III
E
n otro tiempo, Iván habría juzgado imposible que lo admitieran como socio del Club. Sólo tres meses antes, que aprobasen su solicitud le hubiera llenado de satisfacción, le hubiera llenado de esperanza, de fe en el destino; ahora, sin embargo, mientras se encaminaba al acceso número 15 —avenida Reina Victoria—, la solicitud aprobada no era más que un desagravio por lo que ese destino le había arrebatado tres meses antes.
Por la mañana, al llegar exhausto del apestoso empleo con que se ganaba la vida y en respuesta a su casi olvidada solicitud de ingreso en el Club, había leído una nota recibida a las siete cuarenta en el correo electrónico de su flamante ordenador: «Solicitud aprobada. Le llamarán por la tarde con instrucciones. Fdo. El Club.»
Había dejado transcurrir el resto de la mañana muy alterado, sin pegar ojo, pensando en su padre muerto. Había abierto la última botella de ron que quedaba en el frigorífico. Después de unos primeros tanteos de reconocimiento, se había tumbado en el diván con ella como con una amante mientras pasaban las horas. Sólo mucho más tarde había sonado el zumbido de su ordenador y, antes de que sonara un segundo zumbido, un tipo calvo y con perilla, cuya visible apariencia en el monitor no sobrepasaba los cuarenta o cuarenta y cinco, le había dicho que buenas tardes y que seguramente estaría esperando esta llamada.
—Desde hace horas —había dicho Iván Zelda.
—Observo que la tecnología ha conquistado el sector masculino, señor Zelda.
—Ordenadores o sardinas, señor.
—Oliveira, Vinilo Oliveira. Empecemos por el principio. Es pura rutina, señor Zelda. Según la ficha técnica, mide usted uno noventa y dos, descalzo. Ochenta y siete kilos. Veintitrés años. Pelo negro. Corto. Muy incipientes entradas. Piel morena. Pestañas largas. Manos musculosas. Ojos oscuros. Levemente almendrados, pone aquí. Nariz aquilina. ¿Almendrados, aquilina, musculosas? ¿No hay adjetivos más vulgares ni lugares más comunes? Nuez prominente, etcétera, etcétera, etcétera. Veamos, pues. Complexión atlética, en general. Tórax notable. Espalda notable. Glúteos, hum, más que notable. Anda usted un poco encorvado, si me permite. ¿Correcto? Correcto. Ha practicado pesas, según confiesa en la instancia. ¿Enfermedades infecciosas?: negativo. ¿Alérgico a algún medicamento?: negativo. No hay impedimentos físicos, entonces. En líneas generales: salud óptima. Se le someterá, no obstante, a un chequeo completo. Una pequeña cicatriz en la barbilla con forma de interrogante o de anzuelo. Vaya, vaya con los detalles burocráticos. Empleo actual: operario de residuos urbanos. ¿Es correcto? ¿Quiere modificar algún extremo?
—Es correcto.
—¿Espera compatibilizar su labor en el Club con su empleo actual?
—No. Voy a despedirme.
—Mejor así. ¿Vive su progenitor?
—Ha muerto.
—Mis condolencias. ¿Viven juntos? Discúlpeme —dijo Vinilo aclarándose la voz—. Es la inercia del trámite. ¿Ha sobrevenido hace mucho el deceso?
—Dos meses y veinticuatro días.
—¿Tipo de muerte?
—Asesinado por agentes del servicio de orden público del sector femenino.
—Oiga, señor Zelda —dijo Vinilo, que volvió a aclararse la voz—; sin entrar en interpretaciones, me tomo la libertad de pasar por alto ese detalle. Un detalle que es del todo irrelevante —y siguió tecleando durante un lapso tal que el otro empezó a arrepentirse de su franqueza—. Bien, éste es nuestro primer contacto personal, digamos. En adelante, yo seré su enlace y futuro instructor. Mi nombre, como digo, señor Oliveira, Vinilo Oliveira. Conoce las señas, ¿no es cierto?
—No sé por dónde se accede —había titubeado.
—Quién no conoce los accesos del Club, señor Zelda —había dicho el tipo sonriendo mientras le echaba un vistazo por encima de las gafas—. En pocos segundos aparecerán en su pantalla las señas a donde deberá usted dirigirse. Entretanto, permítame recordarle —ya habrá tiempo de estudiarlo a fondo— que, como empresa pública, nuestra casi centenaria institución está implantada en todas las megalópolis del Estado, y que en el noventa por ciento de los estados del mundo libre proliferan instituciones más o menos semejantes. Por último, en lo que se refiere a nuestra capital, como es bien sabido, el Club se extiende a lo largo de cinco kilómetros de frontera intersectorial, con una anchura que fluctúa entre los dos y los tres kilómetros, limitando por el este con el sector femenino, y por el oeste, con el sector masculino. En pocas palabras, señor Zelda —ahora el sujeto se había interrumpido y miraba en dirección al teclado—. Ahí tiene las señas concretas a donde debe usted dirigirse: acceso número 15, avenida Reina Victoria, sector masculino, siempre que no desee usted acceder por el sector femenino... Disculpe la broma. A ser posible, cuanto antes, esta tarde, por ejemplo, sería espléndido, si no le es molestia. Desde hoy mismo, y durante los días venideros, de acuerdo con el vigente reglamento del Club, se le impartirá un curso intensivo en nuestros centros de adiestramiento, siempre que no se oponga, claro está.
—Estoy a su entera disposición —había dicho hipnotizado por el domicilio cuyas letras destellantes seccionaban la garganta del otro.
—Correcto. Empaque sus pertenencias. Los pluses de transporte se le abonarán junto con el primer pago que se le satisfaga. ¿Desea hacer uso de su privilegio como novicio?
—Sí.
—Perfecto entonces, le explico. Siempre que pase el chequeo médico, el curso de adiestramiento se prolongará durante un número indeterminable de semanas de internado en las instalaciones del Club; pues bien, dispone usted de ese plazo de tiempo para, en sus ratos de ocio, introducirse en el programa informático correspondiente y elegir la clienta que sea de su gusto; eso sí, una vez finalizado el curso y firmado el contrato, deberá decidirse por una. Como usted no ignora, es un privilegio relativamente reciente pero de éxito inesperado la posibilidad de que todo nuevo socio, o novicio, si prefiere, elija por foto a su primera clienta, quede claro, sólo a su primera clienta. Por descontado, siempre que ella, que es quien paga, acceda. Como usted debe comprender, no siempre accede, pero el porcentaje de clientas que se sienten favorablemente atraídas por quien las eligió antes es, me atrevería a decir, abrumador. ¿Ha grabado las señas?
—Claro.
—Acceso número 15, avenida Reina Victoria, sector masculino, señor Zelda. Pregunte por el señor Oliveira. Como instructor suyo, le atenderé personalmente. Hasta muy pronto. Y buen viaje.
Y ahora, mientras se encaminaba al acceso número 15 del Club, pensaba en lo mucho que hubiera significado para él todo esto antes de la muerte de su padre, y en lo confuso que todo resultaba ahora.
Porque él se recordaba deseando ser socio del Club con la misma urgencia con que un niño desea ser adulto; de hecho, esa había sido su segunda gran ambición, precedida a una cierta distancia de su primera gran ambición: haber conocido a su madre, la mujer a quien Asdrúbal nunca dejó de amar.
Los recuerdos más vivos de su infancia eran los recuerdos de eternas tardes jugando en casa con su padre, Asdrúbal, después de hacer los deberes, o de somnolientas mañanas, cuando el pobre tipo regresaba después de una noche entera trabajando como operador de residuos urbanos, e Iván le daba los buenos días mientras desayunaba antes de irse al colegio público, o bien recuerdos de fines de semana con su pandilla de amigos jugando a policías y mujeres por callejuelas cubiertas de escombros y contenedores desbordantes y mendigos durmiendo al aire libre en albergues unipersonales improvisados con cartones, días que eran una forma de felicidad como él suponía que habría pocas hasta que lograse ver cumplida su segunda gran ambición.
En cuanto a la primera, nunca se había hecho ilusiones. Sólo en contadas veces, y de modo muy esquemático, Asdrúbal había mencionado a la madre de Iván, María de la Consolación de Alba —o también, Dolly de Alba— para decir que aún vivía aquí, en la misma ciudad, aunque, desde luego, en su correspondiente sector, y que se había hecho broker, así pues, una mujer acaudalada, para acabar refiriéndose al amor y a la nostalgia y al consuelo en términos analógicos. Y, hasta que bien pronto ocultó una curiosidad que nunca dejó de ser insaciable, las pesquisas de Iván sólo le llevaron a concluir que había sido una mujer fuerte, hermosa, de pelo castaño, y que en las guías metropolitanas, de probada habilidad, únicamente existía una Dolly de Alba. Y eso que, insospechadamente, una tarde, hacía un montón de años de eso, Asdrúbal había mostrado menos reserva de la habitual. Fuese porque consideraba que la memoria de un niño es caprichosa, o porque necesitaba sacarlo de una vez, le habló de los amores que rompen las reglas y de la felicidad de los instantes inolvidables. Eso era tanto como hablarle de ella, de su madre. Aunque Iván era un niño, lo intuía. En momentos extraordinarios, el niño lo pregunta todo o se queda mudo, e Iván casi nunca preguntó demasiado. Quizás por eso Asdrúbal lo cogió del brazo y se lo llevó al dormitorio, lo sentó en la cama, abrió el cajón de la mesilla de noche y extrajo un cofrecillo de latón repujado que tenía el tamaño de un puño y un llavín en la cerradura. Abrió el cofrecillo y, de su interior tapizado en felpa roja, cogió con dos dedos temblorosos una sortija de aspecto antiguo, labrada con figuras vegetales y una amatista engarzada en su centro geométrico. Iván temió quedarse mudo cuando su padre, mirándolo de un modo que no sabría describir pero que le atenazó la garganta, le descubrió que la sortija de platino había sido de Dolly, el único obsequio que aún conservaba de su madre.
La sortija permaneció durante años en el mismo sitio, razón de más para que él supiera que había existido alguien irreemplazable en el corazón de Asdrúbal, y por quien él, Asdrúbal, habría vendido su alma o empeñado cualquier futuro prometedor si ella se lo hubiese pedido.
Bien, no estaba seguro de si ella se lo había pedido, pero sí de que él no había logrado olvidarla desde sus lejanos días como socio del Club, hacía no menos de treinta años. Iván heredó la memoria selectiva de su padre, y los mismos criterios de selección; es más, pacientemente, había logrado encajar algunas piezas del puzzle familiar. Supo, en efecto, que su padre había ingresado como socio del Club, donde trabajó durante años. Supo que, infringiendo una norma básica de la institución en la que ahora él se disponía a ingresar, su padre y ella se enamoraron. Supo que ambos fueron demasiado inconscientes o demasiado locos, o tal vez estaban demasiado enamorados como para conducirse razonablemente: se fueron a vivir juntos lejos de las grandes ciudades, casi como ermitaños, cerca de la costa; por supuesto, ya entonces, todo lo que no fueran extensas áreas urbanas eran territorios casi despoblados. Ella ya estaba embarazada de Iván, y sólo fueron precisos unos meses para que Dolly advirtiera las dificultades indecibles que supondría salir adelante. Supo, por Asdrúbal, que la subsistencia de la familia era precaria, y que los escasos vecinos de los alrededores —todos hombres— los miraban como delincuentes, que seguir juntos hubiera supuesto una guerra abierta contra el mundo o un aislamiento casi definitivo del mundo; en esas condiciones, se puede creer que el infierno estaba fuera, pero corrían el riesgo de que se instalara entre ellos. A los pocos meses, Dolly los abandonó sin explicaciones. Supo que, gracias al pequeño Iván, Asdrúbal se salvó de hundirse del todo en una depresión que, no obstante, lo mantuvo alejado de su entorno durante meses. Y supo, desde la infancia tenía la nítida convicción de saberlo, que esas pocas piezas del puzzle habían hecho de su padre alguien admirable, no sólo por haberse ocupado de él, sino, involuntariamente, por haberle enseñado a mirar a las mujeres con menos prejuicios que otros hombres. Y aprendió, sobre todo, aprendió que necesitaba admirarlo porque le resultaba intolerable la idea de que Asdrúbal lo responsabilizara del dolor y de la pérdida.
Qué pocas veces su padre le había hablado de ella. Y cómo ahora, cuando ya creía haber perdido todo asomo de curiosidad y sentimiento de culpa, lamentaba Iván no haberle rogado que le contase toda la historia, algo a lo que tal vez el viejo hubiese accedido de buena gana últimamente. No era casual que Asdrúbal —ni siquiera a causa de la jubilación anticipada— en los últimos tiempos vaciara las reservas de ron como si fuera un filibustero, o se refiriese a las mujeres con un deje de nostalgia más incurable que antes, o viera más películas de amor y más repetidamente que en toda su vida. Algunas noches, Iván lo sorprendía a través del quicio de la puerta de su dormitorio tumbado en la cama frente a La dama de las camelias o Los puentes de Madison o Tú y yo. Iván se petrificaba entonces durante un largo rato por si detectaba en su padre algún movimiento que le diera a entender que no dormía, y, sólo en el caso de inmovilidad absoluta de la calva, se deslizaba en su cuarto y apagaba el televisor.
Lamentaba tantas cosas, para ser justos. Lamentaba el miedo a preguntar, lamentaba el miedo a saber más, o a sentirse culpable. Lamentaba no haberle abrazado aun sabiendo que Asdrúbal era reacio a las efusiones táctiles, y aunque rugiese suavemente cuando de tarde en tarde Iván le daba un beso de despedida o le acariciaba el prominente abdomen mientras le sugería que no abusara de la comida y de la cerveza; o no haberle prestado más atención en los últimos años, cuando la adolescencia se había interpuesto entre ellos como un tercero en discordia, o haberse alejado tanto y haberle dejado tan solo. Porque la muerte de su padre a los sesenta y dos años se le antojaba cruelmente prematura. La muerte había aparecido cuando él empezaba a sacudirse la última piel de la adolescencia, y, ahora que creía empezar a comprender a su padre, que se juzgaba a sí mismo lo bastante valiente como para saber, ya no estaba.
Pese a todo, Iván trataba de explicarse lo que había sucedido. Cierto que en los últimos meses, Asdrúbal hablaba de tristeza, de soledad, de paraísos perdidos y de que el amor es lo más importante en la vida, frases que, contra sus propios deseos, le sobrecogían y lo alejaban de su padre; luego entonces, ¿cómo podía extrañarle que Asdrúbal se hubiera decidido a cruzar la frontera? Ni siquiera le extrañaba la hipótesis de que hubiese ido al encuentro de alguien. ¿De alguien? Perfecto, pero, ¿de quién? La respuesta le parecía demasiado obvia como para formularse la pregunta dos veces. Prueba de ello es que ni siquiera se había sorprendido —le entró demasiado pánico como para eso— cuando un oficial del servicio de orden público del sector masculino le llamó para decirle que pasara por la Jefatura, y que era muy urgente. Se sentó para no desplomarse, y durante un lapso de tiempo incalculable, le pareció que había perdido la visión.
El relato de los hechos que le hicieron en la Jefatura no coincidió con las crónicas que la prensa de ambos lados publicó durante los días siguientes. Si la autopsia reveló en el cadáver pruebas inequívocas de intoxicación etílica, lo que no dilucidaba era qué había sucedido; además, varios signos de interrogación salpicaban el relato, como el hecho de que la mujer a quien presumiblemente había atracado su padre no concediera entrevistas, y, sobre todo, la negativa de la culpable directa de su muerte —y a quien la prensa enemiga calificaba de heroína— a hacer comentarios. Sin embargo, la verdadera revelación, o, de otro modo, en lo que sí coincidían todas las crónicas era en un par de cuestiones: primero, en ninguna figuraba el nombre de su padre, o, al menos, sus iniciales —lógico tratándose de un desheredado—, y en todas figuraba el nombre de la presunta heroína, Cornelia de Alba, «hija de la conocida broker, María de la Consolación de Alba, también conocida como Dolly de Alba». Al principio, se imaginó que tenía alucinaciones, que era un efecto del shock. Era impensable semejante coincidencia. Lo más razonable era pensar en una argucia de su inconsciente. Ahora bien, a medida que fue repasando diario tras diario, y confirmó que, en efecto, el nombre de la conocida broker era el mismo en todos ellos, dejó de lado la hipótesis alucinatoria, y a esa nueva certeza se unió la vieja certeza de que su padre no habría empleado la violencia con nadie, menos aún tratándose de una mujer, lo que hubiera sido contrario a su temperamento. Y tales certezas actuaban sobre él como un veneno de acción muy lenta, pero tan singularmente eficaz que sólo ahora le parecía comprender el sentido de palabras tan comunes como soledad o venganza.
Sin embargo, él siempre había sido un hijo solitario y nada vengativo. Y, por descontado, sigiloso; lo fue incluso cuando remitió la instancia de ingreso al club de los amantes, por si acaso, ante la ignorancia de su padre. Y aunque era cierto que la incomunicación entre padres e hijos era una regla en el sector de los hombres, la relación con su padre siempre había sido excelente.
De camino hacia el acceso número 15, Iván recordaba cómo entre los ocho y los doce años se pasaba las mañanas en la calle. Hacía novillos, más que por seguir la moda, porque se aburría en la escuela pública. Los gatos callejeros y su pandilla de amigos rotatorios rivalizaban pisando el mismo terreno a las horas en que un niño debía estar estudiando algo de provecho. Y, desde luego, fueron años de aprendizaje y de crecimiento. Él, que siempre había sido el más callado y desgarbado de todos, callaba y crecía, y en sus abundantes ratos libres, escalaba ruinas de casas a medio demoler y se refugiaba en ellas sin que nadie lo persiguiera, o jugaba al baloncesto a veces solo y otras con sus amigos en callejones hasta que las plantas de los pies se le ponían en carne viva.
A los doce, y a pesar de las reconvenciones de Asdrúbal, que siempre había tenido más talento para ser un amigo que un padre, éste le colocó con esfuerzo como ayudante de peón de residuos urbanos sin paga pero con derecho a heredar el empleo de su progenitor una vez que éste se jubilase. En un sector en donde la tasa de paro centuplicaba la del sector femenino, acogerse a las medidas de los nuevos planes de fomento de empleo para los hijos de los padres empleados era una razón tanto para la esperanza como para el derrotismo; y, sin embargo, eso no evitaba que siguiera pensando en el Club. Además, lo que más le disgustaba de su apestoso empleo, no es que fuese literalmente apestoso, sino que ejemplificase las pocas posibilidades que tenía todo ciudadano varón de progresar socialmente, y ya entonces se abría paso en él con potencia la conjetura de que el progreso estaba siempre ligado a la cuestión económica.
Sus sueños, aun siendo alegóricos, eran cada vez menos ilegibles: soñaba con hallazgos que se desvanecían con el despertador, soñaba con piratas y botellas de ron y conquistas y con tesoros perdidos y mujeres desnudas; sin embargo, llevaba una vida en nada diferenciada de otras vidas y, por las tardes, seguía jugando al baloncesto en la calle cada vez más solo, si es que no en casa al parchís contra él mismo y al tres en raya, y le daba vueltas al tema de siempre aun cuando era un tema tabú y pese a que ningún niño que él conociera hablaba de las mujeres sin sentirse demasiado culpable.
Le tentaba fisgonear en los cajones de su padre Asdrúbal con el ansia de descubrir un secreto irrenunciable y la clave de por qué ellas vivían en un paraíso de prosperidad en comparación con ellos; pero, si descontamos la sortija con la amatista engarzada, que su padre guardaba en el cofre y que él admiraba a escondidas como si se tratase de un relicario, ni por un momento sucumbió. Se hubiera avergonzado ante sí mismo. Por esos años atravesó una época de locuacidad trascendente y empezó a hacer preguntas que su padre atajaba como podía. Se trataba de preguntas de no fácil réplica. Preguntas del tipo de dónde venían, adónde iban, y, concretamente, de dónde habían salido ellos, sus padres y los padres de sus padres, y, en fin, por qué los hombres y las mujeres vivían separados, y por qué ellas vivían en aquellos edificios tan altos, y ellos en un sector plagado de edificios comparativamente tan bajos. El corpulento Asdrúbal, que había empezado a echar panza con la misma rapidez con que llegaba el otoño a su coronilla, y pese a que siempre hablaba mejor de las mujeres que de los hombres, en cuestiones históricas le remitía a la enciclopedia más veces de las que un niño es capaz de soportar sin dejar de insistir.
Fue por esa época cuando su vecino Nelson Bekembauer júnior y él pasaron de buenos vecinos a íntimos, y él militó de incógnito como sonámbulo con el aparente y oscuro designio de rascar los cristales de las ventanas con las uñas, como si quisiera limárselas antes de volverse derecho a la cama. Este conocimiento llegó a él por vía paterna y a través de un pescozón que en pleno proceso de limado le hizo regresar al mundo de los hechos razonables. En cuanto a su vecino Nelson, los solitarios juegos de Iván desembocaron en juegos en pareja sin que su amistad resultara perjudicada por el hecho de que él tuviera estatura de pívot titular y Nelson de tercer base reserva. En otro orden de cosas, no dejaba de ser una evidencia que, al menos culturalmente, había salido ganando con su nuevo —y ya único— amigo. Nelson se afanó en perfeccionar sus hábitos de lectura hasta el mismo límite de hacerle apto para leer una página de cabo a rabo, y aunque nunca fue capaz de quitarle la manía de leer moviendo los labios como si conspirase con el libro, Nelson fue quien le abrió los ojos a un pasado en que existían familias de más de dos miembros y sustantivos tan obscenamente escandalosos como tía —lo más cercano a Nelson Bekembauer padre—, y abuela y nieta, y así sucesivamente.
Los libros que leía el pequeño Nelson eran de edición antiquísima y tapa dura, y, para Iván, tenían el encanto de lo prohibido porque le costaba un esfuerzo insuperable pasar de la página veinticinco. Nelson Bekembauer padre, un santo laico que trabajaba como cocinero en uno de los innumerables albergues de caridad pública del sector, y que no había tenido más motores en su vida que su hijo y los libros de tapa dura, había ido haciéndose con unas cuantas docenas de ellos para que su hijo se instruyese como los hombres de antes. Pero, además, no fueron sólo los libros y el hecho de que ambos fueran hijos únicos y las conferencias que le daba Nelson cuando él insistía en que le resumiera el libro a partir de la inexorable página veinticinco, lo que le acercó a su pequeño vecino, sino la revelación abominablemente cínica que un sábado por la noche, después de cenar y cuando ya Asdrúbal les había dejado a sus anchas en el piso, le hizo Nelson y que tantos días él tardó en asimilar.
—Me gustan las mujeres que te cagas. Te lo juro —había dicho Nelson.
La suya fue una amistad que cerró el círculo de amistades hasta que Iván entró con furor en la adolescencia.
De los quince en adelante, Iván se había echado en brazos del mundo como si presintiese que la más viable opción de felicidad que tenía era ser socio del Club, pero que aún le quedaban años de paciencia para ganarse un privilegio al alcance de tan pocos hombres.
Se hizo un macho, o por lo menos, se hizo camarada de sus nuevos camaradas más que por afinidad con ellos porque le aterrorizaba el frío aire de tristeza que empezaba a colarse en su vida como el polvo en una casa deshabitada. Se hizo adulto como hipótesis de trabajo, y para entonces ya tenía razonables indicios de que Nelson y él eran los únicos hombres a quienes les gustaba el sexo hegemónico. Esta irregularidad, o mejor dicho, la convicción de esta irregularidad, lo alejó de Nelson y lo acercó a sus nuevos colegas, tipos blandos, con más pluma de la que él mismo reputaba natural en un hombre, y que no hablaban de mujeres más que para ponerlas en el sitio que les correspondía y que, por desgracia, la Historia les había asignado a los hombres contemporáneos con las mariconeras al viento.
Si eso es factible, se hizo extrovertido a fuerza de no serlo, parlanchín a fuerza de aborrecer a los parlanchines, y bromista por reacción contra sí mismo. No era natural sino artificioso, algo que le parecía muy adulto y distinguido. Y, casualmente, ya exhibía el salvaje encanto de los hombres bien musculados, morenos y de más de un metro noventa que a su paso levantan murmullos entre el público masculino. Esos iconos permanecen inaccesibles a las demandas sexuales con aire de suficiencia, como si no les hicieran efecto. Lo tomaban por uno de ellos, un siervo más de la Historia, maricón entre maricones. La secreta verdad es que seguían gustándole las mujeres.
Por lo demás, era un adolescente sin otro hobby que el tedio y que había aprendido a mentir en la adolescencia; es decir, muy tarde y malamente. No se sentía especial, ni interesante, ni inteligente, ni fascinante. No le faltaba razón: era inmensamente poco imaginativo. De ello daba buena prueba su fe en el pecado original, y la sospecha de que Dios, que no paraba de observarlo, le tenía reservada una tarea, una misión, un ignoto designio que cuanto menos ambicionase saber antes le sería revelado.
Una noche tuvo una visión en forma de sueño. Fue un sueño diáfano, un sueño nada alegórico. Soñó que iba a hacerse rico, multimillonario, tan rico como lo eran las afortunadas mujeres. Soñó que iba a ser admirado, reverenciado, querido apasionadamente con esa forma de amor a distancia —sin duda espiritual, a fuerza de no ser táctil— que en el fondo le cautivaba. Era fácil confundir la visión con un sueño, pero él persistió en no dejarse engañar por los sentidos comunes que regían las leyes de los mortales.
Fueron años en que se distanció de Nelson. Siguió creciendo. Ingería complejos proteínicos y multivitamínicos y hacía pesas con el cilindro de uranio. Los fines de semana salía en pandilla con sus nuevos amigos en una de esas rugientes motos de cuarta mano que tienen el tubo de escape como la plata recién bruñida, y entre los contenedores, por la noche, y los cilindros de uranio, por la tarde, se robustecieron a tal punto sus músculos que en los locales de moda causaba una indudable impresión que ni le halagaba, ni le ofendía. Ocasionalmente, dejaba que le besaran, ensimismado, pero nunca se le conoció pareja estable.
Y luego adolescencia y postadolescencia pasaron como un soplo en tanto él se arruinaba una y otra vez, hasta siete veces se arruinó con sus compinches en el intrépido intento de hacerse rico de siete formas, entre las cuales no fueron las menos peregrinas vender camisetas firmadas por los ídolos deportivos del momento, montar un pub a la moda para alcohólicos precoces y una agencia que en régimen de franquicia distribuía tebeos de edades rupestres. En resumen, a medida que pasaban los años, sus dudas no se resolvían sino que iban en aumento. Creía tener sólo dos certezas, que eran una: quería ser admirado, y creía en su misión. No sabía qué misión, ni qué designio, ni qué tarea, pero sí le constaba que el dinero era un argumento crucial, un medio fabuloso para lograr un fin cuyos contornos su imaginación perfilaba cada vez mejor, pues cundía la creencia de que el Club pagaba generosamente y en proporción a los servicios prestados.
Se exaltaba pensando en ellas con envidia y rabia y deseo, y con admiración, y también con curiosidad. En ocasiones pesaba más la envidia o la rabia o el deseo o la admiración o la curiosidad, pero, normalmente, las emociones se enmarañaban y el resultado traslucía un sentimiento de solidaridad con su sexo que Iván asociaba directamente al título de una antigua película: El planeta de los simios, y que podría quedar anulado de pleno derecho si ellas no resultaran ser tan poderosas como los simios de la película, y como los medios de comunicación —en manos de corporaciones transnacionales, desde luego, dirigidas por mujeres— parecían esforzarse en demostrar.
Y ahora, ya a la vista el acceso número 15, todo ese pasado se le venía encima, y contra ello no cabía resistirse, sino dejarse llevar. Se enjugó las lágrimas con un pañuelo. Asoció el sabor de la venganza con el sabor de las lágrimas. Las lágrimas eran calientes y saladas, y él era joven, y la venganza era caliente y nada insípida, aunque, según decían los libros, pensó, el sabor de la venganza en frío era a menudo más fuerte, pero únicamente para quien sabe esperar.