X
-¿M
e explico?
—Sí —dijo Iván.
—¿Está usted seguro?
—Seguro.
El otro continuaba mirando al horizonte como dejando entrever que el careo tenía solamente una salida. Cruzó las manos por la espalda.
—Entonces —dijo Vinilo Oliveira, que giró sobre sus talones—, ¿acepta la hipótesis de que sus actitudes, para entendernos, no son todo lo correctas que podría esperarse de un socio del Club?
Iván estaba de pie en medio de la oficina. Vestía de paisano, como se estilaba decir cuando alguien se refería a la ropa de calle. Era la primera ocasión en que el Club le citaba de forma expresa, casi autoritaria. Y, si el día antes, un mensaje en el correo le había permitido intuir algo raro, ahora la intuición se veía confirmada.
—Hay cosas que no comprendo muy bien —dijo Iván.
—Explíquese.
—¿Por qué debo ceñirme a los guiones?
—¿Y por qué no habría de hacerlo?
—Soy socio del Club.
—¿Alguna otra razón?
—Sería útil y positivo tener más libertad de maniobra.
—¿Quién lo juzga útil y positivo?
—Un socio del Club.
—Se equivoca. Un socio no debe hacer eso jamás. Un novato sí. Como usted —dijo Vinilo Oliveira, que le dio la espalda de nuevo—. Escuche, si no recuerdo mal, en su día se le facilitó un memorándum de la enferma que incluía perfiles emocionales e informes psicológicos. Excluyendo datos biográficos, un historial clínico completo. ¿Cierto?
—Cierto.
—Y con regularidad, después de estudiar los informes que usted mismo nos procura, se le facilitan —como a todo socio que esté trabajando— guiones genéricos de la terapia que debe seguir y previsiones elaboradas por los comités de asesoría. ¿Cierto?
—Cierto.
—De todo lo cual usted hace caso omiso.
—No es verdad.
—Déjeme seguir. Es un hecho que usted tiene cierta libertad de maniobra, pero también que no es el dios del amor, comprensiblemente. ¿Tan rápido olvida su adiestramiento? Improvisando como un amateur, rebasa los límites normales o, si usted quiere, deseables de la improvisación, pone en peligro la terapia, desestabiliza a la clienta, la desconcierta, anula sus expectativas, etcétera, etcétera. Desde otro ángulo, usted ni cumple con su juramento ni respeta las reglas.
—¿Cómo dice? —murmuró él mientras frotaba un pulgar en la húmeda palma opuesta.
—Su conducta es titubeante y arbitraria.
—¿Arbitraria?
—Y en ocasiones contradice las iniciativas de sus padres, en la ficción. Lo que les deja a ellos en posiciones, digamos, forzadas y embarazosas. Mucho más si tenemos en cuenta que su madre en la ficción, como todas las mujeres con las que usted entra en contacto dentro de los límites de este recinto, es una clienta más que sigue su propia terapia, y tiene derechos.
—Derechos —dijo Iván para sí.
—Y usted sabotea, mejor, entorpece el procedimiento, mi amigo. Inconscientemente —quiero creer—, actúa como alguien que deseara borrar de un plumazo la verosimilitud de una historia de amor, en pleno siglo —y haciendo un paréntesis de silencio se volvió hacia Iván contrayendo las cejas—, ¿diecinueve?
—Diecinueve.
—¿Va comprendiendo que su poca profesionalidad en nada beneficia a la clienta, y todavía menos a la empresa?
—¡Pero si está colada por mí! —dijo abriendo los brazos como resignándose a ser un blanco perfecto.
—Aunque lo jurase ella misma, sabe, lo dudaría. Más bien me inclino a pensar que la tiene usted angustiada, desconcertada.
—¿Puedo sentarme?
—Y usted cree saber lo que necesita ella, ¿a que sí?
—Lo creo.
—Siéntese.
Se dirigió a la segunda silla disponible del árido estudio, la movió orientándola en la dirección opuesta a un sol plateado y ascendente, y se sentó a horcajadas, con los brazos cruzados sobre el respaldo y la barbilla apoyada en ellos. Al mismo tiempo, el otro inició, cojeando levemente, una larga serie de pasos que iban y volvían de la puerta a la ventana a ritmo de segundero.
—Voy a demostrarle que no me equivoco —diciendo lo cual, se interpuso entre el sol y él, e inclinándose hacia él, arqueó una ceja y preguntó si había hecho ya el amor con su clienta—. ¿Ha hecho ya el amor con su clienta?
—¿Disculpe?
—Disculpado. Si ha hecho ya el amor con su clienta.
—No entiendo.
—Es bien sencillo. Si no es molestia, responda a la pregunta.
Le picaba la cabeza. Se irguió en la silla. Se frotó las manos contra los muslos.
—No lo hemos hecho. Todavía, No se han dado las circunstancias.
—Las circunstancias. Comprendo —dijo, y volvió a exhibir su cojera y, poco después, volvió a detenerse, encarándolo como si evocase un pequeño detalle valioso—. ¿Y así pretende usted hacer carrera?
—¿Debo probar que no he roto mi juramento?
—Debo recordarle que una breve estancia en uno de los hoteles del Club es una forma tan buena como cualquier otra de probarlo.
Tan pronto salió por la puerta, esa pregunta y las sospechas del Club, el modo de rehabilitarse y de probar su fidelidad, el sol y la luz del mediodía, y la gente, un corro de farsantes, chicos y chicas, sentados junto a un banco de piedra, a la sombra, todo eso llegaba a él como fragmentado, como fraccionado, como privado de significación. Era como si recibiese el testimonio engañoso de los sentidos. Y todo giraba. Pensó en su padre, de hecho, a menudo extraía consuelo de su memoria, y también fuerza para perseverar en la venganza, en el rencor, mientras no dejaba de repetirse las normas que debía observar un socio para ser digno del Club. Primero: respetar el juramento de secreto y obediencia. Segundo: en caso contrario, atenerse a las consecuencias. ¿Se había explicado con claridad?, había dicho Vinilo.
Fuese o no mera coincidencia, al cabo de unas pocas zancadas por el sendero, y después de quitarse la chaqueta pasándola por su hombro con el índice a manera de garfio, y de aflojarse el tormento de la corbata color yema de huevo, adivinó, por el abdomen y la forma de andar con las puntas de los pies hacia afuera, la figura de Marco Julio, el que se mesaba la barba, y del que, por no saber, ignoraba hasta su nombre de pila, acercándose tieso y con las manos en los bolsillos de un chaqué reconocible a fuerza de vérselo puesto en todas las recepciones habidas hasta la fecha. Pensó en esquivarlo, pero descartó la idea al ver que el otro le hacía una seña con el brazo en alto.
—Hijo mío, salud y a mis brazos —exclamó con aparente sincera efusión mientras lo apretaba contra su abdomen—. Acabo de dejar en casa a tu madre. Jugando a los naipes con las amigas.
—Me alegro de verte —dijo él sacudiendo la chaqueta recién arrugada.
Y no es que se alegrase. Además, no sabía qué decirle a ese hombre, o no quería, y, aunque hubiese querido, qué términos hubiera debido emplear con un tipo que por azares profesionales era su padre y que, en calidad de tal, respondía al nombre de Marco Julio. Iván estuvo preguntándose todo el tiempo si era imprescindible trasladarse de siglo sin estar debidamente ataviado y proseguir con el melodrama aunque estuviera ausente Cornelia. Y, por añadidura, la memoria de Marco Julio era sumamente caprichosa.
—Me temo que me he negado a acompañar a tu mujer y a tus hijos al parque —dijo Marco Julio, y se quedó tan ancho mientras extraía del bolsillo del chaleco un reloj que se demoró en abrir y que miraba como si fuera un regalo de bodas.
—No tengo hijos.
—Hijo mío, eres un auténtico farsante.
Fue la confirmación de que Marco Julio era un pluriempleado con una memoria que más que arraigar se deslizaba.
—Está confundiéndose, amigo. Debería memorizar mejor sus papeles —dijo antes de despedirse y dejarlo con el reloj abierto en la mano.
Este incidente motivó que en lo sucesivo las relaciones entre padres e hijos se volvieran caóticas. Por ética profesional, o quizás fuese por no desestabilizarla emocionalmente, como había dicho Vinilo, Iván ocultó a Cornelia —a quien, en su fuero interno, cada vez veía menos como una prometida o como una clienta, y más como una incestuosa aliada frente a un mundo hostil y oscuro— tanto la charla con su antiguo instructor como el encuentro, fuera del horario de trabajo, con Marco Julio. Besaba a Cornelia sin remordimientos, pero también con rabia y a profundidades más abismales que nunca, y con igual o aproximada frecuencia se saltaba cada uno de los guiones que el Club puntualmente le remitía por correspondencia informática. Y es curioso, Iván vivió entonces algunos de sus mejores días a su lado. No era sólo que extrajese consuelo de enamorar a una mujer que merecía todos los suplicios del infierno, se sorprendía de lo fácil que le resultaba y de lo mucho que rendían sus esfuerzos. Claro que se daban unas circunstancias favorables para que su vínculo sentimental o profesional floreciese: Cornelia era ignorante de casi todo, pagaba por todo, él se desvivía con un realismo al que sólo faltaba la puntilla del deseo consumado y, por último, la terapia daba sus últimos y contractuales coletazos. Él sentía que ella, su hermanastra, estaba por completo a su merced; le encantaba experimentarlo, y confirmar que ese era el modo de sentirse redimido.
Ya no era sólo por Cornelia, sino por Dolly, que estaba en la obligación de hacerle daño a la hija. Cuantas veces había procurado descubrir rasgos físicos de familia entre Cornelia y él mediante una observación meticulosa que Cornelia confundía siempre con una entrega absoluta a su papel, había fracasado en su empeño, y, no obstante, Dolly de Alba o María de la Consolación de Alba, el amor de Asdrúbal, y por azares del destino, su madre, era la única Dolly de Alba que figuraba en las guías metropolitanas. Por entonces, si algo tenía claro Iván, era que la culminación de una venganza exige demoradas explicaciones, y que necesitaba mirar a Dolly a los ojos, y escupirle toda la verdad, y desahogarse, antes de matarla a ella y a Cornelia.
Lejos de allí, mamá Dolly, el tiburón de la Bolsa, pensaba en Cornelia, como hacía a menudo en los últimos tiempos. Esa recurrencia, esa idea fija fue la que dio lugar a que, de una vez por todas, apelara a sus viejas relaciones en los círculos del poder metropolitano.
Llevaba madurando la idea desde algún tiempo atrás, pero su romance con Felicity exigía de su parte una inversión excesiva de angustia como para angustiarse por nadie. Con todo, después de aquella reunión de vértigo en su casa durante la cual Cornelia no paró de dar vueltas en el sofá circu-ninfu-relaxy mientras gimoteaba acusándola de algo, como si conociera —imposible que conociese nada— algo que la propia Dolly había querido olvidar, los chismes sobre la pobre Cornelia llegaron a oídos de Dolly, y, por un instante, un solo instante, Dolly calculó de qué forma podrían repercutir tales chismes en su reputación de broker.
Era ostensible que si Cornelia no lo hubiese desvelado delante de Felicity Camberra, no hubiese llegado a oídos de nadie cuáles eran sus inquietudes sentimentales, o que, el Club, con sus extensos espacios verdes y sus instalaciones de toda clase, se les quedaba pequeño a ella y a su amante, pero, esa ligereza hizo que la información se fuera propagando velozmente. La verdad no tendría por qué haber coincidido con lo que pregonaban las malas lenguas, pero se daba la casualidad de que coincidía y se completaba con las continuas dolencias y partes de baja de los que se valía Cornelia para faltar al trabajo.
Dolly también se enteró, después de algunas indagaciones entre las amistades de su hija —amistades entre las que no se contaba Laura, que bien pronto se desmarcó de confidencias, pero sí estaba Isadora y también las hermanas mellizas—, que por aquí y por allá se apodaba a Cornelia como la Mesalina, y aun puede decirse que Felicity Camberra, cabeza visible de los más enjundiosos cotilleos, salió de casa una mañana, después del desayuno, y volvió precipitadamente, conectó el ordenador y localizó la página exacta en un diario local de gran tirada para mostrar a Dolly, con una uña corva y reluciente, una carta a la directora en donde se hacía mera alusión a «esas viciosas mesalinas que se han hecho acreedoras al desprecio de su sexo y van por ahí sin recatarse de exhibir sus inclinaciones, llamémoslas contraculturales, por no decir, antinaturales». Dolly dijo que era muy retorcido pensar en una alusión a Cornelia, pero Felicity, torciendo el gesto y atusando con dos manos la melena lacia que le caía sólo por un lado de la cara, protestó y dijo que de ninguna forma, y que esa carta hacía clara alusión a las cerdadas y fechorías que estaba perpetrando Cornelia.
Por lo que se refería a Dolly, la valquiria, ella no odiaba a los hombres, aunque se guardase muy mucho de expresarlo. En público, y en teoría, los tenía por un género menor, indigno de fe, de horizontes limitados y, en consecuencia, no hubiera puesto la mano en el fuego por ninguno; además, que eran violentos, poco sutiles, egoístas en el peor sentido, sucios, haraganes, ignorantes, todo eso y un largo etcétera, lo demostraba esa vasta experiencia que era el legado de toda madre a toda hija, pero a saber qué habría podido hacerse con ellos si no se les hubiera librado a su suerte. En privado, es decir, para sí misma, Dolly era un enigma y se aplicaba la fórmula de «pecado oculto, medio perdonado», incluso tenía excelentes razones para entender a quienes buscaban socorro en las terapias del Club, por eso le constaba que no era un recurso por el que una pudiera felicitarse, y, a veces, el fruto de las terapias podía llegar a ser tan doloroso, y el sentimiento de culpa tan intenso que, o se suspendían las sesiones, o la experiencia acababa con una. Todo lo referente al club de los amantes pertenecía al ámbito de lo inconfesable, y, por ello, comportaba riesgos que, ahora, en favor de Cornelia, ella se veía obligada, si tal cosa era posible, a atenuar.
De modo grosero, ese fue el poco sofisticado cauce que siguieron sus pensamientos antes de que se pusiera en acción.
Con ese único fin logró que la recibiesen tres concejalas en tres días consecutivos. De ahí extrajo algunas muy breves conclusiones que merecerá la pena poner a disposición del lector curioso.
Primero: que el Club era independiente de los gobiernos municipales.
Segundo: que el Club no era en absoluto independiente de los gobiernos estatales, pero que tenía más fuerza y libertad de acción que cualquier gobierno estatal.
Tercero: que el Club, o instituciones similares, ni eran independientes de los gobiernos ni tenían más fuerza o libertad de acción que ellos, pero resultaban intocables.
Los políticos no hablaron más que de lugares comunes con acento magistral. Resumiendo, se le dijo lo que ya sabía y lo que era por todos sabido. Y Dolly, que ni en sus más idílicos sueños de adolescente había descollado por su espíritu diplomático, hizo acopio de paciencia para no lanzarse a los cuellos de las tres concejalas y retorcérselos sin piedad allí mismo, en sus confortables sillones.
Especiales dosis de autocontrol fueron precisas para que no aporrease a la concejala —tercera y última— de Cultura, un hermafrodita fusiforme, con una alopecia desconcertante, que se reveló como una consumada especialista en afecciones anales y que, en plena euforia de confianza con Dolly —por cierto, una de las más dadivosas afiliadas del partido— la tuvo resoplando por espacio de veinticinco o treinta minutos mientras ella, sin perder el hilo, se explayaba y disertaba sobre fístulas, úlceras, fisuras, trombos, tumores y hemorroides internas y externas como si estuviera en su elemento.
Dolly pasó por el trance, pero, a la menor oportunidad, atajó la conferencia con dos carrillos hemiesféricos y, después de desinflarlos, expuso sus temores de golpe rociando a la concejala con minúsculas gotas de saliva. Dolly dijo que alguien muy próximo a ella tenía serios problemas con el Club. Que se había enganchado. Que necesitaba ayuda. Dijo que esa persona estaba enferma, realmente enferma, y dijo que las terapias le habían hecho más mal que bien, que temía por ella, por su salud física y mental, que le estaban remitiendo anónimos, y preguntó cuál era el mejor modo de librarla de las garras de una institución necesaria —sí, sí, necesaria— y tan bien implantada y qué peligros reales corría.
—Permítame que le haga una pregunta, ¿alguna vez ha tenido una hemorroide centinela? —dijo el hermafrodita por toda respuesta.
Para Dolly fue un instante delicado, como pudo serlo también para su adversaria cuando todo el inmenso cuerpo macizo de Dolly, toda su apasionada humanidad se dilató y, apoyando los puños carnosos en ambos reposabrazos, ladeó la cabeza como si tomase aire por debajo de su axila, y las trenzas colgaron y, al mismo tiempo, ella se dispuso a dar un salto en el vacío.
—Se lo pregunto —dijo la concejala que, titubeando, humedeció el labio de arriba con la punta de la lengua— no por nada, sino porque tiene mucha relación con el tema que la ha traído hasta aquí. Mire —continuó el hermafrodita a la vez que juntaba las manos en actitud orante—, la hemorroide centinela advierte de que hay una fisura. Es como un indicador. Pues bien, el Club es la hemorroide centinela. Y la fisura es comparable a esa morbosa atracción que sienten algunas mujeres por el subgénero masculino.
—¿Puede usted ayudarme?
—Ya veo que no me está comprendiendo.
—¿Puede o no puede?
—No veo cómo podría ayudarla, Dolly Y, a continuación fue cuando dijo:
—El Club, e instituciones similares, resultan intocables. No me pregunte más.
No ese día, sino al siguiente y también al otro, Dolly llamó por teléfono a Cornelia, tanto al móvil como al estático, y, entremedias, llamó también a Laura y a la biblioteca municipal. Pero fueron intentos baldíos. Los de la biblioteca, con hoscas evasivas, terminaron informándole de que estaba de baja desde hacía ocho días; en su piso era ilocalizable a todas horas, y Laura, como si tuviera dotes oraculares y previese una tormenta, señaló que lo más indicado era esperar tranquilamente a que escampase y que luego se vería. De tales pesquisas, para disgusto de Dolly, tuvo noticia Felicity Camberra, a la cual era imposible ocultar nada por cuanto aparecía o desaparecía, en un periquete y por sorpresa y con su chándal, detrás de cualquier tronco de Brasil de los que estaba sembrado el piso.
—Deja el mundo correr —dijo Felicity, que vio y escuchó cómo Dolly colgaba el videófono por sexagésima vez en la misma tarde.
—Se trata de mi hija.
—¿Y yo quién soy? —preguntó quejumbrosamente Felicity.
A lo que Dolly se negó a replicar que, desde un punto de vista objetivo, era una irresponsable que había elevado la irresponsabilidad a la categoría de refinadísimo arte, una celosa traumatizada, una cabeza con tal déficit de neuronas y tan grave carencia imaginativa que sólo reaccionaba confiadamente ante refranes, por definición, de probada verosimilitud; que era una mitómana chismosa y reprochona que tenía en su repertorio de gestos exasperantes el muy exasperante, por no decir mejor el exotismo, de mirar fijamente hacia otro lado cuando se estaba dirigiendo a ella alguien que no le interesaba, aunque sí le interesase, y mucho, demostrar el poco interés que le merecía, que era una manirrota con un trasero que incitaba sólo a darle suaves mordiscos en rápida sucesión y que, de un tiempo a esta parte, empezaba a estar aburrida de que, mensual y periódicamente, Felicity le aburriera contándole nuevas versiones sobre su pasado cada día más enigmático, aburrida de que, cuando se presentaba en su propia casa y por sorpresa una mangante que no dudaba en identificarse como una amiga de la infancia, ella, Felicity no sólo se negase a hablar con esa presunta amiga de la infancia, sino que no tuviese reparo alguno en esconderse bajo la cama de donde no hacía el menor intento por reaparecer hasta que Dolly introducía la cabeza por entre los flecos para decirle que ya podía salir de su guarida.
Reinaba el desacuerdo con esa mujer de rostro agitanado que sólo compadecía a quien no estuviese bien follada por una mujer joven y vigorosa. Tal vez se compadeciese, es muy posible que se compadeciese de ella misma, la muy ingrata, y por eso Dolly sentía crecer hacia ella y su chándal una especie de asco que se negaba a admitir a causa del profundo respeto que le inspiraba toda relación sentimental. Pero, a fin de cuentas, tampoco esa tarde había podido decir nada a Felicity, quien se había esfumado y, seguidamente, sonaba un portazo violento y previsible, lejos de allí, del salón; es muy posible que fuese en la otra esquina de la casa.