IV
C
ornelia no se hubiera imaginado una Nochebuena igual ni en sueños. Con ese tipo, cuyo belicoso nombre representaba la esencia de las virtudes viriles de otros tiempos, tumbado en la cama del dormitorio porque, según lo que murmuraba, todo giraba a su alrededor y los vértigos eran producto del tortazo. Lo asqueroso es que lo dijera con una asquerosa inflexión hipocondríaca y una impertinencia realmente fuera de tono. El tipo se negaba en redondo a que Iván le quitase la peluca con forma de casco miliciano porque se sentía mucho más a gusto y protegido con ella. Y él, Iván, el amor de su vida, el amante al que ella, en sus mejores tardes se imaginaba atacado de esplín romántico, a los pies de la cama, sentado, como una hurí.
De momento se contuvo para no expresarse a gritos, pero en ningún caso olvidó que era 24 de diciembre. Entraba y salía del comedor al dormitorio y del dormitorio al comedor, succionando en cada una de sus idas y venidas una pata de los tres rubicundos centollos que yacían en la mesa desde hacía varias horas con paños húmedos por encima.
Por si fuera poco, pasó también que una vecina, Espíritu Santo, la única a quien reservaba una porción —modesta— de confianza, llamó al timbre y, santiguándose y mirando al techo, dio las buenas noches con una sonrisa fisgona que le colgaba de las orejas, y, ante las narices de Cornelia, penetró inopinadamente en su casa sin más propósito que felicitar las navidades ni antes ni después, sino justo cuando Iván salía del dormitorio en busca de Cornelia.
Sobre la vecina, Espíritu Santo, conviene decir que era una muchacha de cuarenta y cinco años apretadísima, maquilladísima y supersticiosa, para quien era tan importante guardar la línea que cada semana seguía una dieta distinta. Mucho tiempo atrás, Espíritu se había enamorado de otra muchacha de su quinta. En la actualidad, esa otra muchacha y ella se debatían para que el tedio de los últimos tres lustros, no perjudicara su amor propio. Por la noche, los fines de semana, salían y entraban —juntas o no—, y para Cornelia hubiera sido improbable no enterarse de algo tan ruidoso. Y una vez, Cornelia —claro que nunca llegó a estar segura de si todo había acontecido bajo los narcóticos efectos del sueño, o bien era una pesadilla— creyó oír su voz aguardentosa que volaba escaleras arriba entonando las loas a alguno de los dioses de los que era fiel devota. Espíritu iba siempre a todas partes con la barbilla alta, algo tan llamativo como el flamante peinado surtidor, en tono frambuesa, las pestañas postizas, las uñas postizas, el postizo de las nalgas, el lunar postizo y una invariable media de un par de anillos dorados por dedo, con exclusión del meñique. Era supersticiosa como un galo, al extremo de que siempre tenía a punto un hechizo, un filtro, un sortilegio o una blasfemia para cada una de las pocas decisiones relevantes que se veía obligada a tomar entre semana.
Fue esa misma Espíritu la que llamó al timbre —ataviada con un vestido negro de fiesta exhibiendo un par de pechos que podrían haber pasado por pechos postizos—, se santiguó, dio las buenas noches, entró en casa y dijo felices navidades para ti, querida, volvió a santiguarse dos veces, y luego preguntó a Cornelia si había rociado con sal gorda los rincones de la casa y, sin aguardar respuesta, se aventuró a verificarlo inmediatamente en la misma puerta de entrada. Entonces se presentó el hombre, Espíritu Santo se volvió y una aguda voz, fantasmagórica como un quejido, empezó a ulular en alguna parte de la casa.
—Por Anubis. ¿Quién se lamenta? —dijo cruzando todos los dedos visibles—. Oh, buenas noches —corrigió el tono reproduciendo la misma sonrisa de antes—. Yo creo que no tengo el gusto —y se persignó.
Iván se había cambiado de ropa. Y el jersey de cuello alto y fondo malva con motivos de trineos tirados por ciervos, y la falda hasta la canilla, no hacían sino realzar exponencialmente su atractivo.
—Mi amiga Ivana —intervino Cornelia—. Espíritu Santo, vecina.
En algún lugar, la voz fantasmagórica proseguía ululando a intervalos regulares.
—Rápido, rápido, enciende un cirio, o una vela —susurró Espíritu Santo a Cornelia—. Conque Ivana. Oh, la, la, encantadísima —dijo, y encadenó tres reverencias—. Los saludos siempre de tres en tres, en número mágico, para orientar las energías positivas hacia una.
Iván emuló a Espíritu, a consecuencia de lo cual varios mechones como serpentinas se le vinieron por delante de los ojos, cuando el fantasma ululante pareció intensificar sus esfuerzos.
—La vela, vecina, la vela —dijo en un hilo de voz.
Cornelia, violentísima, se hizo un lío y no se le ocurrió mejor salida que presentar a Ivana como una muda de nacimiento, y, eligiendo la línea de menor resistencia, dijo también que tenía otra amiga, Nelly, que guardaba cama con cuarenta y uno de fiebre en el dormitorio del fondo, de donde provenían los quejidos espectrales.
—No nos desesperemos. Llevo encima las cartas del tarot. ¿Dónde has dicho que agoniza la moribunda? —dijo Espíritu traspasando los tabiques con una mirada felina.
—Un simple resfriado, Espíritu. Nada de agonías —dijo Cornelia—. Te lo agradecemos en el alma, de todas formas.
—El karma, vecina, el quid está en el karma. Lo mejor será que me llegue hasta el piso y me provea del arsenal imprescindible para estos casos. Tenlo en cuenta, podría empeorar su estado. ¿Qué haréis entonces? En prevenir está el secreto, permíteme. Por ejemplo, en caso de urgencia, las aliadas deberíais hacer un círculo mágico in extremis. Te recuerdo que las dos ni siquiera daríais para un semicírculo.
—Créeme que te lo agradezco. Si nos urge lo del círculo, serás la primera a quien recurramos.
El fantasma se imponía tiránicamente sobre cualquier otro rumor.
—¿Es ella? —preguntó Espíritu santiguándose—. ¿Está en trance? ¿Queréis que la ausculte?
—Eso lo atajo yo con un par de antipiréticos. Pero conviene vigilarla. Feliz Nochebuena —dijo Cornelia.
—No olvides el círculo mágico, ni las plegarias, ni la sal, ni el cirio, Cornelia. Para servirte, Ivana.
—Vamos. Nelson se está quejando —susurró Iván no bien se hubo cerrado la puerta.
—¿Nelson? ¿De quién coño estamos hablando? ¿Nos han presentado a Nelson y a mí? ¿Hemos comido juntos, quizás, ese Nelson y yo? —preguntó como si acabase de volver en sí.
—¿Se puede saber qué te ocurre?
—Ese hombre. Me está volviendo loca ese hombre. ¿Y la peluca? ¿Has visto que no se quita la peluca así lo maten?
—Nadie es responsable, Cornelia.
—Que se vaya de mi casa.
—Estás loca.
—¿Te entiendes con él?
Y hubieran seguido de no ser porque Iván se fue hacia el dormitorio y, entonces, Cornelia confirmó que Nelson cesaba en sus lamentos.
El día de Navidad comieron juntos, los tres con profundas ojeras, y los dos hombres igual de travestidos que anoche, y, durante la comida, Cornelia pudo leer entre líneas que Nelson era un extravagante a quien le excitaban las mujeres. A Cornelia más aún le horrorizaron sus periódicas idas y venidas al baño, y la peste que dejaba y se expandía por las proximidades. En los postres, y a preguntas de Iván, Nelson admitió que, como tantas veces, había entrado en casa de su amigo con la réplica de la llave que éste le había regalado en su día en prueba de hermandad, y que al detectar el desorden reinante, las luces encendidas, la cama deshecha, no supo explicarse lo que pasaba y por eso accedió al ordenador, en donde abrió y cerró carpetas y, por último, averiguó los datos relacionados con el Club y también el actual paradero de Iván. Nelson reconoció que había cruzado la aduana porque estaba muy preocupado por su amigo.
—Pero Nelson —dijo Iván, que sabía que su amigo estaba mintiendo, pero a la vez era incapaz de dar por buena la explicación—, estoy seguro de que nunca introduje datos del Club en mi ordenador.
—Te habrás olvidado —dijo Nelson sin darle mayor importancia.
Y durante los días siguientes, si una cosa le quedó clara a Cornelia fue que Nelson Bekembauer júnior visitaba el baño no menos de tres veces diarias. Sin embargo, ella pronto desplazó su atención de las peculiaridades fisiológicas de su huésped a la aviesa intención que tenía de instalarse en el sector femenino por un plazo indeterminado. De modo que, durante esos pocos días, Cornelia convivió en su propia casa con su amante y con el amigo de su amante hasta que a Nelson se le presentó la ocasión de alquilar uno de los pisos bajos del inmueble. Fue la víspera de Fin de Año. El mismo día en que Iván hizo una revelación mayúscula a Cornelia.
—Cariño —dijo Iván obligando amorosamente a Cornelia a sentarse—. Nelson era socio del Club. Me lo acaba de decir, te lo juro. Yo no lo sabía. Tienes que creerme.
—Yo también tengo algo que decirte —dijo ella, a quien pareció importarle muy poco la revelación—. Mañana vendrá Dolly a visitarme.