Capítulo IX

Tras una breve pausa, me aventuré a preguntar qué había sido de madame De Créquy, la madre de Clément.

—Jamás preguntó por él —repuso milady—. Debió de adivinar que había muerto, aunque no sabría decir cómo. Medlicott sigue jurando y perjurando que el mismísimo lunes diecinueve de junio en que su hijo fue ejecutado madame De Créquy renunció al maquillaje y se metió en cama, como alguien desesperanzado y en duelo. Y ciertamente ocurrió por aquella época; y Medlicott se hallaba profundamente impresionada por el sueño de madame De Créquy (ese cuyo relato te dije que tanto afectó a milord) en el que vio la figura de Virginie como único objeto luminoso en medio de una gran oscuridad sonriendo y haciendo señas a Clément para que se aproximase a ella, hasta que el fantasma iluminado se detuvo, inmóvil, y los ojos de madame De Créquy empezaron a acostumbrarse a la turbia oscuridad y vio cómo se cernían sobre ella las lúgubres y húmedas paredes que había visto una vez y nunca había olvidado, las paredes de la cripta de la capilla de los De Créquy en Saint Germain l’Auxerrois, donde los dos últimos Créquy yacían entre sus antepasados; y madame De Créquy despertó por el ruido que producía un gran portón abierto al cielo cerrándose sobre ella. Como iba diciendo, Medlicott, que a causa de este sueño se encontraba predispuesta a buscar elementos sobrenaturales en todo, siempre declaró que madame De Créquy supo del fallecimiento de su hijo de un modo misterioso el mismo día y en el mismo instante en que sucedió, y que después de eso había desaparecido su ansiedad y únicamente había quedado sumida en una especie de estupor y desesperanza.

—¿Y qué fue de ella, milady? —pregunté de nuevo.

—¿Qué fue de ella? —repuso lady Ludlow—. Nunca se la pudo convencer de que volviera a levantarse del lecho, aunque sobrevivió más de un año al fallecimiento de su hijo. Permanecía en cama, con la estancia a oscuras y el rostro vuelto hacia la pared siempre que entraba en el aposento alguien que no fuera Medlicott. Apenas hablaba, y habría muerto de inanición de no ser por los tiernos cuidados de Medlicott, que le ponía pequeños bocados en los labios de vez en cuando, alimentándola, de hecho, como un pájaro alimenta a su polluelo. A mediados del verano, milord y yo partimos hacia Londres. De buen grado la habríamos llevado a Escocia con nosotros, pero el doctor (teníamos al viejo doctor de Leicester Square) nos prohibió moverla, y en ese momento nos dio tan buenas razones en contra que cedí a ello. Dejamos a Medlicott y a una doncella para atenderla. No escatimamos en cuidados. Sobrevivió hasta nuestro regreso. De hecho, a nuestra vuelta de Londres, creo que se encontraba prácticamente en el mismo estado en que la dejamos. Pero Medlicott nos dijo que se encontraba mucho más débil, y una mañana, al despertar, me dijeron que había muerto. Envié a buscar a Medlicott, que se encontraba muy apenada, pues se había encariñado mucho con su paciente. Dijo que a eso de las dos la había despertado una agitación inusual por parte de madame De Créquy, de modo que acudió a la cabecera de su cama y encontró a la pobre señora moviendo el brazo consumido débil pero constantemente arriba y abajo y murmurando para sí con voz sollozante: «¡No le di mi bendición cuando se marchó… no le di mi bendición cuando se marchó!». Medlicott le dio una cucharadita o dos de gelatina y permaneció a su lado, acariciándole la mano y calmándola hasta que pareció quedarse dormida. Pero por la mañana había fallecido.

—Es una historia realmente triste, milady —dije yo, al cabo de un rato.

—Sí que lo es. La gente no suele llegar a mi edad sin haber presenciado el comienzo, desarrollo y fin de varias vidas y fortunas. Quizá no hablamos de ello, pues a menudo son demasiado sagradas para nosotros, y como si dijéramos han tocado la fibra de nuestro corazón, o el de otros que han muerto y ya no están con nosotros, y velan por los hombres, y por eso no podemos contarlo como si fuera una simple historia. Pero los jóvenes deberían recordar que hemos tenido esa solemne experiencia de la vida, en la que basamos nuestras opiniones y formamos nuestros juicios, y, por tanto, no son simples teorías sin demostrar. Con esto no me refiero al señor Horner, pues es casi tan anciano como yo —diría que nos llevamos unos diez años—, sino al señor Gray, con sus interminables planes de hacer cosas nuevas: escuelas, educación, sabbaths y demás. Él no ha visto adónde conducen tales cosas.

—Es una pena que no escuchara a milady relatar la historia del pobre monsieur De Créquy.

—En absoluto, querida. Un joven como él, que por posición y edad ha debido de tener experiencias muy reducidas, no debería enfrentar sus opiniones a las mías; no debería necesitar que yo le diese razones, ni requerir tales explicaciones de mis argumentos (si es que consiento en entablar una discusión) en relación a las circunstancias de mi experiencia en que estos se basan.

—Pero, milady, quizá eso le convencería —repuse yo, tal vez con cierta imprudente perseverancia.

—¿Y por qué iba a convencerlo? —preguntó ella, con tono suavemente inquisitivo—. Solo debe mostrar conformidad. Aunque lo haya nombrado el señor Croxton, yo soy la señora de la casa, como bien debe saber él. Pero con quien debo hablar es con el señor Horner, acerca de ese desdichado muchacho, Gregson. Mucho me temo que no hay método para hacerle olvidar sus infortunados conocimientos. Su pobre cerebro debe de estar intoxicado por la sensación de poder, sin unos principios que lo contrarresten y le sirvan de guía. ¡Pobre muchacho! Mucho me temo que acabará en la horca.

Al día siguiente, el señor Horner vino a disculparse y a ofrecer una explicación. Según pude deducir de su voz, mientras hablaba con milady en la habitación contigua, era evidente que se encontraba extremadamente molesto por el descubrimiento de milady de la educación que había estado ofreciendo a ese muchacho. Milady habló con gran autoridad, y esgrimió argumentos razonables. El señor Horner estaba bien al corriente de sus opiniones al respecto y había actuado desafiando sus deseos. Él lo admitió, y dijo que en ningún caso debía haberlo llevado a cabo sin su consentimiento.

—El cual yo jamás os habría dado —repuso milady.

Pero el muchacho tenía capacidades extraordinarias; y de hecho, se habría autoeducado y aprendido muchas ideas perniciosas, si no se le hubiera rescatado y dado otro rumbo a sus facultades. Y todo lo que el señor Horner había hecho lo había emprendido pensando en el servicio a milady. El negocio se le estaba yendo de las manos con tantas cartas y tantas cuentas como requería lo complicado de su estado actual.

Lady Ludlow veía lo que se avecinaba: una referencia a la hipoteca en beneficio de los terrenos en Escocia de milord que, ella era plenamente consciente, el señor Horner consideraba un procedimiento realmente imprudente, y se apresuró a observar:

—Puede que todo eso sea verdad, señor Horner, y estoy segura de que yo soy la última que desea que trabaje usted demasiado o se le cause alguna molestia, pero ya hablaremos de ello en otra ocasión. Lo que ahora me preocupa solucionar, si es posible, es el estado de la mente de ese pobre Gregson. Tal vez el trabajo arduo del campo sea una manera excelente y saludable de ayudarle a olvidar, ¿no cree?

—Yo esperaba, milady, que me permitiera usted educarle para que actuara como una especie de amanuense.

—¿Un qué? —preguntó milady con infinita sorpresa.

—Una especie de… asistente, para copiar cartas y hacer cuentas. El chico ya posee una caligrafía excelente y es muy rápido con los números.

—Señor Horner —repuso milady con dignidad—, al hijo de un cazador furtivo y vagabundo jamás le debería ser permitido copiar cartas referentes a los terrenos de los Hanbury y, en cualquier caso, él no lo hará. Me pregunto cómo es que, sabiendo el uso que ha hecho de su capacidad de leer una carta, puede usted aventurarse a sugerir una clase de empleo para él que le supondría estar bajo vuestra protección, siendo usted el administrador de confianza de esta familia. Así, se aprendería de memoria cualquier secreto (y toda familia honorable de abolengo tiene sus secretos, como ya sabe usted, señor Horner), ¡y podría repetírselos al primero que viera!

—Espero haberle enseñado, milady, la manera de comprender las leyes de la discreción.

—¡Enseñado! ¡Intente usted enseñar a un ave de corral a ser un faisán, señor Horner! Eso le resultaría infinitamente más fácil. Aunque hace usted bien en hablar de discreción en lugar de honor. La discreción evalúa las consecuencias de los actos; el honor examina la acción en sí, y es un instinto más que una virtud. Después de todo, es posible que le haya enseñado usted a ser discreto.

El señor Horner se quedó en silencio. Milady se suavizó al ver que él no contestaba y, como siempre hacía en aquellos casos, empezó a temer que había sido demasiado severa. Por el tono de su voz y el discurso que pronunció a continuación, lo supe igual que si hubiera visto su cara.

—Sin embargo, lamento que se sienta usted presionado por los negocios; soy consciente de que le he ocasionado muchos problemas adicionales con algunas de mis medidas. Debo, pues, tratar de proporcionarle una asistencia adecuada. ¿Creo que ha dicho usted copiar cartas y hacer cuentas?

El señor Horner ciertamente había albergado la esperanza de convertir al muchacho en su amanuense con el tiempo, pero había llevado esta posibilidad de la futura utilidad del chico más allá de lo que había pretendido en un principio, al mencionárselo a milady como una disculpa por su ofensa, y desde luego se encontraba más que dispuesto a retirar su afirmación sobre el aumento de cartas a escribir, o de cualquier otra cosa similar, y a negar que necesitara ningún tipo de ayuda cuando milady, tras una pausa para deliberar, dijo de pronto:

—Ya lo tengo. Estoy segura de que la señorita Galindo estará encantada de ayudarle. Yo misma hablaré con ella. El pago que le haríamos a un amanuense le sería de verdadera utilidad a ella.

No pude evitar reproducir el tono de sorpresa del señor Horner cuando dijo:

—¡La señorita Galindo!

Pues debo explicar quién era la señorita Galindo o, al menos, decir lo que yo sé de ella. La señorita Galindo llevaba muchos años viviendo en el pueblo, manteniéndose con el mínimo de medios, pero siempre había podido contratar a una sirvienta. Y esta sirvienta invariablemente era elegida por tener algún tipo de dolencia que la hacía inapropiada para todos los demás. Creo que la señorita Galindo tuvo sirvientas cojas, ciegas y jorobadas. En una ocasión hasta cogió a una muchacha tísica sin remedio, porque de no ser así esta habría tenido que ir al asilo y habría carecido de lo suficiente para comer. Por supuesto, la pobre criatura no podía realizar ninguna de las tareas que normalmente se requieren de una sirvienta, y la señorita Galindo se convirtió a la vez en doncella y enfermera.

Su actual sirvienta medía menos de metro y medio, y tenía un carácter terrible y malhumorado. Nadie, salvo la señorita Galindo, la habría aceptado, pero aunque ama y sirvienta reñían constantemente, en el fondo eran las mejores amigas. Pues una de las peculiaridades de la señorita Galindo era llevar a cabo toda clase de acciones amables y sacrificadas pero decir de palabra todo tipo de frases provocadoras. Las cojas, ciegas, deformes y enanas recibían todas reprimendas sin fin, siendo la muchacha tísica la única que jamás oyó una palabra áspera. No creo que a ninguna de las sirvientas le pareciese mal su temperamento cascarrabias y sus maneras apasionadas, pues sabían que en realidad tenía un corazón amable y bondadoso; además, experimentaba tantos cambios de humor que a menudo sus discursos entretenían tanto o más de lo que molestaban y, por otra parte, un momento de ingenio imprudente por parte de la sirvienta a veces le resultaba gracioso y de pronto se echaba a reír en medio de su enfado.

Pero la información acerca de la elección y manejo de las sirvientas por parte de la señorita Galindo se limitaba a los chismes del pueblo, y nunca llegó a oídos de lady Ludlow, aunque sin duda el señor Horner la conocía bien. Lo que milady sabía de ella se limitaba a lo siguiente. En el condado era costumbre en aquellos tiempos que las damas con dinero crearan en los tribunales del pueblo lo que llamaban «un almacén». La supuesta gerente de este almacén solía ser una dama marchita, la viuda de un clérigo o alguien similar. No obstante, estaba dirigido por un comité de damas, que pagaba a la gerente en proporción a la cantidad de objetos que vendiera; tales objetos estaban confeccionados por mujeres de poca o ninguna fortuna cuyos nombres, si es que decidían ponerlos, se reducían a iniciales.

Mediocres acuarelas, dibujos hechos con tinta índigo o india, biombos adornados con musgo y hojas secas, pinturas sobre terciopelo y demás obras ligeramente ornamentales se exhibían en un lado de la tienda. En el almacén siempre se consideró señal de elegancia emplear únicamente ventanas con cierre de guillotina de grandes marcos, que dejaban pasar muy poca luz, así que nunca estuve muy segura de los méritos de aquellas supuestas obras de arte. Sin embargo, al otro lado se encontraba el letrero de Objetos Útiles, donde había una gran variedad de artículos para que todo el mundo pudiera evaluar su inusitada excelencia. ¡Había hermosísimas labores de costura, bordados y ojales! ¡Paquetes de medias y calcetines tejidos que resultaban suaves y delicados y, sobre todo, al menos a ojos de lady Ludlow, pañuelos del lino más exquisito!

Y los trabajos más delicados eran los de la señorita Galindo, como lady Ludlow sabía muy bien. Sin embargo, pese a tratarse de una labor muy fina, los patrones de la señorita Galindo solían resultar anticuados, y la docena de gorritos de noche, en cuyos materiales había gastado su buen dinero y en cuya confección había empleado no poco tiempo y vista, permanecían durante meses en un montoncito amarillento y abandonado; se decía que, en tales ocasiones, la señorita Galindo se mostraba mucho más graciosa de lo habitual, gastaba más bromas secas y era más ingeniosa, y cuando llegaba algún pedido para X (la inicial que había elegido) de prendas bien pagadas, se sentaba a despotricar contra su sirvienta mientras se pasaba las horas cosiendo. Ella misma explicaba esa costumbre de la siguiente manera:

—Cuando todo va mal, uno dejaría de respirar si no pudiera aligerar su corazón con una broma. Pero cuando debo estar sentada e inmóvil de la mañana a la noche, necesito hacer algo para mover la sangre si no quiero sufrir una apoplejía, así que me peleo con Sally.

Aquélla era la manera que tenía la señorita Galindo de mantenerse y vivir en su propia casa. Fuera de ella, y en el pueblo, no era nada popular, aunque se la habría echado mucho de menos si hubiera abandonado el lugar. Pero hacía demasiadas preguntas personales (por no decir impertinentes) sobre economía doméstica (pues hasta los muy pobres gustan de gastar a su manera su poco dinero) abría los cajones de las cómodas para encontrar extravagancias ocultas e interrogaba acerca de la cantidad que se usaba semanalmente de mantequilla; hasta que un día le sucedió algo que cualquier otra persona habría considerado un insulto, pero con lo que ella pareció disfrutar.

Iba camino de una casita del pueblo, y en la puerta se encontró con la buena mujer de la casa persiguiendo un pato, aparentemente sin percatarse de que tenía visita.

—¡Fuera, señorita Galindo! —gritó, dirigiéndose al pato—. ¡Fuera! Oh, le pido perdón —continuó, como si viera a la dama por primera vez—. Es solo que esa condenada pata no hace más que entrar. Fuera, señorita Gal… (al ave).

—Así que la has llamado como yo, ¿no es así? —preguntó su visitante.

—Oh, sí, señora, mi amo le ha puesto ese nombre, porque dice que ese desgraciado pájaro no hace más que meter las narices donde no le llaman.

—¡Ja, ja, ja! ¡Muy bueno! Así que tu amo es ingenioso, ¿eh? ¡Bien! Dile que venga a verme esta noche a hablar conmigo acerca de la chimenea de mi saloncito, pues no hay nadie como él para desatascar chimeneas.

Y el amo acudió, y quedó tan encantado con las alegres maneras de la señorita Galindo, y su gran perspicacia sobre los misterios de sus diversos asuntos (él era albañil, deshollinador y eliminador de ratas), que regresó a su hogar y le propinó una paliza a su mujer la vez siguiente que ella llamó a la pata por el nombre con que él mismo la había bautizado.

Pero, por rara que pudiera ser la señorita Galindo, siempre que quería podía tener los modales de una dama. Y siempre quería cuando lady Ludlow se encontraba presente. De hecho, no soy capaz de recordar hombre, mujer o niño que no mostrase de forma instintiva su mejor cara ante milady. Así que ella no tenía idea de las cualidades que, estoy segura, hacían que el señor Horner opinara que la señorita Galindo sería de lo más indisciplinada como amanuense, y deseó de corazón que la idea nunca hubiera surgido en la mente de milady. Pero había surgido, y él ya había importunado a milady más de lo que le convenía, así que no podía contradecirla directamente, sino únicamente aducir dificultades que esperaba que se considerasen insuperables. Pero lady Ludlow las rechazó todas y cada una. ¿Correspondencia que copiar? Sin duda. La señorita Galindo podría venirse a la casa, donde se le proporcionaría un cuarto; tenía una bonita caligrafía y escribir podría mejorarle la vista. ¿Capacidad con las cuentas? Milady también podía responder por eso, y por todo lo que el señor Horner considerara necesario preguntar. La señorita Galindo era, por nacimiento y educación, una dama del honor más estricto y, de ser necesario, olvidaría el contenido de las misivas que pasaran por sus manos, además de que, en ningún caso, se enteraría nadie del contenido por sus labios. ¿Remuneración? ¡Oh! En cuanto a eso, la misma lady Ludlow se encargaría de que se gestionara con la mayor delicadeza posible. Aquella misma tarde invitaría a la señorita Galindo a tomar el té en la casa; solo necesitaba que el señor Horner le diera a milady alguna idea acerca del tiempo aproximado que debería solicitar a la señorita Galindo que sacrificase cada día para ella.

—¡Tres horas! Muy bien.

El señor Horner tenía el semblante muy serio cuando pasó bajo las ventanas de la estancia donde yo me encontraba. No creo que le agradase la idea de tener a la señorita Galindo de amanuense.

Las invitaciones de lady Ludlow eran como mandatos reales. En realidad, el pueblo era demasiado tranquilo como para que sus habitantes tuvieran demasiados compromisos nocturnos de alguna clase. De vez en cuando, el señor y la señora Horner ofrecían un té y una cena a los principales terratenientes y sus esposas, a los que invitaban al clérigo y a la señorita Galindo, a la señora Medlicott y una o dos viudas y solteronas. La gloria de la mesa en aquellas ocasiones era invariablemente proporcionada por milady: se trataba de un pavo real asado, con la cola extendida como si estuviera vivo. La señora Medlicott empleaba toda la mañana en disponer las plumas en el semicírculo adecuado, y siempre le complacía ver el asombro y la admiración que ocasionaba. Consideraba una recompensa adecuada, así como un elogio a sus esfuerzos, que el señor Horner la invitara a la cena y la sentara frente a la magnífica bandeja, detalle que la hacía sonreír dulcemente durante toda la cena. Pero tales fiestas se habían abandonado desde que la señora Horner sufrió una apoplejía y quedó paralítica, por lo que la señorita Galindo escribió una nota a lady Ludlow en respuesta a su invitación, en la que decía que se encontraba por completo libre de compromisos y que sería un placer tener el honor de atender a milady.

Quienquiera que visitara a milady compartía la comida con ella, sentándose a la tarima y en presencia de todas mis antiguas compañeras. Así pues, no vi a la señorita Galindo hasta un tiempo después del té, cuando se pidió a las jóvenes muchachas que le presentaran sus labores de costura e hilado para escuchar las valoraciones de una juez tan competente como ella. Finalmente, milady condujo a su visita hasta la estancia en la que yo yacía —recuerdo que era uno de mis días malos— para mantener con ella una pequeña charla privada. Estoy segura de que la señorita Galindo llevaba puestas sus mejores galas, pero jamás había visto yo algo igual, salvo en pinturas, de lo anticuado que era. Llevaba un delantal de muselina blanca, delicadamente bordado, y algo torcido, como confesó antes de acabar la noche, incluso ante lady Ludlow, para ocultar una mancha de una salpicadura de limón que había desteñido el color. Este efecto torcido me causaba una impresión extraña, sobre todo al darme cuenta de que era intencionado; de hecho, ella estaba tan nerviosa por el ajuste adecuado del delantal en aquel lugar inadecuado que nos dijo abiertamente el motivo por el que lo llevaba así y preguntó a milady si la mancha quedaba debidamente cubierta, mientras levantaba el delantal para mostrar lo grande que era.

—Cuando mi padre vivía, yo siempre le tomaba del brazo derecho, y solía quitarle las hebras manchadas o descoloridas del lado izquierdo, cuando se trataba de un traje de paseo. Es la prerrogativa de un caballero. Pero las viudas y solteronas deben apañárselas como pueden. ¡Ah, querida! (dirigiéndose a mí), cuando des gracias por lo que tienes, por duro que pueda parecerte esto en algunos aspectos, ¡no olvides lo poco que necesitas zurcir tus calcetines por verte obligada a pasar tanto tiempo tumbada! Yo prefiero tejer dos pares de medias a tener que zurcir una, desde luego.

—¿Ha tejido últimamente alguna de sus hermosas labores? —preguntó milady, que ya había sentado a la señorita Galindo en la silla más cómoda de la habitación, quedándose con la de mimbre, y se encontraba inclinada a sacar el tema al tener su labor entre las manos.

—No, ¡ay, milady! En parte es por el calor, pues parece que la gente olvida que llegará el invierno; y en parte porque ya tienen los pies cubiertos quienes poseen el dinero suficiente para pagar cuatro libras con seis peniques por un par de medias.

—En tal caso, ¿puedo preguntar si le queda tiempo libre durante el día? —inquirió milady, acercándose un poco más a su propuesta, que creo le resultaba un poco incómodo formular.

—Bueno, milady, cuando no tengo nada que tejer ni que bordar, el pueblo me mantiene ocupada. Ya sabe usted que adopté la X como inicial en el almacén, por Xantippe[27], que, según he sabido, era una gran gruñona en los viejos tiempos. Pues en verdad no sé cómo puede funcionar el mundo sin gruñir y regañar, milady. Se iría a dormir, y el Sol se quedaría quieto.

—Yo no creo que pudiera regañar, señorita Galindo —respondió milady con una sonrisa.

—¡No! Porque milady tiene quien lo haga por ella. Con perdón, milady, pero me parece que el común de los mortales se puede dividir en santos, gruñones y pecadores. Ahora bien, milady es una santa, en primer lugar por poseer una naturaleza dulce y piadosa, y, en segundo lugar, por tener gente que ejerza el enfado y la vejación por ella. Y Jonathan Walker es un pecador, pues lo han mandado a prisión. Pero aquí estoy yo, a medio camino, pues en el mejor de los casos tengo mala disposición, pero aun así odio el pecado, y todo lo que conduce hasta él, como el derroche, la extravagancia y el chismorreo… y todo eso ocurre en el pueblo ante mis narices, y al no ser lo bastante santa como para sentirme vejada, pues refunfuño. Y aunque preferiría ser una santa, creo que hago el bien a mi manera.

—Sin duda, señorita Galindo —repuso lady Ludlow—. Pero me aflige escuchar que hay tantos males en el pueblo… me aflige mucho.

—¡Oh, milady! Entonces lamento haberlo mencionado. Era simplemente una forma de decir que, cuando no tengo nada en especial que hacer en casa, me doy una vuelta por ahí y corrijo a mis vecinos, solo por mantenerme alejada de Satanás, pues, como usted sabe, milady, se dice que «Satanás siempre encuentra diabluras que sugerir a los ociosos».

No hubo forma de sacar el tema de forma delicada, pues era evidente que a la señorita Galindo le gustaba tanto hablar que, si se le formulaba una pregunta, su respuesta era tan extensa que antes de llegar al final ya se había desviado del asunto original. Por ello, lady Ludlow abordó directamente lo que tenía que decir.

—Señorita Galindo, tengo un gran favor que pedirle.

—Milady, ojalá pudiera expresarle el placer que me supone que usted me diga eso —repuso la señorita Galindo, casi con lágrimas en los ojos, pues todos nosotros nos sentíamos encantados de poder hacer por milady cualquier cosa que se considerase un servicio y no simplemente el deber.

—Se trata de lo siguiente: el señor Horner me ha dicho que la correspondencia relacionada con mis tierras se está multiplicando de tal forma que le resulta imposible copiar todas las cartas por sí mismo, y, por tanto, debo requerir los servicios de una persona discreta y de confianza para copiar tales misivas, y de vez en cuando revisar ciertas cuentas. Pues bien, cerca de las oficinas del señor Horner hay una pequeña salita muy agradable (conoce usted las oficinas del señor Horner, ¿verdad?, ¿las que se encuentran al otro lado del muro de piedra?), y quisiera solicitarle a usted que viniera a desayunar aquí y luego trabajase en dicha salita tres horas cada mañana, y el señor Horner le traería o enviaría los papeles…

Lady Ludlow se detuvo. El semblante de la señorita Galindo se había demudado. A su mente debió de acudir algún gran obstáculo que le impedía cumplir los deseos de lady Ludlow.

—¿Qué sería de Sally? —preguntó por fin.

Lady Ludlow desconocía quién era Sally. Y, de haberlo sabido, no habría podido imaginar la perplejidad que inundó el cerebro de la señorita Galindo ante la idea de dejar a su torpe y desmemoriada enana sin la constante supervisión de su ama. Lady Ludlow, acostumbrada a un hogar donde todo trascurría sin un ruido, de forma perfecta y puntual, conducido por una serie de eficaces sirvientes bien elegidos y pagados, no comprendía la naturaleza del tosco material del que provenían sus sirvientas. Además, en su hogar, al obtenerse los mejores resultados en todo, nadie se preocupaba por si se habían respetado o no pequeñas economías en su ejecución. En cambio, en casa de la señorita Galindo, cada penique y cada medio penique contaba, y la visión de gotas de leche derramadas y cortezas de pan desperdiciadas hacía que le invadiera la consternación. Pero se tragó sus aprensiones, por respeto a lady Ludlow y por el deseo de serle de utilidad. Nadie sabe lo mucho que le costó hacerlo ante la idea de una Sally sin supervisión ni regañinas durante tres horas cada mañana. Pero lo único que dijo fue:

—Al diablo con Sally. Discúlpeme, milady, pensaba en voz alta, es una costumbre que tengo para ejercitar la lengua, y no me doy cuenta cuando lo hago. ¡Tres horas cada mañana! Me enorgullecerá hacer todo lo que pueda por milady, y espero que el señor Horner no se muestre demasiado impaciente conmigo al principio. Quizá sepa usted que una vez casi me convertí en escritora, y parece como si estuviera destinada a «emplear mi tiempo en la escritura».

—No, en realidad no lo sabía, pero ya volveremos luego al tema del trabajo, si no le importa. ¡Una escritora, señorita Galindo! ¡Me sorprende usted!

—Pues sí, casi lo fui. Y estaba dispuesta a serlo. El doctor Burney solía enseñarme música, no porque yo pudiera llegar a aprender, sino porque era un deseo de mi pobre padre. Y la hija del doctor había escrito un libro, y no era más que una jovencita hija de un maestro de música, así que, ¿por qué no intentarlo yo?

—¿Y bien?

—¡Bien! Conseguí papel, y medio centenar de buenas plumas, y una botella de tinta, y lo dispuse todo…

—Y entonces…

—Oh, resultó que cuando me sentaba a escribir no tenía nada que contar. Pero en ocasiones, cuando tengo en mis manos un libro, me pregunto por qué permití que me detuviera un motivo tan tonto. A los demás no les detiene.

—Pues yo creo que hizo bien, señorita Galindo —repuso milady—. Estoy firmemente en contra de que las mujeres usurpen el trabajo de los hombres, como están muy dispuestas a hacer. Pero tal vez, después de todo, la idea de escribir un libro acabase mejorando su caligrafía. Es de las más legibles que he visto jamás.

—Aborrezco las zetas sin palito —dijo la señorita Galindo, con gran satisfacción y orgullo ante el elogio de milady.

Finalmente, milady la condujo a mirar un curioso armario, que lord Ludlow había comprado en La Haya; y supongo que llegaron a un acuerdo sobre su remuneración cuando se encontraban fuera de la habitación, pues yo no oí nada más al respecto.

Cuando regresaron, estaban hablando del señor Gray. La señorita Galindo era despiadada al manifestar sus opiniones respecto a él, e iba mucho más lejos que milady… al menos en el lenguaje.

—Que un hombre que se ruboriza tanto, que no puede ni espantar un ganso sin tartamudear y ponerse colorado, haya tenido que venir a este pueblo —que es el mejor pueblo en que he vivido— y nos tenga a todos por un hatajo de pecadores, ¡como si hubiéramos cometido asesinatos y cosas así! Milady, yo no tengo paciencia con él. Y así, ¿cómo va a ayudarnos a ganarnos el Cielo, enseñándonos el abecedario? E insiste en decir de todo el mundo que eso salvará las almas de nuestros pobres niños. Oh, sabía que milady estaría de acuerdo conmigo. Estoy segura de que mi madre era una criatura tan bondadosa como la que más, y no podía ni recitar el abecedario, y si ella no ha ido al Cielo, yo no quiero ir. ¿Acaso cree el señor Gray que Dios le tuvo en cuenta esto?

—Estaba segura de que usted estaría de acuerdo conmigo, señorita Galindo —repuso milady—. Usted y yo podemos recordar de qué manera estas charlas sobre la educación, con Rousseau y sus escritos, agitaron a los franceses hasta desembocar en su Reino del Terror y todas aquellas escenas sangrientas.

—Me temo que Rousseau y el señor Gray están cortados por el mismo patrón —repuso la señorita Galindo, sacudiendo la cabeza—. Y aun así, hay algo bueno en ese hombre. Estuvo toda la noche velando a Billy Davies, cuando su mujer se encontraba agotada de cuidarle.

—¿Eso hizo? —dijo milady, a la que se le iluminó el rostro, como le sucedía siempre que se enteraba de alguna buena acción, sin importarle de quién partiera—. ¡Es una pena que le haya picado el gusanillo de esas ideas revolucionarias, y esté tan empeñado en perturbar el orden establecido de la sociedad!

Cuando la señorita Galindo se marchó, dejó en milady una impresión tan favorable de su visita, que esta me dijo con sonrisa complacida:

—Creo que he proporcionado al señor Horner una amanuense mucho mejor de lo que podría haber hecho de ese muchacho Gregson en veinte años. Y enviaré al muchacho como capataz en las fincas de lord Ludlow, en Escocia, para mantenerlo a salvo de todo mal.

Sin embargo, algo le sucedió al muchacho antes de que se pudiera cumplir este propósito.