II
A
sí que, por la noche, después de cenar, Cornelia se plantó en casa de Laura con un cuerpo relajado y una cabeza histérica. Su cabeza, febril es poco, ardiendo como si cada neurona llevara una pequeña antorcha prendida. Cierto que desde la noche del crimen, hacía ahora casi tres meses, Cornelia había renunciado a la vida social y que ésta era su primera salida desde entonces. Mientras, el ascensor se elevó ágilmente hasta el piso treinta, luego, dejó atrás las plantas hoteleras, los restaurantes de cinco tenedores, las firmas de tecnología avanzada, las viviendas de clase media y, por fin, alcanzó la planta ochenta y cinco. Era indudable, lo fue siempre, que el prestigio social se veía realzado por una vivienda en la cumbre de un rascacielos. Laura vivía, por emplear sus propias palabras, al borde de la apnea, en la planta ochenta y cinco; mientras Cornelia, que ahora salía del ascensor cuya puerta se deslizaba a su espalda con un tintineo, contemplaba el mundo desde una sesenta. Además, se preguntó enfilando el pasillo laberíntico de la planta, qué podía ocurrirle, en el peor de los casos. Después de todo, quedaba descartado que, si alguien delataba su inminente jarana clandestina de esa noche y daba cuenta al servicio de orden público por violación de éste, se produjese un escándalo. Los tiempos eran otros y la gente no se escandalizaba como antes. Y, en fin de cuentas, ésta era una tierra libre y republicana en donde florecía una única dictadura, la del libre mercado. Una tierra en donde las grandes corporaciones industriales, comerciales y turísticas tenían más libertad de maniobra y poder de convicción que el gobierno democráticamente elegido entre ambos sexos. Y una tierra libre para comprar, era una tierra libre para transgredir los usos y costumbres consolidados a través de generaciones de mujeres y de hombres resentidos. Y, en último término, para aquietar no su conciencia sino esa cabeza suya febril, se dijo que Laura y todas las demás con las que pensaba verse de inmediato eran lo bastante adultas como para estar excusadas de rendir cuentas a nadie por sus pequeños y excusables deslices. Algo que la incluía también a ella.
De manera que llamó al timbre, no sin antes cerciorarse de que su boina de fieltro negro estaba convincentemente ladeada. Esa noche, Cornelia vestía un mono color visón —con cierres de velcro— que era el último y desgarrado grito de una moda cada vez más ceñida a la piel. En mala hora Cornelia había resuelto ponerse la única braga que aún tenía sin estrenar, y, de hecho, a estas alturas se descubría pensando que había hecho la peor elección al optar por esa prenda. La puerta cromada se deslizó un segundo después de que ella suspirase a causa de los escozores provocados por el vivo de la braga.
—Querida, qué bien se conserva —declamó una pelirroja de pelo corto y electrizado embutida en un maillot de licra verde, con pareo y zapatos de rejilla a tono con el maillot—. Quisiera convertirme en una adulta como usted —y así diciendo, alargó hacia la boina sus brazos pecosos como quien procura enderezarla.
—Menos guasa, Laura —dijo Cornelia sorteando a su amiga.
—Pero, cariño, es una broma —dijo Laura, que se había girado en dirección a Cornelia con los brazos arriba como haciendo un pase de vals mientras la puerta volvía a deslizarse—. ¿Te he dicho alguna vez cuánto admiro las voces graves?
Cornelia se dirigió al mueble bar y, después de sentarse en el empinado taburete, se puso a invertir ruidosamente el orden de las botellas que había debajo de la barra como si hubiera extraviado alguna.
—Miles de veces —dijo Cornelia que, al contrario de Laura, no tenía necesidad alguna de impostar la voz—. ¿Whisky?
—Por supuesto —dijo Laura, que tomó asiento en una de las banquetas del otro lado de la barra y cruzó una pierna sobre otra con un bote y un rebote de busto magníficos—. ¿Estás nerviosa?
—Sí —dijo, y cogió la cubitera.
—No tienes por qué —dijo Laura—. Todo está controlado.
—Aún peor. Esconderse para ver hombres.
—¡Desnudos! —dijo Laura, que abrió mucho los ojos mientras mecía los cubitos que golpeaban contra los lados de un vaso empañado—. Échame dos dedos.
El salón era amplio. Excéntrico. Enmoquetado. La moqueta, azul marino. Luces indirectas. Del techo pendía un arácnido monstruoso que parecía un ventilador bañado en oro. Las paredes estaban cubiertas de tapices con escenas de caza y doma de caballos. Había también un sofá de esquina tapizado con piel de tigre en donde reposaban cojines multicolores de ganchillo con borlas amarillentas. Frente al sofá, una mesa de mármol se diría una lápida y, sobre ella, se erguía un florero sin flor alguna, color teja y panzudo como un botijo, flanqueado por dos ceniceros de alpaca con la forma y el tamaño de dos paneras. Del otro lado, en el ángulo opuesto al sofá, había un gran biombo de seda floreado. El climatizador funcionaba a excesiva potencia para cualquier otra que no fuese Laura. Un hemiciclo de ventanales de doble cristal dejaba ver los rascacielos parcialmente iluminados.
Cornelia estaba persuadida de que era el piso de una soltera recalcitrante, como lo estaba de que Laura, sin ser guapa, siempre había tenido el morbo de las pelirrojas que no son horrendas. Sin hablar de que hacía deporte, o de que ingería dos litros de agua matinales y un tercero por las tardes, o de que se había prohibido toda clase de alcoholes excepto en días de aventura erótica como la noche de hoy. Laura mimaba sus abdominales y la dieta vegetariana hasta límites olímpicos, y odiaba el pescado, la carne, las píldoras, los hombres como género, las palabras un poco demasiado solemnes, los tacos y las confidencias —excepto las de quienes, como Cornelia, odiaban las confidencias aún más que ella misma— y las palomas que hacen sus deposiciones desde las cornisas celestiales. En una palabra, Laura se cuidaba. No era una cabeza especulativa, al estilo de Cornelia, sino una cabeza jurídica, pragmática, no en vano había estudiado Leyes y era hija de una empresaria triunfadora. Y llevaba una vida plácida, todo lo plácida, pensaba Cornelia, que podía llevarla una mujer rodeada de cientos de miles de mujeres. Agreguemos a esto que experimentaba una indiferencia igualmente plácida por lo intangible, lo sentimental, los principios, las causas perdidas, y que, además, se dejaba restaurar periódicamente por el láser, ese instrumento de la dicha terrena en manos de la mujer. Sus piernas, sus mamas y su aplomo, esas cinco evidencias, Cornelia no es que se las envidiase a Laura, sino que las admiraba sin reservas. Laurita era cuanto representaba: seria, prudente, esbelta y tetona, pero en el instante en que se animaba a desmadrarse, lo hacía con plena conciencia, por así decirlo, del pecado. Unos dedos más alta que Cornelia, era una epicúrea que le sacaba partido a la vida con la frugalidad o con el miedo de quien tiene un pasado estable, aburrido y unas raíces tan largas como sus piernas.
Laura apoyó un codo en la barra y levantó en el aire el vaso mediado de cuyo borde se escurrió una gota que absorbió el posavasos.
—Últimamente, la prensa digital ha sido mi mejor fuente de información sobre ti. Debería darte vergüenza. Apenas cogías el videófono —dijo Laura.
Cornelia lactaba del vaso sin desviar los ojos de su amiga y su tez lechosa. Recordó que a Laura, en el colegio, la llamaban Pipi hasta que naturalmente desarrolló de golpe sus atributos y el prestigio mamario dejó a sus detractoras sin argumento, arrojándolas a la dura ley del libre mercado y la competencia feroz.
—Una información bastante adulterada, por cierto. «En tiempos de insolidaridad, una vecina solidaria», o «La heroína de la ciudad», o «Un hombre menos»; eso los titulares de los diarios más respetables. Los más sensacionalistas publicaron perlas como «Mueran los hombres» o «Delincuente igual a macho». Y eso nuestros periódicos. En cuanto a la prensa masculina, no sé si daba más náuseas que la nuestra. Todo complacencia, humildad y comprensión para no levantar ampollas entre nosotras —dijo Cornelia, posando el vaso en la barra—. Las miserables de las reporteras se pasaron semanas apostadas en el portal para arrancarme un comentario. Si exceptuamos que un pobre tipo perdió la vida, todo fue una gran bola rodante de patrañas.
Laura, que había interrumpido el trago para prestarle una atención más reconcentrada, observó cómo se borraba la huella que habían dejado impresa en la barra los dedos de su amiga.
—Quizás lo mejor sería restringir el tránsito de un sector a otro. Jurídicamente es posible que fuese viable —y aquí Laura empezó a devanar un hipotético hilo con la mano libre.
—Lo mejor sería atajar las causas de la delincuencia masculina y no demonizarlos a ellos. Después de todo, no son tantos los que cruzan las fronteras intersectoriales. Y ya hace bastante que vivimos separados, ¿o no? Es más, la agrupación por sexos no ocurrió de la noche a la mañana. El reconocimiento de los sectores sólo legitimó una situación que se remontaba a mucho antes —dijo Cornelia escanciando en los vasos.
—No te molestes, cariño. Tienes razones para sensibilizarte con el tema, pero permíteme; yo veo a los hombres responsables de sus propios males. ¿De qué podrían quejarse, entonces? La cuota de hombres en el parlamento estatal excede el mínimo del veinte por ciento. Luego el poder está equitativamente repartido. Y me refiero a los tres poderes.
—Por favor, Laura. El poder está en manos de la economía, y ¿en qué manos está la economía del mundo civilizado?
—Querida, por fortuna, la Historia tiene una refinada manera de vengarse —dijo Laura.
—Puede. Pero suena epigramático. Como decir que la venganza es tan justa que se vuelve contra quien la aplica.
Al rato, Cornelia, que aparentaba estar comunicándose telepáticamente con su whisky, dijo:
—¿Me guardarías un secreto?
La otra miró a Cornelia con interés. Como si no fuera su amiga Cornelia —la mujer menos proclive a los secretos y que cimentaba sus relaciones no tanto en las confidencias cuanto en las lealtades— la que había creado una expectativa confidencial. Cruzó los dedos sobre la barra.
—Voy a hacerme clienta del Club —dijo ella contorneando el borde superior del vaso con la yema del índice sin perder de vista los dedos inquietos de Laura—. ¿Me has oído?
—¿Clienta o socia? —dijo Laura esbozando una mueca burlona.
—No me ofendas, Pipi —dijo Cornelia mascando las sílabas—. Aún no tengo necesidad de pluriemplearme.
Laura, que había pasado manifiestamente por alto lo de Pipi, dulcificó el tono.
—¿Tan mal te encuentras? —dijo descruzando todos los miembros que tenía cruzados.
—Es sencillo, necesito tener la experiencia. Ahora más que nunca, lo necesito.
—Ya, sólo que, en cierto modo, me sorprende. Están a punto de llegar tres hombres —dijo apurando el whisky—, y precisamente ahora me lo dices. ¿No te sorprenderá que me sorprenda?
—Si te refieres a los tres infelices sacados de las cloacas y pagados por nosotras que estamos esperando, sí. Es inmoral. Me refiero a otro tipo de experiencia. ¿Por qué lo banalizas? —insistió Cornelia sin apartar los ojos del vaso en el instante en que llamaron al timbre. Laura saltó del taburete y mirando de perfil a su amiga, dijo:
—Dudo que tu experiencia te vaya a salir más económica que ésta.
Cornelia vio cómo las demás, las que faltaban, las que habían llegado, pero con cierta demora, fueron entrando en fila india con una predisposición lo que se dice magnífica por recuperar el tiempo perdido. Después de los besos de rigor, ella misma no daba abasto con el whisky. Las demás eran tres, y —Cornelia no pudo dejar de examinarlo con perspectiva histórica— bebían como un regimiento de coraceros: Isadora y las mellizas, Magda y Vicky. Las tres, rubias —por fuera— y viejas —por dentro— como hadas, cínicas como brujas, sedientas como cactus, rijosas como diablas. Claro que ya todas se conocían, y detestaban cordial y recíprocamente —abstracción hecha de Laura y de ella— desde los tiempos antediluvianos de la universidad, en donde Isadora, por ese entonces decana de la facultad de Derecho, impartía clases de Derecho Natural. Cada una sabía de qué pie cojeaba la otra y cómo emplear, llegado el caso, todo ese caudal de información del modo más provechoso. En fin, y luego el Derecho —aunque, en su caso, había sido la Filología— y el partido del que eran afiliadas todas excepto ella, y que basculaba entre una izquierda triste y una derecha feliz, por no hablar de la clase acomodada a la que todas pertenecían. En suma, todo ello hacía que los vínculos entre ellas fueran tan elásticos como innegables.
De modo que bebieron y siguieron bebiendo. Alguna dijo que era lo más acertado mientras esperaban. Se fumaron pitillos en cadena, y, naturalmente, una tras otra, con ojos en los que centelleaban emociones antagónicas, interrogaron a Cornelia por el incidente que había hecho de una bibliotecaria un modelo de heroína hasta que, de repente, Laura apretó un botón que tuvo el efecto automático de cerrar, de izquierda a derecha, la persiana de los ventanales.
Y los whiskys se sucedían. Isadora, con entereza, iba por el cuarto con el mérito añadido de no moverse del sitio. Hay una suerte de pundonor en eso de beber sin enterarse, igual que se respira. Isadora era un as en tal extremo, apenas sin levantar una ceja. Cornelia le pasaba el vaso a Laura y ésta a Vicky que se lo pasaba a Magda y, finalmente, le llegaba a Isadora a las manos. Isadora, que en la actualidad era una joven jubilada con la aparente virtud de sobrevivir a todos los naufragios y que jamás inspiraba sentimientos tibios, estaba hecha a ver la naturaleza Femenina —y, en rigor, ¿es que había otra naturaleza?, solía decir— con más sombras que luces, empañada por una nube de smog. Recién había cumplido los cincuenta y cinco, pero hasta ella, sobre todo ella misma, lo ignoraba y no más se concedía una tarde al año para dar crédito a su madurez. De aspecto siempre cansado, le había declarado la guerra a las bolsas, las arrugas, las estrías y los surcos, y tan duro era el trance de cumplir años para esa mujerona que, revanchas aparte, aborrecía por igual ceremonias y aniversarios aun siendo civilizadamente de derechas. Dado que se cortaba el pelo en proporción inversa a los años que iba cumpliendo, llevaba su creciente originalidad recogida en un moño rubio, y únicamente algunas veces, para combatir la decadencia, se desmelenaba a base de alcoholes, tabaco negro y hombres rudos. Para Cornelia, decir que era escéptica hubiera resultado muy cándido.
—Cuándo vendrán esos granujas —dijo Isadora cuyo vestido se había mimetizado con los cojines.
—No tienen huevos —dijo Vicky, desde una banqueta de la barra, persuadida de su ingenio.
—Tal cual —dijo Magda, que se removía en el brazo del sofá sin acertar con la mejor posición para estudiarse las piernas y un whisky que, por otra parte, detestaba, como todos los conversos a la fuerza.
Las mellizas —con felinos leotardos que realzaban sus fibrosos muslos de deportistas— pese a serlo, vestían y hablaban como si fueran gemelas.
—Tonterías —dijo la ex decana, que le dio otro bajón a su copa antes de abandonarla sobre la mesa de mármol—. Debo decir que son ejemplares excepcionalmente saludables y especialmente dotados procedan de donde procedan, incluso —dijo enfatizando— aunque procedan de las cloacas —y aquí, como dando a entender que nadie le ganaba en audacia, se soltó el moño, del que llevaba prendido una pluma de faisán color sanguíneo con reflejos metálicos, y una melena, pajiza como la estopa, cayó en cascada por sus hombros. Isadora sacudió la cabeza como un rey de la selva mojado—. Jamás he conocido a un tío que se acojone si hay billetes de por medio. Laurita, habrás tomado precauciones, ¿o no?
—Hay acoplado a la puerta un detector de armas, y el vídeo funciona que es un primor —dijo Laura, que con el rabillo del ojo había captado una mueca de Cornelia fruto de reprimir un bostezo.
Cornelia, siempre detrás de la barra, miró su reloj de pulsera a las once menos veinte. Luego, las risas menudearon. Los nervios. Hubo carcajadas. Isadora, con el ánimo de distender el ambiente, se irguió sin perder de vista un punto fijo que levitaba frente a ella y se puso a imitar, moqueta arriba y abajo y también alrededor de la mesa de mármol, los andares de un hombre duro y viril, como dijo y repitió que aún se rumoreaba que existía en las cloacas, y todo ello lo hizo con innato conocimiento y tiesa como una estaca. Y entonces, a eso de las once de la noche sonó, por fin, el timbre, y una de las dos mellizas corrió hacia el monitor y después de escrutarlo con un método tal que a su lado un técnico de mantenimiento quedaría como un diletante, dijo que eran ellos.
—Son ellos —proclamó con ojos como reflectores—. ¿Estáis listas? —nadie dijo media palabra—. Voy a abrir.
Inmediatamente después de los sucintos saludos no hubo nada, porque el caso es que los tres sujetos estaban en el medio del salón como habrían podido estar en un baile de disfraces que les hubiera sorprendido en su propio dormitorio. Los tres las miraban a ellas con ojos de espanto. Ellas miraban a los hombres con ojos de extravío. Uno de los hombres, fuese, pensó Cornelia, porque era lo bastante sagaz o porque era lo bastante obtuso, se quedó mirando una diminuta cámara de vídeo, en un ángulo del techo, con el piloto rojo encendido. Ya era algo, la iniciativa, pensó. Los tres hombres iban toscamente maquillados y vestidos con faldas y collares y pelucas y zapatos de tacón con el fin, demasiado evidente, de camuflar su hombría y pasar inadvertidos por las calles. Que, en teoría, cualquier hombre al que hubiesen capturado las mujeres en su propio terreno —y viceversa— se hubiera visto en un brete, eso no lo ignoraba ninguna. Franquear la frontera política que delimitaba el sector de los hombres y el de las mujeres separándolos, era perfectamente legal, pero exigía más inconsciencia que arrojo. E incluso para los emigrantes que malvivían en las cloacas, todo permitía suponer que cada una de sus inmersiones a la superficie tenía mucho de aventura de consecuencias imprevisibles.
—Niñas, por qué no retiráis la mesita —dijo Isadora haciéndose a un lado—. A los muchachos les gustará disponer de toda la moqueta, supongo.
Laura echó a andar hacia ellos con un soberbio contoneo de caderas y, de camino, les preguntó a esas tres efigies si, por casualidad, les gustaría una música de fondo y qué tipo de música desearían para ambientarse. Uno, el más sudoroso, el que llevaba una vistosa peluca de bucles azafranados y cuyos bíceps sobresalían por debajo del chal indio, dijo, evasivamente, que bueno. Y eso fue todo. Las mellizas, por su parte, colmaron los deseos de Isadora, quien supervisaba el desplazamiento de la mesa fumando el sexto cigarro consecutivo. Así las cosas, la melliza Vicky, carente del más mínimo autocontrol, aprovechó que pasaba arrastrando la mesa de mármol junto al de la peluca azafrán y, sin previo aviso y con una desvergüenza predatoria, fue y le estrechó uno de los bíceps rápida como el rayo y con un ardor tal que el sujeto dio un respingo y la peluca, como una gran llamarada roja, cobró vida y dejó ver una calva destellante. Magda, la otra melliza, profirió una especie de gorjeo. Cornelia seguía detrás de la barra. Se sirvió otro whisky.
—¡¡Eeeeeepa!! —dijo Isadora—. ¡¡Niñas!! Con sutilidad. A ver, Laurita, pon orden en tus dominios.
—Señora, que nos vamos... —dijo el de la peluca, que ahora la tenía agarrada con ambas manos, sin dejar de moverlas, como si le quemase. El tipo chorreaba sudor aún más copiosamente que al principio.
—Bueno, bueno. Sentémonos —dijo Laura mirando a las mellizas—. Aquí no ha pasado nada.
Resultó que eran deportistas, y pobres, y altos. Que no eran profesionales, en una palabra. Como la mayor parte de los que hacían contrabando con su propio cuerpo. Ellas extrajeron estos detalles del fugaz test al que Isadora les sometió durante un rato. Cornelia estaba por inmiscuirse en la entrevista; de hecho, se había animado a salir de detrás de la barra cuando Isadora dio por concluida la interviú y Laura conectó, después de varias manipulaciones infructuosas, el aparato de música y sonaron modernos ritmos de guerra.
—Señora —volvió a la carga el de la peluca, que empezaba a coger confianza—, ¿cómo quieren que lo hagamos? Nosotros somos deportistas.
—Magnífico —dijo Isadora, que empezaba a perder la compostura—, pues hagan deporte. Me vuelve loca el deporte.
Las mellizas corearon con chillidos la observación de la ex decana.
Laura tuvo a bien acompañar a los deportistas hasta el biombo floreado tras el que se apresuraron a desvestirse.
Durante breves minutos, el silencio se hubiera impuesto de no haber sido por la música ambiental. Una música que llenaba el aire con unos ritmos del demonio. Unos ritmos inquietantes y obsesivos y marciales. Era el clima de un campo de batalla. Y tras esos breves minutos, ahora sí, los hombres, transfigurados y más o menos desnudos —uno de ellos torpemente enredado en telas vaporosas—, jóvenes y hermosos, con esa belleza esculpida en bronce que solamente la juventud atesora, indiferente, y con esa vergüenza que es la divisa propia de su ignorancia pero que adorna y desnuda esa belleza hasta el límite del deseo, salieron de detrás del biombo como ídolos, como adanes, como seres mitológicos.
Esas admirables personas llevaban puestos unos guayucos fosforescentes y abultados, de colores inverosímiles, que ceñían sus partes animales que era un dolor, y estaban, puede jurarse, al descubierto, rebosantes de salud aunque, a juzgar por los gestos cómplices de las mellizas, ninguno de ellos destilase precisamente esencias de Arabia. Pero eran hermosos, lampiños cual gladiadores. De rasgos duros, como cortados a cuchillo, y músculos más tensos que un arco a excepción de uno de ellos, cuyo cuerpo enorme, oscuro, mitad grasa, mitad magro, era uno de esos físicos de los que fácilmente se prendía Isadora, uno de esos físicos en los que sólo habrían posado los ojos las mujeres con relaciones estables o las muy osadas. Isadora, que estaba adherida a los dos bandos, exhibió desde lo más hondo del sofá un puñado de billetes en abanico como si fueran naipes, en tanto el individuo de la peluca flamígera, que ahora ostentaba una severa calvicie pero que, a decir verdad, no era algo que restase un ápice de verosimilitud a su hombría, se puso a hacer el pino y las chicas —esto es, todas menos Isadora— se levantaron al punto de sus asientos como prestas a ovacionarle.
—¡Hijos míos! ¡Quién necesita láser para rejuvenecerse con estos cuerpos! —clamó Isadora con violencia.
El más moreno de ellos, el del físico que bien pudiera obsesionar a Isadora, un casi mulato casi adolescente con un pelo tan negro y escarolado que se diría incluso impropio que brotase del cuero cabelludo, pensó lúbricamente Cornelia, se dejó caer como una escoba y, amortiguando la caída con las manos, inició de forma automática una serie eterna de flexiones de brazos, mientras el tercero, un tipo desaseado pero que resplandecía de sudor, con una espalda en forma de triángulo invertido y que pasaría por ser el descendiente de un leñador de los bosques de no ser porque iba tocado con una guirnalda de hiedra, se acariciaba los músculos escalonados del abdomen. Y el de la peluca continuaba orgullosamente boca abajo.
Así siguió la cosa durante un tiempo que no podría calcularse. Se sobreentiende que los ejercicios se sucedían —aunque no en exceso— y unos sudores ácidos pero dulces manaban de unas pieles tersas y brillantes, y la música, además, hay que suponer que era un algo demasiado táctil como para que las cinco mujeres, todas ellas en pie, no los fueran cercando poco a poco.
—Basta de tonterías. ¡Voluntarios para quitarse el taparrabos! ¡Un paso al frente! —gritó Isadora, muy tocada por el whisky.
Y hubo un chillido compartido por todas. Cornelia se sorprendió para sus adentros, pero no tanto como los hombres, quienes en pleno alboroto no tuvieron clara conciencia del cambio de enfoque. Se fueron parando uno tras otro. Como grandes simios, ahí estaban, los brazos caídos y laxos. Y sus pechos subían y bajaban combándose casi en un latido común.
—¡Suspensorios al viento, hijos míos! ¡Los taparrabos! ¡¡Fuera!! —gritó Isadora espantando una mosca imaginaria con la mano—. Seguro que son maricones —susurró al oído de Cornelia.
Y de repente obedecieron, como antes habían obedecido. Cornelia vio los billetes de Isadora astutamente dispersos por los almohadones atigrados del sofá, y casi en seguida vio que los tres hombres, esos tres simios ominosos eran espléndidos en más de un sentido, y aún más en directo que en fotografía o en una pantalla de ordenador. Y al ver que se habían despojado por fin de los guayucos, o lo que es igual, que estaban, los tres, sin defensa posible, pensó, entre vértigos alcohólicos, que los amaba de algún modo irremediable y que, por increíble que lo encontrase, en otra circunstancia, en otro lugar, no allí ni ahora, pensó que hubiera deseado protegerlos.
Quién sabe si eso fue lo que pensaron las mellizas neurótico-musculadas en el mismo instante en que arremetieron como atletas o súcubos. La cabeza es un órgano frágil. No se puede asegurar. Lo único cierto es esto: cada una se fue hacia uno y se quedó con él, por así decirlo, soldada, pegada, amarrada, no acariciando sino arañando, no besando sino mordiendo, no sobando sino estirando. Por otro lado, la música imponía sus ritmos bestiales. El de la peluca, que se había quedado pálido de no quitar ojo a las parejas improvisadas y que tenía un órgano flácido pero conspicuo como una pequeña manga de riego, estuvo rápidamente a merced de Isadora y vio, mejor, sintió cómo ella le cogía ese apéndice innominable sopesándolo en la mano como haría con un fruto, digamos, de temporada, que a falta de tiempo y paciencia no está lo bastante maduro.
—Vaya, qué bendición, cariño —dijo Isadora.
Cornelia, que no se atrevía a moverse, vio cómo Laura, asimismo, se acercaba al calvo espécimen de Isadora y le palpaba las nalgas con la naturalidad de un propietario que ejerce sus derechos de uso y disfrute.
Entonces, sonó el timbre. Como una alarma que se hubiera desbocado. Las mellizas, tan enfrascadas en su personal y atlético descenso a los infiernos que no había ni que pensar en la contingencia de que oyesen el timbre. Las tres mujeres restantes se miraron, y el de la peluca, cuya incipiente virilidad había empezado a dar muestras alentadoras de madurar en una palma ajena, levantó la cabeza con la mirada perdida.
Fue Laura quien se acercó al aparato de música y bajó el volumen para, a renglón seguido, irse hacia la puerta y abrirla lo indispensable. Fue Laura, en principio, quien se enfrentó a una agente uniformada del servicio de orden público, a la que, por lo demás, únicamente Isadora —no Cornelia, ni mucho menos las mellizas—, desde su comprometida posición, había conseguido distinguir a medias. Y justo entonces, Isadora le dijo a Cornelia: «Vengo ahora», y dejó literalmente desamparado el miembro, otra vez flácido, del tipo. Cornelia se quedó mirando al de la peluca y levantó una ceja. Las mellizas perseveraban sin dejarse distraer. Si acaso, el volumen más discreto de la música había logrado aplacar sus primeros y más rudos impulsos, y ahora sus rastreos infernales se habían vuelto más sordos, menos suspirantes; sin hablar de que una y otra estaban ya casi tan desnudas como ellos. En la puerta, Laura y la ex decana era como si parlamentasen con un enemigo gesticulante, hasta que Isadora alzó la voz. Para decir algo ininteligible. Que sonó como una amenaza. Y Laura apretó el botón que cerraba la puerta.
—Esto se ha terminado —dijo Laura a la altura del grupo escultórico. Por una vez, las mellizas, desgreñadas, parecieron reparar en lo efímero y circunstancial de su dicha.
—¿Has cogido el nombre de esa imbécil? —dijo Isadora.
—Sí. Hay que darles el dinero a estos —dijo Laura.
—Seguro que eran maricones —dijo Isadora tambaleándose.
Y los tres, como caballeros, sigilosamente, empezaron a desfilar hacia el biombo en donde se habían desprendido de las ropas.