IX
A
unos cuatro kilómetros de donde solían citarse tenía su emplazamiento una de las muchas áreas de ocio del Club. Las áreas de ocio eran, en realidad, mastodónticos núcleos comerciales en donde se concentraba el sector de los servicios, una de las fuentes de financiación del Club. Su reclamo era tal que, en el colmo del absurdo, alguna clienta abonaba los servicios principales con objeto de tener libre acceso a los servicios de las áreas de ocio, pero, como penitencia, se veía en el incómodo trance de remolcar de mercadillo en mercadillo a un amante a quien ni siquiera concedía una piadosa mirada de desdén.
Pues bien, algunas tardes Cornelia e Iván —junto con los padres ficticios de Iván— se trasladaban a una de esas áreas de ocio en sendas naves biplaza que se obstinaban en perseguirse y adelantarse a lo largo del breve trayecto hasta que tomaban tierra en la pista de aterrizaje. «Es mi padre, que es muy competitivo», solía decir él. Cabe puntualizar que todo esto ocurría contra la voluntad de Cornelia, que no estaba muy convencida de por qué toleraba aquellas tardes de adelantamientos temerarios y de compras en tiendas de época en cuyos escaparates se exponían artículos anacrónicos a precios abusivos y con el reclamo de jóvenes dependientes ataviados a la moda. Sin embargo, como cualquier mujer, Cornelia hubiera podido gozar a sus anchas de aquellas expediciones, pero ahí estaban, para arruinárselas, los padres ficticios de su joven amante ficticio: Marco Julio, el que se mesaba la barba, y ella, doña Luisa Coronel, con sus labios avaros, sus absurdos sombreros sujetos con lazos de satén blanco y sus irritantes comentarios sobre flores que no fueran silvestres, como si ella, Cornelia, hubiera sido una florista descarriada. Cornelia, a costa de grandes e insanos esfuerzos de imaginación, resistía por estar con él, o, al menos, todo lo cerca que se lo permitían los bloqueos físicos de quien ya intuía como una modélica suegra.
Días atrás, había decidido correr un más que tupido velo sobre el tema de los anónimos a pesar de que seguían lloviendo en su buzón con una periodicidad insultante. Evitaba hablar de ellos por sentido del decoro, porque no le apetecía dar explicaciones que tampoco estaba en condiciones de ofrecer, y porque no se hubiera perdonado que el chico la mirase con recelo, toda vez que, en su opinión, las actitudes de Iván demostraban una impericia conmovedora, como, por ejemplo, cuando el día que siguió a la tarde del sofá circu-ninfu-relaxy, él le preguntó por sus silencios y, en resumen, por sus ausencias.
—Estás muy callada. ¿Te ocurre algo? ¿Va todo bien? —dijo él con voz que delató una pizca de ansiedad.
Silencio.
—Por Dios, querida, ¿te ocurre algo?
Silencio.
—No tienes por qué decirme nada que no desees, pero no aprobaría que mi futura esposa se afligiese por algo cuyo remedio es para mí un deber y una urgencia.
Cornelia se sintió abrumadísima, suspiró y dijo:
—Nada. En serio. Nada que se pueda poner en palabras. Soy feliz a tu lado.
Entonces, ateniéndose a un guión improvisado y sin redondear ni la frase ni la idea, Cornelia dijo antes de besarlo:
—Deberías saber que te quiero más de lo que imaginas.
Como consecuencia de algo que no estaba muy definido, en el curso de los días siguientes, Cornelia resolvió no volver sobre ese punto y aparte, ese paréntesis en el argumento, y cambiar de táctica para distraer su interés y hacerlo feliz el tiempo que durase la relación terapéutica. Amar es pensar en el otro, se decía, y, por extravagante que pudiera reputarlo otra dama que no fuese ella, trataba de ponerse en el lugar de él, y lo que podría reputarse de más extravagante, actuaba pensando en lo que él hubiera querido, y no ella. Esto originó incontables malentendidos. Es más, de ahí partieron las tardes en que los cuatro, en bloque, salían de compras a las áreas de ocio, y luego las fiestas y los amigos y los conocidos y las reuniones de sociedad. Era —Cornelia así lo creía— la ocasión de volverse aún más mundanos y sociables que antes.
—Querida, estás arrebatadora —dijo doña Luisa Coronel la primera tarde de esa sucesión ininterrumpida de tardes.
Cornelia, frenética porque el rubor nunca había sido una exteriorización propia de su carácter, se ruborizó al sentirse observada desde la punta del zapato a la cinta del sombrero que le llegaba hasta media espalda.
—Siempre está arrebatadora —dijo Iván.
—Indudablemente —dijo doña Luisa Coronel.
—Qué gran verdad —intervino Marco Julio—. Cuando se es joven, que todo es vida y dulzura es una evidencia. Recuerdo que cuando yo era joven —y aquí los lugares comunes de Marco Julio se oscurecieron ante la mirada paralizante de su esposa—, como la mayor parte de los jóvenes, se entiende, también era todo vida y dulzura.
Eso hubiera podido tomarse o no como un piropo, porque el hecho era que Cornelia, si descontamos los instantes en que él la miraba como si ella tuviera sangre de reyes, no se veía ni joven ni dulce. Al revés, con frecuencia se amargaba rumiando la edad del chico y procuraba ocultarle la suya tras un dedo de maquillaje lustroso, cuando no se afanaba en dulcificar una voz que siempre había sido el timbre de gloria de su carácter. Reacciones a las que no había sucumbido nunca, antes de ahora, en el mundo real.
—¡Fijaos, fijaos! —dijo Marco Julio, el que se mesaba la barba, señalando con el bastón fúnebre mientras se calaba la chistera.
A ambos lados de la calle adoquinada a imitación de calles antiquísimas, había pequeñas casas enjalbegadas de dos y hasta tres pisos, y en cuyos bajos se abrían al público toda suerte de comercios dedicados a la Edad Media. Las calles se distribuían en forma radial, y cada una de ellas estaba consagrada de punta a cabo a una edad histórica. Una gran cúpula geodésica compuesta de fibra de vidrio sobre una rejilla de acero cubría toda el área de ocio.
—¿Lo estáis viendo?
—Marco, cariño, ¿tendrías la bondad de no apuntar con el bastón? —dijo doña Luisa Coronel—. Querida, qué hombres. ¿No estás de acuerdo?
—Son todos iguales —dijo Cornelia.
El objetivo hacia el que Marco Julio apuntaba antes de acatar la orden era una troupe de titiriteros escandalosos, con coloretes en los carrillos, que vestían calzas multicolores y camisetas de manga larga de rayas transversales.
Uno de los cinco titiriteros, el que tocaba un flautín y una pandereta al alimón, hacía cabriolas saltando con una pierna y alzando la otra con la puntera del mocasín en alto. Los cuatro restantes danzaban al son de ritmos un poco caóticos, y tres de los cuatro hacían juegos malabares, cada uno con un racimo de pelotitas de goma. Los cinco levantaban murmullos de asombro entre un público que se aglomeraba a su alrededor. Mientras, de los comercios iba saliendo más y más gente. La mayoría con sus túnicas, capas y calzas cristianas, aunque algunos llevaban turbantes orientales coronados de plumas y alfanjes y babuchas infieles. Y aun, a lo lejos, Cornelia divisó un capelo cardenalicio que denotaba cierta incongruencia histórica.
—Precioso —dijo Cornelia buscando una mirada cómplice.
—Me alegro de que te guste. Entonces, ¿por qué no nos escapamos? —susurró él, que, de forma providencial, se había materializado a su izquierda.
—¿A dónde? —dijo doña Luisa Coronel.
—Nos vamos —dijo Iván con voz firme mientras tomaba del hombro a Cornelia—. Dentro de dos horas nos vemos en la nave.
—Un momentito, hijo. Todos tenemos nuestras obligaciones...
Fue lo último que escucharon de doña Luisa Coronel. Pero ninguno de ellos se dio la vuelta. Y Cornelia creyó escuchar, en la distancia, al oráculo de Marco Julio, el que se mesaba la barba, diciendo algo tan pertinente como que la juventud era un tesoro por los siglos de los siglos, pero no hubiese podido jurarlo.
De modo que echaron a andar abriéndose paso cogidos de la mano.
Al final de la calle, muy cerca de las puertas de cristal que limitaban el área de ocio, vislumbraron, entre un centenar de cabezas, un puñado de tenderetes de flores. Iván rodeó la cintura de Cornelia en la misma fracción de segundo en que un tipo, más exactamente, un engendro que iba enfundado en una armadura nada arrebatadora, se plantó delante esgrimiendo un panel electrónico que promocionaba una célebre marca de productos de limpieza del hogar. Cornelia sintió cómo él la apartaba del camino de la armadura con suavidad, y cómo en seguida retiraba la mano del talle.
—¿Me aceptarías una flor?
—Desde luego —dijo ella bajando los ojos.
Esperaron su turno, y luego Iván escogió, de entre un ramillete, una camelia color lila que empezaba, tímidamente, a abrirse a la luz.
—Para ti. Como talismán de algo inmarchitable.
Y, en realidad, si no se le hubiera acelerado el corazón, cuánto le hubiera gustado a Cornelia decirle que sí, que le encantaba todo, la camelia, el talismán y que fuera inmarchitable.
—¿Puedo confesarte un secreto un poco vergonzoso? —dijo él. Y, sin esperar respuesta—. Que ojalá nos hubiéramos conocido lejos de aquí.
Cornelia habría de recordar esa frase como se recuerda la primera frase de los cuentos, y porque, como esos principios de cuento, era inolvidable, y sus consecuencias demasiado irreales como para no resultar insólitas a una mujer adulta y con los pies asentados en tierra.
Bien, el asunto no era otro que a Cornelia le costaba pisar tierra, o él se lo ponía difícil.
—Tengo una sed horrible. Compremos algo de fruta. ¿Te apetece que compremos algo de fruta, cariño? —dijo él.
Iván tiró de ella con un garbo que no contradecía la exquisitez de que hacía gala otra veces.
La frutería estaba medio llena. Los dependientes, como todos los comerciantes de la calle, vestían con atavíos medievales. A la entrada, a la derecha, sobre una cesta gigante de cuyos bordes sobresalía un mantel blanco, había una pirámide de manzanas verdes que tendría un metro y medio de altura. Cornelia, que portaba su camelia en alto como el talismán inmarchitable de los cuentos, vio cómo él avanzaba hacia la pirámide de manzanas hasta ponerse a la altura de una viejecita de cabellera algodonosa recogida en la nuca y que, al girar la cabeza para mirar al chico, mostró las arrugas propias y la mirada risueña de una octogenaria que hubiera prescindido de operaciones estéticas. La viejecita vestía de un modo muy raro, con prendas sueltas, una falda negra hasta los tobillos, calcetines blancos y un pañuelo rojo anudado al cuello, y permanecía sola frente a la pirámide como si la estuviera honrando o como si calibrase la estabilidad de su equilibrio, cuando, con serenidad pero con decisión, echó mano a la primera manzana, que estaba aproximadamente a la altura de su moño y, simultáneamente al grito de alerta del dependiente, una parte de la pirámide se vino abajo provocando una catarata de manzanas verdes. La viejecita, a punto de caerse, hizo ademán de agacharse, Iván la detuvo, la sujetó por los hombros con una sonrisa mientras las manzanas se despeñaban desde lo alto rodando hasta los pies de ambos y más allá, y la viejecita no paraba de mirarlo a él y a las manzanas con la misma mirada risueña del principio. Cornelia hubiera intervenido, pero estaba paralizada. Se quedó mirando la escena con la flor en la mano y una sonrisa que para ella misma hubiera sido un misterio. Ni siquiera el dependiente, que se había apresurado a advertir del desastre, reaccionó con celeridad. Cuando cesó la catarata, y entonces Iván dejó de sujetar a la viejecita por un instante, el suelo estaba regado de manzanas verdes, pero, lo que resultó más imprevisible, no sólo para Cornelia sino para el resto de espectadores, incluido el dependiente, fue la reacción de la viejecita y también de Iván. La viejecita, con una prudencia que rayaba en sentido común, se agachó, cogió una de las manzanas, miró la pirámide truncada que aún permanecía en pie, miró a Iván, miró la pirámide y, más risueña de segundo en segundo, optó por entregarle la manzana a Iván y poner el destino de la manzana en las manos del chico, que, con toda probabilidad, no sabía si sujetar a la viejecita rodeada de manzanas para evitar un accidente o depositar la manzana verde en su lugar. Se inclinó por esto último, con agilidad, sin perder de vista las evoluciones de la viejecita de ojos cada vez más risueños que, simultáneamente, volvió a agacharse con la misma prudencia de antes, cogió otra manzana y le encomendó de nuevo su destino a Iván, cuya sonrisa, que iba de la viejecita a Cornelia, de Cornelia a la viejecita y de la viejecita a la pirámide truncada de manzanas verdes, no ofrecía la menor duda de ser absolutamente sincera. Sólo después de cinco manzanas recogidas y depositadas, se hizo cargo del resto el dependiente, y, para entonces, ni la viejecita, ni mucho menos Iván, hubiesen sido capaces de ponerse serios, mientras Cornelia seguía mirándolo como si la hubieran hipnotizado.
Pronto las reuniones sociales y las fiestas menudearon. Apenas estaban solos más de lo imprescindible, teniendo en cuenta que eran novios o amantes o prometidos o lo que fuere. Pero bueno, quién podía estar seguro de cuánto era en verdad lo imprescindible. Decir que lo imprescindible equivalía a lo que el corazón se empeñaba en dictarle todos los días a todas horas, Cornelia lo hubiera jurado sin temor de ser acusada de perjura. Y, no obstante, el lío era el siguiente: Cornelia procuraba acallar su corazón en la medida en que podía. En cuanto a Iván, para Cornelia era una incógnita, hermosa, sí, joven, sí, altísima y taciturna; pero una incógnita. Si hasta, de cuando en cuando, se quedaba sin palabras, estando los dos solos... lo cual era muy violento. Parecían acecharse el uno al otro, a la espera de un movimiento en falso, de una actitud que los delatara, mutuamente. Por otro lado, el Club era un maná en lo tocante a distracciones colectivas. Para las fiestas y reuniones sociales, el Club contaba en sus reductos con multitud de anexos. Lo que predisponía a pensar que siempre o, al menos, casi siempre había alguna recepción o simposio o banquete o fiesta de aniversario o despedida de soltero a los que había que asistir vestido de rigurosa etiqueta, y siempre ambientados en un siglo hacia el que, con sorpresa para ella misma, Cornelia empezaba a tener sentimientos encontrados.
Los dos se abrían, justo es decirlo, a nuevos vientos. Y Cornelia, quien a lo largo de esa etapa se hizo el propósito de encarnar su papel con devoción, procuraba, con todas sus fuerzas, olvidarse de las palabras de Iván, esa maldita frase que ya nunca se le fue de la cabeza.