VI
D
espués de hacer cola durante cuarenta y cinco minutos, llegó a la ventanilla en donde una especie de azafata con una blusa roja de manga larga, el pelo cortado al rape y una pañoleta azul índigo, que caía por sus hombros como si le hubieran planchado en ellos la pañoleta, verificó su historial e, inmediatamente, pero sin mirarla a la cara, alargó a Cornelia un documento recién impreso y una tarjeta magnética. «Para los torniquetes. La tarjeta, para los torniquetes», dijo. Cornelia la miró por encima de sus gafas negras y, en tono de reproche, le dijo que llevaba un retraso de treinta minutos sobre su hora, la hora de su cita, así dijo, a lo cual objetó la rapada, antes de gritar «¡¡siguiente!!», que no se angustiase, que la esperarían el tiempo que hiciera falta y que su puerta era la 333.
Ya iba a replicarle a esa cretina, pero, lo pensó mejor y, templándose, se hizo a un lado, guardó la tarjeta en el bolso, echó una ojeada al documento que contenía su escueto historial y, después de doblarlo, enfiló un pasillo que era la prolongación de aquella infinita sala de tránsito.
Para evitar casualidades ante las que una se queda sin palabras, llevaba el pelo hacia atrás, peinado con fijador, y gafas negras. Al cruzarse con la luz que se filtraba por las vidrieras, su pelo relucía como oro viejo.
Cornelia estaba abierta a la maravilla, es verdad, pero ahí dentro, en el corazón de ese mundo maravilloso, había tantas razones que suscitaban el pasmo que no resultaba fácil refrenar las emociones; por ejemplo, tres cuartos de hora antes, cuando le fue permitido el acceso al Club por la aduana número II del distrito 31 del sector femenino, vio sin obstáculos un complejo de varios pabellones adosados que guardaba una semejanza seguramente deliberada con el exterior de una terminal de aeropuerto, con césped por todas partes y decenas de aspersores en pleno funcionamiento, una torre de control y alguna que otra pequeña nave —cuyo pilotaje estaba prohibido en el espacio aéreo metropolitano— que evolucionaba libremente. Y todo permitía suponer —¡oh, maravilla!— que aquello era una parte minúscula de las instalaciones del Club.
Desde hacía un buen rato, Cornelia caminaba por un corredor inmenso, tanto a lo largo como a lo ancho, lleno a rebosar de mujeres pendientes de la hora de sus relojes. Con vidrieras a un lado, y, a otro, ventanillas que se alternaban con bifurcaciones que se abrían a nuevos corredores. Por todas partes había vigilantes uniformadas con audífonos incrustados en las orejas, y asientos de plástico moldeado dispuestos en falanges macedónicas, y mujeres en ellos que pasarían por espías disfrazadas de mujeres esperando la vez, muchas de las cuales llevaban gafas de sol tan negras como las de ella. Excepción hecha de las azafatas, allí nadie hablaba con nadie. A la entrada de cada pasillo, había paneles electrónicos con la franja numérica de las puertas que abarcaba el pasillo.
Siguiendo flechas sucesivas, subió en unas escaleras mecánicas, atravesó varios pasillos deslizantes, dos arcos magnéticos detectores de metales y un escáner de armas. Más tarde, como viera que los números electrónicos seguían sin superar las decenas y, por añadidura, sentía los gemelos como deben sentirse tras varias maratones sucesivas, fue a preguntarle a una rubia empotrada en una suerte de quiosco informativo, en medio del corredor principal, con el mismo ridículo uniforme estándar.
—Señorita, por favor, me estoy volviendo loca. ¿La puerta 333?
A la azafata le brotó una sonrisa equina y, con una dialéctica harto confusa, terminó de embrollar a Cornelia. Le dijo que continuase todo seguido hasta llegar al pabellón número dos, o lo que era igual, dijo haciendo una uve de victoria con los dedos, el pabellón adosado. Todo seguido, el siguiente. No tiene pérdida, dijo. Es el edificio de las centenas, trató de explicarse. Cornelia le dio las gracias.
En cuanto al itinerario que dejó exhausta a Cornelia, baste decir que andaba como si desanduviese continuamente el trayecto. Introdujo la tarjeta magnética en la ranura de, como poco, media docena de torniquetes cromados. Se descalzó en más de una ocasión aprovechando los recodos y, en fin, así las cosas, resulta inverosímil que, aunque tarde, llegase a su destino. Eran entonces las siete y veinte. Estaba citada a las seis.
Fue de una punta a la otra del pasillo sin decidirse a llamar al timbre. El pasillo, en forma de ángulo recto, era una de las muchas ramificaciones de un corredor principal. Hasta el recodo, tendría unos veinte o treinta metros de largo por tres o cuatro de ancho. Aproximadamente, cada dos metros había una puerta reluciente, quizás de níquel, incluso blindada. Con su número correspondiente por encima. Frente a las puertas, no había pared sino ventanales que daban a un parque cuadrangular con un césped tan mimado como el de una cancha de tenis. Desde allí —un tercer piso, calculó ella— el césped ofrecía el aspecto de una extensa moqueta verde decorada con árboles de hoja perenne, sendas de tierra que se entrecruzaban, bancos de piedra y un par de coquetos estanques —con nenúfares flotando pacíficamente— a una distancia uno del otro que Cornelia juzgó, estéticamente, muy corta.
A lo largo del corredor, paseaban muchas mujeres. Arriba y abajo. Había colillas por el suelo y, de vez en cuando, alguna mujer se quitaba las gafas, permanecía unos segundos frente a la puerta que fuese y entraba por ella con ademanes tan repentinamente frenéticos como si acabasen de convocarla por telepatía y con carácter urgente. Cornelia no hizo sino fumar un cigarro tras otro en las inmediaciones de la puerta hasta que, a las siete y treinta y nueve —siempre por su reloj digital— apagó el cigarro definitivo en un cenicero de pie, junto a la ventana. Para entonces era innegable que el número de mujeres deambulantes se iba reduciendo paulatinamente. Se quitó las gafas y las guardó en el bolso plegando las patillas. Ahora el parque, aquella inmensidad oscura, estaba iluminado por zonas. Estratégicamente, quizás. Y en la noche brillaban dos luceros como diamantes.
Avanzó con seguridad hacia la puerta. Se paró a unos centímetros de su propio e impreciso reflejo y, sin mirar a los lados, pulsó un botón negro que había a la derecha. No se oyó timbre alguno. La puerta seguía reflejando la misma irresolución y seguridad de Cornelia, quien no apartó las manos de la bandolera del bolso más que para oprimir, por última vez, el timbre porque, ahora sí, la puerta se deslizó morosamente y llevándose el reflejo con un zumbido casi imperceptible, para cerrarse, muy poco después, a su espalda.
—¿Doña Cornelia de Alba? —dijo un hombre que estaba sentado detrás de un amplio escritorio de líneas sinuosas, en un rincón del cuarto. Del otro lado de la mesa, y a la altura de sus vértices, había sendas butacas con reposabrazos tapizados de felpa muy gastada.
Las paredes eran frías. El mobiliario, inexistente. Y el hombre, al que iluminaba de forma indirecta la única luz de la estancia, un flexo en forma de brazo articulado, tenía el pelo gris en las sienes. Llevaba una corbata oscura y una camisa blanca con gemelos fulgurantes.
Cornelia, procurando disimular el estupor que siempre originaba en ella la presencia inaudita de lo viril, dijo que sí y apretó las mandíbulas. Fue un sí cortante, afectado, nervioso, violento. El sí de alguien que lleva toda la vida esperando que suceda lo extraordinario de forma espontánea, o, dicho de otra forma, el sí de alguien que se debate secretamente —todo demasiado íntimo y secreto como para ser confesado— entre lo real y lo ideal. En ese estado, frotarse los ojos o tragar saliva habría sido lo último que hiciese.
—La estábamos esperando. ¿Tendría la bondad de tomar asiento?
A lo que Cornelia repuso que prefería estar de pie, si no le importaba, y que disculpasen por su retraso. Que había hecho lo indecible por llegar a su hora, las seis de la tarde, en punto, dijo sin tomar aliento.
—No tiene importancia. Su documento de identidad, por favor —dijo el hombre. Y añadió en tanto se erguía con un cartapacio negro en la mano—. Señorita de Alba, nos consta válidamente transferido el primer plazo. Aquí tiene el contrato. Cuando lo firme, dará comienzo la terapia. Tómese el tiempo que necesite. Si desea sentarse, por favor, no hay ningún inconveniente —dijo mostrando con la palma, como si pidiera limosna, la desnuda pared de enfrente, junto a la que estaba ubicado un diván color canela que súbitamente iluminó un pequeño foco desde arriba.
Cornelia se llegó al escritorio y, sin mirar al tipo, intercambió su documento de identidad por el cartapacio. Una vaharada de perfume la envolvió justo antes de darse la vuelta, y la persiguió de camino al diván, en cuyo borde, y tras desprenderse del bolso, tomó asiento con las piernas tan juntas como le exigía la falda entubada. Abrió el cartapacio y extrajo dos copias del contrato —diez folios por ambas caras, más otros diez— cuyo texto leía con hastío insuperable. Cornelia, lejos de esforzarse en comprender las cláusulas, volaba hacia un mundo esplendoroso en donde le esperaba él, quienquiera que fuese.
Cuando levantó la vista, vio al tipo escribiendo a mano. Se arrugaba la frente con dos dedos como pinzas. Ella tosió muy bajito y, por un instante, se cruzaron las miradas.
—¿Ya? —dijo el hombre.
—Sí —dijo Cornelia.
El hombre se levantó apoyando ambos puños en la mesa.
—Firme, si es tan amable, en cada una de las hojas. Al margen. ¿Tiene bolígrafo?
—Claro —dijo Cornelia, que ya rebuscaba en el bolso.
Firmó todas y cada una de las hojas, antes de acercarle el contrato y decir:
—Ignoraba que el horario de las sesiones fuera tan flexible.
—Señorita de Alba —dijo el hombre, que firmaba cabizbajo y de pie—, es una forma de expresarlo. Mientras se prolongue la terapia, su pareja estará a su entera disposición las veinticuatro horas del día. En las instalaciones del Club, se entiende. Pero es más —dijo, y estampó la última firma haciendo una pausa que Cornelia juzgó como un desafío—, desde ahora, y salvo en horario laboral, usted misma debería estar a la entera disposición del Club.
—Concrete.
—¿Ha leído las especificaciones?
—¿Qué se imagina que he estado haciendo?
—Verá, lo que digo es que las circunstancias que rodean a cualquier terapia del Club resultan, por definición, imprevisibles. De su propia disponibilidad para aceptarlas depende en buena medida que se rehabilite cuanto antes, como es nuestro deseo. En cualquier caso, no debería preocuparse. Por nada. Nosotros cuidaremos de usted. Y, en definitiva, su actitud es lo que cuenta. Pronto, es indudable, comprenderá lo que me está prohibido explicarle mejor. A estas alturas, persuadirla de que nos avalan muchos años de experiencia sería superfluo, ¿no cree? —dijo entregándole una copia del contrato y su documento de identidad.
—Gracias —soltó Cornelia.
En seguida el hombre le preguntó, como si quisiera distender el ambiente, pero con un matiz en la voz que denotaba fatiga, si no estaba ávida por dar comienzo a la primera sesión y, sin darle tiempo a responder, describió en dos trazos la ruta que, pasillo adelante, llevaba a los ascensores y, de allí, a la planta de arriba y a la puerta indicada en donde podría vestirse adecuadamente y conforme a la moda del siglo XIX.
—¿No es un poco tarde? —dijo Cornelia que, para su disgusto, sentía cómo le temblaban las piernas.
—Le repito que su terapia es a tiempo completo —dijo el hombre, que volvió a sentarse mientras guardaba el contrato en un cajón del escritorio. Sus manos reposaban ahora sobre la mesa, con los dedos entrelazados, y un reloj pugnaba por sobresalir del puño emitiendo destellos hipnóticos.
—En todo caso, podría conocer al chico, supongo —dijo Cornelia.
—Como es natural. Pero tendrá que vestirse —dijo él mientras pulsaba un botón del interfono.
—¿Es indispensable?
—Completamente. Completamente. Me permito recordarle que así lo estipula el contrato. Usted se convencerá por sí misma de que son disposiciones muy prudentes. No obstante, y le ruego que me crea, puedo asegurarle que las citas sucesivas serán menos intrincadas que ésta —dijo el hombre, que, de inmediato, se puso a mirar el interfono y dio una orden irrevocable.
Cornelia siempre tuvo muy claro por qué había elegido el siglo XIX; es decir, por qué después de brindarle, como a toda posible clienta del Club, la oportunidad de escoger casi cualquier contexto histórico para ambientar sus citas —desde la Prehistoria hasta la Edad Contemporánea—, ella, sin pararse a meditarlo, había elegido un siglo turbulento y con propensión al patetismo. Un siglo que, por otro lado, había redescubierto el valor de la identidad y, con el valor de la identidad, el valor de la mujer y de la naturaleza y de las pasiones. Cornelia era lo bastante ilustrada como para admitir que, en bruto, el XIX tenía mucho de selvático y delirante, pero esto no era ninguna objeción al XIX en la medida en que la sensibilidad de Cornelia había hecho del delirio un objeto de estudio, y sin olvidar que, sobre todas las ignominias documentadas por la Historia, consideraba que era un siglo vital, un siglo que hervía en su propia sangre y en el que los machos y las hembras, aunque ya se querían y odiaban a muerte, no habían conquistado aún el grado óptimo de organización que caracterizaba a los tiempos modernos.
Había mucho de verdad en el hecho de que se sentía apegada al presente, a cualquier presente, lo que, en su opinión, la autorizaba aún más a extraerle al pasado sus mejores esencias. Amaba los refugios y los viajes y, en especial, las películas del siglo XX ambientadas en el siglo XIX que descubriesen refugios y atravesaran países. Por eso Cornelia se había entregado al cine con una de esas pasiones que ella juzgaba filosóficamente indeseables pero humanamente imprescindibles, y, de hecho, hasta ahora —bien podría decirse hasta hoy— el único secreto que pensaba llevarse a la tumba eran los riesgos que se había tomado para agenciarse en el mercado negro películas del XX en las que parejas de otro siglo morían y mataban por amores apátridas e inmortales.
Y, pese a todo, Cornelia había elegido esa época por una corazonada, y sólo ahora, feliz, por completo feliz cuando una muchacha esbelta, de pelo verde y muy corto, le preguntaba si no le ceñía demasiado el corpiño, y le ayudaba a abotonarse, frente al espejo, un vestido de popelina larguísimo color llama del Vesubio, todo muy de época, dijo la muchacha del pelo moderno, con polisón, ribetes de encaje y un vuelo en las mangas tal que las dos dudaron a la hora de atribuir el vuelo a un descuido de la modista, a un error de confección o a los gustos del XIX, sólo ahora comprendía Cornelia qué acertadas son a menudo las razones que brotan de un impulso irresistible.
Entonces la chica dijo: «Permiso». Y le pasó una mano por el pelo. En círculo y con delicadeza. Y luego otra vez y, por último, se lo revolvió con sorprendente energía y, extrayendo un peine de algún sitio, comenzó a atusarle el pelo.
Poco después, la chica dio un paso atrás y, ladeando la cabeza, se cruzó de brazos mientras un extremo del peine rozaba su barbilla, y dijo:
—Así queda más natural.
—¿Sí? —dijo Cornelia que entre el barullo reinante y el obstáculo de la chica frente al espejo apenas se enteraba de nada.
—Disculpe —dijo la chica, que se hizo a un lado—. Sin el fijador, queda más natural.
A su alrededor, en lo que podría describirse como la planta de moda femenina de una gran superficie, docenas y docenas de mujeres, con la ayuda de azafatas vestidas de calle, se engalanaban y vestían y desvestían. Vio algunas mujeres, pero muy pocas, que no se habían desprendido aún de sus gafas de sol. Una luz fluorescente arrancaba destellos irisados de rayones, moarés, otomanes, nácares, lentejuelas y circonitas. El resultado de todo ello era un resplandor hecho de murmullos y maniquíes, un paraíso provisional en donde toda la gama de deseos estaba a la entera disposición de las clientas. Y, en realidad, era inequívocamente un consuelo para sus nervios, pensaba, asistir a un espectáculo del cual ella era una protagonista anónima. Esa forma de felicidad, ese consuelo, se volvía casi tangible, adquiría la forma de un beso deseado largamente y a punto de consumarse.
—¿Hay más plantas como ésta? —preguntó Cornelia.
—Ya lo creo. ¿Seguro que no quiere probarse otro conjunto? —dijo la chica con los pendientes en la mano.
—Está bien así.
Los pendientes eran dorados pero sobrios. Y la cinta de terciopelo negro que la muchacha se proponía ceñirle por detrás, exhibía un camafeo con el busto de una dama de perfil que Cornelia supuso tallado en ónice.
—¿Es auténtico?
—Ojalá —dijo la chica.
Por último, la muchacha alargó a Cornelia unos guantes de cabritilla blancos y un sombrero de fieltro color crudo con un velo de gasa a tono con los guaníes.
—¿Y todas estas mujeres han elegido el XIX? —preguntó Cornelia enfundándose los guantes y volviéndose en redondo sin dejar de admirarse.
—No. Sólo una parte tiene el mismo gusto que usted.
Pasó un rato más antes de que Cornelia aventurase que debía de ser tardísimo. La chica, acelerando sus gestos, afirmó que, en efecto, estaban esperándola todos, pero que no se apurase y, como si algo hubiera hecho saltar un resorte en ella, de algún modo se hizo con un portátil minúsculo, y, tras disculparse mientras le extendía a Cornelia un vaporizador con perfume, se retiró un par de metros y le dio la espalda.
Y ahora estaba allí, en el anexo, como lo había llamado la chica, frente a una sólida puerta de madera y doble hoja y pomos de plata, una puerta como de otro siglo más duradero. Cornelia escuchaba sus propios latidos y voces de fondo y una música, nada menos, sinfónica —hasta puede que un vals— cuyos acordes amortiguaba la puerta. Junto a Cornelia, como una dama de honor, y después de haber recorrido innumerables corredores, estaba la chica de pelo verde, que era la amabilidad encarnada en una mujer postmoderna.
—A partir de aquí, debe continuar usted sola. La pura verdad es que la están esperando —dijo la chica, que no cesaba de repetirse como si no supiera muy bien qué decir.
Cornelia vio que la chica se adelantaba y arrimaba a la puerta y, antes de llamar, cómo torcía el cuello para echarle una mirada huidiza que, por todas las evidencias, Cornelia se negó a traducir.
—Muchas gracias por todo —dijo Cornelia suspirando.
—Todo irá bien —dijo la chica, que ya golpeaba la puerta con el puño cerrado—. Está usted preciosa. Camina como una verdadera dama.
Y, acto seguido, ante el estupor de su espectadora, la chica se retiró para hacerle una reverencia, y luego alejarse y, caminando a saltitos veloces, perderse en los confines del corredor desierto.
Le habría gustado llamarla para decirle que volviese, pero entonces ya era tarde, y la música y el murmullo de fondo se oían con más nitidez que al principio. Giró la cabeza. Un mayordomo con librea y una calva lustrosa como el mármol recién pulido había entreabierto una hoja de la puerta. El mayordomo le hizo una distinguida señal con una mano enguantada para que se adentrase allí, en un salón o lo que fuese, iluminado, si no se equivocaba, por grandes arañas de cristal de roca. Cosa que hizo.
Y tal vez, con un poco más de tiempo, unos pocos minutos más, ella hubiera sido capaz de ubicarse en aquel realismo inconcebible si un muchacho altísimo, que andaba un poco encorvado, pero de porte soberbio y soberbiamente compuesto con frac y chaleco en piqué blanco con botones de filigrana, a quien ella reconoció o quiso reconocer al primer golpe de vista, no se hubiera acercado a ella, sorteando a unos y a otros, y, haciendo ademán de besarle el dorso de la mano, no le hubiese dicho:
—Querida, nos tenías preocupados.