VIII

 

F

ue por la tarde. Iván estaba recluido en el consultorio, echado en el diván, temiendo que la mujer de las escaleras, mezclada entre el público, con un abrigo de manga ranglan a la moda, y a la que, para su consternación, había reconocido como uno de los gorilas que habían forzado la entrada de su vivienda, el mismo que se había quitado el pasamontañas para amenazarlo o demostrarle o exhibirse o humillarlo o explicarse mejor, irrumpiese en el cuarto de un momento a otro.

Y, casi veinticuatro horas después de haberse ido, Cornelia aún no había regresado.

Y ahí justo fue cuando llegó Dolly. De improviso. Diciéndole a Espíritu, como si Espíritu no estuviese al tanto, que la escalera estaba regada de señoras hambrientas de consuelo. Dolly se quedó mirando a Espíritu con gesto burlón, pero ésta, que, alternativamente, se persignaba y se pasaba el tarot de una mano a la otra, no captó el juego de palabras de Dolly Entonces, Dolly preguntó por su hija, y, Espíritu, que no supo ya qué decir y, en todo caso, parecía desconocer el paradero de Cornelia, replicó evasivamente que Ivana estaba en el consultorio. De modo que Dolly entró allí, de repente, Iván se estremeció y giró la cabeza, o giró la cabeza y se estremeció, lo que fuese lo hizo desde luego por varios motivos, y aún más, fue indudable que, recobrándose y haciendo acopio de una serenidad que le faltaba, redactó en un post-it alargado que Cornelia había salido de viaje por razones laborales, y que él se había tomado el día libre.

—Ya comprendo —dijo Dolly, que pareció respirar aliviada—. Pues necesito cambiar de look. Venía a que me tiñese Cornelia —dijo en tono suplicante mientras desenvolvía una caja cuyo secreto muy pronto saltó a la vista—. Lo más parecido a mi tono natural. Castaño oscuro.

Pudiera pensarse que Iván no albergó dudas porque acceder a teñir a Dolly era un buen modo de ahuyentar el fantasma del matón travestido, o de distraerse y dejar transcurrir las horas mientras no regresaba Cornelia, o de evitar que Dolly se interesara demasiado por el repentino viaje de su hija. Sin embargo, no fue así, exactamente. No albergó dudas porque presintió que todo era obra de un destino al que siempre había sido fiel. Un destino del que ahora quería sentirse merecedor.

Así que accedió a teñir a Dolly en el consultorio. Se pertrechó de un peine de púas anchas, un cepillo, un par de guantes de goma y un peinador de plástico. Sentó a Dolly en su propio sillón, hizo la mezcla, e inició la metamorfosis según las disposiciones de Dolly. Raya al medio, cogió el pincel, empezó por un lateral, en surcos fue recorriendo toda la cabeza, por delante y por detrás, tiñendo las raíces metódicamente, sigilosamente, improrrogablemente. Y Dolly cerraba los ojos de cuando en cuando con gesto de placidez, o preguntaba qué tal va todo, entonces él ponía una mano sobre su hombro, le daba un suave apretón y dos elocuentes golpecitos. Por último, rebañó los restos de tinte con los dedos, aplicó la mezcla, y, haciendo un último esfuerzo de contención para no precipitarse, friccionó, mezcló, masajeó y extendió el tinte hasta la última punta de una melena que se había convertido en una suerte de emplasto vertical. Acto seguido, Iván escribió en un post-it: «Veinte minutos. Vuelvo ahora mismo», y se guardó el taco de post-it y el bolígrafo en el bolsillo del caftán púrpura.

No regresó hasta pasados los veinte minutos.

—Hija mía, qué aburrimiento. Cada vez tengo menos paciencia para estas cosas.

Él cogió a Dolly de la mano. Se la llevó al baño, y, una vez allí, echó el pestillo.

La sentó frente al espejo, y, después de lavarle la melena en el lavabo, se la secó vigorosamente con una toalla, y empezó a peinarla.

—Esto no es un cambio, Ivana; es una transmutación. No sé si estoy más horrorizada que arrepentida. Además, Cornelia nunca ha sido la mitad de mañosa que tú para esto. Fíjate que hasta ahora creía que los hombres se daban más maña que nosotras. ¿Tú qué opinas? ¿Te gusta?

Él extrajo del bolsillo el taco de post-it, y, como si desarrollara un guión propio, despegó el primer post-it del taco y se lo pasó.

«¿Nunca pensaste en tener más hijos?», aparecía escrito.

—¿Más hijas? —preguntó Dolly mientras él arrojó al lavabo el taco de post-it como algo innecesario.

Entonces, Iván se quitó los guantes y cogió un espejo de mano.

—No, Dolly. Más hijos —replicó impostando su voz más grave justo cuando en el índice de la mano que sujetaba el espejo refulgió la amatista de una sortija con formas vegetales labradas—. ¿Qué tal por detrás? ¿Te gusta así? ¿O quizá no te hace suficientemente joven? —y, por si el reflejo no hubiera sido lo bastante expresivo, pasó por delante de ella el espejo de mano.

La miró como queriendo ver más de lo que ella fuese a dejar traslucir. Sólo que no fue necesario. La cara de Dolly frente al espejo dio muestras de transparentarlo todo. Y, durante un lapso inmensurablemente breve, sus ojos fueron de la sortija a la boca de Ivana, y de la boca de Ivana a la sortija, y, muy poco después, parecieron velarse y perder el conocimiento de las cosas razonables. De un momento a otro, su cara perdió el color. Y una comisura de los labios sufría ligeras contracciones.

—Recuerdo que en el pasado llevé el pelo así. Este es mi color natural —dijo Dolly, cuya voz parecía tantear algún apoyo firme.

—Cuéntame cosas de tu pasado, Dolly —dijo él con una serenidad contagiosa, sin dejar de acariciarle el pelo con la mano en la que fulguraba la sortija.

—No hay nada de mi pasado que quiera recordar. Y, a pesar de tu juventud, sabrás que las cosas que no se recuerdan no vuelven nunca a existir —dijo con voz algo más firme.

—A veces, madre —dijo él pasándole la mano por el pelo de atrás adelante—, el pasado se nos impone aunque nos neguemos.

Ella se levantó con el peinador por los hombros, y lo encaró con ojos que habían recorrido un largo viaje, y recobrado el tesón y la rabia, ojos que parecían cristales astillados.

—Siempre supe que vendrías. No sé por qué. Lo supe siempre —susurró mientras examinaba la sortija antes de soltar la mano y decir:— ¿Sabe tu hermana que es su hermano quien se la está follando?

Él dio un paso atrás. Se apartó un bucle que le cruzaba la cara.

—¿Y eso es todo, madre? ¿Es eso todo cuanto me puedes decir? —se hizo un silencio que él interpretó como un triunfo—. Vuelve a sentarte. Y escucha —dijo, pero Dolly se quedó de pie—: ¿cómo has podido vivir estos años con el recuerdo de lo que hiciste?

Ella bajó la cabeza, inspiró y dijo mirándolo de frente:

—Recuerdos, recuerdos, recuerdos... Querido, una pregunta mal formulada sólo merece una respuesta grosera: levantándome por la mañana. Acostándome por la noche.

—Empecemos de nuevo, entonces. Le partiste el corazón a mi padre, ¿lo olvidaste? Y tu hija fue la causa de su muerte, ¿lo sabías?

—¿Cornelia? Ni se te ocurra nombrar a Cornelia. Cornelia no tiene la culpa.

—Te equivocas en eso, madre. Somos todos culpables. ¿Recuerdas aquel pobre viejo que murió apaleado por agentes del servicio de orden público? ¿Recuerdas que murió al lado de tu casa? ¿Recuerdas que tu hija estaba allí? ¿Recuerdas que fue ella quien tomó la iniciativa, quien llamó a las agentes, quien lo vio agonizar? Haz memoria, Dolly. Aquel viejo —dijo él haciendo una breve pausa—, haz memoria, aquel viejo no era un verdadero viejo, no todavía. Y, aunque quieras negarte, es fácil recordar que siempre ha habido hombres que han podido amar a mujeres, o padres que han podido amar a sus hijos. Y siempre será así. No se puede no amar a un padre, Dolly.

—¿Quién era aquel hombre? —preguntó como si estuviera a punto de estallar—. Dímelo.

—Murió como un perro. Esa es la verdad. Cuantas veces he tratado de matar a Cornelia, he fracasado. Me ha sido imposible, hasta ahora. Pero, ¿sabes por qué? Me corre la sangre de mi padre por las venas. Si fuera la tuya, si no quisiera tanto a tu hija, hace mucho que Cornelia estaría reducida a un recuerdo, sólo a un recuerdo, ni siquiera a eso —dijo Iván. Y, mostrándole la sortija:— Mi padre nunca pudo olvidarte. Mi padre fue aquel tipo que murió como un perro.

—Mientes en todo —dijo ella apretando los puños.

—Mírate, madre. Tú y yo sabemos que no. ¿Por qué mentir a estas alturas? Tú y yo sabemos que Asdrúbal, pobre imbécil, había venido a buscarte.

Dolly se dejó caer en la silla sin una mueca. Para ella no había derrota, ni triunfo. Emociones sí. Las emociones eran como moscas en un tiempo y un espacio cuya densidad era infinita.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.

—¿Hacer? Sé lo que tú no harás, sé lo que tú no podrás hacer aunque lo desees —murmuró Iván—. No dirás ni una palabra a nadie, pero menos que nadie a Cornelia. Su vida es ahora mía. Te lo diré de otra forma, tengo en mis manos su corazón. Como una vez tuviste tú el de mi padre. Recuerda, Dolly Recuerda, sólo.

De repente se oyó un estrépito cercano y una voz reconocible:

—¿Estáis ahí? ¡Abridme, pronto! —dijo Cornelia golpeando la puerta.

Iván giró el pestillo y la abrió. Cornelia se quedó en el umbral mirando a una y a otro, y, al instante siguiente, entró propulsada por el mismo brío histérico de antes.

—Qué cargado está esto. Podríais abrir la ventana, ¿no? Y las escaleras, ¿qué me decís? —dijo, y, poniéndose de puntillas, descorrió una ventana que daba a un patio de luces—. Las hinchas están como locas, excitadas, descontentas. Has cerrado el consultorio, imagino. Haces bien. He visto varias agentes. Quieren desalojarlas. Parece que va en serio —explicó muy agitada, casi de un solo golpe de voz—. Y han matado a un hombre. Os habréis enterado. Un emigrante ha aparecido muerto en un piso. Habían forzado la puerta de entrada. Suponen que la asesina es la dueña del piso. El cadáver tenía ropas de mujer. Y una melena de rizos. Aún no han facilitado sus nombres. ¿Qué decís?

—Cornelia —dijo Dolly levantándose fatigosamente de la banqueta con el peinador todavía puesto—. Ya has llegado. Abrázame, pequeña.

—¿De rizos? ¿Qué clase de rizos? ¿Afro? —murmuró Iván.

Al oírlo hablar, Cornelia, pálida como una vela, se libró de los brazos de Dolly, introdujo una prudente distancia y trató de comprender.

—Tranquilízate —dijo Dolly sentándose en la banqueta—. Hemos tenido una didáctica charla —y mirando directamente a Iván con el rostro incendiado:— Ya sé que te quiere.

—Entonces sabrás que está aquí por mí. Y que está corriendo peligro —dijo mirando a Dolly, para dirigirse luego atropelladamente a Iván—: No hay tiempo para fingir. Han matado a Nelson. Es cierto que no han facilitado el nombre. Pero nunca lo hacen con los emigrantes fallecidos. Y, según las últimas noticias, las características físicas se corresponden. La peluca era de rizos afro. La misma dirección. Y la dueña de la casa, la presunta asesina, se llamaba Fuencisla Arrazábal. Es obra de los matones del Club. El mismo procedimiento que emplearon para forzar tu casa. Estoy segura de que te vigilan.

—¿Quién es Nelson? ¿Un almirante? —terció Dolly como si estuviera ida.

—Todo encaja. Entre las mujeres de ahí abajo hay matones del Club camuflados. He reconocido a uno de los que entró en mi piso. El que se quitó el pasamontañas. —dijo Iván.

—Tenemos que irnos —dijo ella, que en el curso de la charla no había reparado en la sortija de Iván.

—¿Él era socio del Club? —preguntó Dolly a Cornelia.