Capítulo XII
Me avergüenza confesar el sentimiento que con más intensidad experimentaba yo por aquellos días, aparte, lógicamente, de la simpatía que todos nosotros sentíamos por mi querida señora en su inmensa pena, pues esta era más grande y fuerte que nada, por muy contradictorio que les pueda parecer cuando lo oigan todo.
Pudo ser debido a que por aquel entonces me encontraba francamente mal de salud, lo que provoca una mente enferma en un cuerpo enfermo; pero el caso es que me sentía absolutamente celosa de la memoria de mi padre al ver todos los gestos de duelo que suscitó la muerte de milord, que había hecho poco y menos por el pueblo y la parroquia cuya rutina diaria alteraba ahora, por así decirlo, al fallecer en una ciudad lejana. Mi padre había pasado los mejores años de su edad adulta trabajando duro, en cuerpo y alma, por las personas entre las cuales vivía. Su familia, por supuesto, ocupaba el primer lugar en su corazón, y él no habría servido de gran cosa de no ser así. Pero también le importaban mucho sus parroquianos y vecinos. Y aun así, cuando murió, aunque doblaron las campanas de la iglesia, golpeándonos el corazón con un dolor agudo y renovado a cada tañido, los sonidos de la vida diaria siguieron sonando, muy cerca de nosotros: carros y carruajes, gritos callejeros, los organillos callejeros distantes (los amables vecinos de nuestra calle se abstuvieron de tocarlos); la vida, la vida activa y ruidosa, pasaba por encima de nuestra palmaria consciencia de la muerte y desentonaba atacándonos los nervios.
Y cuando fuimos a la iglesia, la parroquia de mi padre, aunque los cojines del púlpito se encontraban tapizados de negro y muchos miembros de la congregación se habían puesto alguna señal de luto, no se alteró el aspecto general del lugar. Así pues, ¿qué vínculos unían a lord Ludlow con Hanbury, comparado con el trabajo de mi padre en…?
¡Oh! ¡Era algo muy perverso por mi parte! Creo que de haber visto a milady, de haberme atrevido a pedir que me llevaran a verla, no me hubiera sentido tan miserable, tan disgustada. Pero ella se quedó sentada en su habitación, revestida por completo de cortinajes negros, incluso sobre los postigos. Durante más de un mes no vio luz alguna que no fuera artificial: velas, lamparillas y demás. Solo Adams trataba con ella. El señor Gray no fue admitido, aunque la visitaba a diario. Ni siquiera la señora Medlicott la vio en casi quince días. Contemplar la angustia de milady, o más bien recordarla, hacía que la señora Medlicott hablara más de lo habitual en ella. Nos dijo, entre lágrimas y con grandes gestos, incluso hablando alemán en ocasiones, cuando se le atascaba nuestro idioma, que milady permanecía inmóvil, una figura blanca en medio de la habitación a oscuras, con una lámpara cubierta cerca, cuyo haz de luz caía sobre una Biblia abierta: la gran Biblia de la familia. No estaba abierta en ningún capítulo o versículo que ofreciera consuelo, sino en la página en la que estaba registrado el nacimiento de sus nueve hijos. Cinco habían muerto en la infancia, sacrificados al cruel sistema que prohibía a la madre dar de mamar a sus bebés. Cuatro de ellos habían vivido más tiempo: Urian fue el primero en morir; Ughtred Mortimer, el conde Ludlow, el último.
Milady no lloraba, nos dijo la señora Medlicott. Estaba muy compuesta, muy quieta, muy callada. Se negó a atender pequeñas gestiones, y enviaba a la gente a ver al señor Horner para resolverlos. Pero se mostraba orgullosa y dispuesta a colaborar en todo aquello que supusiera rendir honores al último de su raza.
En aquellos días, el correo urgente era lento, y el protocolario más aún. Antes de que las instrucciones de milady pudieran llegar a Viena, ya habían enterrado a milord. Se habló, según nos dijo la señora Medlicott, de exhumar el cuerpo y traerlo a Hanbury. Pero sus albaceas, que estaban vinculados a la rama Ludlow de la familia, pusieron objeciones. Si lo llevaban a Inglaterra, debería ser trasladado a Escocia, y enterrado con sus antepasados Monkshaven. Milady, dolida en lo más profundo, abandonó la discusión antes de que degenerase en indecorosa contienda. Pero, ante la comprensible mortificación de milady, todo el pueblo y los terrenos de Hanbury adoptaron las señales externas del luto. Las campanas doblaban mañana y tarde. La propia iglesia se revistió de negro por dentro. Se colocaron escudos y esquelas en todos los lugares en que podía hacerse. Todos los arrendatarios hablaron en voz baja durante más de una semana, sin apenas atreverse a observar que toda carne no era sino polvo, incluida la del conde Ludlow, último de los Hanbury. La misma taberna del León Luchador cerró la puerta principal, pues carecía de postigos frontales, y todos los que querían un trago se deslizaban sigilosamente por la entrada trasera y se mostraban silenciosos y lacrimosos ante sus bebidas tras desterrar el alboroto y el ruido. Los ojos de la señorita Galindo estaban enrojecidos por las lágrimas, y me dijo, con un nuevo acceso de llanto, que hasta había descubierto a Sally la jorobada sollozando sobre su Biblia y empleando un pañuelito de mano por primera vez en su vida; hasta entonces había recurrido al uso del delantal, pero debió de parecerle que aquello no estaría en consonancia con la etiqueta que debía observarse ante la muerte prematura de un conde.
Si aquello era lo que sucedía fuera de la casa, «pueden aplicar la regla de tres», como decía la señorita Galindo, y juzgar lo que ocurría dentro. Ninguna de nosotras hablaba sino en susurros. Tratábamos de no comer, y de hecho el golpe fue tan fuerte, y estábamos tan preocupadas por milady, que apenas tuvimos apetito durante varios días. Pero me temo que nuestra compasión se fue debilitando a medida que nuestra carne se fortalecía. Pero seguimos hablando con sigilo y nos dolía el corazón cada vez que pensábamos en milady sentada en su habitación, a oscuras, con la luz proyectada sobre aquella única página solemne.
Deseábamos… ¡Oh, cuánto deseaba que recibiera al señor Gray! Pero Adams decía que creía que milady debía recibir a un obispo. Pero nadie tenía autoridad suficiente para mandar a buscar uno.
Durante todo ese tiempo el señor Horner sufrió tanto como el que más. Era un sirviente demasiado fiel de la gran familia Hanbury, y más ahora que la familia se veía reducida a una anciana frágil, como para no sentirse profundamente afligido ante la perspectiva de su probable extinción. Además, sentía mayor simpatía y reverencia hacia milady de la que probablemente se permitía mostrar, pues sus modales eran siempre fríos y comedidos. Sufría una gran pena. También se sentía agraviado, pues los albaceas de milord le escribían constantemente. Milady se negaba a atender simples asuntos de negocios, y que se los confiaba todos a él. Pero ese «todos» era más complicado de lo que yo jamás pude entender por completo. Hasta donde puedo entender el caso, era algo de la índole siguiente: se había realizado una hipoteca sobre las propiedades de milady en Hanbury para permitir que milord, su esposo, empleara el dinero en cultivar sus terrenos en Escocia, según una nueva moda que requería financiación. Esto carecía de la menor importancia mientras viviera milord, su hijo, que había de heredar ambas fincas a su muerte, según ella decía y sentía, y, por tanto, se había negado a tomar medida alguna para asegurar el pago del capital, o siquiera el pago de los intereses de la hipoteca a los posibles representantes y poseedores de los terrenos escoceses, en favor del posible dueño de las propiedades de Hanbury, aduciendo que le enfermaba hacer cálculos sobre la hipótesis del fallecimiento de su hijo.
Pero él había muerto soltero y sin descendencia. El heredero de la propiedad de Monkshaven era un abogado de Edimburgo, un pariente muy lejano de milord, y, a la muerte de milady, las propiedades de Hanbury irían a parar a los descendientes del tercero de los hijos de quien fue caballero Hanbury en tiempos de la reina Ana.
Esta complicación de los asuntos resultaba de lo más gravosa para el señor Horner. Siempre se había opuesto a la hipoteca, y odiaba el pago de los intereses, pues obligaba a milady a poner en práctica ciertas restricciones económicas que, aunque procuraba en la medida de lo posible que recayeran en ella personalmente, aborrecía y consideraba denigrantes para la familia. ¡Pobre señor Horner! Sus modales eran tan fríos y distantes, y su forma de hablar tan seca y contundente, que no creo que ninguno de nosotros le hiciera justicia. La señorita Galindo fue la primera, en aquellos momentos, en dirigirle una palabra amable, o en pensar en él, más allá de apartarse de su camino cuando lo veía acercarse.
—Creo que el señor Horner no está bien —dijo un día, unas tres semanas después de recibir la noticia de la muerte de milord—. Se sienta con la cabeza entre las manos y apenas me escucha cuando le hablo.
Pero yo no pensé más en ello y la señorita Galindo no volvió a mencionarlo. Milady se reunió con nosotros de nuevo. De anciana había pasado a vetusta, una pequeña y frágil mujer mayor envuelta en ropajes negros que nunca hablaba ni aludía a su inmensa pena; más silenciosa, delicada y pálida que antes, y con unos ojos nublados por las lágrimas como nunca había visto en un mortal.
Había recibido al señor Gray al finalizar su mes de retiro. Pero no creo que siquiera a él le dijera una palabra acerca de su pena particular e individual. Cualquier mención parecía profundamente enterrada para siempre. Un día, el señor Horner le hizo saber que se encontraba demasiado indispuesto para cumplir con sus obligaciones habituales en la casa y redactó algunas instrucciones y peticiones para la señorita Galindo diciendo que regresaría a su despacho a la mañana siguiente temprano. A la mañana siguiente había muerto.
La señorita Galindo informó a milady. Y la señorita Galindo lloró a lágrima viva, pero milady, aunque estaba realmente conmocionada, no pudo llorar. Parecía una imposibilidad física, como si ya hubiera derramado todas las lágrimas que tenía. Es más, tiendo a pensar que casi le resultaba más sorprendente seguir viva que la muerte del señor Horner. Era casi natural que a un sirviente tan leal se le partiera el corazón cuando la familia a la que pertenecía había perdido su hacienda, a su heredero y su última esperanza.
¡Sí! El señor Horner era un sirviente leal. No creo que hoy en día haya muchos tan leales, pero tal vez sea esta una impresión de mujer entrada en años. Cuando llegó el testamento para examinarlo, se descubrió que, al poco del accidente de Harry Gregson, el señor Horner le había legado los pocos miles (creo que tres) que poseía en fideicomiso con el deseo de que sus albaceas se aseguraran de que el muchacho recibiera una buena educación en ciertas materias para las que el señor Horner consideraba que había mostrado una aptitud especial, e incluyó también una especie de disculpa tácita hacia milady en una frase en la que declaraba que la cojera de Harry le impediría ganarse la vida mediante el único ejercicio de sus facultades físicas, «como era el deseo de una dama cuyos deseos» él, el testador, «tenía muy presentes».
Sin embargo, en el testamento había un codicilo, datado después de la muerte de lord Ludlow, escrito débilmente del puño y letra del señor Horner, como una especie de borrador para un legado más formal; o, tal vez, únicamente se trataba de un arreglo temporal hasta que pudiera ver a un abogado y redactar un nuevo testamento. En él revocaba su legado anterior a Harry Gregson. Únicamente dejaba doscientas libras al señor Gray para que el caballero las empleara como más considerase conveniente en beneficio de Harry Gregson. Con esta única excepción, legaba el resto de sus ahorros a milady, con la esperanza de que supusieran un «colchón», como si dijéramos, para el pago de la hipoteca que tanto le había afligido en vida. No digo todo esto en jerga legal, pues yo lo supe a través de la señorita Galindo, y puede que ella se equivocara en algo, aunque tenía la cabeza muy despejada y pronto se ganó el respeto del señor Smithson, el abogado de milady que vino de Warwick. El señor Smithson conocía muy poco a la señorita Galindo antes de aquello, tanto personalmente como en lo referente a su reputación, y no creo que estuviera preparado para encontrársela instalada como amanuense del administrador; al principio se sintió inclinado a tratarla, en lo referente a esta tarea, con educada condescendencia. Pero la señorita Galindo era una dama, así como una mujer razonable y enérgica, y, siempre que quería, podía dejar de lado la autoindulgencia de sus excentricidades a la hora de hablar y conducirse. Es más, normalmente era tan parlanchina que, de no ser tan entretenida y afectuosa, uno la habría encontrado tediosa en ocasiones. Para encontrarse con el señor Smithson acudía cada día con el vestido de los domingos, no decía más de lo necesario en respuesta a sus preguntas, tenía los libros y papeles en un orden primoroso y los llevaba de forma metódica, y sus afirmaciones y hechos eran sólidos y de confianza. Ella era alegremente consciente de su victoria sobre el desdén que el abogado sentía por la idea de una mujer amanuense y sobre las ideas preconcebidas que tenía sobre sus poco prácticas excentricidades.
—Que me deje sola —dijo ella, un día en que vino a sentarse un momento a mi lado—. Ese hombre es un buen hombre, un hombre sensato, y no me cabe duda de que es un buen abogado, pero aún no comprende a las mujeres. No me cabe duda de que regresará a Warwick y jamás volverá a dar pábulo a quienes le hicieron creer que yo era una chiflada. ¡Oh, querida, sí que lo pensaba! Y lo deja traslucir veinte veces más de lo que lo hacía mi pobre patrón. Era una forma de complacer a milady y, por ella, escuchó lo que yo tenía que decirle y revisó mis libros. En cualquier caso, la idea era conseguir que una mujer no estorbase, al tiempo que se la hacía creer que era útil. Y supe calarlo bien. Y me alegra decir que él no me caló a mí. Al menos, no del todo. Sé comportarme cuando veo que puedo obtener un beneficio. Aquí teníamos a un hombre que creía que una mujer con un vestido de seda negro era una persona respetable y de orden, y yo era una mujer con un vestido de seda negro. Creía que una mujer no puede escribir en línea recta, y que necesitaría un hombre para que le dijera que dos y dos son cuatro. Yo no estaba en contra de hacer renglones en mis libros, y tenía a Cocker más a mano que él. Pero mi mayor triunfo ha sido poder mantener la boca cerrada. Él no habría pensado gran cosa de mis libros, o de mis sumas o de mi vestido de seda negro de haber hablado yo sin que me preguntaran. Así que he desplegado más sentido común en estos diez días que en toda mi vida. He sido tan seca, tan brusca, tan abominablemente aburrida, que apuesto lo que sea a que me considera digna de ser un hombre. Pero ya debo volver con él, querida, así que adiós a la conversación y a su compañía.
Aunque el señor Smithson pudiera estar satisfecho con la señorita Galindo, me temo que ella era el único aspecto del negocio con el que estaba contento. Todo lo demás fue mal. No podría decir quién me lo dijo, pero esta convicción parecía prevalecer en la casa. Hasta que el silencioso y áspero señor Horner falleció, no me di cuenta de cuánto dependíamos de sus decisiones. La propia milady era una buena mujer de negocios, tal y como son las mujeres de negocios. Su padre, viendo que sería heredera de las propiedades de Hanbury, le había proporcionado una formación que se consideraba inusual en aquellos días, y a ella le gustaba sentirse como una reina regente, y tener que dirimir personalmente todos los asuntos que se planteaban entre ella y sus arrendatarios. Pero puede que el señor Horner llevara los asuntos de forma más sagaz, y quizá al final ella habría acabado por hacerle caso. Empezaba diciendo, de forma clara e inmediata, lo que ella habría hecho, y lo que no. Cuando el señor Horner lo aprobaba, hacía una reverencia y la obedecía al punto; si lo desaprobaba, hacía una reverencia, y se demoraba tanto en obedecer que ella le sonsacaba su opinión con un «¡Bien, señor Horner! ¿Qué tiene usted en contra?». Pues ella siempre comprendió su silencio tan bien como si hablara de viva voz. Pero la finca se encontraba falta de liquidez, y el señor Horner se había vuelto pesimista y lánguido desde la muerte de su mujer, y ni siquiera sus propios asuntos personales se encontraban en el orden en que se hallaban uno o dos años antes, pues su anciano amanuense se había ido volviendo decrépito o, en cualquier caso, incapaz, a causa de su propia falta de energía, agotada por tener que suplir la que le faltaba al señor Horner.
Pareció que el señor Smithson se iba mostrando más inquieto a cada día que pasaba, y más molesto por el estado de las cosas. Hasta donde yo pude saber, tenía un vínculo hereditario con la familia Hanbury, como todos los demás empleados de lady Ludlow. Los Smithson habían sido abogados de los Hanbury desde que eran abogados, y siempre habían estado presentes en todas las grandes ocasiones familiares, de modo que comprendían mejor que nadie los caracteres y los lazos personales de lo que una vez fue una familia amplia y dispersa.
Mientras hubo un varón como cabeza de familia de los Hanbury, los abogados se habían limitado a actuar como siervos, ofreciendo consejo únicamente cuando se les solicitaba. Pero en la ocasión memorable de la hipoteca habían adoptado una postura diferente y protestaron por la medida. Milady se había molestado por este cambio de actitud, y desde entonces había cierta frialdad tácita entre ella y el padre de este señor Smithson.
Yo lo sentí mucho por milady. El señor Smithson se sentía inclinado a culpar al señor Horner por el estado de desorden en que encontró algunas de las granjas de las afueras y por las deficiencias en el pago anual de las rentas. El señor Smithson tenía demasiados buenos sentimientos como para expresar la culpa con palabras, pero el avezado instinto de milady la llevó a responder a un pensamiento no formulado pero que ella intuía; y calmadamente contó la verdad, y explicó cómo había intervenido repetidamente para evitar que el señor Horner tomara ciertas medidas deseables que atentaban contra el principio hereditario del bien y del mal establecido entre terrateniente y arrendatario. También le habló de la falta de dinero disponible como si se tratara de una desgracia que podría remediarse si ella economizara más sus gastos personales y consiguió una reducción de hasta cincuenta libras al año mediante este ahorro.
Pero ella se mostró inflexible en cuanto el señor Smithson abordó el tema de hacer mayores economías, como las que afectaban al bienestar de otros o al honor y la categoría de la gran mansión de Hanbury. Su plantilla consistía en aproximadamente cuarenta miembros de servicio, de los cuales casi veinte eran incapaces de realizar sus tareas adecuadamente, pero se sentirían agraviados si se les despedía, así que conservaban el prestigio del cargo mientras milady pagaba y mantenía a sus sustitutos. Según los cálculos del señor Smithson se habría podido ahorrar algunos cientos al año jubilando a estos sirvientes. Pero milady no quería ni oír hablar de ello. De todas formas, me enteré de que él la apremió para que nos enviara a algunas de nosotras de vuelta a nuestro hogar. Habríamos lamentado amargamente la separación de lady Ludlow, pero habríamos regresado gustosas de saber que sus circunstancias así lo exigían. Ella no quiso oír ni por un instante semejante propuesta.
—Si no puedo actuar con justicia con todo el mundo, abandonaré un plan que ha sido fuente de mucha satisfacción para mí, o al menos no lo pondré en práctica con todas sus consecuencias en el futuro. Pero con estas jóvenes señoritas, que me hacen el favor de vivir conmigo, me ata un compromiso. No puedo retractarme de mi palabra, señor Smithson. Es mejor que no sigamos hablando de esto.
Mientras hablaba, entró en la estancia donde yo me encontraba. El señor Smithson y ella venían a buscar unos papeles que estaban guardados en el escritorio. No sabían que yo me encontraba allí, y el señor Smithson dio un pequeño respingo al verme, pues debió de darse cuenta de que yo les había oído. Pero milady no movió ni un músculo de la cara. Todo el mundo podía oír sus palabras amables, justas y puras, y no tenía miedo alguno a ser malinterpretada. Se acercó a mí y me besó en la frente, y seguidamente procedió a buscar los papeles que necesitaba.
—Ayer me acerqué a caballo hasta la granja Connington, milady. Debo decir que me sentí enormemente apenado al ver el estado en que se encuentra; todos los terrenos que no son baldíos están completamente agostados de tantas cosechas seguidas de cereal. Aquellas tierras no han visto un puñado de abono en años. Debo decir que no puede haber mayor contraste que el evidente entre la granja Harding y los campos vecinos, que ofrecen el mejor aspecto que se puede desear, con las vallas en perfecto orden, rotación de cultivos, ovejas pastando entre los nabos de las tierras baldías…
—¿De quién es esa granja? —preguntó milady.
—Lamento decir que no fue en ninguna de las granjas de milady donde vi emplear tan excelentes métodos. Esperaba que lo fueran, y detuve mi caballo para preguntar. Un hombre de aspecto extraño, que se encontraba montado en su caballo con las piernas cruzadas bajo el cuerpo, observando a sus hombres con los ojos más atentos que he visto jamás, y que no pronunciaba todas las consonantes, me respondió, y me dijo que la granja era suya. No podía lanzarme a preguntarle quién era, pero entablé conversación con él y me enteré de que había ganado algo de dinero como comerciante en Birmingham y que había comprado la finca (quinientos acres, creo que dijo) donde había nacido; ahora se dedicaba a cultivarla con gran interés, recorriendo Holkham y Woburn, y la mitad del país, para levantarla.
—Debía de tratarse de Brooke, ese panadero disidente de Birmingham —repuso milady con su tono más gélido—. Señor Smithson, lamento haberle retenido tanto tiempo, pero creo que estas son las cartas que deseaba usted ver.
Si milady creyó acallar al señor Smithson con aquel discurso, estaba equivocada. El señor Smithson se limitó a echar un vistazo a las misivas, y volvió al viejo tema.
—Bien, milady, he concluido que si tuviera usted a alguien que ocupara el lugar del señor Horner, podría encargarse de las rentas y los terrenos de forma más satisfactoria. No repararé en esfuerzos para convencer a ese hombre de que se encargue del trabajo. No me importaría hablar yo mismo con él sobre el tema, pues nos hicimos grandes amigos en el trascurso de una comida que me pidió compartir con él.
Lady Ludlow miró fijamente a los ojos al señor Smithson mientras él hablaba y no apartó la vista de su rostro hasta que terminó. Guardó silencio durante un minuto antes de responder.
—Es usted muy amable, señor Smithson, pero no es necesario que se tome la molestia de realizar tales arreglos por mi causa. Esta misma tarde pretendo escribir al capitán James, un amigo de uno de mis hijos que, según tengo entendido, ha resultado gravemente herido en Trafalgar, para pedirle que me conceda el honor de aceptar el puesto del señor Horner.
—¡Capitán James! ¡Un capitán de la Marina va a encargarse de administrar los asuntos de milady!
—Si es que tiene la amabilidad. Lo considero una concesión por su parte, pero tengo entendido que deberá retirarse de su cargo, debido a su mala salud, y que le han prescrito encarecidamente que se retire a vivir en el campo. Albergo ciertas esperanzas de convencerlo para que venga aquí, pues creo que apenas cuenta con recursos si abandona su profesión.
—¡Capitán James! ¡Un capitán inválido!
—Usted cree que voy a pedirle un favor excesivo —continuó milady (nunca pude averiguar hasta qué punto la simpleza o una especie de malicia inocente le hizo malinterpretar las palabras y gestos del señor Smithson de aquella manera)—, pero no es capitán titular, sino simplemente comandante, y su pensión será reducida. Es posible que yo pueda ayudarlo a recuperar la salud ofreciéndole el aire del campo y una ocupación saludable.
—¡Ocupación! Milady, ¿puedo preguntarle cómo va un marino a administrar sus tierras? Sus arrendatarios se burlarán de él.
—Confío en que mis arrendatarios no se comportarán de forma tan maleducada como para burlarse de nadie a quien yo elija para que gobierne sobre ellos. El capitán James ha tenido experiencia en el mando. Posee grandes habilidades prácticas y un gran sentido común, según me ha dicho todo el mundo. Pero, sea como sea, el asunto queda entre él y yo. Únicamente puedo decir que me consideraré afortunada si acude.
Después de que milady hablara de tal manera, no había más que decir. Yo ya había oído hablar con anterioridad del capitán James, un guardiamarina que fue muy amable con su hijo Urian. Según creí recordar entonces, ella había mencionado que sus circunstancias familiares no eran muy prósperas. Confieso que, por poco que supiera yo de la administración de tierras, casi me encontraba de parte del señor Smithson. Él, ante la muda prohibición de milady de volver a mencionar el tema, se sinceró con la señorita Galindo, de quien yo estaba bastante segura de poder recibir información detallada acerca de todas las opiniones y noticias de la casa y del pueblo. Se había encariñado profundamente conmigo, pues decía que yo era muy buena conversadora. Creo que era porque yo sabía escuchar.
—Bien, ¿has oído las noticias acerca de ese tal capitán James? —comenzó—. Un marino… con pata de palo, sin duda. ¿Qué habría dicho al respecto el pobre patrón, que en paz descanse, de saber quién le sucedería? Querida, a menudo he considerado la llegada del cartero trayéndome el correo como uno de esos placeres que echaré de menos en la otra vida. Pero realmente creo que el señor Horner debería sentirse agradecido por no verse obligado a recibir noticias, pues en tal caso se habría enterado de lo del señor Smithson haciéndose amigo del panadero de Birmingham, y de lo del capitán con pata de palo viniendo a renquear por estas tierras. Supongo que vigilará a los labriegos con un catalejo. Solo espero que no se quede atascado en el barro con su pata de palo; porque, lo que es yo, no le ayudaría. Bueno, sí que lo haría —añadió, corrigiéndose—. Lo haría por milady.
—Pero ¿está segura de que tiene una pata de palo? —pregunté yo—. He escuchado a lady Ludlow hablar de él al señor Smithson y únicamente dijo que estaba herido.
—Bueno, los marineros casi siempre se hieren en la pierna. ¡Mira el Hospital Greenwich! Yo diría que había veinte pacientes sin pierna por cada uno sin brazo. Pero como si tuviera media docena de piernas. ¿Qué sabe él de administrar tierras? Lo consideraré un imprudente si se presenta aquí para aprovecharse del buen corazón de milady.
Sin embargo, se presentó. Un mes después de aquello, se envió el carruaje para recoger al capitán James, igual que, tres años antes, lo habían enviado para buscarme a mí. Su presencia había sido tan comentada que todos nos moríamos de curiosidad por verle y por saber cómo resultaría un experimento como aquél, que tan inusual nos parecía. Pero antes de revelarles nada acerca de nuestro nuevo administrador, debo contarles algo casi igualmente interesante, y realmente creo que igual de importante. Se trata de cómo milady trabó amistad con Harry Gregson. Creo que lo hizo por el señor Horner, aunque, por supuesto, solo puedo imaginar los motivos por los que milady hacía las cosas. El caso es que un día supe por Mary Legard que milady había mandado a buscar a Harry para que acudiera a verla, si se encontraba lo suficientemente bien como para llegarse hasta allí; y al día siguiente lo condujeron a la habitación en la que una vez estuvo en tan desafortunadas circunstancias.
El muchacho estaba bastante pálido mientras permanecía allí de pie, apoyado en el bastón, y en cuanto milady le vio, ordenó a John el lacayo que le trajera un escabel para que se sentara mientras hablaban. Quizá fuera la palidez lo que otorgaba a su rostro un aspecto más refinado y gentil, pero sospecho que se trataba de que el muchacho era un hábil imitador, y que lo habían moldeado los modales graves y dignos del señor Horner, así como el carácter tierno y sosegado del señor Gray, además de que el pensamiento de la enfermedad y de la muerte parece convertirnos a muchos en caballeros y damas hasta que conseguimos desterrarlo de nuestra cabeza. En tales ocasiones no podemos hablar muy alto, ni con enfado, y no estamos en condición de mostrarnos ansiosos por los simples asuntos terrenales, pues nuestro propio sobrecogimiento ante la cercanía del mundo invisible nos vuelve calmos y serenos acerca de las pequeñas nimiedades del presente. Al menos esa fue la explicación que una vez me ofreció el señor Gray sobre lo que todos nosotros consideramos una gran mejoría en el comportamiento de Harry Gregson.
Milady dudó tanto tiempo acerca de cómo abordar mejor el tema que Harry empezó a sentirse algo temeroso ante su silencio. Unos pocos meses antes me habría sorprendido más que entonces, pero desde el fallecimiento de milord milady parecía haber cambiado de muchas maneras; se había vuelto más insegura y tenía menos confianza en sí misma, como si dijéramos.
Finalmente, dijo, y creí ver lágrimas en sus ojos:
—Mi pobre muchacho, desde la última vez que te vi, has salvado tu vida de milagro.
Ante esto no cabía sino decir «sí», y de nuevo se hizo el silencio.
—Y has perdido a un buen amigo en el señor Horner.
Los labios del muchacho se movieron, y creo que dijo: «No, por favor». Pero no puedo estar segura. En cualquier caso, milady continuó:
—Y yo también… fue un buen amigo para ambos, y deseaba mostrarte su gratitud de manera aún más generosa de lo que lo hizo. El señor Gray te habrá hablado de su legado para ti, ¿no?
En el rostro del muchacho no había signo alguno de anticipación ni alegría, como si estuviera al corriente del poder y satisfacción de poseer lo que para él debía de parecer una fortuna.
—El señor Gray me ha contado que me ha dejado algo de dinero.
—Sí, te ha legado doscientas libras.
—Pero yo preferiría que estuviera vivo, milady —estalló él, sollozando como si se le fuera a romper el corazón.
—Muchacho, te creo. Todos preferiríamos que nuestros fallecidos estuvieran vivos, ¿no es así?, y no hay dinero que pueda consolarnos de su pérdida. Pero ya sabes (el señor Gray te lo habrá dicho) quién decide cuándo ha de llegar nuestra hora. El señor Horner era un hombre justo y amable, y nos trató con amabilidad tanto a ti como a mí. Quizá no sepas que el señor Horner, en cierto momento —y entonces comprendí lo que milady intentaba decidir cómo decirle a Harry, mientras dudaba acerca de cómo empezar la conversación—, tuvo la intención de legarte mucho más, probablemente todas sus posesiones, con excepción de una pequeña herencia para su antiguo amanuense, Morrison. Pero sabía que estas tierras, en las que mis antepasados habían vivido durante seis siglos, se hallaban endeudadas, y que yo no tenía la posibilidad inmediata de liquidar esas deudas, así que sintió que sería una pena que una propiedad tan antigua como esta acabara parcialmente en posesión de otras personas, que fueron los prestamistas del dinero. Creo que me comprendes, ¿no es así, hombrecito? —inquirió, escrutando el rostro de Harry.
Él había dejado de llorar e intentaba comprender con todas sus fuerzas, y creo que se hizo una adecuada idea general del estado de las cosas, aunque probablemente le sorprendiera la frase «estas tierras se hallaban endeudadas». Sin embargo, estaba lo suficientemente interesado como para desear que milady continuara hablando; y asintió con la cabeza, para dárselo a entender.
—Así que el señor Horner cogió el dinero que un día pretendió dejarte y me ha legado a mí la mayor parte con la intención de ayudarme a cancelar parte de la deuda de la que te he hablado. Servirá para mucho, y trataré con gran empeño de ahorrar el resto para así poder morir feliz al dejar estas tierras libres de deudas —hizo una pausa—. Pero no podré morir feliz por lo que respecta a ti. No sé si tener dinero, o incluso una gran mansión y un gran honor, es algo bueno para ninguno de nosotros. Pero Dios cree conveniente que a algunos nos sea otorgada esta condición, por lo que es nuestro deber permanecer en nuestro puesto, como valientes soldados. Ahora bien, el señor Horner pretendía que el dinero lo recibieras tú primero, por lo que solo consideraré que lo tomo prestado de ti, Harry Gregson, si lo empleo para pagar la deuda. Pagaré al señor Gray los intereses de ese dinero, pues él será tu custodio hasta que alcances la mayoría de edad; él deberá disponer lo que se haga con ello, para que puedas disfrutarlo una vez que la finca pueda reponerte la suma. Supongo que el hecho de haber recibido una educación se convierte para ti en una ventaja. Esa es otra de las trampas que este dinero lleva implícitas. Pero ten valor, Harry. Tanto la educación como el dinero se pueden emplear adecuadamente si se reza contra las tentaciones que acarrean.
Harry no podía dar una respuesta, pero estoy segura de que lo comprendía todo. Milady quería conseguir que el muchacho le hablara un poco para familiarizarse con lo que le pasaba por la cabeza, así que lo interrogó acerca de lo que le gustaría hacer con el dinero de disponer en ese momento de una parte. Para una pregunta tan sencilla, que no implicaba poner en juego los sentimientos, podía ofrecer una respuesta enseguida.
—Construir una casita para mi padre, con escaleras, y cederle al señor Gray un edificio para su escuela. ¡Oh, padre desea tanto ver cumplido el deseo del señor Gray! Padre vio todas las piedras que están en la cantera de las tierras del granjero Hale y que el señor Gray ha pagado con su propio dinero. Y padre dijo que trabajaría día y noche, y que el pequeño Tommy llevaría el mortero, si el párroco se lo permitía, y que no le extraña que este se encontrase tan preocupado y agitado porque no había nadie que le ofreciera ayuda o una palabra amable.
Estaba claro que Harry desconocía la participación de milady en el asunto. Milady guardó silencio.
—Si pudiera disponer de parte de mi herencia, le compraría tierras al señor Brooke; tiene un terrenito en venta justo en la esquina de Hendon Lane, y se lo cedería al señor Gray. Y si milady cree que puedo volver a recibir lecciones, quizá cuando crezca me convierta en maestro de la escuela.
—Eres un buen chico —dijo milady—, pero, para llevar a cabo esos planes, hay que contemplar más cosas de las que eres consciente. Sin embargo, se intentará.
—¿La escuela, milady? —exclamé yo, casi creyendo que no sabía lo que decía.
—Sí, la escuela. Por el señor Horner, y el señor Gray, y por último, aunque no menos importante, por este muchacho, estoy dispuesta a hacer un intento con este nuevo plan. Dile al señor Gray que venga a verme esta tarde para hablar de los terrenos que quiere. No es preciso que recurra a un disidente para obtenerlos. Y dile a tu padre que tendrá una buena participación en la construcción de la escuela, y que Tommy podrá llevar el mortero.
—¿Y yo podré ser maestro? —preguntó Harry, ansioso.
—Eso ya lo veremos —repuso milady, divertida—. Pasará algún tiempo antes de que ese plan pueda realizarse, querido.
Y con esto retomo la historia del capitán James. La primera descripción de él me llegó a través de la señorita Galindo.
—Apenas tiene treinta años, y ahora debo recoger mis plumas y papel y marcharme; pues sería de lo más inapropiado que siguiera aquí como su amanuense. Eso estaba bien en los días del anciano patrón. Pero aquí me tienes, no cumpliré los cincuenta hasta el próximo mes de mayo, ¡y él es un joven soltero, ni siquiera viudo! Oh, eso daría lugar a un sinfín de rumores. Además, me mira con tanto recelo como yo a él. Mi vestido de seda negro no ha surtido el menor efecto. Teme que me case con él. Pero no lo haré, puede estar tranquilo al respecto. Y el señor Smithson ha estado recomendando un amanuense a milady. Ella preferiría que yo me quedara, pero no puedo permitirlo. Realmente no lo considero apropiado.
—¿Qué aspecto tiene?
—Oh, no tiene nada de particular. Bajito, moreno y tostado por el sol. No creo que me agradara mirarle. Bueno, volveré a los gorritos de dormir. ¡Me habría molestado que los confeccionara otra en mi lugar, pues he conseguido un patrón precioso!
Pero cuando llegó el momento en que la señorita Galindo debía dejar su puesto hubo un gran malentendido entre ella y milady. La señorita Galindo había imaginado que milady le había pedido que copiara las cartas y registrara las cuentas como un favor y había accedido a hacerlo sin la idea de recibir un pago por ello. De vez en cuando se había quejado a causa de un pedido de labor muy rentable que se le escapaba de las manos por no disponer de tiempo para confeccionarlo debido a su trabajo en la mansión, pero nunca se lo había dado a entender a milady, sino que había continuado escribiendo alegremente durante tanto tiempo como hubiesen requerido sus servicios como amanuense. A milady le molestaba no haber dejado más clara su intención de pagar a la señorita Galindo en la primera conversación que mantuvo con ella, pero supongo que había sido demasiado delicada como para ser más explícita en materia de dinero, y ahora la señorita Galindo se sentía dolida por la intención de pagarle por lo que ella había hecho simplemente de buena fe.
—No —dijo la señorita Galindo—, mi querida señora, puede usted sulfurarse conmigo todo lo que quiera, pero no me ofrezca dinero. ¡Piense en lo sucedido hace veintiséis años, y en el pobre Arthur, y en lo que usted hizo por mí entonces! Además, yo quería dinero, no lo oculto, para un propósito en particular, de modo que cuando descubrí que (¡Dios la bendiga por pedírmelo!) yo podía resultarle útil, di vueltas al asunto y abandoné un plan para dedicarme a otro, y ya está todo arreglado. Bessy abandonará su escuela y se vendrá a vivir conmigo. Por favor, le ruego que no me vuelva a ofrecer dinero. No sabe usted la satisfacción que ha supuesto para mí serle de alguna ayuda. ¿No es así, Margaret Dawson? ¿Acaso no le dije un día que me cortaría la mano por milady? ¿Acaso soy de piedra y olvido un trato amable? Oh, para mí ha sido un placer trabajar para usted. Y ahora vendrá Bessy, y nadie sabe nada de ella; como si hubiera hecho algo malo, ¡pobre muchacha!
—Querida señorita Galindo —repuso milady—, no le volveré a pedir que acepte dinero. Únicamente creí que era algo que quedaba entendido entre nosotras. Y usted sabe que aceptó dinero por un conjunto de batas de casa, en una ocasión anterior.
—Sí, milady, pero aquello no era confidencial. Ni yo estaba tan orgullosa de tener algo que hacer para usted confidencialmente.
—Pero ¿quién es Bessy? —inquirió milady—. No comprendo quién es ni por qué ha de venir a vivir con usted. Querida señorita Galindo, ¡debe usted hacerme el honor de compartir sus secretos conmigo, en reciprocidad!