Capítulo VI
»Madame De Créquy desvarió toda la noche en su delirio. De haber podido, habría mandado traer de vuelta a Clément. Envié a un hombre a buscarlo, pero creo que mis instrucciones debieron de resultarle confusas, o eran erróneas, pues regresó a la tarde siguiente después de milord. Para entonces, madame De Créquy estaba más calmada; de hecho, cuando entraron lord Ludlow y Monkshaven se encontraba dormida, vencida por el cansancio. Ellos se mostraban muy animados, y sus esperanzas me sacaron de mi angustia. Todo había ido bien: habían acompañado a Clément a pie por la costa, hasta que encontraron al propietario de un lugre, al que milord saludó como buen marino. El capitán había respondido a sus ademanes masones enviando un barco para recoger a su pasajero e invitándoles a desayunar a través de la bocina. Monkshaven no aprobaba ni la comida ni la compañía, y había regresado a la posada, pero milord había acompañado a Clément y desayunado a bordo, a base de ponche, galletas y pescado recién capturado. “El mejor desayuno que he comido en mi vida”, declaró, pero probablemente se debía al apetito que le había despertado el viaje nocturno. Pero su compañerismo le había ganado los favores del capitán, y Clément había zarpado bajo los mejores auspicios. Se acordó de que yo debía comunicarle esta información a madame De Créquy, en caso de que ella preguntase al respecto; en caso contrario, sería más prudente no renovar su agitación aludiendo al viaje de su hijo.
»La acompañé todo el tiempo durante varios días, pero nunca mencionó a Clément. Se obligaba a sí misma a comentar las anécdotas de la sociedad parisina de antaño, intentando ser coloquial y agradable y no traslucir ansiedad, siquiera interés, por el asunto del viaje de Clément, lo que consiguió con infatigables esfuerzos. Pero su tono de voz era agudo y lastimero, como si tuviera un dolor constante, y su mirada se mostraba furtiva y atemorizada, como si no osara posar la vista en ningún objeto.
»Al cabo de una semana, supimos de la llegada de Clément, sano y salvo, a la costa francesa. Envió una carta a través del capitán del carguero, para que la entregara a su regreso. Esperamos volver a saber de él, pero pasó una semana tras otra sin noticias de Clément. Tal y como habíamos acordado, yo informé a lord Ludlow en presencia de madame De Créquy de la nota que había recibido de su hijo en la que nos informaba de su llegada a Francia. Ella lo oyó, pero no mostró reacción alguna, y evidentemente empezó a preguntarse por qué no volvíamos a mencionarlo de la misma manera cuando ella estaba presente; observé que su orgullo iba cediendo día tras día y que acabaría suplicándome que le diera noticias antes de que yo recibiera ninguna que trasmitirle.
»Una mañana, al despertar, mi doncella me dijo que madame De Créquy había pasado una mala noche y le había pedido a Medlicott (a quien había dispuesto para atenderla porque comprendía el francés y lo hablaba bastante bien, aunque con aquel horrible acento alemán suyo) que me dijera que acudiese a verla a sus habitaciones tan pronto como me hubiera vestido.
»Sabía lo que se avecinaba, y temblé todo el rato mientras me peinaban y arreglaban. Las disertaciones de milord no me resultaban alentadoras. Él había oído el mensaje, y afirmaba que antes preferiría estar muerto que tener que comunicarle que no había noticias de su hijo; aun así, sostenía, de vez en cuando, cuando yo me encontraba en lo más agudo de mi malestar, que no esperaba recibir más noticias, que un día de aquéllos le veríamos volver a pie y presentarnos a mademoiselle De Créquy.
»Sin embargo, al cabo estuve lista, y hube de acudir.
»Los ojos de ella se encontraban fijos en la puerta cuando entré. Me aproximé a su lecho. No se había puesto carmín —había dejado de hacerlo hacía ya varios días— ni intentaba mantener la comedia fútil de no estar afectada, enternecida y atemorizada.
»Por un momento o dos no pronunció palabra, y agradecí el respiro.
»Al cabo, preguntó: “¿Clément?”, cubriéndose la boca con un pañuelo en el instante en que lo dijo, para que yo no viera cómo le temblaban los labios.
»“No hemos tenido noticias desde la primera carta, en la que explicaba lo bien que había discurrido la travesía y que habían llegado sanos y salvos… a las cercanías de Dieppe, ya sabe —respondí, tan alegremente como me fue posible—. Milord no espera que recibamos otra carta, piensa que lo veremos pronto”.
»No obtuve respuesta. Permanecí allí, sin saber qué más decir o hacer, mientras ella se giraba lentamente en la cama y yacía con la cara vuelta hacia la pared; y, por si aquello no eliminaba la luz del día y el ajetreo feliz del mundo alrededor, extendió las manos temblorosas y se cubrió la cara con el pañuelo. No hubo violencia; y apenas sonido alguno.
»Le conté lo que había dicho milord acerca de que Clément regresaría algún día y nos cogerá a todos por sorpresa. Yo misma no lo creía, pero siempre cabía la posibilidad… y no sabía qué más decir. La compasión hacia alguien que luchaba tan denodadamente por ocultar sus sentimientos habría resultado una impertinencia. Me dejó hablar, pero no me respondió. Sabía tan bien como yo que mis palabras eran vanas y triviales, y que no se sustentaban en mis creencias.
»Quedé muy agradecida cuando entró Medlicott con el desayuno de madame y me proporcionó una excusa para retirarme.
»Pero creo que aquella conversación me hizo sentir más ansiosa e impaciente que nunca. Casi me sentía como si me hubiera comprometido con madame De Créquy a cumplir la visión que le había relatado. Para entonces ella guardaba cama todo el tiempo, no porque se encontrara enferma, sino por carecer de las esperanzas necesarias para hacer el esfuerzo de vestirse. De la misma manera, apenas probaba bocado. No tenía apetito. ¿Para qué comer y prolongar una vida de desesperación? Sin embargo, permitía que Medlicott la alimentara, antes que tomarse la molestia de resistirse.
»Y así siguió, durante semanas, y luego meses. Apenas llevaba la cuenta del tiempo, pues parecía haber pasado mucho. Medlicott me comentó que había notado que madame De Créquy poseía un oído prodigiosamente sensible, fruto del hábito de escuchar silenciosamente al acecho de cualquier sonido extraño en la casa. Medlicott siempre cuidaba minuciosamente a las personas a su cargo, y un día me hizo notar mediante un gesto lo afinado del oído de madame, aunque la expectación apenas se dejó notar un instante en la mirada y la respiración silenciosa, para después, con su extraña forma de caminar, dirigirse a los aposentos de milord con un suspiro tembloroso y los párpados cerrados.
»Finalmente, el administrador de las haciendas de los De Créquy —el anciano, seguro que lo recordarás, que trajo la información respecto a Virginie de Créquy que hizo surgir en Clément el deseo de regresar a París— vino a St. James’s Square y pidió hablar conmigo. Me apresuré a acudir a su encuentro en las habitaciones del ama de llaves, antes de que lo hicieran pasar a mi alcoba, por miedo a que madame oyera cualquier ruido.
»El anciano permaneció en pie —casi puedo verlo ahora— sujetando el sombrero ante él con ambas manos. Cuando yo entré, hizo una reverencia tan lenta que casi lo rozó con el rostro. Tal exceso de cortesía era mal presagio. Esperó a que hablara yo.
»“¿Trae alguna noticia?”, inquirí. Había estado antes en la casa para preguntar si habíamos recibido noticias; y yo le había visto una o dos veces, pero esta era la primera vez que pedía verme.
»“Sí, señora”, repuso, todavía con la cabeza gacha, como un chiquillo atribulado.
»“¡Y son malas noticias!”, exclamé.
»“Son malas”.
»Por un momento sentí rabia ante la frialdad con que se hacía eco de mis palabras; pero inmediatamente después vi las grandes, lentas y pesadas lágrimas que surcaban las mejillas del anciano y caían sobre las mangas de su pobre abrigo raído.
»Le pregunté cómo se había enterado. Creí no poder soportar oír de golpe los hechos. Me respondió que la noche anterior, al cruzar el Long Acre, se había encontrado con un viejo conocido, alguien que, como él mismo, había estado a cargo de los negocios de la familia De Créquy, gestionando sus asuntos en París, mientras que Fléchier se ocupaba de las fincas del campo. Ambos eran ahora emigrantes, y vivían de lo que podían conseguir con los pocos talentos que poseían. Fléchier, como yo bien sabía, se ganaba bastante bien la vida aliñando ensaladas en cenas de gala. Su compatriota, Le Fébvre, había empezado a impartir lecciones como profesor de baile. Uno de ellos se llevó al otro a su gabinete, y allí, tras intercambiar rápidamente aventuras personales más inmediatas, el señor Fléchier preguntó por monsieur De Créquy.
»Clément había muerto, guillotinado. Virginie había muerto, guillotinada.
»Al contármelo, Fléchier apenas podía contener los sollozos, y yo misma apenas sabía cómo iba a poder retener las lágrimas hasta llegar a mi alcoba y tener la libertad de romper en llanto. Fléchier me pidió permiso para hacer entrar a su amigo Le Fébvre, quien se encontraba caminando en el patio, esperando la posibilidad de que le convocaran para contar su historia. Más adelante escuché gran cantidad de detalles, que completaban la historia y me hicieron darme cuenta —lo que me lleva al principio de mi relato— de lo poco que se puede confiar en las clases inferiores para otorgarles indiscriminadamente los temibles poderes de la educación. El preámbulo ha sido largo, pero ahora llego a la moraleja de la historia.
Milady intentaba suprimir la emoción que evidentemente sentía al rememorar la triste historia de la muerte de monsieur De Créquy. Se acercó a mí, ahuecó mis almohadas y entonces, al ver que yo había estado llorando —pues en efecto me encontraba débil de espíritu en aquel momento, y bastaba muy poco para que se me saltaran las lágrimas—, se detuvo y me besó en la frente, exclamando «¡Pobre niña!», casi agradeciéndome el que yo sintiera su vieja pena.
—Una vez en Francia, a Clément no le fue difícil llegar a París. La dificultad en aquellos días residía en marcharse, no en entrar. Llegó vestido de campesino normando, encargado de trasportar un cargamento de frutas y vegetales enviado en una de las barcazas del Sena. Trabajó duro con sus compañeros descargando y disponiendo los productos en los muelles, y luego, cuando se dispersaron para desayunar en alguna de las tabernas cercanas al Mercado de las Flores, él se internó por una callejuela que lo condujo, dando bastantes rodeos y atravesando todo el Barrio Latino, hasta un espantoso callejón oscuro que salía de la rué l’École de Médecine, lugar atroz, según he oído, no muy lejos de la sombra de esa terrible abadía donde esperaron su muerte muchos representantes de las mejores familias de Francia. Pero allí residía un hombre en cuya fidelidad Clément creía poder confiar. No estoy segura de si había sido jardinero en aquellos mismos jardines detrás del Hotel Créquy donde Clément y Urian solían jugar unos años antes. Pero, fuera cual fuere el alojamiento de aquel anciano, Clément se alegraba verdaderamente de haber podido llegar hasta él, puedes estar segura, ya que se había demorado en Normandía, donde hubo de recurrir a todo tipo de identidades, durante muchos días después de atracar en Dieppe, debido a la dificultad que suponía entrar en París sin levantar las sospechas de los muchos rufianes que siempre estaban a la caza de aristócratas.
»El anciano jardinero era, según creo, leal y de fiar, y acogió a Clément en su buhardilla lo mejor que pudo. Antes de poder salir, era necesario procurarle un nuevo disfraz, uno que estuviera más en consonancia con un habitante de París que el de porteador normando. Tras encerrarse en la casa durante uno o dos días, para ver si se desataba alguna sospecha, Clément salió en busca de Virginie.
»La encontró en la morada de la vieja conserje. La mujer se llamaba Babette, y debía de ser menos leal —o tal vez debería decir más interesada— con su invitada que el viejo jardinero con Clément.
»He tenido ocasión de contemplar una miniatura de Virginie que una dama francesa de alcurnia llevaba consigo en el momento de su huida de París y que se trajo a Inglaterra sin apenas darse cuenta, pues pertenecía al conde De Créquy, a quien conocía vagamente. De ella deduje que Virginie debía de ser más alta y más robusta para ser mujer de lo que como hombre era su primo Clément. Llevaba el pelo castaño arreglado en rizos cortos; la manera de peinarse el cabello era en aquellos días indicativa de la opinión política del individuo, del mismo modo en que las insignias lo fueron en tiempos de mi abuela, y el cabello de Virginie no era de mi gusto ni se ajustaba a mis principios. Era demasiado clásico. Sus ojos grandes y negros miraban directamente desde el retrato. No se puede juzgar bien la forma de la nariz en una miniatura frontal, pero los orificios nasales estaban claramente dibujados y bastante abiertos. No creo que tuviera una nariz bonita, pero su boca, sin embargo, tenía carácter y, en mi opinión, habría redimido un rostro más vulgar. Este era ancho, con hoyuelos en las comisuras que se hundían en las mejillas, y un labio superior muy arqueado que apenas cubría los dientes, de forma que todo el rostro parecía (desde la mirada seria y decidida en los ojos hasta la dulce inteligencia de la boca) escuchar atentamente algo para lo que tenía una respuesta preparada que pensara enunciar con aquellos labios rojos entreabiertos tan pronto como acabasen de hablar, y ansiabas saber qué iba a decir.
»Pues bien, esta Virginie de Créquy vivía con madame Babette en la conserjería de una vieja posada francesa, en alguna parte del norte de París, y, por tanto, a bastante distancia del refugio de Clément. La posada solía estar frecuentada por granjeros de Bretaña y por toda esa clase de gente habitual en los tiempos en que tenía lugar un intercambio entre París y las provincias que ya casi no se daba. Ahora llegaban muy pocos bretones a la capital, y la posada había caído en manos del hermano de madame Babette, en pago de una deuda de vino del antiguo propietario. Él empleó a su hermana y al hijo de esta, para mantenerla abierta, y mandaba allí a todo el que podía para que ocupasen las habitaciones a medio amueblar de la casa. Cada mañana, cuando salían a desayunar, pagaban por el alojamiento, para regresar o no, según su parecer, por la noche. Cada tres días, el mercader de vino o su hijo se reunían con madame Babette, y ella les daba cuentas del dinero ganado. Ella y su hijo ocupaban la oficina del portero (donde el mozo dormía por las noches), además de un pequeño dormitorio miserable anexo que recibía toda luz y aire a través de una puerta de comunicación acristalada hasta la mitad. Madame Babette debió de sentir cierto afecto por los De Créquy —sus De Créquy, como comprenderás— y por el padre de Virginie, el conde, pues les había advertido, con riesgo para su persona, tanto a él como a su hija del peligro de les acechaba. Pero él, orgulloso, no podía creer que su querida Raza Humana pudiera hacerle ningún daño, y mientras él no mostrase temor, Virginie tampoco sentiría miedo. Mediante algún tipo de estratagema, cuya naturaleza jamás supe, madame Babette indujo a Virginie a acudir a sus aposentos en el mismo momento en que el conde fue reconocido en la calle. Una vez Babette la ocultó allí, encerrada y a salvo en la diminuta y oscura estancia, le contó lo que le había ocurrido a su padre. Desde aquel día, Virginie no había vuelto a atravesar la puerta ni a cruzar el umbral de las habitaciones del portero. No diré que madame Babette estuviera cansada de su continua presencia, o que lamentara el impulso, tras sentirse obligada a ello por culpa de las muchedumbres enloquecidas que habían apresado al conde De Créquy y lo habían colgado, de dirigirse a toda prisa a la conocida mansión de los De Créquy para sacar corriendo de allí a su hija, conducirla a través de callejones y pasadizos hasta ponerla a salvo finalmente en su propia oscura alcoba y pasar a contarle la horrible historia. Pero madame Babette recibía de manos de su avaro hermano una paga mísera por su trabajo de conserje, y ya le resultaba harto difícil encontrar comida para ella misma y para su hijo, en edad de crecer, de modo que, aunque la pobre muchacha comiera poco, me atrevería a decir que para madame Babette no parecían tener fin las cargas que se había impuesto a sí misma. Los De Créquy habían sido desvalijados, saqueados y convertidos en una raza extinta; solo quedaba aquella chiquilla sola y sin amigos, con la salud y el espíritu quebrados, y, aunque no había hecho nada directamente por alentarlo, para cuando Clément llegó a París madame Babette había empezado a pensar que tal vez Virginie aceptase las atenciones de monsieur Morin hijo, a la sazón sobrino suyo e hijo del mercader de vinos. Por supuesto, en calidad de propietarios y parientes, tanto su padre como él tenían la llave de las oficinas del conserje del hotel. El hijo, Morin, había visitado a Virginie de aquella manera. Era plenamente consciente de que ella estaba muy por encima de él en rango, y dedujo de su aspecto general que habría perdido en la terrible guillotina a sus protectores naturales, pero no conocía ni su nombre exacto ni su condición, y no pudo persuadir a su tía para que se lo contara. Fuera princesa o campesina, el caso es que cayó perdidamente enamorado de ella; y aunque al principio algo en ella le hacía ocultar su amor apasionado bajo una reserva tímida y torpe, para asomar luego solo en forma de profunda y respetuosa devoción, con el tiempo, supongo que mediante el mismo razonamiento que había tenido antes su tía, Jean Morin empezó a permitir que la esperanza ocupara en su corazón el lugar de la desesperanza. En ocasiones pensaba que, quizá al cabo de los años, la dama solitaria, sin amigos y sumida en el sufrimiento, podría buscar consuelo en él, y entonces… entonces… Pero, mientras, Jean Morin se comportaba de la manera más atenta con su tía, a quien anteriormente había despreciado un tanto. Se ocupaba detenidamente de las cuentas, le llevaba pequeños regalos y, sobre todo, se encariñó y tomó bajo su protección a Pierre, su pequeño primo, el cual podía contarle el día a día de mam’selle Cannes, que era como llamaba a Virginie. Pierre estaba perfectamente al corriente de la causa de las pesquisas de su primo, y era su ardiente partidario, según he oído, antes incluso de que el propio Jean Morin hubiera admitido sus deseos ante sí mismo.
»Clément de Créquy hubo de emplear bastante paciencia y mucha diplomacia antes de poder encontrar el lugar exacto donde se escondía su prima. El anciano jardinero se tomó la causa muy a pecho, pues, según recuerdo, habría secundado cualquier deseo de monsieur Clément, por alocado que fuera. (Luego te contaré cómo llegué a conocer tan bien todos estos detalles).
»Al ver que Clément volvía sin resultados de su peligrosa búsqueda durante dos días consecutivos, Jacques suplicó a monsieur De Créquy que le permitiera ocuparse de ello. Se figuraba que él, como jardinero durante más de veinte años en el Hotel de Créquy, tenía derecho a presentarse a todos los sucesivos conserjes de la casa del conde y que no le recibirían como a un extraño, sino como a un viejo amigo, ansioso por recuperar un contacto cordial; y que si la historia que el intendente le había contado a monsieur De Créquy en Inglaterra era cierta, y mademoiselle se encontraba, pues, escondida en la vivienda de un antiguo conserje, entonces seguramente algún detalle relacionado con ella surgiría en el trascurso de la conversación. Así pues, persuadió a Clément de que permaneciera en la casa mientras él marchaba en su expedición, sin más motivo aparente que el de chismorrear.
»Al anochecer regresó a casa… habiendo visto a mademoiselle. Le contó a Clément la mayor parte de la historia de madame Babette que yo te he relatado a ti. Naturalmente, no sabía nada de las ambiciosas esperanzas de Morin hijo; de hecho, apenas conocía su existencia. Madame Babette lo había recibido cordialmente, si bien, durante un tiempo, lo había tenido en pie en la puerta de cocheras fuera de la casa. Sin embargo, al quejarse él de las corrientes de aire y su reumatismo, ella le había invitado a entrar. Al principio miraba a su alrededor con cierta ansiedad, para ver quién más se encontraba en la estancia. No había nadie allí cuando entró y tomó asiento, pero al cabo de un minuto o dos una damisela alta y delgada, de grandes ojos tristes y pálidas mejillas, salió de la alcoba interior y, al verlo, se retiró. “Es mademoiselle Cannes”, explicó madame Babette, de forma algo innecesaria, pues, de no estar él buscando algún signo de mademoiselle De Créquy, a duras penas habría reparado en su entrada y salida.
»Clément y el buen jardinero estaban algo perplejos ante las manifiestas intenciones de madame Babette de evitar toda mención a la familia De Créquy. Si tan interesada estaba por alguno de sus miembros como para sufrir las molestias y penalidades de una visita a domicilio, resultaba extraño que no preguntase por la existencia de familiares o amistades de su protegida a alguien que muy probablemente sabría algo al respecto. Convinieron en que madame Babette debía de creer que el marqués y Clément habían muerto, y admiraron su renuencia a hablar de Virginie. En realidad, sospecho yo, por entonces ella debía de estar tan deseosa de que su sobrino tuviera éxito que no deseaba compartir el secreto del paradero de Virginie con nadie que pudiera interferir en sus planes. Entre Clément y su humilde amigo dispusieron que el primero, ataviado con las ropas de campesino con las que había entrado en París, aunque modificadas en uno o dos detalles para dar la impresión de que, pese a ser hombre de campo, tuviera dinero que gastar, iría a solicitar una habitación en la Posada Bretona, donde, como ya dije, había estancias disponibles para pasar la noche. Así se hizo, sin despertar las sospechas de madame, pues ella no conocía el acento de Normandía y, por tanto, no percibió la exageración con que lo adoptó monsieur De Créquy para camuflar su clarísimo acento parisino. Pero, tras dormir en un extraño armario oscuro, al final de una de las numerosas galerías del Hotel Duguesclin, y tras haber pagado con su dinero por tal alojamiento cada mañana en el pequeño mostrador bajo la ventana de la conserjería, seguía sin encontrarse más cerca de su objetivo. Permanecía ante la puerta mientras madame Babette abría un postigo de la ventana, contaba las monedas, daba las gracias educadamente y lo cerraba con un chasquido antes siquiera de que él pudiera pensar en algo que decir y poder entablar así conversación. Una vez en las calles, se encontraba en peligro a causa de la turba sedienta de sangre, que en aquellos días estaba dispuesta a dar caza hasta la muerte a todo el que pareciera caballero o aristócrata, y Clément, fuera como fuese ataviado, tenía el aspecto evidente de un caballero. Sin embargo, no era prudente atravesar París para ir al granero de su viejo amigo el jardinero y, por tanto, debía deambular por las calles, si bien desconozco por dónde. Solo sé que dejaba el Hotel Duguesclin y no regresaba a casa del anciano Jacques, y que no había en París otro refugio posible para él. Al cabo de dos días, supo de la existencia de Pierre e intentó entablar amistad con el chico. Pierre era demasiado astuto y sagaz como para no sospechar de aquellos torpes intentos de trato amistoso. No parecía casual que el granjero normando rondase el patio y el umbral, ni que trajera dulces como regalo. Pierre aceptaba los dulces, y respondía a sus discursos, pero mantenía los ojos abiertos. En una ocasión, al regresar a casa bastante tarde, sorprendió al normando acechando las sombras del postigo, que se cerraba cuando se encendía la lámpara de madame Babette. Al acercarse, encontró a madame Cannes con su madre, sentadas a la mesa, zurciendo las prendas de la familia.
»Pierre temía que el normando estuviera interesado en el dinero que su madre, como conserje, recaudaba para su hermano. Pero el dinero se encontraba a salvo a la tarde siguiente, cuando su primo, monsieur Morin hijo, llegó para recogerlo. Madame Babette pidió a su sobrino que tomara asiento, y echó hábilmente el cerrojo de la puerta interior, de forma que Virginie no habría podido retirarse ni aunque se hubiera encontrado indispuesta. Así que se sentó a coser en silencio. Inmediatamente, la pequeña reunión se vio sorprendida por una dulce voz de tenor, justo bajo la ventana que daba a la calle, cantando una de las arias de las óperas de Beaumarchais[24] que había gozado de gran popularidad en todo París unos cuantos años antes. Al cabo de unos momentos de silencio, y uno o dos comentarios, se reanudó la conversación. Pierre, no obstante, se percató de que aumentaba el aire de abstracción de Virginie, la cual, supongo yo, estaría recordando la última vez que había escuchado la canción, y no tenía en cuenta, como su primo habría deseado que hubiera hecho, cuáles eran las palabras lanzadas al viento, palabras que él imaginaba que ella recordaría y que le habrían dicho tantas cosas. Pues, apenas unos años antes, la ópera de Adam sobre el rey Ricardo había relatado la historia del trovador Blondel y nuestro Corazón de León[25] y la habría dado a conocer a todos los asistentes a la ópera de París; Clément había pensado en establecer su comunicación con Virginie por ese medio.
»La noche siguiente, sobre la misma hora, la misma voz volvía a cantar bajo la ventana. Pierre, a quien había irritado el asunto la noche anterior, pues había desviado la atención de Virginie de su primo, que estuvo haciendo todo lo posible por ser agradable, corrió hacia la puerta justo cuando el normando estaba llamando para que le admitieran a pasar la noche. Pierre miró a uno y otro lado de la calle, pero no se veía a nadie más. Al día siguiente, el normando le aplacó un tanto llamando a la puerta de la conserjería y pidiendo a monsieur Pierre que aceptara unas hebillas para los calzones que habían llamado la atención del campesino el día anterior mientras iba de tiendas pero que, al ser demasiado pequeñas para él, se había tomado la libertad de ofrecer a monsieur Pierre. Pierre, un muchacho francés inclinado a seguir las modas como un petimetre, quedó embelesado por la belleza del regalo y por la amabilidad de monsieur y empezó de inmediato a ajustárselas a las calzas lo mejor que pudo en ausencia de su madre. El normando, a quien Pierre mantenía cuidadosamente fuera del umbral, permaneció de pie, divertido ante el entusiasmo del mancebo.
»“Prudencia —dijo de forma clara y definida—. Precaución, amigo mío, u os convertiréis en un petimetre, y, en ese caso, algún día, dentro de algunos años, cuando vuestro corazón esté fervientemente dedicado a alguna joven dama, puede que ella se vea inclinada a decir —y aquí puso voz aguda—: 'No, gracias, cuando me case, me casaré con un hombre, no con un petimetre. Me casaré con un hombre que, sea cual sea su rango, aumente la dignidad de la raza humana por medio de sus virtudes…'”. Clément no osó continuar con la cita. Sus sentimientos (mucho más elevados de lo que aparentaban serlo en la ocasión) fueron recibidos con un aplauso por parte de Pierre, que gustaba de contemplarse a sí mismo como enamorado, aunque fuera uno rechazado, y que celebraba la mención de las expresiones “virtud” y “dignidad de la raza humana”, pues las consideraba pertenecientes a la jerga de un buen ciudadano.
»Pero Clément estaba más ansioso por saber cómo se había tomado su discurso la dama invisible. Por el momento no hubo ninguna señal.
Sin embargo, cuando regresó aquella noche, oyó una voz que cantaba en voz baja tras madame Babette mientras ella le entregaba su vela, la misma melodía que él había cantado sin respuesta las dos noches anteriores. Como si se hubiera quedado con la tonadilla al oírla de su voz susurrante, él la cantó en voz alta y clara mientras cruzaba el patio.
»“¡Ahí tenemos a nuestro cantante de ópera! —exclamó madame Babette—. Vaya, el pastor normando canta como Boupre”, dijo, nombrando a un cantante muy popular en el teatro vecino.
»A Pierre le sorprendió el comentario, y calladamente resolvió vigilar al normando; pero de nuevo, supongo, más por el depósito de dinero de su madre que por relacionarlo con Virginie.
»Sin embargo, a la mañana siguiente, para asombro de madre e hijo, mademoiselle Cannes propuso, con grandes titubeos, salir para hacer algunas compras por sí misma. Uno o dos meses antes, esto era algo que madame Babette no habría tenido ningún temor en sugerir. Pero ahora se veía sorprendida, como si hubiera esperado que Virginie permaneciera prisionera en sus aposentos el resto de su vida. Supongo que había esperado que la primera vez que abandonara la estancia fuera para marcharse al hogar de monsieur Morin en calidad de su esposa.
»Apenas una mirada de madame Babette a Pierre bastó para exhortar al chico a que siguiera a Virginie. Él salió cautelosamente. Ella se encontraba al final de la calle. Miró a un lado y a otro, como si esperara a alguien. No había nadie. Regresó, tan rápidamente que casi descubre a Pierre antes de que él pudiera escabullirse a través de la puerta de cocheras. Desde allí, volvió a asomarse. El barrio era pobre, salvaje y extraño, y alguien se dirigió a Virginie —mejor dicho, le puso la mano en el brazo—, alguien que había salido de una bocacalle y cuya vestimenta y aspecto Pierre no reconoció, aunque sí lo hizo Virginie, según pudo deducir Pierre por el gritito que emitió ella, que desapareció con el hombre por la misma bocacalle de la que había salido. Pierre se dirigió velozmente a la esquina de aquella calle, pero no vio a nadie; habían desaparecido por alguno de los callejones. Pierre regresó a casa para despertar la infinita sorpresa de su madre, pero apenas había terminado de decírselo cuando Virginie retornó, con un color y luminosidad en el rostro como no veían en ella desde la muerte de su padre.