I
E
n el principio únicamente era el macho. Eso fue en los albores de la humanidad. Sólo más tarde, tras el genocidio de las mujeres por los hombres, un holocausto que deberé calificar de milenario, entró la mujer en la Historia. Y cuanto se diga para refutar eso no es más que una mentira.
Cornelia bostezó, se removió en el asiento. «Uf», dijo quitándose con dos dedos las gafas de carey que dejó sobre la mesa. Abrió un cajón del que extrajo un estuche oval que contenía un pequeño espejo enmarcado en un portarretratos de plata y una pinza depilatoria de acero inoxidable. Se miró en el espejo y, alejándolo progresivamente y con la pinza en la otra mano, ladeó la cabeza con disgusto y la impresión irresistible de que su nariz era más respingona sin gafas. Guardó el espejo y la pinza en el estuche oval y reanudó la lectura.
Incluso en las páginas de nuestros antiguos libros impresos, cualquier escéptica en la materia puede convencerse de cómo la mujer terminó ganando su libertad a costa de la supremacía del hombre. Claro que no podía ser de otro modo. Había que atacar la esfera profesional para defender la emocional. Primero, la incorporación de la mujer al mercado supuso la independencia económica para un número cada vez más elevado de mujeres, y después, pero sólo después, el mundo afectivo de la mujer empezó a madurar hasta el punto en que prescindir del varón se convirtió en una exigencia, en una causa, en una promesa de futuro. Los nuevos rumbos de la moral pública alimentaron las nuevas tendencias sexuales, y, lógicamente, esa independencia llevada hasta sus últimos efectos, esa necesidad de reinventar una cultura femenina ajena a todo lo velludo y varonil exacerbó las pulsiones más agresivas y territoriales del macho. Como no podía ser de otro modo.
—¡Doña Cornelia! —exclamó una joven rolliza y trajeada que entró en el despacho como un toro—. ¿Molesto?
—Estaba revisando las últimas novedades. Libros de ensayo. Todos clónicos, sin pizca de talento. Qué insipidez —pensó en voz alta Cornelia.
—Escuche. Una periodista acreditada quiere consultar la hemeroteca.
—¿Qué le has dicho?
—Que hoy es viernes. Y que, según sus propias instrucciones, la hemeroteca no se habilita más que los lunes. Insistió. Insiste también en que la reciba.
—Si hiciéramos caso del público, nos dejaría sin reliquias, Luzmila —dijo ella husmeando el rastro de un calendario invisible mientras guardaba el estuche en su cajón—. Dile que estoy ocupada.
—¿Entonces? —dijo Luzmila.
—Los lunes. Los lunes. Como medida de protección. E innegociable. Los periódicos son reliquias. Díselo de mi parte —y se oyó un portazo involuntario.
Luzmila era su funcionaria predilecta. Y había una razón para ello: años atrás, había sido la única en respaldar a Cornelia en su pulso con la subdirectora de la biblioteca, y la lealtad era un término que Cornelia hubiese ordenado esculpir en el frontispicio de cualquier inmueble público —o privado—. En el caso de la biblioteca municipal, siempre habían existido empleadas deshonestas que pirateaban los textos del fondo informático; es más, hasta que Cornelia tomó posesión de su cargo, siempre se había hecho la vista gorda con tales prácticas. Era casi una relación de causa y efecto ingresar en el centro y servirse de los fondos bibliográficos para usos personales. Ahora bien, desde su toma de posesión, Cornelia siempre había solicitado franqueza de sus funcionarias, de modo que cuando sospechaba algo y preguntaba a alguna si había incurrido en piratería, la funcionaría en cuestión, conocedora del peculiar e inflexible talante de su directora, confesaba la verdad y se disculpaba, lo que le reportaba sólo una advertencia. La excepción a la regla fue la subdirectora, que le mintió en repetidas ocasiones. Si le hubiera dicho la verdad, todo hubiera sido distinto, pero la engañó, le mintió descaradamente. Por ello decidió asumir las consecuencias y despedirla. Naturalmente, la subdirectora alegó despido discriminatorio y luego despido nulo, y sólo al tercer recurso ante la más alta instancia del Estado, cuando ya se palpaba la irascibilidad de los políticos locales ante el revuelo que desencadenaba semejante minucia, triunfó su postura y el despido se reconoció procedente. Aquello fue el triunfo de la dignidad.
Poco tiempo nos separa aún de una época en que era costumbre que los varones permanecieran con sus padres hasta bien entrada su madurez, cuando no toda su vida. Esa actitud, es comprensible, la deploraban las mujeres, gran parte de las cuales ya acaparaban los puestos laborales de responsabilidad. Nuestro país no fue una excepción a la regla del mundo civilizado. En las grandes ciudades o megalópolis del país, los inmuebles con mayoría de inquilinos o propietarios de un solo sexo aumentaban de año en año, lo que condujo, en el plazo de pocas generaciones, a que esos núcleos unifamiliares se agrupasen por inmuebles, y luego por manzanas, y luego por barrios enteros. Y como el poder adquisitivo estaba en manos de la mujer, los barrios más codiciados fueron pasando a las manos más poderosas. A la imparable tendencia al agrupamiento por sexos siguió la reacción del sector servicios que, estimulado por las leyes del mercado, fue concentrando gran parte del capital más intrépido en las zonas más densamente pobladas por mujeres. Como no podía ser de otro modo.
Cornelia de Alba se debatía entre resistir la tentación de coger de nuevo el espejo y sucumbir a ella. Hincó ambos codos en la mesa y se cruzó las manos por la nuca. Cuantas veces, pensó desde la impunidad que le garantizaba su cósmico y nebuloso ateísmo, había maldecido y condenado —y vuelto a maldecir y condenar— a su incognoscible progenitor masculino por su legado genético. De él, presumiblemente, había heredado tanto la irrelevancia física como el brío intelectual. En qué proporciones era responsable de ese legado su padre, era algo que ya no se preguntaba o, por lo menos, sobre lo que ya no deseaba preguntarse. El asunto es que ella hubiera deseado ser muy hermosa, porque no basta con ser rubia platino, delgada, sin caderas y masajearse los pechos a menudo para preservarlos de la edad y prolongar su turgencia, si una vive sola, con el gato Pitigrilli, como mucho, y, en la actualidad, aún acariciaba ardorosamente ese deseo, el de la hermosura carnal, con una mezcla de rencor y de nostalgia sólo al alcance de las mujeres sólo inteligentes. Esperanzada, desesperanzada, a sus treinta y nueve lo veía todo —y, por tanto, veía también la vida— como un pedazo de nube desde el abismo de un deseo cuyas paredes son demasiado verticales para ser escaladas a pulso. Pero es que ella, Cornelia de Alba, tan habituada a fiarse de sus propias fuerzas, de sus propios deseos, amaba tanto la belleza auténtica, la más velozmente caduca, la única belleza concebible para quien no es su afortunada destinataria, que ya presentía ciertos desajustes entre sus fuerzas y sus deseos. Cierto que, como la inmensa mayoría de las mujeres, hubiera podido recurrir al láser para engrosar el labio inferior, comparativamente mezquino, o para suprimir los surcos transversales de la frente —que Cornelia camuflaba tras su irreductible flequillo—, o esos tres pliegues del cuello o, incluso, con un poco más de audacia, para acentuar y dignificar unas caderas más propias de un efebo que de una mujer de bandera, por no hablar de los hombros, o de un culo que era cualquier cosa menos sugestivo, pero eso hubiera supuesto renunciar a su carácter para corregir un físico con más o menos encanto, y no verdaderamente hermoso. Jamás contempló esa vía como la solución del problema. Y, lo que es más, las únicas concesiones hechas a sus más inconfesables deseos habían sido de carácter —aunque compulsivo— muy epidérmico, como teñirse la melena pasando por toda la coloración existente en el mercado, incluyendo los tonos menos discretos, hasta que la melena dejó de serlo.
A muchas aún se nos antoja increíble que la división territorial de las ciudades por sexos no cristalizase antes. Y eso en algunos estados líderes de nuestro entorno cultural más próximo. En el nuestro, fue la época en que se practicó una política de vivienda innovadora a nivel nacional: se procedió a la calificación masiva de terrenos para la edificación de viviendas de protección oficial para varones. Políticas similares se adoptaron con el fin de evitar desórdenes, y tuvieron el efecto de acelerar naturalmente la división territorial por sexos. Cabe argumentar que hubo países, como los escandinavos, por ejemplo, en donde jamás existieron aduanas. En nuestro caso, con el tiempo se arbitró una solución intermedia que aún hoy continúa vigente. Cierto que las megalópolis constaban, y constan, de dos sectores: sector masculino y sector femenino, pero aquí hablar de fronteras o aduanas en los centros metropolitanos siempre equivaldrá a paso franco y a frontera psicológica, has aduanas son casi fronteras naturales que se pueden traspasar sin grandes impedimentos.
Con frecuencia se sorprendía deseando —con una fuerza, con un tesón, pensaba ella, digna de más altos vuelos— que la mirasen y la admirasen de arriba abajo con los cinco sentidos alerta y concentrados en uno, igual que se sigue la trayectoria de una flecha. Pero claro, ¿con qué comparaba la flecha? ¿Sólo con la hermosura física? En suma, a menudo estas reflexiones la dejaban desconcertada.
Fue por entonces cuando, a semejanza de otros países, el Estado inició un plan de fomento de la familia que sería el germen de los actuales regímenes jurídicos familiares. La mujer cumplía su mayoría de edad, las relaciones entre mujeres y hombres eran extraordinariamente raras, y, por si fuera poco, las existentes apenas soportaban la presión popular. Entonces ya existía la plena concienciación de que quienes desearan ser padres debían recurrir sin prejuicios a la previa selección del sexo y a los bancos de semen y de óvulos. El éxito del plan de fomento de la familia se debió tanto a la idea de que los hijos no deben pagar con su sexo los errores de los padres, como a los incentivos económicos del Estado. De este modo, exactamente igual que hoy día, las futuras madres ya eran inseminadas para concebir hijas, y los futuros padres engendraban sólo bebés probeta de sexo masculino; y cuantas opciones, excepcionalmente, se apartasen de esta línea, en otras palabras, aquellas madres que daban a luz un niño, aquellos padres que se hacían cargo de una niña, o aquellas parejas heterosexuales que se decidían por una vida en común, quedaban al margen del grupo por incivilizados, no tenían —ni tienen— cabida en la sociedad. Cuando, por presión, en parte, de los poderes fácticos, se impulsó el plan de fomento de la familia, era políticamente muy correcto y consolidaba una máxima que ya no precisaba de la ratificación pública porque era un hecho incuestionable: los hombres y las mujeres deben vivir separados. La tasa de natalidad se recuperó.
Cornelia descargó el texto de internet, apagó el soporte electrónico y dio un bostezo tal que los ojos se le inundaron de pronto. Tuvo que parpadear varias veces antes de levantarse y mirar el reloj con un ojo mientras cerraba el otro enjugándose una lágrima con el dedo. Guardó las gafas en su funda y la funda en el bolso de piel rosa que colgaba del respaldo de la silla como una presa desollada. Se acercó a los ventanales. Desde cualquier rascacielos al que insólitamente no le hiciera sombra otro rascacielos, se dominaba un horizonte que se extendía por el oeste, más allá del horizonte y de la frontera y del sector masculino de la ciudad. Se volvió chasqueando la lengua. Como alta gestora de un organismo público, Cornelia, que había logrado ese cargo de confianza —con vergüenza para ella— merced a mamá Dolly, cumplía honrosamente, salvo en rarísimas ocasiones, su horario de directora de la biblioteca municipal-sector femenino. El caso es que hoy era una de esas rarísimas ocasiones, y había resuelto marcharse antes a fin de preparar su cuerpo y su cabeza para la noche que se avecinaba.
Cuando ya estaba en la puerta, titubeó, como si recordase algo, volvió sobre sus pasos y descolgó el auricular de su entrañable teléfono, un obsequio de mamá Dolly, que, a su vez, lo había heredado de su madre. La luz de la calle se filtraba por entre los visillos siglo XX. El suyo era un despacho más que espacioso, palaciego, con grandes ventanales que recorrían toda una pared de esquina a esquina. Había sido decorado por su antecesora con ese gusto romántico que inspira el estatus y el esplín y el amor en abstracto por los tiempos pintorescos, un gusto y unos tiempos, para decirlo todo, con los que ella misma se identificaba. Suelos de madera. Alfombras. Molduras de estuco. De las tres restantes paredes colgaban retratos —enmarcados y al óleo, nada menos— de escritoras tan legendarias que ninguna visita hubiera reconocido ni con la mejor voluntad. Decoración presegundo-milenio. Sillones de madera forrados de terciopelo añil. «¿Eres tú, Laura?... Lo siento, de acuerdo. Por favor... ¿Laura? ¿Sigue en pie la invitación para la noche?... Al final, yo creo que voy a poder asistir... Sí, sí... En tu casa... ¿Cuántos son? ¿Tantos? Espero que no los descubran... Ya, ya... De acuerdo. Cuenta conmigo... Hasta la noche.» Se empolvó la cara con el maquillaje antitranspirante, descontractor y allanador, y, luego de estirarse la falda con un leve movimiento de cadera y pellizcarse los mechones del flequillo, salió decididamente del despacho.
Afuera, el termómetro de la avenida rozaba los treinta y un grados, lo cual era un consuelo después de un verano abominable. Pensó que no merecía la pena coger el tren y si le había dejado suficiente pienso al gato Pitigrilli. Con un sobresalto recordó que ya no tenía por qué atribularse por las necesidades del gato. Pitigrilli había sido el tercer y sucesivo gato Pitigrilli que entraba en casa. Todos siameses, todos machos y todos bautizados como el mismo nombre grabado en la placa del mismo collar que había ceñido sus cuellos uno tras otro. Hubo un día, horas antes de que expirase el segundo y penúltimo Pitigrilli de una penosa enfermedad, en que se juró que nunca volvería a tener un gato. El segundo Pitigrilli pereció después de comer, en los postres, como bien podría decirse.
Cornelia se pasó toda la tarde recorriendo tiendas de animales hasta dar con la tercera y definitiva reencarnación de Pitigrilli.
Alguien feroz que la adelantó empujando le echó una mirada por encima del hombro, y una jovencita le chilló al oído una procacidad que aludía a su parsimonia. Cornelia circulaba con un arraigadísimo hábito, que nadie aborrecía con más virulencia que ella, consistente en andar casi tan digna como erguida entre una colmena de mujeres que avanzaba hacia otra colmena de mujeres que venía de frente. Cornelia, siempre que echaba a andar por la calle, se preguntaba cómo era posible que habiendo dos aceras —y una calzada que, exceptuando el carril de autotaxis, vehículos oficiales y unidades de transporte colectivo, era prácticamente peatonal— hubiese también dos direcciones por cada una de las aceras.
Decir que llegó a la consulta de la fisioterapeuta sudando no es estricto; llegó calada. Era para imaginar que hubiese llorado mil penas por cada uno de sus poros. Y la blusa esmeralda —que hacía juego con su iris y contrastaba con sus mechas— adherida, para colmo, a sus vértebras, y la puerta que se abría, y un hilo musical, más idiota que sedante, y el recibidor, luminoso, que daba asco de puro aséptico, con varios sillones que parecían tener vida propia y desvivirse por hacerle a uno el goce más placentero. Anatómicos. De plexiglás beige. Tres de ellos ocupados por muchachas que seguramente eran mayores que ella. Y mesitas. También beiges. Surtidas de revistas ilustradas para lectoras otoñales con una edad mental que aproximadamente se remontaba, y ya era mucho, a los doce años. Y el microclima placentario de un ecosistema donde sólo proliferaban mamíferos domésticos, filisteos, de un solo sexo y demás propiedades, pensó. Adosada a una pared, había una pantalla de televisión cuyas mudas sombras tenían más relieve que las hembras de los sillones.
—Cuánto tiempo, Cornelia. Qué alegría verla —dijo una rubia, flaca como una espiga, que vestía una bata inmaculada.
—Igualmente, Irene. Tengo un poco de prisa. ¿Podrías hacerme un hueco? —dijo pellizcándose la blusa para despegarla.
—Ya sabe que sí —dijo la auxiliar bajando aún más la voz y haciendo un guiño inteligente.
Después de coger la primera revista de una pila, se reclinó en uno de los artefactos beiges.
—¿Desearía auriculares? —preguntó la rubia.
—No —dijo ella con una sonrisa que se quedó a medio camino—. Muchas gracias.
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¿Cómo viven ellos y cómo vivimos nosotras? Reportaje en el INTERIOR. La VERDAD DE LA VERDAD —leyó Cornelia en grandes titulares junto a una fotografía aérea de la capital tomada por satélite. Abrió la revista con el ceño fruncido. Sobrevoló con estrépito y celeridad las páginas de escotes neumáticos y basura glamourosa. Rumiaba maldiciones al modo en que lo haría una ventrílocua.
Amigas: Ellos son el enemigo. No hay que olvidarlo. Viven al día, como animales. Es propio de ellos ser burdos. Son zafios. Son cerdos que se revuelcan en su egoísmo. No saben quererse; ¿cómo podrían amar? Es naturalísimo, por consiguiente, que todo en ellos estéen regresión. La réplica de esta reportera al comentario de una amable lectora en el último número de la revista es el siguiente: ¿es que no hemos aprendido de la Historia?, pregunto. Por mi parte, señalo que tanto en nuestro país, como a nivel continental o lo que se quiera, hay una realidad verificable: los colectivos de hombres no están prosperando ni nada parecido; es decir, es incierto, como se dignó precisar nuestra amiga lectora, que estén «en vías de desarrollo». Dicho de otra forma, en nuestro país, por ejemplo, su renta per cápita aún es considerablemente más baja que la nuestra, y el hecho de que nuestras empresas estén firmemente implantadas en sus territorios no sólo denota que dinamizamos el mercado laboral masculino, sino que su economía depende cada vez más de la nuestra. De no ser por las empresas con mayoría de capital femenino, vaya una a saber a qué cifras podrían dispararse los índices de paro en los sectores masculinos. ¿E imagina usted, amiga lectora, por qué? Sencillamente, en dos palabras: porque el macho es un género en decadencia, tal vez un género abocado a la extinción.
En referencia a las megalópolis de nuestro país, tenemos pruebas palpables —ver fotos al margen— de la degradación de sus inmuebles. Apurándome, podría usted replicarme que no lodos los hombres alcanzan el mismo grado de degradación moral, pero esta reportera SABE LO QUE HA VISTO y, en consecuencia, se compromete a dar fe de ello. Desde que la mujer dejó, a Dios gracias, de servir al hombre, desde que la familia clásica cayó en el olvido de los siglos oscuros, ELLOS Y SÓLO ELLOS sucumbieron. ¿Quiénes dirigen ahora el vehículo de la modernidad, la apisonadora del progreso? ¿Quiénes acabarán aplastando al macho?
El vehículo de la modernidad, la apisonadora del progreso, se dijo Cornelia alzando de la página unos ojos soñadores más para escandir el verso que para desentrañar el sentido. ¡El vehículo de la modernidad! ¡La apisonadora del progreso! Demagogia, murmuró.
—¡Señorita De Alba, por favor! Su turno.
Cornelia se incorporó y, recuperando la verticalidad, hizo el dichoso amago de estirarse la falda, descuido que inmediatamente corrigió sacudiéndosela con negligencia. En casos así, Cornelia era partidaria de sustraerse a las miradas curiosas, aunque fuera inevitable saber que siempre hay una imbécil espiando en el umbral de cualquier puerta.
—Hasta ahora —dijo la rubia exhibiendo los molares superiores al cruzarse con ella.
Se tendió en la camilla. En decúbito supino, después de estrechar en los brazos a Ingrid, y dos húmedos besos, y desnudarse. Se puso en manos de Ingrid, su fisioterapeuta, una cincuentona exhibicionista con aspecto de indígena caribeña que fumaba como un turco y, esforzadamente, se ufanaba de estar podrida por dentro aunque resplandeciente por fuera. Hasta para Cornelia resultaba, al principio, desconcertante asimilar que una joven —esculpidísima por el láser— carraspease como un arriero veterano.
—¿Qué tal se encuentra mi chica preferida? —preguntó Ingrid frotándose ávidamente las manos.
—Mucho mejor, supongo.
—Aún sigues dándole vueltas.
—Lo mejor sería que alguien o algo me borrase la memoria. Si tus milagrosos masajes obrasen el milagro te quedaría muy agradecida —dijo Cornelia.
—La culpa no fue tuya, en todo caso, cariño.
—Sabes, a veces aún me asalta la imagen del tipo desangrándose, tumbado en la acera, de costado, mientras las agentes no dejan de golpearlo. Y me mira fijamente. Es curioso, ya no sé si ocurrió así en realidad, quiero decir, si me miraba fijamente, o si es una distorsión de la memoria.
—Era un hombre, Cornelia. Lo pillaste atracando a una mujer en nuestro sector. Te interpusiste a riesgo de tu vida. Estos son los hechos.
—Un error. No estaba atracando. Te lo aseguro. ¿Cómo puede estar atracando alguien que no lleva un arma encima?
—Estaba como una cuba. Y tenía a la pobre chica aterrorizada. No puedes olvidar eso. Quién sabe lo que pretendía aquel miserable.
—Estaba desesperado. Yo diría desesperadamente borracho. Sólo eso. La chica se asustó, yo me asusté. Te parecerá absurdo, pero me dio tiempo de pensar que la casa de mi madre estaba en la misma acera, sólo unos metros más adelante, que me dirigía hacía allí, que podía haberle ocurrido a ella, qué sé yo, Ingrid, me asusté aún más y llamé la atención de una patrulla. Fue un gesto involuntario.
—De heroína.
—Fue un crimen. Entró en coma, y murió a las pocas horas. De eso los periódicos no dijeron ni media palabra. Ni del ensañamiento tampoco.
—No le des más vueltas. Fuiste una heroína.
—Tenía sólo sesenta y dos años, Ingrid. Le preguntaba a la chica por alguna dirección, casi seguro.
—Vamos, cariño, lo sé. Lo sé. ¿Alguna vez te lo he discutido? Ahora relájate, vamos. ¿Música o vistas?
—Las dos. Debo estar presentable para la noche, según parece.
—¡Chiquilla! Así me gusta. Te voy a dejar a punto —dice Ingrid, que se vuelve con movimientos pesados.
La bata blanca, los brazos tersos, cobrizos, el rodete de Ingrid sujeto con horquillas de moño. Dos sesiones, generalmente, por semana. Veinte minutos sesión, en teoría. Veinticinco para Cornelia. Masajes con lociones tonificantes que vigorizan los músculos que vigorizan el alma. Dedicarse en cuerpo y alma a su cuerpo. A veces, qué necesario resulta. Cómo reconforta, a veces. El cuerpo, evidente, qué maravilla gozar del cuerpo de una, sentirlo cuando, desde hace años, las manos expertas de Ingrid le hacen a una tomar conciencia de que está ahí siempre, y dócil y solo como un perro, pedigüeño y cansado, aunque agradecido como un perro, cuando una se acopla y zambulle con alivio en el audiovisor virtual y oprime la tecla y entonces todo se desvanece como una pompa al zambullirse, mejor, sumergiéndose, a los acordes lánguidos de música New Century, en un mundo relajante y artificioso que parece verde y natural.
Como los montes, desde arriba, las praderas eran verdes y eternas, y había ríos que, como serpientes de luto, culebreaban enjoyadas. Con miles de diamantes. Había paz. El aire era tibio. Y Cornelia sentía cómo el viento le azotaba el rostro y revolvía su pelo al surcar ese espacio virtual que era una tierra y un espacio de nadie. Extendió los brazos como alas para evolucionar en el aire con soltura mientras Ingrid friccionaba en círculos la región lumbar —diciéndole, en voz alta, que no extendiera los brazos, por favor, que no extendiera los brazos— con una cadencia de música obsesiva que, ahora, facilitaba el vuelo rasante de Cornelia sobre un pequeño lago espejeante y escondido entre dos bosques de hayas. Verlo todo, sentirlo todo, dentro de una... Y no bastan quince minutos, se dijo, una pizca de eternidad, se dijo, faltando a la concentración precisa que requiere el tratamiento que requiere el cuerpo y la mente hasta ser todo uno cuando, además, sintió que la música y el sueño se desvanecían en la oscuridad, y pensó gritando que no, ¡por favor, que no acabe, que no! Y la voz cavernosa, cascada de Ingrid, y su presencia tenaz secándose las manos en una toalla blanca, impoluta, mientras decía: «Veinticinco minutos, Cornelia. Que lo pases bien esta noche». Con una sonrisa que parecía el súmmum de la franqueza.