino exacto, que el cochero alegaba desconocer, pues era en un barrio pobre en la parte trasera de Leicester Square, del cual habían oído hablar, según me dijo luego Clément, a uno de los pescaderos que les había llevado por la costa holandesa disfrazados como si fueran un campesino de Frisia y su madre. Llevaban escondidas algunas joyas de valor, pero para cuando los encontré ya se habían gastado todo el dinero de mano, y Clément no quería dejar sola a su madre, ni siquiera el tiempo necesario para buscar el mejor modo de deshacerse de los diamantes. Vencida por la angustia mental y la fatiga física, nada más llegar a Londres cayó postrada en la cama presa de una especie de fiebre nerviosa en la que su idea fija y principal parecía ser que se llevaban a Clément a algún tipo de prisión y, en cuanto él se alejaba de su vista, aunque solo fuera un instante, lloraba como una niña, y no había manera de consolarla o tranquilizarla. La casera era una mujer buena y amable, y aunque apenas entendía lo que les pasaba, lo sentía de veras por ellos, por ser extranjeros y por la madre, enferma en una tierra extraña.

»La envié primero para solicitar permiso para entrar. Un momento después vi a Clément: un joven alto y elegante, vestido con un extraño traje de una tela rústica, de pie en el quicio de una puerta abierta y, evidentemente, incluso antes de abordarme, luchando por calmar los temores de su madre, que se encontraba dentro. Me aproximé a él, y le habría cogido la mano de no ser porque él se inclinó y me besó la mía.

»“¿Puedo entrar, madame?”, pregunté, mirando a la pobre señora enferma, que yacía en la cama oscura y lúgubre con la cabeza apoyada en unos almohadones toscos y sucios y miraba con ojos temerosos todo lo que acontecía.

»“¡Clément! ¡Clément! ¡Acércate!”, exclamó, y cuando él se acercó a su lecho, ella se giró a un lado, tomó su mano entre las suyas y empezó a acariciarla, alzando su mirada al rostro. Yo apenas podía contener las lágrimas.

»Él se quedó allí, inmóvil, hablándola de cuando en cuando en voz baja. Finalmente entré en la alcoba, para poder hablar con él, sin renovar su inquietud. Pregunté la dirección del doctor, pues me habían dicho que habían llamado a alguien por recomendación de su casera; sin embargo, apenas pude entender el acento de Clément, que no sabía pronunciar nuestros nombres propios, por lo que me vi obligada a preguntárselo a la casera. No pude decirle gran cosa a Clément, pues su madre requería constantemente su presencia y no parecía darse cuenta de que yo estaba allí. Pero le dije que no temiera, por mucho que yo tardara, pues volvería antes de que cayera la noche; entonces me puse en camino para ver al doctor tras pedir a la mujer que se ocupara de todo lo que había preparado mi ama de llaves y dejar en la casa a uno de mis hombres, que entendía algunas palabras de francés, con la indicación de que se pusiera a las órdenes de madame De Créquy hasta que le enviara a buscar o le diera nuevas órdenes. Lo que yo buscaba era el permiso del médico para trasladar a madame De Créquy a mi propia casa y averiguar cuál sería la mejor manera de hacerlo, pues había visto que cualquier movimiento en la habitación, cualquier sonido salvo el de la voz de Clément, le provocaba un nuevo acceso de temblores y de agitación nerviosa.

»El doctor me pareció un hombre sabio, pero con esos modales bruscos que acaban adquiriendo quienes tienen demasiado contacto con las clases inferiores.

»Le conté la historia de su paciente, el interés que yo tenía en ella y mi deseo de trasladarla a mi propia casa.

»“No puede hacerse —respondió—. Cualquier cambio la mataría”.

»“Pero debe hacerse —respondí—. Y no la mataría”.

»“En tal caso, no tengo nada más que añadir”, repuso él, alejándose de la puerta del carruaje y haciendo ver que regresaba a la casa.

»“Aguarde un momento. Debe usted ayudarme; y, si lo hace, tendrá motivos para alegrarse, pues con gusto le daré cincuenta libras. Si usted no me ayuda, alguien lo hará”.

»Me miró a mí y, después, furtivamente, al carruaje. Dudó, y después dijo: “Parece que no repara usted en gastos. Supongo que es una gran dama con dinero. Tales personas no se detienen ante naderías como la vida o la muerte de una señora enferma con tal de salirse con la suya. Supongo, pues, que debo ayudarla, ya que si no lo hago, otro lo hará”.

»No me importó lo que dijo con tal de que me ayudara. Estaba segura de que el estado en que se hallaba la mujer requeriría el uso de opiáceos, y puedes estar segura de que no había olvidado al Christopher Sly de Shakespeare[20], así que le dije lo que me rondaba por la cabeza. Que, en mitad de la noche —cuando las calles están más tranquilas—, debíamos trasladarla en una camilla de hospital, suavemente arropada para mantenerla caliente, desde la casa de huéspedes de Leicester Square hasta las habitaciones que yo tendría perfectamente preparadas para ella. Tal y como lo planeé, se llevó a cabo. Hice saber a Clément mis planes por medio de una nota. Lo tenía todo dispuesto en casa, y caminamos por mi vivienda tan en silencio como si lo hiciéramos sobre terciopelo, mientras el porteador vigilaba la puerta. Por último, en la oscuridad, vi los candiles que llevaban mis hombres, que encabezaban la pequeña procesión. La comitiva parecía una marcha fúnebre: a un lado caminaba el doctor, y al otro lado Clément, y ambos marchaban con paso silencioso y veloz. No intenté hacer más; no nos atrevimos a cambiarle las ropas, y la tumbamos en el lecho con el burdo camisón de la casera, manteniéndola caliente con mantas, y la dejamos en un aposento fragante y resguardado de la luz del sol, con una enfermera y el doctor para cuidarla, mientras yo conducía a Clément al vestidor adjunto, donde había dispuesto una cama para él. Él no estaba dispuesto a alejarse a más distancia de ella, e hice que le llevaran allí su refrigerio. Me había mostrado su gratitud mediante toda clase de gestos, pues ninguno de los dos nos atrevíamos a hablar: se había arrodillado a mis pies, me había besado la mano y la había humedecido con sus lágrimas. Había alzado los brazos al cielo y había rezado con toda el alma, como pude ver por el movimiento de sus labios. Le permití aliviarse mediante tales expresiones mudas, si es que las podemos llamar así, y después le dejé y me retiré a mis aposentos para alertar a milord y decirle lo que había hecho.

»Por supuesto, todo le pareció bien, y ni milord ni yo pudimos dormir, preguntándonos cómo soportaría madame De Créquy su despertar. Había acordado con el doctor que permaneciera a su lado toda la noche, pues ella estaba acostumbrada a su voz y su rostro. Además, la enfermera tenía experiencia, y Clément se hallaba cerca, pero experimenté un gran alivio al escuchar de labios de mi propia doncella, cuando me trajo el chocolate, que madame De Créquy (según decía monsieur) se había despertado más tranquila de lo que había estado en varios días. Seguramente el aspecto general del dormitorio debió de resultarle más familiar que el mísero lugar en que la había encontrado y debió de sentir intuitivamente que se hallaba entre amigos.

»Milord se escandalizó ante la vestimenta de Clément, que yo había olvidado una vez lo vi por primera vez, pues tenía otras cosas en qué pensar, y para la que no había preparado a lord Ludlow. Mandó llamar a su propio sastre, le ordenó que trajera sus patrones y dispusiera que sus hombres trabajaran día y noche hasta que Clément pudiera lucir el aspecto que correspondía a su rango. En breve, en unos pocos días, eliminamos las trazas de su huida tan completamente que casi olvidamos las terribles causas que la habían provocado, y casi sentimos que estaban de visita y no que se habían visto forzados a huir de su país. Asimismo, los administradores de lord Ludlow vendieron los diamantes a buen precio, aunque las tiendas de Londres estaban bien abastecidas de joyas y objetos de valor, incluyendo algunos curiosos y poco comunes que los emigrantes vendían por la mitad de su valor al no poder permitirse esperar. Madame De Créquy recobraba la salud, aunque desgraciadamente se había quedado sin fuerzas, y no podría volver a soportar otra partida tan peligrosa como la que acababa de protagonizar y al respecto de la cual no aguantaba ni la más mínima referencia. Durante un tiempo las cosas continuaron en ese estado, con los De Créquy todavía como nuestros invitados de honor. Había muchas casas, además de la nuestra, incluidas algunas de nuestros amigos, abiertas a recibir a la pobre nobleza que huía de Francia, expulsada de su país por los brutales republicanos. Cada emigrante recién llegado contaba nuevas historias de horror, como si estos revolucionarios estuvieran ebrios de sangre y enloquecidos para concebir nuevas atrocidades. He de contarte que Clément había sido presentado ante nuestro buen rey Jorge[21] y su dulce reina, que le habían recibido con cariño, y que su apostura y elegancia, así como las circunstancias que acompañaban su huida, hacían que todo el mundo lo recibiera como a un héroe romántico; debía de estar en buenas relaciones con muchas casas distinguidas porque se había preocupado de hacer muchas visitas. Cuando nos acompañaba a milord y a mí, lo hacía con tal aire de indiferencia y languidez que me daba la impresión de que lo hacía estar aún más solicitado. Monkshaven (aquél era el título que ostentaba mi hijo mayor) intentó en vano interesarlo por los deportes que jugaban los hombres jóvenes. ¡Pero sin conseguirlo! Era igual para todo. Su madre se tomaba bastante más interés por los comadreos de Londres —aunque estaba demasiado inválida para participar de ellos— de lo que se interesaba él por los acontecimientos en los que podría haber tomado parte. Un día, como iba diciendo, se presentó a nuestros sirvientes un anciano francés de clase humilde y, como varios de ellos comprendían el francés, pude descubrir a través de Medlicott que estaba relacionado de alguna forma con los De Créquy, no con su vida en París, sino por ser administrador de sus fincas en el campo, terrenos que resultaban más útiles como cotos de caza que como ingresos extras. Sin embargo, allí estaba el anciano, que había traído, envueltos en el cuerpo, los largos pergaminos y escrituras relacionadas con sus propiedades. No se los daría a nadie salvo a monsieur De Créquy, su legítimo propietario, y Clément se encontraba fuera con Monkshaven, así que el anciano esperó; cuando volvió Clément, le hablé de la llegada del administrador y de cómo le había cuidado mi gente. Clément fue directamente a verle. Estuvo fuera mucho tiempo, y yo esperaba a que regresara para irnos juntos, a un sitio u otro, por algún motivo que ahora apenas recuerdo. Lo que sí recuerdo que estaba cansada de esperar, y a punto de tocar la campana para ordenar que le recordaran su compromiso conmigo, cuando entró, con el rostro tan blanco como el talco de su pelo y los hermosos ojos dilatados de terror. Me di cuenta de que había recibido alguna noticia que le había afectado más directamente que las crónicas habituales que traía cada nuevo emigrante.

»“¿Qué ocurre, Clément?”, pregunté.

»Él se retorcía las manos, y parecía querer hablar, pero no le salían las palabras.

»Por fin, dijo: “¡Han guillotinado a mi tío!”.

»Yo sabía que había un conde De Créquy, pero siempre tuve entendido que apenas se relacionaba con la rama más antigua; de hecho, creo que era considerado como una especie de oveja negra, y más una desgracia para la familia que otra cosa. Así que, tal vez con cierta crueldad por mi parte, me sorprendió un poco aquel exceso de emoción, hasta que reparé en esa mirada peculiar que se le pone a la gente cuando experimentan más terror en su corazón del que pueden expresar con palabras. Quería que yo comprendiera algo sin decírmelo, pero ¿cómo iba a hacerlo yo? Jamás había oído hablar de una mademoiselle De Créquy.

»“¡Virginie!”, exclamó por fin. En un instante lo comprendí todo, y recordé que, de haber vivido Urian, también él habría estado enamorado.

»“¿La hija de tu tío?”, inquirí.

»“Mi prima”, respondió él.

»No dije “tu prometida”, pero no me cabía duda. Sin embargo, estaba equivocada.

»“¡Oh, madame! —continuó él—, su madre falleció hace mucho tiempo… Ahora su padre… Y ella vive atemorizada, sola, abandonada…”.

»“¿Está en la abadía?”, pregunté.

»“¡No! Se encuentra escondida con la viuda del viejo conserje de su padre. Cualquier día pueden registrar la casa en busca de aristócratas. Los buscan por todas partes. Y entonces, no será solo su vida, sino la de la anciana mujer, su anfitriona, la que será sacrificada. La anciana lo sabe, y tiembla de miedo. Incluso aunque fuera lo bastante valiente para serle leal, sus miedos la delatarían si registran la casa. Pero no hay nadie que ayude a escapar a Virginie. Se encuentra sola en París”.

»Vi lo que pasaba por su cabeza. Estaba inquieto e impaciente por acudir en ayuda de su prima, pero lo retenía pensar en su madre. Yo no habría podido retener a Urian de participar tal empresa. ¿Cómo podría? Y, sin embargo, tal vez hice mal en no advertirle más acerca de los peligros. Aun así, si era peligroso para él, ¿acaso no lo era también o incluso más para ella? En aquellos siniestros días de terror, los franceses no tenían en cuenta ni edad ni sexo. Así pues, acepté su deseo y le alenté a pensar cómo llevar a cabo su plan de la forma más prudente y adecuada, sin dudar en ningún momento, como he dicho, que él y su prima estaban prometidos en matrimonio.

»Sin embargo, cuando fui a ver a madame De Créquy, después de que él le contara su —o más bien nuestro— plan, descubrí mi error. Madame De Créquy, que por lo general se encontraba demasiado débil como para cruzar la habitación excepto con lentitud y apoyada en un bastón, daba vueltas de un lado a otro con paso rápido y vacilante y, aunque de vez en cuando se dejaba caer en una silla, parecía no poder estarse quieta, pues se levantaba al instante y empezaba a dar vueltas, a retorcerse las manos y a hablar velozmente para sus adentros. Al verme, se detuvo:

»“Madame —dijo—, habéis perdido a vuestro propio hijo, podríais dejarme el mío”.

»Estaba tan sorprendida que apenas supe qué decir. Había hablado con Clément como si el consentimiento de su madre fuera algo seguro (como sentía que habría sido el mío de estar Urian vivo para pedirlo). Por supuesto, tanto él como yo sabíamos que era obligado pedir y conseguir el permiso de su madre antes de poder dejarla para partir en tal empresa, pero, de alguna manera, siempre se me aceleraba el pulso en presencia del peligro, dado que mi vida había sido tan pacífica. ¡Pobre madame De Créquy! Para ella era otra cosa; ella se desesperaba mientras yo mantenía la esperanza, y Clément confiaba.

»“Querida madame De Créquy —le dije—, regresará sano y salvo con nosotras; tomaremos todas las precauciones que él, o usted, o milord, o Monkshaven puedan pensar, pero no puede dejar abandonada a una chiquilla, su pariente más cercano después de usted; su prometida, ¿no es así?”.

»“¡Su prometida! —exclamó, ahora presa de la mayor agitación—. ¿Virginie prometida de Clément? ¡No! ¡Gracias a Dios, no estamos tan mal como para eso! Sin embargo, podríamos haberlo estado. Pero mademoiselle despreció a mi hijo. No quiso tener nada que ver con él. Este es el momento en que él no debería querer tener nada que ver con ella”.

»Clément había entrado por la puerta de atrás mientras su madre pronunciaba aquellas palabras. Tenía el rostro rígido y pálido, hasta el punto de parecer tan gris e inamovible como si hubiera sido tallado en piedra. Se adelantó y se puso frente a su madre. Ella interrumpió su paseo, inclinó hacia atrás la cabeza de forma altanera y ambos se miraron fijamente a los ojos. Al cabo de un minuto o dos en aquella actitud, ella con la mirada orgullosa y resuelta, sin vacilar ni flaquear, él cayó de rodillas y la tomó de la mano; una mano dura y pétrea, que no se cerró en torno a la de él sino que siguió rígida y extendida.

»“Madre —suplicó él—, levanta tu prohibición. ¡Permíteme marchar!”.

»“¿Cuáles fueron sus palabras?”, respondió madame De Créquy lentamente, como si obligara a su memoria a ser precisa: 'Primo mío —dijo—, cuando me case, me casaré con un hombre, no con un petimetre. Me casaré con un hombre que, sea cual sea su rango, aumente la dignidad de la raza humana por medio de sus virtudes, y no se contente con vivir en una corte afeminada perpetuando las tradiciones de esplendores pasados'. Tomó las palabras del infame Jean-Jacques Rousseau[22], amigo de su no menos infame padre. ¡No! Debo decir que, si no las palabras, sí tomó prestados sus principios. ¡Y mi hijo pide casarse con ella!”.

»“Fue el deseo expreso de mi padre”, respondió Clément.

»“¿Pero acaso no la amas? Alegas las palabras de tu padre, palabras escritas hace doce años, como si ese fuera tu motivo para mostrarte indiferente a mi rechazo a tal alianza. Pero la pediste en matrimonio, y ella te rechazó con insolente desprecio, y ahora tú te muestras dispuesto a dejarme… dejarme abandonada en un país extranjero…”.

»“¡Abandonada! ¡Madre! ¡La condesa Ludlow está presente!”.

»“¡Discúlpeme, madame! Pero toda la Tierra, aunque estuviera llena de gentes amables, no es más que desolación y desierto para una madre cuando está ausente su único vástago. ¡Y tú, Clément, me dejarías por esa Virginie, esa degenerada De Créquy, mancillada con el ateísmo de los enciclopedistas! Ahora está recogiendo los frutos de lo que plantaron sus amigos. ¡Déjala! Seguro que tiene amigos, incluso puede que amantes, entre esos demonios que, con la consigna de la libertad, cometen todo tipo de libertinajes. ¡Déjala, Clément! Te rechazó con desdén; ten el orgullo de no tenerla en cuenta ahora”.

»“Madre, no puedo pensar en mí mismo, solo en ella”.

»“¡Piensa en mí, entonces! Yo, tu madre, te prohíbo que vayas”.

»Clément hizo una reverencia, y salió de la habitación al instante, como un ciego. Su madre vio su caminar a tientas y creo que su corazón se ablandó por un momento. Pero se volvió hacia mí y trató de disculpar su arrebato pormenorizando sus defectos, y ciertamente eran muchos. El conde, hermano menor de su marido, había intentado invariablemente inmiscuirse entre marido y mujer. Había sido el más astuto de los dos, y había poseído una extraordinaria influencia sobre su marido. Ella sospechaba que había instigado aquella cláusula en el testamento de su marido en la que el marqués expresaba su deseo de que los primos contrajeran matrimonio. El conde había manifestado gran interés en la administración de las propiedades de los De Créquy durante la minoría de edad de su hijo. De hecho, según recordé entonces, fue a través del conde De Créquy como lord Ludlow oyó hablar del apartamento que después ocupamos en el Hotel de Créquy; entonces, el recuerdo de un sentimiento pasado se abrió claramente a través de la neblina, como si dijéramos, y me acordé de cómo y cuándo nos instalamos por primera vez en el Hotel de Créquy. Tanto lord Ludlow como yo tuvimos la impresión de que el arreglo resultaba engorroso para nuestra anfitriona, y nos llevó un tiempo considerablemente largo establecer relaciones amistosas con ella. Años después de nuestra visita, ella había empezado a sospechar que Clément (a quien no podía impedir visitar la casa de su tío, considerando los términos en que su padre se encontraba con su hermano, aunque ella jamás atravesó el umbral del conde De Créquy) se relacionaba con mademoiselle, su prima, por lo que realizó discretas averiguaciones acerca de la apariencia, el carácter y la disposición de la joven. Mademoiselle no era guapa, se decía, pero tenía buena figura y generalmente se consideraba que poseía una presencia noble y atractiva. Su carácter era atrevido y obstinado (según decían unos), u original e independiente (según decían otros). Su padre le consentía todo, y le había dado una educación casi masculina, y ella eligió como mejor amiga a una jovencita de rango inferior al suyo, perteneciente a la burocracia, una tal mademoiselle Necker, hija del ministro de Finanzas. De este modo, mademoiselle De Créquy fue presentada en todos los salones de librepensadores de París, y trató con gentes que siempre andaban concibiendo planes para subvertir la sociedad. “¿Y acaso Clément se percató de aquella gente?”, preguntó madame De Créquy con cierta ansiedad. ¡No! Monsieur De Créquy no tenía ojos ni oídos, ni pensamiento para nadie más que para su prima, cuando ella estaba presente. ¿Y ella? Ella apenas reparaba en su devoción, que tan evidente era para todos los demás. ¡Qué criatura tan orgullosa! Pero quizá fuera su modo arrogante de esconder sus sentimientos. Por ello, madame De Créquy escuchó e interrogó, y no averiguó nada definitivo, hasta que un día sorprendió a Clément con una nota en la mano, de la que tan bien recordaba las palabras, como dardos, y en la que Virginie decía, respondiendo a la declaración que Clément le había hecho llegar a través de su padre, que “cuando se casara, se casaría con un hombre, y no con un petimetre”.

»Clément estaba lógicamente indignado ante la naturaleza insultante de la respuesta de Virginie a su propuesta, hecha en tono respetuoso, pero que, al fin y al cabo, era un jarro de agua fría para su ardiente corazón. Consintió al deseo de su madre de no volver a visitar los salones de su tío; pero no olvidó a Virginie, aunque nunca mencionaba su nombre.

»Madame De Créquy y su hijo se encontraban entre los primeros proscritos, ya que eran monárquicos acérrimos, además de aristócratas, que era como acostumbraban los horrendos sansculottes a denominar a quienes conservaban los hábitos de expresión y acción en los que habían sido educados con gran orgullo. Habían abandonado París unas semanas antes de llegar a Inglaterra, y Clément ciertamente se había quedado convencido, cuando dejaron el Hotel de Créquy, de que su tío no solamente estaba a salvo, sino que era un hombre popular en el partido en el poder. Y puesto que se interceptaba toda comunicación relacionada con determinados individuos, monsieur De Créquy apenas se había mostrado preocupado respecto a su tío y su prima, a diferencia de lo que le inquietaban otros amigos con diferentes opiniones políticas, hasta el día en que se vio sorprendido por la fatídica información de que incluso su tío progresista había sido guillotinado, y que su prima había sido apresada por la masa, cuyos derechos (como ella los llamaba) siempre había defendido.

»Confieso que al oír tal relato la madre de Clément se hizo acreedora al respeto que le pedí a este. La vida de Virginie no me parecía merecedora del riesgo que correría Clément. Pero cuando lo vi triste y apesadumbrado —¡quiá!, desesperado—, conduciéndose como alguien oprimido por un sueño pesado del que no puede desprenderse, sin preocuparse por comer, beber o dormir, y aun así soportándolo todo con silenciosa dignidad, incluso intentando forzar una sonrisa apagada cuando me veía mirarlo con ojos ansiosos, volví a retractarme y me pregunté cómo podía madame De Créquy resistirse a la muda súplica que la alterada apariencia su hijo dejaba traslucir. En cuanto a lord Ludlow y Monkshaven, tan pronto como comprendieron el caso, les indignó que una madre intentara mantener a su hijo alejado de un peligro honorable, puesto que lo honorable y su ineludible deber (según sostenían ellos) era intentar salvar la vida de una pobre muchacha huérfana, pariente suya. Solo un francés, dijo milord, se detendría ante los miedos y caprichos de una anciana, por mucho que fuera su madre. Tal y como estaban las cosas, únicamente se frustraría hasta morir bajo tales restricciones. Si marchaba, seguramente los muy desgraciados acabarían con él, como habían hecho con muchos hombres de valía: pero milord sostenía que, en lugar de morir guillotinado, salvaría a la joven y la traería sana y salva de vuelta a Inglaterra, perdidamente enamorada de su salvador, y entonces celebraríamos una bonita boda en Monkshaven. Milord repitió su opinión tan a menudo que, en su mente, se convirtió en una especie de profecía que iba a cumplirse; y un día, viendo a Clément aún más pálido y delgado que nunca, envió un mensaje a madame De Créquy, solicitando permiso para hablar con ella en privado.

»“¡Por San Jorge! —exclamó—. Escuchará mi opinión y no dejará que ese muchacho suyo se mate de inquietud. Es demasiado bueno para hacerlo. Si fuera un joven inglés, hace mucho que habría ido a por su damisela sin dar razón a nadie; pero, siendo francés, está a favor de Eneas y la piedad filial… ¡paparruchas!”. (Me avergüenza decir que milord se había hecho a la mar cuando era niño, en contra de los deseos de su padre, y, puesto que todo había terminado bien, y había regresado para encontrar a ambos progenitores con vida, no creo que se diera demasiada cuenta de su falta, como habría sucedido en otras circunstancias).

»“No, milady —continuó—, no me acompañe. Una mujer puede manejar mejor a un hombre cuando se muestra obstinada, y un hombre puede persuadir a una mujer de que abandone su actitud allí donde fallarían todas las de su sexo, un ejército de ellas. Permítame que vaya solo a mi tête à tête con madame”.

»No quiso contarme qué dijo o qué sucedió, pero volvió con el semblante más grave que al partir. Sin embargo, se salió con la suya. Madame De Créquy levantó la prohibición, y le permitió comunicárselo a Clément.

»“Pero es una vieja Casandra[23] —dijo él—. No permita que el muchacho esté mucho en su compañía, pues su charla, increíblemente poblada de supersticiones, acabaría con el coraje del más valiente de los hombres”. Algo de lo que ella había dicho había tocado una fibra sensible en una faceta del carácter de milord heredada de sus ancestros escoceses. Mucho después supe de qué se trataba. Me lo dijo Medlicott.

»Sin embargo, milord desechó todas las fantasías que alertaban contra el cumplimiento de los deseos de Clément. Toda aquella tarde la pasamos los tres sentados juntos, planeando; con Monkshaven, que entraba y salía, cumpliendo nuestras órdenes y disponiéndolo todo. Hacia el anochecer, estaba todo preparado para que Clément se pusiera en marcha hacia la costa.

»Madame había rehusado vernos a ninguno desde su acalorada entrevista con milord. Mandó decir que se encontraba fatigada y necesitaba reposo. Pero, por supuesto, antes de que Clément partiera, debía ir a despedirse de ella y pedir su bendición. Para evitar una agitada conversación entre madre e hijo, milord y yo resolvimos estar presentes en la entrevista. Clément se encontraba ya vestido con sus ropas de viaje, un traje de pescador normando que Monkshaven había encontrado, con gran esfuerzo, en posesión de uno de los emigrantes que pululaban por Londres y que había escapado de las costas de Francia con dicho disfraz. El plan de Clément era bajar hasta la costa de Sussex y enrolarse en algún barco de pesca o de contrabando que lo llevase a la costa francesa cerca de Dieppe. Allí se cambiaría de ropa de nuevo. ¡Oh, el plan era excelente! Su madre se asustó por culpa del disfraz (acerca del cual no la habíamos prevenido) cuando entró en sus aposentos. Y aquello, o el hecho de haber sido despertada repentinamente del sueño profundo en que solía caer cuando se la dejaba sola, hizo que sus modales adquirieran un halo de descomedimiento que casi bordeaba la locura.

»“¡Ve, ve! —le dijo, casi empujándole mientras él se inclinaba a besarle la mano—. Virginie te requiere, pero no ves a qué clase de lecho te conduce…”.

»“¡Clément, apresúrate! —llamó milord con prisa, interrumpiendo a madame—. Es más tarde de lo que parece, y no debes perder la primera marea del día. Despídete de tu madre sin más dilación y marchémonos”.

»Milord y Monkshaven iban a llevarlo en carruaje hasta una posada cerca de la costa, desde donde seguiría caminando hasta su destino. Milord casi le aferró del brazo y tiró de él, y se marcharon, y yo me quedé sola con madame De Créquy. Cuando oyó los cascos de los caballos pareció darse cuenta de la verdad, como si fuera la primera vez. Apretó los dientes.

»“¡Me ha abandonado por ella! —casi gritó—. ¡Me abandona por ella! —seguía murmurando, y después, de nuevo con la mirada trastornada, se decía, casi exultante—: ¡Pero no le he dado mi bendición!”.