XI

 

P

or la mañana emprendieron la marcha en dirección oeste. Iván de vez en cuando se paraba a consultar la brújula con la bolsa al hombro, y el neceser, con los billetes y sin los útiles de aseo, cogido igual que un balón de rugby. Al principio, Cornelia lo seguía, o lo precedía, y, cuando él hacía las entregas de dinero, ella se paraba a su lado con tal sigilo que podía creerse que trataba de no molestar. Poco a poco, no obstante, Cornelia empezó a implicarse más y más en la empresa. Confirmó que Iván hacía entrega del dinero observando ciertas pautas inflexibles que él mismo iba explicándole sobre la marcha: primero, preferentemente, a los que tenían niños y a los enfermos —en cuanto a estos últimos, de difícil selección, pues todos parecían enfermos, había que fiarse de criterios casi intuitivos—; segundo, alternativamente, a mujeres y hombres; tercero, la entrega siempre se verificaba en la confluencia de varias galerías, ya que siempre había al menos una antorcha o una vela, y porque, en caso de alboroto, todo hacía suponer que sería más fácil despistar en una intersección que en mitad de un túnel, en donde serían más identificables; cuarto, siempre la misma suma, y, dado que los billetes de los tres fajos eran de idéntico importe, de hecho, eran billetes de gran importe, —por razones prácticas, cada poco, Iván había encomendado a Espíritu la tarea de cambiar los billetes—, pues bien, entregaba siempre un par de ellos, equivalentes a un salario mensual medio-alto del sector femenino.

Los primeros treinta donativos los hicieron prácticamente sin descansar, a paso discretamente ligero. Eso duró toda la mañana. Para entonces, Cornelia estaba tan sudorosa y consagrada a esa labor como él. En verdad, percibía una verdadera significación en el acto de entregar a esa gente un dinero al que ella hubiera sumado el suyo propio de no haberse olvidado la billetera en el piso. Así pues, él se encargaba de las entregas a mujeres, y ella de las entregas a hombres, y, en el curso de esa primera etapa matinal, todo fue, por así decir, sobre ruedas. No se habían visto involucrados en incidentes. Nadie había intentado atracarles, y, que ellos supieran, nadie les había perseguido. Y, aunque habían adoptado todas las medidas concebibles para evitar cualquier clase de alboroto, e incluso para que, en caso inevitable, el presumible jaleo les pillase en una galería muy distante, Iván razonaba que a nadie le interesaría promover un tumulto del que no saldría nadie beneficiado.

Para ser precisos, la estrategia consistía en acercarse al agraciado o agraciada y, al tiempo que, con una mezcla de naturalidad y discreción, se le hacía entrega de los dos billetes, asegurarle en voz baja, y, como se dice, acariciadora, que el dinero era un obsequio de un residente de la galería contigua que le está muy agradecido. Confiar en la vanidad del prójimo era la forma más eficaz de ganar tiempo. Para cuando el beneficiario empezase a descartar residentes, ellos se habrían esfumado incluso de las galerías contiguas.

Y, en efecto, durante los primeros treinta donativos, la praxis respondió obedientemente a la teoría. Ya que con físicos demasiado alarmantes no osaban comprometerse, cuando no les resultaban muy de fiar las caras de los previsibles receptores, es decir, aquellos que cumplían punto por punto todos los requisitos para ser beneficiarios, a base de sobreentendidos e intercambiando miradas de connivencia, cruzaban de acera, para lo cual se encaramaban a horcajadas en la ciclópea tubería y resbalaban por el otro lado hasta tocar el suelo, y si aún entonces, a primera vista, los residentes de la otra acera tampoco garantizaban un mínimo de seguridad, continuaban adelante sin escrúpulos de conciencia.

Al final de la mañana hicieron un descanso que se había vuelto un imperativo para los pies de Cornelia. Durante una hora y media repusieron energías —del avituallamiento se encargaba él— y hasta echaron una breve siesta; Iván, en rigor, fue el de la siesta, no ella. Ella no pudo conciliar el sueño. Llevaban veinticuatro horas ahí dentro, a ese ritmo podría quedarles tal vez otro día de trabajo, pero, ¿y después?, ¿se iría de verdad?, se preguntó como si quisiera ignorarlo mientras se aplicaba a darse masajes en los pies con los calcetines puestos.

Según los cálculos, quedarían unas ochenta o noventa entregas para liquidar todo el dinero. Entonces, a ella le entraron ganas de despertarlo y preguntarle si eso era definitivamente el final, y si lo era, cuándo volverían a verse. Detectó el despropósito el razonamiento, y por eso se contuvo, y no lo despertó.

Sin embargo, no supo bien por qué, recordó aquella extraña tarde en una estación de ferrocarril, juntos, algún tiempo atrás. Ella había insistido en que le acompañase a ver un tren mítico, recién rehabilitado, con locomotora a vapor, una reliquia ferroviaria cuyo viaje inaugural arrancaba de allí. El mediodía hacía honor a su nombre, el tiempo era excelente, la estación estaba repleta de público, el tren, al fondo, permanecía a la espera. Y ellos, que habían llegado con antelación, gozaban de un emplazamiento idóneo en primera línea de andén. Él la abrazaba por detrás, y ella se sentía feliz. Sonó el pitido, y la locomotora se puso en marcha hacia ellos. Primero, lentamente, luego, la locomotora empezó a ganar velocidad, se sucedieron los pitidos, el aire se llenó de vapor, un estruendo de una época espantosa, y, en tanto el público se mantenía expectante y el tren se aproximaba, Cornelia percibió cómo Iván cambiaba de postura, cómo la sujetaba por los hombros, no exactamente por los hombros, por la parte alta del brazo, cómo con dedos temblorosos se apartaba un poco hacia atrás. Y, cuando el tren llegó a su altura, y el vapor, el estrépito impregnaron el aire, Cornelia cerró los ojos de forma instintiva, a través de la blusa notó sus manos temblando, e, inmediatamente después, la locomotora, con un violentísimo golpe de viento, los sobrepasó, y él la rodeó con sus brazos como antes. Y luego, la cara sudorosa de Iván, el gesto casi de pánico que tenía puesto en el rostro cuando le dijo: «Sólo te estaba sujetando».

La siguiente etapa o, de otra forma, las siguientes cuarenta y siete entregas se efectuaron a lo largo de una trabajosa y larguísima etapa vespertina. Y aquí sí, en contraposición a las horas matinales, el apuro en que se vieron hacia el final de la tarde no hizo más que alertarlos de los riesgos a los que se estaban exponiendo y de la suerte que les había acompañado hasta entonces. Fue Cornelia quien garantizó que, desde hacía un buen rato, un sujeto barbudo los seguía, que cuando ellos se paraban a efectuar una entrega, el barbudo se paraba con ellos e, inclinándose sobre alguien —preferentemente sentado—, pedía fuego, encendía un cigarrillo y fumaba reflexivamente. Iván miró hacia atrás, y dijo que siguiesen adelante hasta la próxima confluencia, en donde esperarían al tipo emboscados en el recodo. Ella preguntó si creía que era alguno de los matones, a lo que Iván replicó que el tipo era demasiado enclenque.

Cuando el barbudo surgió del recodo, y giró la cabeza, y los vio, se detuvo turbadísimo. La antorcha de la acera de enfrente iluminaba el perfil del perseguidor, y la barba y la pelambrera se dirían trenzadas con finísimos alambres de cobre. Vestía con harapos una delgadez enfermiza. Dio un respingo. Retrocedió hasta la tubería, en donde se quedó inmóvil, como crucificado con las manos vueltas.

—¿Puedo hacer algo por usted? —susurró Iván en tono intimidatorio y acercándose al tipo.

—Deme algo —dijo el perseguidor sin moverse del sitio. No pasaba nadie por la acera. Ahora el resplandor de la antorcha no le daba directamente en el rostro. Cornelia vio unos ojos relucientes hundidos en sus cuencas—. Deme algo.

—¿Y dejarás de seguirnos? —dijo Iván. El perseguidor afirmó con la cabeza. Como si estuviese delirando.

Iván le pidió el neceser a Cornelia, descorrió la cremallera, cogió dos billetes y se los puso en la mano al perseguidor que, arrugándolos, y, como temiendo que les diera la luz de la antorcha, se los metió con urgencia en la cintura y retrocedió escabulléndose como un insecto.

—¿Estás bien? ¿Decidida a seguir?

—Hasta el final.

—Aún nos quedan entregas. ¿Dejamos las últimas para mañana?

—Por favor —dijo Cornelia, que notó un ligero vahído.

—¿Te encuentras bien?

—Tengo miedo —dijo ella después de sentarse—. Te buscan. No estoy tan segura de que esto no sea peligroso.

—No hay que tener miedo. Aquí estamos a salvo.

—¿Y si ese hombre te delatara?

—¿Y por qué querría delatarme? —preguntó Iván extendiendo los sacos de dormir—. ¿Y a quién?

—Por la misma razón por la que nos perseguía. ¿A quién? Querido, aún no mides la repercusión mediática del consultorio. Has estado engañándolas durante meses, ¿recuerdas? No me fío de nadie.

Ninguno de los dos quiso cenar. Iván insistió en que ella lo hiciera, pero ella persistió en que no. No tenía apetito, y era preferible reponer fuerzas durmiendo antes que ingerir comida en condiciones no muy higiénicas, además, mañana era el último día, y quedaban pocos billetes por repartir.

Iván se levantó sin una palabra, y se acercó a una vela para hacer el recuento de los últimos billetes. Cornelia lo miró compasivamente. A la luz de la vela había guiñado los ojos, y tenía una sombra de barba de dos días, rostro cansado, irreconocible, sin maquillaje. De pronto, lo vio regresar muy resuelto.

—Cornelia —ella se incorporó en el saco—. ¿Y esto? Estaba en el fondo del neceser —dijo mostrando una cajita envuelta en papel de regalo—. ¿Es tuyo?

Ella rasgó el papel y abrió la cajita, en cuyo fondo aterciopelado había un juego de pendientes.

—Dios mío, son los pendientes de mi madre. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

—Acabo de encontrármelo —dijo él, que, de modo semejante a un iluminado, vio que sobraban las preguntas.

—¿Dentro del neceser? ¿Cómo ha podido regalártelos Dolly? Yo he estado enamorada de estos pendientes desde que era una niña. Se suponía que los heredaría. Son pendientes que tienen historia, un valor sentimental para ella. Dolly estropeó el juego. Perdió la sortija en condiciones cuyo misterio en el fondo estoy segura de que le gusta, le encanta cultivar —dijo, e, interrumpiéndose para hacer pinza con el índice y el dedo corazón sobre un pendiente, alejó de sí la palma de la mano—. Nunca ha querido contármelo —prosiguió—. Que aún pueda extrañarme algo tratándose de Dolly...

—Olvídalo. Ahora no tiene importancia. Quédate con ellos. Son tuyos. Es evidente que los guardó para ti.

—Por el contrario. Eso es lo único que no es evidente —dijo ella con voz soñolienta y devolviéndole los pendientes.

Iván guardó la caja en el neceser, y arropó a Cornelia en el saco. Le acarició el pelo con suavidad, una y otra vez, suavemente.

Ella, o ya estaba dormida, o sólo había cerrado los ojos.

 

Por la mañana acabaron con el reparto. Lo hicieron velozmente, casi sin prestar mucha atención a los beneficiarios de los donativos, porque el tiempo apremiaba, y el cansancio. Y, sobre todo, los perseguidores eran cada vez menos esporádicos y más osados y difíciles de esquivar. Y era ilógico no desconfiar del próximo tipo de perseguidor y cuándo y cómo, y si no estarían arriesgándose demasiado en el subsuelo.

—Ahora sí tienes que irte —dijo Iván deteniéndose bajo una boca de alcantarilla abierta tras haber dado esquinazo a tres sujetos sospechosos—. Hemos entregado todos los billetes, y no puedo estar muy lejos de la frontera. Dirección oeste. Tienes que subir a la superficie. Solo avanzaré más rápido.

Ella lo abrazó con fuerza. Lo besó en la mejilla estrechándolo contra sí.

—¿Este es el final? ¿No podríamos hacer como si nos fuésemos a ver mañana?

—Siempre te veré mañana —le dijo muy lento al oído—. Como siempre. Pero, para eso tienes que irte ya. Ahora.

Ella empezó a subir la escalerilla con cautela. Sin mirar atrás.

—Espera —susurró Iván—. Son tuyos —dijo alargándole la cajita de los pendientes—. Quiero que los tengas tú. Es preciso que los tengas, para comprender. Cuando llegues a casa, mira debajo de la almohada. Sólo para comprender —y desapareció del círculo oscuro.

Una vez arriba, Cornelia guiñó los ojos, se tapó la cara para protegerse de la luz. Lloviznaba. Era una calle sombría, un callejón de inmuebles inhumanamente erectos. Se sentó contra un zócalo, junto a un portal con peldaño de mármol, se abrazó los tobillos, escondió la cara entre las piernas, poco a poco fue acostumbrándose a la luz.

No era capaz de llorar. Miró su reloj. La una y diez de la tarde. No tenía dinero, sólo la cajita con los pendientes de amatistas. Se levantó y, tambaleándose, echó a andar callejón adelante, apretó el paso, y luego corrió y corrió, cada vez más rápido, hasta pararse en una boca de metro. De las caras de los transeúntes no supo inferir si la ignoraban más de lo que su andrajosa presencia los insultaba. Se coló a través de los torniquetes del metro, y tomó un tren que acababa de estacionar.

Cuando llegó a su casa, una casa sin hinchas, sin manifestaciones, una casa sin colas, sin Dolly, una casa sin él, se dirigió al dormitorio y miró bajo la almohada.

Era imposible no comprender.

Se puso la sortija y los pendientes, y supo, por la nota de Iván, que el padre de éste, Asdrúbal, y el viejo asesinado en su presencia por agentes de servicio —hacía ya tanto de aquello que parecía haber sucedido en otra reencarnación— eran la misma persona.

Al principio le costó respirar. Después se quedó tumbada en la cama durante horas, inmóvil, narcotizada, mirando a un punto fijo, con la sortija y los pendientes, y la memoria como un yermo.

De pronto se levantó. Se dirigió a la cocina, buscó un analgésico, ingirió dos comprimidos, bebió un sorbo de agua, y salió sin cambiarse de ropa.

Tenía prisa por llegar. Entró en el cibercafé calada. Tomó asiento en el ordenador que le fue adjudicado a regañadientes por una mujer joven y gruesa que ni tan siquiera se levantó de la silla giratoria. Cornelia hubo de asumir que el contraste entre su propia estética y su dicción era para infundir recelos.

Se introdujo en internet. Página del Club. Seleccionó el enlace correo electrónico, desde donde el Club había establecido ocasionalmente contacto con ella cuando era clienta, y, en seguida, tecleó la contraseña de Iván. No la detuvo que fuese delito, o que pudiese perjudicarlo. Esas razones que antes les habían servido para no confirmar las sospechas, o, mejor dicho, la hipótesis de él, ahora ya no valían. Él, su hermano, ya no estaba. Se había ido. Y buscar la verdad le parecía una forma de orgullo, una luz, el último recurso para encarar el futuro sin rencores.

Bandeja de entrada. Ciento trece mensajes nuevos. ¿Quería ver sus nuevos mensajes? No. No quería ver esos nuevos mensajes. Sólo quería redactar, formular una pregunta y remitirla indiscriminadamente a mujeres y hombres —indiscriminadamente, porque no había modo de discriminar por sexos y entre un número indeterminable de usuarios anónimos—. Se había decidido por una sola pregunta lo bastante clara pero ambigua como para que cada usuario de internet, con independencia del sexo y, por consiguiente, del sector, y también de la ciudad en que viviese, tuviera la inequívoca seguridad de que el Club estaba dirigiéndose a él personalmente; además, con una sola pregunta abreviaba el compás de espera entre la pregunta y las eventuales respuestas, y, así, las posibilidades de que localizasen, antes de abandonar el cibercafé a toda velocidad, a la infractora que estaba a punto de transgredir el reglamento de dominio informático por emplear una contraseña ajena y usurpar la identidad de un socio del Club, se reducían al mínimo posible. Convenía, no obstante, apresurarse. Cabía que las autoridades competentes rastreasen el terminal desde el que se estaba incurriendo en un delito informático.

Sentía los latidos en las yemas de los dedos. Una gota cayó en el teclado. Entró en la pantalla correspondiente, y redactó una pregunta híbrido de la pregunta que el Club le había dirigido a ella cuando aún era clienta, y de las preguntas modelo que, según Iván, el Club dirigía a cada socio cuando se le asignaba un nuevo trabajo.

A la clienta siempre se le ha advertido que los siglos por debajo de la edad postcontemporánea encarecen el tratamiento. No obstante, el club solicita sus servicios, ¿está libre en las próximas horas?, redactó. Pensó que valía tanto para ellos como para ellas. Luego, ya en el apartado de destinatario pensó en un par de apellidos que acotasen una secuencia comprensiva, sino de todos, al menos de un elevadísimo tanto por ciento de los apellidos del Estado, y, ya que según el reglamento de dominio informático era obligado consignar como dirección de correo los dos apellidos del usuario, escribió: desde abade-zuloaga@hotmil.com hasta abade-zuloaga@hotmil.com. En el recuadro de asunto introdujo club. Esperó.

Si Iván estaba en lo cierto, los mensajes-respuesta no se harían esperar. Según él, todo lo referente al Club aceleraba el pulso de la gente, extremo que Cornelia se había apresurado a confirmar por experiencia propia. Miró el contador reloj de la pantalla. Cierto que para todo el Estado funcionaban varios servidores, y que la elección de uno de ellos reducía en un ochenta o noventa por ciento el eventual número de destinatarios, pero, a pesar de esta reducción, las respuestas cuya coherencia podría teóricamente examinar no bajarían de varios millones. Y, desde luego, varios millones era una muestra más que significativa para verificar la hipótesis de Iván.

Volvió a mirar el contador-reloj. Las seis y treinta y nueve de la tarde. Regresó a la pantalla de entrada y borró los ciento trece mensajes nuevos para evitar confusiones, y esperó. Ahora había cero mensajes nuevos.

Salió de la pantalla. Para hacer tiempo, se introdujo en la página web de la biblioteca. Pensó que no llevaba dinero. Una gota cayó en sus nudillos. Se peinó hacia atrás con la mano, y se dijo que en este punto, estar sin blanca no representaba un grave inconveniente.

Revisó las últimas novedades catalogadas por la biblioteca. Una tras otra, lentamente, dejó que pasaran las cubiertas de los libros por delante de sus ojos. La lluvia golpeaba con fuerza contra la puerta de vidrio. Luego, cada vez menos. Finalmente, dejó de llover. Cornelia siguió revisando novedades. La mayor parte desconocidas. La puerta de vidrio ya estaba seca cuando a las siete y media volvió a fijarse en el contador-reloj.

Salió de esa página y volvió a la otra. Bandeja de entrada. Echó un vistazo a la mujer que seguía detrás del mostrador y de la que sólo divisaba una coronilla. Miró la pantalla. El sobresalto, aunque, de hecho, creía estar preparada para todo, no pudo ser más fulminante: ahora había 12.225 mensajes nuevos. Como si realmente considerase la posibilidad de leer uno a uno todos los mensajes entrantes, quiso dar más tiempo a los potenciales remitentes.

Estaba tiritando. Salió de la página. Navegó por webs que le resultaban familiares sin prestar atención a ninguna y, veinte minutos después, regresó a la bandeja de entrada: 78.234 mensajes nuevos.

A las ocho y media había 425.213 mensajes nuevos, y media hora más tarde, la suma ascendía a 1.734.211. Y, como si no diese crédito a lo que estaba ocurriendo, esperó otros quince minutos y el nuevo recuento dio un resultado de 2.324.522 mensajes en respuesta —indudablemente— a su pregunta. Configuró la pantalla para que mostrase el contenido de los mensajes de veinte en veinte, y fue avanzando. Leía así, por encima, a toda velocidad, para enterarse. Veinte de cien. Cuarenta de quinientos. Sesenta de tres mil. Ochenta de veinte mil. Se secó los ojos varias veces. Le dolía la mandíbula. Por la sonrisa permanente. Porque ella, pese a todo, no hubiera supuesto jamás que él tuviese razón. La gota que ahora cayó en el teclado ya no supo por qué ni de dónde procedía. Cien de cien mil. La congruencia de las respuestas era absoluta. Avanzó más rápido. Había perdido la noción del tiempo, cualquier noción. Doscientos de un millón. Doscientos veinte de un millón doscientos. Doscientos cuarenta de un millón quinientos. Las respuestas eran cortas, dos frases generalmente, tres a lo sumo. Echó un vistazo a los mensajes entrantes. Ahora había 4.324.333 mensajes nuevos.

Iván tenía razón. Ellos, todos ellos eran socios del Club. Y todas ellas eran clientas. Y había millones de respuestas coherentes.

Cuatrocientos de tres millones. Setecientos de cuatro millones. Dejó de leer. Sintió que cristalizaba en ella una suerte de felicidad dura y quebradiza. Como un trozo de cuarzo.

Una mezcla de orgullo y compasión. Volvió a secarse los ojos. Se estaba haciendo de noche detrás de la puerta de vidrio. Ni siquiera le extrañó que después de las horas transcurridas ninguna representante de la autoridad competente o del servicio de orden público la hubiese detenido por infringir la ley. O quizás todo formaba parte del estado de cosas actual, saber como si se ignorase, ignorar como si se supiera.

Sentía las ropas aún húmedas. Se desperezó estirando los brazos por debajo de la mesa y, antes de levantarse, echó una última ojeada al mostrador en donde la empleada subsistía en otro estado de conciencia. Luego, se levantó discretamente, y salió por la puerta de vidrio con naturalidad pensando que vendería su casa y, con el dinero que obtuviese y los ahorros que guardaba, se marcharía lejos de allí; que haría un largo viaje sin objeto y sin final; que siempre habría tiempo de echar raíces.

Poco después, la dependienta del cibercafé Universo levantó la cabeza y verificó que en la cabina 37B no había nadie, a pesar de que el contador-reloj seguía funcionando. Con cara de hastío se arrastró hacia la mesa, y, sentándose, bostezó. En la pantalla configurada al efecto contó veinte mensajes abiertos del siguiente tenor literal:

 

1.A pesar de todo, prefiero el XVIII. ¿Algún problema con la transferencia? Por supuesto que estoy libre. Soy una mujer de palabra.

2.Siempre a sus órdenes. Luis.

3.Quiero recordar que hoy libraba. ¿Error en los turnos?

4.En lista de espera desde hace diez días. Aún no conozco a mi hombre y, ¿me preguntan si estoy libre en las próximas horas?

5.Quiero el libro de reclamaciones. Firma: Luz Marina.

6.Gracias por el tacto. Anteayer no se me dijo nada. Quiero seguir adelante con la terapia, como dicen ustedes.

7.— ¿Por quién debo preguntar? ¿A dónde debo ir? ¿A quién debo ver?

8.El dinero no es importante. Ya lo saben. ¿A qué viene todo esto?

9.Lo sé; pero ella insiste en que prefiere el Paleolítico. No creo que pueda sufragarse los gastos. Solicito un nuevo guión. Firma: Saulo.

10.No hay derecho. Acabo de salir ahora mismo. ¿Es usted mi instructor?

11.¿A qué clienta? Estoy de vacaciones. Oscar.

12.No se me había advertido de nada. Lo último fue que me enviarían una foto del tipo. Espero amables respuestas.

13.Primera noticia que tengo. A mí la Historia me da lo mismo.

14.No sé qué decir. Estoy citado con la clienta.

15.Repitan la orden. Ella sufrió ayer un paro cardíaco.

16.Después de la deuda satisfecha, esto es hacer leña del árbol caído, ¿no?

17.¿A cuál de ellas? No tengo un minuto de respiro.

18.No es más que sexo con una historia. Artimañas inútiles.

19.Nunca me he negado a hacer un servicio. Solicito una excepción. Es un caso desesperado. Ildefonso.

20.¿Horas extra? Doy más de lo que puedo.

 

La dependienta cerró la sesión y salió de internet. Maquinalmente, vació un cenicero en la papelera de la cabina, y regresó a su sitio en el mostrador. Mañana hablaría con la gerencia para que contratara a alguien que vigilase a los usuarios.

En el fondo de la papelera, la ceniza había apagado el brillo de un juego de pendientes y sortija.