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e todas formas, el hombre no compensa —dijo Dolly meneando las trenzas a derecha e izquierda—. Y no veo razón alguna por la que podría compensar.

Iván cruzó las manos sobre el regazo y montó una pierna sobre otra. Aunque ya estaba acostumbrado a no hablar, algunas veces, para no perder el hilo, recurría a los post-it y escribía notitas al interlocutor de turno.

—Fíjate. En el caso, te sonreirás, como siempre, pero mira —dijo Dolly pasándose la palma de la mano por el pelo—, en el caso de que el hombre no hubiera sido ni fuera el ser abominable que es, ¿me sigues? En ese caso, hagamos un esfuerzo de imaginación, ¿de acuerdo?, aun así, no puedo imaginármelo. Sería como cargar con un bebé de pañales para el resto de tu vida, qué horroroso. La simple idea es una pura obscenidad, como diría mi hija.

Sólo una vez, una tarde, la víspera de Fin de Año, estuvo a punto de escapársele a Iván una palabra. Fue el día en que conoció a Dolly. Abrió la boca y, bien, no pasó de ahí. Se quedó con la boca abierta como si de repente se le hubiera encogido la inteligencia y, poco después de que Espíritu detectase el gesto, y haciendo una libre interpretación del mismo, dijera: «¡Milagro! ¡Milagro! ¡Ivana se va a echar a hablar!», ante los ojos estupefactos de Cornelia y de Dolly, que sólo tenía oídos para sí misma y sus problemas sentimentales con Felicity Camberra, Iván únicamente soltó un suspiro sibilante; pero de eso hacía varias semanas, y, desde entonces, no sólo había logrado dominarse hasta el punto de escuchar durante tardes enteras sin respirar por la boca, sino que, pese a ello, su figura había ido creciendo y creciendo entre las amigas de Cornelia de modo muy desconcertante para él. Y, aunque no siempre, de tanto en tanto algunas miradas, en particular las de Felicity, cuando Dolly no rondaba por ahí cerca, eran abiertamente audaces y no escondían un solo matiz de la muy compleja vida emocional de ciertas mujeres.

—De todas formas, hay algo en los bebés fascinante, ¿no crees? Algo nos arrastra desde lo más soterrado (¿está bien dicho soterrado?) de nuestro yo femenino —declamó Dolly—. Y eso aunque, en el fondo, las hijas sean las peores rivales de sus madres. Como si no lo supiéramos. Como si eso no lo tuviera ya muy claro; nada de hijas, más que hijas yo siempre he querido amigas. Pero, volviendo a lo de antes —dijo Dolly escogiendo un cigarrillo de la pitillera—, el bebé, el hombre. ¿Quieres? Lo sé, perdona, hija, siempre olvido que fumas sólo en casos excepcionales. Pícara mujer, quisiera saber qué entiendes tú por casos excepcionales. ¿Sabes que tu perfil todavía me resulta familiar? ¿Te lo he dicho ya? Me repito, pero cómo me habría gustado conocer a tu madre. En fin, de verdad que no compensan, ni uno ni otro. Esa es mi opinión. Ahora bien, cómo decirlo, son fascinantes los dos en su desamparo, son grimosos, ¿no crees?

Que él las confortaba era un hecho incuestionable; pero qué las confortaba de él exactamente era una incógnita que Iván no había despejado. ¿Era su presencia? ¿Era el hecho de estar, contra la inoperante voluntad de Cornelia, a disposición de sus amigas? ¿O era más bien su ausencia, entendiendo por ausencia su mudez crónica? ¿O era su sexualidad omnipresente, fuere cual fuere la sexualidad que las atraía, o qué es lo que era? ¿Y a Dolly? Le hubiera gustado comentar estos detalles con Cornelia al igual que comentaban otros mil pequeños detalles; sólo que para Cornelia esto no tenía visos de ser un pequeño detalle, y si en alguna rara ocasión él lo había intentado, Cornelia le había hecho comprender en seguida la importancia de no estar ocioso y de buscarse un empleo, aunque luego se arrepintiera de semejante vileza repitiendo, cuando él ya le daba la espalda, que lo sentía y que no había querido ofenderlo.

—Te diré una cosa —dijo Dolly con una nota en la voz amortiguada y retrepándose en el sofá—. Lo que mi hija es incapaz de comprender es que una madre no es de piedra. La sordera de las hijas hacia las madres roza la crueldad. Mira, en su caso, no te diré que comprendí lo del Club como si fuera cosa mía, pero casi. ¡Oh, sí! Otra cosa fue que procurase ahorrarle sufrimientos. Advertirla de los peligros era un proceder lógico tratándose de una madre, ¿o no?, pero, ¿comprenderla?, a ver si me entiendes, querida, comprenderla la comprendía de la a a la zeta. El hombre, la sabandija del hombre, ese gusano, en lo que tiene de abyecto y de repugnante, maldita sea, da asco, no cabe duda, pero el asco, el verdadero asco es casi una poderosa forma de atracción, ¿verdad? No hay asco más repulsivo. No quiero pensar mucho en ello, pero así es. Te lo digo: personalmente, lo comprendo. Y no es que lo haya discutido con muchas mujeres. Es un tema problemático, como sabes, para discutirlo a la ligera —dijo aspirando otra bocanada de humo.

Él comprendía a Cornelia, sólo faltaba. No era ciego al peligro, ni a los celos de Cornelia. ¿Y si lo desenmascaraban? El peligro existía cada vez que se le acercaba una hembra, y no por mucho rondar el peligro, éste iba a dejar de existir. Pero qué podía hacer él, se preguntaba. Desde que Nelson, por razones económicas de dura supervivencia, entre otras, se había mudado a un apartamento tenebroso, él lo veía mucho menos que antes. Y las visitas femeninas, al principio, le distraían. No se podía dudar, desde luego, que los riesgos eran numerosos, algunos inadmisibles, como el día en que entrevió una liga roja ajustada al muslo magro de Felicity Camberra, y, echándose a temblar, sintió una erección, es decir, no el proceso de ponerse erecta su musculatura animal, lo que sintió fue una erección consumada, la cosa hecha, por así decir, y creyó ver o presentir o quizás imaginó que tenía clavados ahí mismo tres pares de ojos.

En cuanto a Dolly..., pensaba, se preguntaba siempre, ¿qué había sido de sus deseos de venganza? Nunca, jamás, ni en sus más confusas tardes junto a Dolly, quien, más a menudo que antes visitaba a su hija y departía con Ivana —el nuevo y exótico amor de Cornelia— con las lógicas limitaciones que imponía el hecho de que fuese muda, había perdido de vista su objetivo de vengarse. Nunca, jamás lo había dejado de lado. Lo que no estaba en contradicción con la exigencia de que fuese paciente. Tenía que ser paciente. Necesitaba ser paciente. Pensaba que no hacía ningún mal a nadie y menos a la memoria de su padre Asdrúbal pretendiendo comprender. Y abrigaba la convicción de que eso reforzaría sus deseos de matarlas.

—Sin embargo, ella a mí, ¿se pone en mi lugar? ¿Procura ponerse en mi lugar? No se pone, qué se va a poner —dijo Dolly, que encendió un cigarro con la colilla humeante y escanció de nuevo en su copa—. Esta charla, con ella, sería inconcebible. Tiene corazón de hombre. No comprende la amistad, esa flor delicada, entre una madre y una hija. Mujer de sentimientos cambiados. Cruel y cruel. Figúrate, ¿hablar de mi relación con ella? Una relación, por cierto, que es una mierda, tampoco una mierda, a ver si me entiendes —dijo dándole un larguísimo trago a su copa—. ¿Crees que no me gustaría hablarlo con ella? Vade retro. No se deja. Me rehúye como si fuera un demonio encarnado. Qué desatino. Qué mayor me siento.

Y si pensaba en Nelson —como en este preciso instante pensaba— era para concluir que la cosa se ponía impredecible. Resultaba que Nelson Bekembauer júnior era un juramentado más, un socio del Club, confidencia ante la que no sabía si maravillarse tanto como ante el trauma reconocido por el propio Nelson de no haber copulado con ninguna clienta del Club. Y qué decir del procedimiento de sabueso que había utilizado su amigo para dar con él, o para dar un giro a su vida, o para huir a su vez del cuerpo de vigilancia del Club —como oficialmente aseguraba Nelson que se conocía al vasto círculo de sicarios que velaba por que se respetase el juramento de secreto y obediencia—, o para mezclarse con sus morbosamente adoradas hembras del otro lado de la frontera. Según el propio Nelson, desde el día en que penetró en su piso y descubrió aquel desgobierno, adivinó que Iván era socio del Club. Después de años —sí, años— de filiación al Club, de experiencia como socio, de rumores y confidencias llevados y traídos, a Nelson el rastro de los matones del cuerpo de vigilancia forzando una cerradura sin inutilizarla, el rastro que dejarían ladrones exquisitos que no entran para robar, todos esos rastros le resultaban turbios y familiares, y, aunque por prudencia estaba resuelto a esperar días sin mover un dedo, la desaparición de su amigo se le fue presentando bajo una luz cada vez más concentrada. Lo demás fue relativamente fácil, y, al cabo de unas pocas horas de búsqueda escudriñando las habitaciones, dio con la pista en el bolsillo de un frac que colgaba de la última percha del armario ropero: un microordenador que contenía una cursi —en palabras de Nelson— conversación suya con Cornelia y también la dirección de Cornelia. Nelson esperó otros pocos días y, al confirmar que él no regresaba, se planteó de forma irrevocable el siguiente dilema: o los gorilas del Club lo habían hecho desaparecer, o había conseguido huir. A Nelson nada en el mundo podía atraerle tanto como verificar la segunda hipótesis. De modo que cruzó la aduana.

—Y eso que yo misma podría haberle dado algunos buenos consejos sobre el hombre. Figúrate si no. La experiencia es lo que tiene. Y no es para sentirse orgullosa, quién lo estaría, pero en mi juventud, a ver si me entiendes, tú lo sabes, porque creo que ya te lo he dicho, si no me equivoco. ¿Ivana? —dijo Dolly, que aplastó la colilla en el cenicero ante el gesto de cabeza de su oyente—. Pues eso, que yo podría haberle aconsejado, maldita sea, pero nada. ¿Sabes qué le hubiera dicho? Que ni política ni moralmente compensa el hombre, ese gusano. Y que nunca compensó. Y que siempre nos hizo la puñeta. Hasta que lo aniquilamos. Así reza la Historia, le hubiera dicho.

Claro que, no mucho después, Nelson había tenido que irse del rascacielos a consecuencia del precio abusivo, pero también por causa de Cornelia, que tenía incluso pesadillas con él. En dos palabras: para Cornelia los ojos de Nelson volaban sin recato detrás de las mujeres, y le parecía un crápula y un cerdo. Iván percibía que la vida sexual empezaba a resultarle a Cornelia más misteriosa que nunca. Es más, a este respecto, había una pesadilla peliaguda que, para Cornelia, era el non plus ultra de las pesadillas y que aceleró la marcha de Nelson del inmueble. Iván había pensado que era una obscenidad que Cornelia soñara con eso, pero en vista de que ella lo despertaba a veces en plena noche, no había más que hacer frente a esa pesadilla cuyo recuerdo le asaltaba ahora con la misma nitidez que si hubiera estado en aquella fortaleza medieval con la que soñaba Cornelia, en el salón de los invitados, con decenas y decenas de hombres barbudos, todos con el mismo rostro de Nelson Bekembauer, pero con barba, sentados alrededor de una mesa colosalmente circular, cuando de repente, Cornelia, enjaezada con una especie de mandil floreado y las áureas trenzas de mamá Dolly, se acercaba a la mesa con un lechón humeante servido en una fuente que transportaba sobre la cabeza haciendo equilibrios, y, automáticamente, los barbudos se erguían como al dictado y, sin más, desenvainaban sus viscosas vergas, flexibles como fustas, inquietas como rabos, gruesas como cuellos, nervudas, venosas como bíceps de atletas, y, todos a una, batían con ellas sentida y frenéticamente, a ritmo de combate, contra la mesa de madera medieval. Ahí Cornelia, en el sueño, perdía el conocimiento, y, en la vida real, se despertaba con el terror bañándole el bozo y las sienes, y lo despertaba a él. Y ahora él le sonreía a Dolly como si llegase de un lugar muy lejano y melancólico.

—Haces bien en sonreírte. Seguramente llevas razón y yo soy la equivocada, pero, polla, lo que se dice polla, querida, aquí no nos hace falta, ¿a que no? —dijo Dolly encendiendo otro pitillo—. Si lo que necesitaba era polla, joder, el Club era el último recurso, yo creo. En estos tiempos, una mujer con apetencias poco comunes tiene mil posibilidades de hacer frente a la polla, ¿a que sí? Desde la última gama de vibradores, hasta muñecos inflables con válvula secretora de humores, y bueno, ahora soy yo quien se sonríe. Dirás que es de mal gusto —y aquí su oyente se apresuró a desmentir la presunción con la cabeza—, pero, como tú y ella y todas sabemos, también hay placeres virtuales que no comprometen a nada ni a nadie. Pues no —dijo, e inhaló una profunda calada— ella tenía que hacerlo a su manera inmoral —continuó exhalando graves sílabas de humo—. Como siempre, a su manera. ¡Qué papelón!

Y tampoco podía decirse que estuviera siendo fácil para un hombre como él la convivencia con una dama como ella. Desde el día en que le confió, sí le confió —de forma muy consciente, de acuerdo, muy voluntaria, pero se lo confió— que había sido hijo, «el fruto», subrayó, de una pareja enamorada, y que el único recuerdo, una sortija, que guardaba de su madre a quien era incapaz de recordar, se lo había regalado su padre muchos años después de que ella los abandonase, Iván advirtió cómo ella, Cornelia, después de turbarse primero, y maravillarse durante los días que siguieron a esas horas de conmoción, empezó a amarlo más tiernamente que antes, como se ama a un hijo tonto. ¿Pero es que Cornelia se imaginaba que a él no le dejaban aún más perplejo y conmocionado otras cosas, por ejemplo, esos períodos mensuales durante los que ella devoraba a moco tendido algún folletín dostoievskiano? Aunque, para ser justos del todo, eso pasaba durante la primera tarde de regla; en las dos o tres tardes siguientes, Cornelia no tenía cuerpo más que para cambiar de tabique los muebles de todas las habitaciones del piso. Y luego el sexo, que era una nave de gran tonelaje pero con una respetable vía de agua. Le parecía que, últimamente, cada uno de ellos hacía turnos para achicar el agua. Una noche, él hizo acopio de fortaleza y se atrevió a decirle que, aparte de la axila, su tercera y última zona erógena era el ojete. Qué horror, había dicho Cornelia; le había salido del alma. Y aún hubo otra ocasión más desconcertante cuando él le mintió, sin saber en realidad por qué, diciéndole que las estadísticas oficiales eran todo mentira y que los hombres, en su mayor parte, no eran tan homosexuales como ella pensaba, sino que eran masturbadores confesos. Pormenor que seguramente no habría improvisado si ella no le hubiera sorprendido, precisamente esa noche, inserto en el bidé y encogido, esprintando en plena carrera de autosatisfacción. —Qué diferente la cosa si Cornelia hubiera nacido en otra época más permisiva. Generaciones atrás. Si tú quieres, en uno de esos momentos históricos bisagra, no sé, cuando esa idea inoculada por el macho de que las mujeres eran los peores enemigos de las mujeres pasó rápidamente a la Historia, o cuando el imperio de los hombres se tambaleó con sonido de trompetería, o, bueno, me da igual, cuando nos hicimos fuertes y pudimos separarnos de ellos, y los sectores femeninos empezaron a estrangular definitivamente la economía de los sectores masculinos. Los hombres habían pasado de ser los amos a ser presuntos genocidas que, al más leve indicio de discriminación, pagaban por crímenes de los que eran culpables o ellos o sus padres o los padres de sus padres. Quizás también pagaron justos por pecadores. Ni lo sé ni me importa. Es la eterna canción de las generaciones intermedias, Ivana. Lo que sé es que por fin los crímenes de sangre y no de sangre contra nosotras habían dejado de llamarse «de género», ¿sabes? Sé que nuestro sexo hacía demostraciones de poder. Lo sabemos todas, pero después de siglos bajo el yugo del gusano genocida, ¿quién nos lo iba a reprochar? —dijo mamá Dolly, que gesticulaba igual que si estuviera ensayando algún truco de materialización de pitillos—. Gozar de un hombre en esa época no era una inmoralidad. Era una manera de vejarlo, de esclavizarlo, de hacerle sentir el regusto de la humillación, de la derrota. La época de la venganza. Comerle la polla era una satisfacción más de orden moral que sexual. La Historia se refiere a los «años oscuros», pero miente. Debieron de ser «años dorados», «años de esperanza», «años de libertad», «años de revancha». ¿Y sabes por qué miente la puta Historia? Miente por consideración hacia el macho, que después de todo es nuestro vecino y un potencial cliente de nuestros productos. Nos consta que hubo más conversos transexuales que nunca, pero, lógicamente, es feo expresarlo en los textos de Historia escritos para escolares de sexo masculino. Claro que la Historia es siempre irónica, ¿o no? Fíjate si los hombres de antes pudieran echar un vistazo a nuestra red de cloacas, ¿creerían lo que viesen?, ¿serían capaces de asimilar un submundo, minoritario pero real, de hombres emigrados —parte de ellos transexuales— que malviven de la pornografía, de la prostitución, del subempleo en condiciones que avergonzarían a cualquier mujer? ¿Aceptarían que esa porción de economía sumergida nunca verá la luz? Entonces, ¿sabes qué?; me gusta pensar que el dolor y la memoria son lo mismo, y que precisan de justicia. Llámale, si quieres, a esa justicia, resentimiento, querida mía, será siempre justicia, y nosotras teníamos razón. Y mi verdad es ésta: si nunca hubiéramos hecho justicia, la memoria, el dolor se habrían hinchado a nuestras expensas, habrían acabado con nosotras, habríamos reventado de rencor y de memoria. Teníamos que depurar todo ese dolor, canalizar entero todo ese rencor, ¿me entiendes? —dijo Dolly.

Durante todo el tiempo habría querido taparse los oídos, arrancarse la cabeza, matarla, matarse, todo con tal de no oírla. Cuando la conoció, aquel día, semanas antes, le costó disimular los temblores delante de ella, dijo que tenía frío, apretó las mandíbulas, no despegó ni un solo post-it, y, en los días sucesivos, durmió con la sortija en la mano a riesgo de que Cornelia descubriera su talismán, y se despertaba con la mano hecha un puño. En la medida de lo posible, la rehuía, pero cuando le resultaba imposible, como ahora, empleaba recursos de probado éxito: dejaba volar su cabeza libremente, o dejaba que siguiera una idea hasta el final, o que pensara en círculos concéntricos, o utilizaba recursos combinados, lo que fuese para no dejarse aniquilar por la mujer que lo había abandonado siendo un crío, o bien pensaba en Cornelia. ¿Cornelia? Por ejemplo, como enamorada era tiránicamente expresiva. Por muchos referentes del séptimo arte que tuviera Cornelia, él, por elegancia, se guardaba su opinión sobre las amantes de siglos más lánguidos. Cornelia, podría decirse, dos puntos, expresiva, dueña de una expresividad no sólo oral sino gestual, táctil, etcétera, etcétera. Esa expresividad comprendía los cinco sentidos. ¿Ella? No se guardaba nada, no se reservaba nada, como si le sobrasen las fuerzas, como si para el viaje que había resuelto emprender con él tuviera sólo billete de ida. Eso le admiraba de ella, pero, por otra parte, le consternaba que se callase tan poco, que insistiera tanto, que siempre procurase arrinconarlo, reprenderle. Cornelia parecía siempre cabreada. Incluso la muy ponderada pasión, el fuego inmortal de los amores románticos, a él le recordaba una forma sublimada de violencia. Y, por inevitable asociación nemotécnica, algo le traía a la memoria que, como resultado de ciertos procesos orgánicos, él ventosaba con mucha liberalidad. Puede que no siempre en los momentos más oportunos, puede ser, estaba dispuesto a admitir que echarse pedos era en él una constante dolencia o bien el síntoma de una dolencia en vez de un vicio, pero, ¿por qué tenía Cornelia que decirle puntualmente, después de cada uno esas satisfactorias ventosidades, que padecía de meteorismo? ¿Por qué? Esto era un exceso de expresividad. Así lo veía él. Y lo mismo, por remontarse un poco en el tiempo, si pensaba en la decepción que Cornelia decía sufrir con algunas de sus actitudes. Según Cornelia, su galantería estaba cayendo en el descrédito, pero qué desfachatez la de Cornelia. Nadie que no vaya diariamente travestido es capaz de concebir lo enrevesada que puede llegar a ser la galantería. Y, cuando no iba travestido —como la noche en que a la hora de quitarse los pantalones antes que los calcetines negros, ella, empleando una imagen insólita, se atrevió a decir que su romanticismo era un huevo pasado por agua—, cuando no iba travestido, en sustancia era como si lo fuese. Ahora bien, ella se empecinaba en decir que estaba hasta el moño de las confidencias sentimentales de Dolly, y, sin embargo, él las soportaba de ella. Y luego esa manera de pontificar de Cornelia diciendo que, como mujer, su falta de orgullo era una ventaja a la hora de amar, idea que él intuía muy discutible de principio a fin, o el empeño de Cornelia en sentirse necesitada expresándolo una y mil veces de mil y una formas, como la vez en que, delante de todas las amigas y olvidándose de quiénes eran ambos en realidad, se fue hacia él y le sacó una legaña cuidadosamente y se hizo un silencio de catacumba.

—Hija, ¿te conté ya lo de los regalos anónimos de Cornelia? ¿No? Pues bueno, cuando era niña, Cornelia tomó el partido de hacer el bien anónimamente. ¿Puedes figurártelo? Me robaba dinero de bolso, pequeñas cantidades que, luego me enteré, enviaba por correo, o regalaba personalmente, y que nunca reponía. Repartía el dinero. Una moneda por sobre, y a direcciones distintas, me acuerdo perfectamente, o se la daba a cualquiera. Las direcciones eran inventadas. Los nombres eran inventados. Naturalmente, las cartas llegaban siempre devueltas. Lo curioso es que los destinatarios eran, indiferentemente, mujeres y hombres. Cuando la pillé llevaba semanas operando a lo Robin Hood. Le pregunté por qué me robaba. ¿Sabes lo que me dijo? Que había que reconocer los fardos, y luego desprenderse de ellos, y luego caminar ligero hacia donde se pone el sol. La maldita niña se había aprendido un poema de memoria. El poema se titulaba Money. Un corazón noble, y extraño, mi hija. Por eso me alegra que esté contigo. El amor es lo más importante en la vida de los seres nobles y extraños. Sólo hay tres tipos de mujeres (y eso incluye también a los hombres, supongo): las que buscan ser amables, las que buscan ser admirables, y las que buscan ser respetables. Mi hija, sin duda, pertenece al primer grupo. Y corren malos tiempos para el amor, créeme. El mundo está cabeza abajo, peligro. Los hombres lo hacen peligroso —dijo Dolly mientras se expandía en el sofá a todo lo ancho—. ¿Has leído los titulares de la prensa? —Iván negó con la cabeza—. Acabo de echarles un vistazo en el ordenador de casa, mientras desayunaba, antes de venir. En portada y a toda página vienen las fotos de un hombre huido del otro lado. La prensa dice que es peligroso y va armado —dijo Dolly al tiempo que sonaba el videófono mientras Iván tragaba saliva—. El mismo caso se repite todas las semanas. Y cada vez con más frecuencia.