VIII
P
ensó que los días eran cada vez más cortos, y que ya era noche cerrada a media tarde. Apretó la empuñadura del paraguas hasta hacerse daño en el exacto instante en que sintió una gota de lluvia resbalar por su cara. Como si la gota lo despertase, pensó que sí, que se daba cuenta, cómo no advertir el alcance del juramento, pensó, cómo no tener presente que no podría revelar a nadie que era socio del Club, que por eso había firmado el juramento de secreto y obediencia que, durante cinco años, al menos, limitaba sus libertades condenándolo a guardar el secreto de cómo se ganaba la vida.
—Zelda, ¡cagón! Cuidado con los charcos. ¿No ves los charcos o qué? —dijo Nelson Bekembauer, que le propinó un capirotazo y, en el momento oportuno, lo agarró por el codo evitando una inmersión inminente.
—Llegamos a tiempo, Nelson. Te digo que llegamos a tiempo. No me pongas nervioso —dijo Iván mientras pensaba que, después de todo, el Club, que antes concebía como un enigma revestido de tétrico encanto, visto por dentro era un asunto con demasiadas derivaciones como para que no le sudasen a uno las manos, y, que, de no ser por sus omnímodas, atosigantes, inaplazables ganas de vengarse, quizás ahora se habría arrepentido de firmar.
—Date prisa. Vamos a llegar tarde —dijo Nelson.
Iván enderezó el paraguas y pasó el brazo por los estrechos hombros de Nelson. El semáforo de peatones se puso en verde, y la lluvia arreciaba. Como siempre que llovía, se inundaba todo hasta el punto de que la estación de lluvias torrenciales era la más a propósito para salir de casa sin verse obligado a zigzaguear por las tradicionalmente lóbregas calles del sector, siempre más seguras, no obstante, que el secular suburbano.
—Adelante —dijo Iván.
—Suelta, coño, suelta —dijo Nelson forcejeando como un colegial para zafarse al tiempo que cruzaban.
Ni siquiera a Nelson podría decírselo, aunque indagase. Nelson Bekembauer júnior —hijo de Nelson Bekembauer padre—, su único y verdadero colega del alma. Llegado el caso, era preferible mentir al deshonor de romper el juramento, eso estaba claro. Lo único que ahora le angustiaba no era la imposibilidad de compartir con Nelson la experiencia del Club, sino que alguien estableciera una relación de causalidad, un vínculo entre los anónimos que recibía Cornelia y él. Para evitar eso había adoptado todas las precauciones concebibles.
—¡Los charcos! ¡Cuidado con los charcos! —dijo Nelson.
Desde el primer momento, la dirección de Cornelia no fue ningún misterio para él. Una vez que la prensa divulgó su nombre y su foto haciendo hincapié en el carácter solidario de la fugaz heroína —esfuerzo que no logró maquillar que ella, y sólo ella, la hija de Dolly de Alba, había sido la causa directa del crimen de su padre—, las guías telefónicas y videofónicas tuvieron más que nunca una utilidad precisa para Iván. Más laborioso fue redactar dos o tres frases en cada uno de los anónimos deformando cuidadosamente la letra, o expedir cada carta desde una estafeta de correos distinta, ubicada, se comprende, en el sector masculino, y siempre a través de un vagabundo diferente al que abonaba por sus servicios una gratificación generosa. Pasaron días hasta que se decidió a enviar el primero. De hecho, pensó en ahorrarse tanta molestia y en remitirlos por correo electrónico desde un cibercafé, pero, ¿habría tenido el mismo efecto sobre la sensibilidad de ella una amenaza virtual, por muy legible que fuera, que una amenaza casi palpable, olfateable, y que hubiera pasado por las manos del delincuente? Era obvio que no. Su sistema tenía la ventaja de conciliar la astucia con las mañas intimidantemente arcaicas que las mujeres les atribuían a los hombres.
—Eres un desastre. Déjame a mí el paraguas —dijo Nelson, que arrebatándole el paraguas lo enarboló cual estandarte.
Como primer paso, Iván deseaba que ella cayese rendida en sus brazos, que se abandonara a él con la confianza de una adolescente que ama por primera vez, pero, y esto era de cosecha propia, que, en parte, lo hiciese ante la amenaza de un mundo hostil. Como si no le bastase con la predisposición de ella, él apelaba a su desesperación, y, para ello, debía rodear su vida de peligro.
—Vamos, hombre. Te importa un carajo que lleguemos tarde, ¿a que sí? —dijo Nelson.
Pensó en el dinero que iba a reportarle la terapia, y, en cualquier caso, le pareció irrisorio comparado con la gratificación psicológica y la justicia indemnizadora que le reportaba su trabajo, un trabajo que, por estar demasiado baremado y según las palabras de su instructor, tenía unos emolumentos difíciles de calcular a priori, pero que con los trienios, los pluses de productividad y las terapias acumuladas estaba incomparablemente mejor pagado que cualquier empleo del sector masculino.
A la altura de sus hombros divisó a Nelson hurgándose la nariz de gnomo, metiéndose un índice que enroscaba y desenroscaba con la desmoralizante habilidad de Nelson para desprender adherencias nasales. El drama de Nelson consistía en que cualquier grieta en el muro de lo cotidiano tenía para él rápidos efectos laxantes, y la proposición de ir al teatro hecha por su amigo era una indudable grieta en el muro de lo cotidiano. El pelo de Nelson, mojado, apenas se diferenciaba del pelo seco de Nelson. Una mancha instalada en su entrecejo, más grande que pequeña y con la forma y el color de Groenlandia, destacaba contra el fondo aceitunado haciendo el efecto de un iceberg. La mancha rozaba ambas cejas, parte de las cuales habían encanecido. Años atrás, un compañero de clase del instituto, con alma de violador y dos cabezas más alto que Nelson, se había ensañado con él y sus pasiones por las letras gritándole en el cogote que apestaba como un cerdo, y que por mucho que escribiese una palabra tras otra, escribir era una mierda, y un aprendiz de escritor era la mierda mayor. Ese ripio tuvo el efecto de provocar en él un trastorno nervioso de secuelas epidérmicas que lo llevó directo a la enfermería agitando los brazos como un bohemio. Y luego, en casa, la convalecencia se prolongó durante muchas semanas y, para entonces, en su frente ya era visible la huella albina con la forma de Groenlandia y dos medias cejas de pelo cano. Sólo Iván lo visitaba, y, por amistad, siempre se guardó de confirmarle que, efectivamente, el olor a moho era en él tan agudo que volvía espesa cualquier atmósfera.
Nelson no volvió al instituto. Hacía un año que vivía de manera independiente y, en la actualidad, el físico de Nelson era, si cabe, aún más repulsivo que antes. A la mancha groenlandesa se sumaba ahora una erupción en la cara tal que no parecía sino que anduviera indigestado de la mañana a la noche. Según él, vivía de la miseria que le sacaba a sus intermitentes contactos en las agencias publicitarias. Y seguía escribiendo como si orase, con un recogimiento estético, un amor en la palabra, una certeza en la gloria póstuma tales que su mente se diría anclada en un futuro en el que los enanos, como él, leerían solidariamente su obra completa.
—Ya llegamos —dijo Nelson, que de un estornudo convulsionó el paraguas.
El agua manaba de las puntas de las varillas como ocho pequeñas fuentes itinerantes.
En el corazón del así llamado casco antiguo del sector masculino, en un cruce de calles tétricas y sin nombre, estaba ubicado el Teatro Alternativo, cuyo calificativo era la única prueba de un tiempo en que hubo dos teatros; pero de esto hacía varias generaciones. El llamado casco antiguo ocupaba casi exactamente las cuatro quintas partes del sector de los hombres, o de otra forma, la inmensa mayoría del cincuenta por ciento de la ciudad. Según ellas, era sucio, como ellos; apestoso, como ellos; miserable, como ellos. La corriente de opinión unánime entre las mujeres era que se trataba de un reducto de piratas con una planificación urbanística distante años luz de los modelos de planificación actuales, o sea, de los modelos de planificación más en boga en el último siglo. Ahora bien, la corriente de opinión unánime entre los hombres se limitaba a proclamar que la culpa era de las promotoras inmobiliarias con mayoría de capital femenino, que les hacían la vida imposible, mientras que, por su parte, a las promotoras inmobiliarias les complacía replicar que el mercado no era sexista y que ofrecía igualdad de oportunidades a unos y a otras.
Lo que no se prestaba a discusiones era que la basura, que en algunas zonas se apilaba durante dos y hasta tres días junto a portales de inmuebles asquerosos —no menos de cincuenta años— y bajos —no más de veinte plantas—, se erigía en parábola de la desorganización comunitaria. La mendicidad era una ocupación tan rentable como cualquier otra. ¡Oh!, qué diferencia con el floreciente casco nuevo, en donde comenzaban a edificarse modernos rascacielos similares a los que se elevaban en el sector femenino, y cuya construcción, se rumoreaba con muy mala idea, corría a cargo de poderosos consorcios que dirigían poderosas ejecutivas en connivencia con políticos profesionales de anchos horizontes.
No circulaba mucha gente por la calle. No hacía falta sortearla. Sobrepasaron por su izquierda, junto a un escaparate de software resguardado por una persiana enrejada, un refugio en equilibrio a fuerza de cartones y detritos artísticamente compensados y que impermeabilizaba un plástico gigante. De la abertura frontal sobresalía un estático bulto piloso arrollado en una manta de cuadros escoceses, y, unos metros más allá, había otro refugio idéntico, sin bulto visible, y luego otro, con bulto que se movía. Al fondo, en la siguiente bocacalle, se divisaba el teatro, y nadie en la puerta.
—¿Cómo era el título? —preguntó Iván.
—«Ellas».
—¿Cómo?
—«ELLAS.» «Ellas.» Es la tercera vez que me lo preguntas —dijo Nelson, que, de regreso del baño, se sentó removiéndose en su butaca como si estuviera haciéndose hueco.
Que el Teatro Alternativo estaba en ruinas era tan evidente como que unas pocas generaciones antes, sus cuatro anfiteatros, sus butacas de felpa grana y sus frescos de resonancias históricas cuya ejecución, más que inspiración, se debía a un pintor de brocha gorda, sufrido como el yunque, que se había propuesto decorar el techo abovedado como una Capilla Sixtina, fueron cómplices de algunos éxitos casuales de público. Pero ya no. Ahora, esto sonaba a leyenda, y casi nadie iba al teatro —sin contar el gallinero, Iván había computado veintitrés sujetos dispersos por la sala—; de modo que daba igual e, incluso, podría decirse que para algunos incondicionales de las viejas artes egocéntricas —como Nelson— la dejadez, el abandono, la cochambre, las moscas, las alfombras raídas, el verdín intrépido que pugnaba por recubrir las paredes de estuco, imprimían carácter al teatro. Un carácter fúnebre que era un irse muriendo con la pereza de las cosas viejas y muy viejas, un carácter que revelaba una cierta verdad artística.
No se había alzado el telón cuando se apagaron los poquísimos focos que alumbraban la sala y, al poco, comenzó a vislumbrarse frente a ellos un punto de luz tenuemente azulado.
—¡Pero, cómo has podido, Cornelia! ¿Quieres decirme cómo has podido hacerlo? —dijo Dolly sin interrumpir sus impetuosas idas y venidas de una punta a la otra del salón enmoquetado.
—Dolly, amor. No he venido a tu casa para esto —dijo Cornelia repantigándose en un mullido sofá de terciopelo color miel, que era amplio y circular como una atracción de feria. Tenía las manos sobre el vientre y la cabeza ladeada, en actitud de renuncia.
Un segundo después se echó hacia delante y, palpando en los bajos del artilugio con apariencia de sofá, accionó un mecanismo de rotación. El artilugio se puso a girar pacíficamente sobre sus rieles como un carrusel para adultos abatidos.
—¿Oyes, Laura? ¡Qué disgusto! —dijo Dolly.
Laura miraba al infinito desde un ventanal del fondo oeste con una copa en la mano.
—Ya no sé sí las puestas de sol me gustan o me dan asco —dijo Cornelia, que había recobrado su actitud de renuncia y no cesaba de dar vueltas.
—¿Tú lo sabías? —dijo Dolly, que se paró frente a Laura con las piernas abiertas y los brazos en jarras.
—Algo —dijo Laura, que miró de reojo a Cornelia—. De todas formas, no exageremos, Dolly. No es nada grave.
—¿Que no es nada grave, dices? —soltó Dolly.
—Qué pasa, chicas —dijo Felicity Camberra estirando la última ese contra el velo del paladar mientras asomaba por entre dos troncos de Brasil ataviada con un chándal.
En vano trató de mirar la hora en su reloj de pulsera, pero en esa penumbra era difícil, y la pieza estaba aburriéndole allí, sentado. Esa obra que, como se decía en estos casos de obras tan típica y disparatadamente viriles, escritas y dirigidas e interpretadas y producidas por cinco pelagatos ineptos, y aplaudidas siempre y unánimemente por otros cinco pelagatos que asistían a cada una de esas funciones histriónicas, era una crítica justa y mordaz del piojoso mundo de las mujeres. Estupendo. ELLAS. El mismo título le aburría. Por así decir, le tiraba de espaldas de aburrimiento. Verdad que él no era un tipo cultivado, y aún así, la trama, el texto, la puesta en escena, lo consideraba todo merecedor del más elástico de los bostezos, y, en particular, los actores. Qué aburrimiento, esos tipos, y qué falta de arte, de gusto, de gracia, de encanto en comparación con los exquisitos actores del Club. Porque, por razones evidentes, todos eran hombres. Y bien viriles. Hasta uno de ellos lucía una hermosa barba florida. Así pues, ellos hacían de ellas, y, no conformes con esa estupidez, actuaban persiguiendo una moraleja con el fin de parodiar algo que odiaban, o fingían o sentían el deber de aborrecer.
—Eso es una mentira —dijo Nelson al oído de Iván.
—¿El qué?
—¡Maldición! La actitud de la madre. Una madre debe de ser amorosa. Me parece. Aunque sea fuerte es amorosa.
—Baja la voz.
—Vale que sea teatro de vanguardia, pero le falta verdad.
En el proscenio, bajo dos focos laterales cuyos haces de luz se cruzaban coloreando la escena de azul cobalto, parlamentaban tres hombres vestidos de mujeres. Uno hacía de fornida madre, otro, el único barbudo del trío, hacía de fornida hija quinceañera, y un tercero hacía de vieja amiga de la madre y aliada circunstancial de la hija.
—¡Mamá! —dijo la hija aflautando la voz— ¡Eres una impresentable! Cómprame los pendientes. Los pendientes. Por favor. Cómprame los pendientes. Los pendientes. Venga. Deja de pensar en ti.
En esto, se puso a revolotear alrededor de la madre, primero en una dirección, luego, en la contraría, zumbando como una discapacitada mental.
—Nora —saltó la amiga, también con voz de flauta—, creo que deberías comprarle esos pendientes. Los pendientes son tan importantes para una muchacha... Piensa tú qué habría sido de nosotras sin pendientes —y desplegó un abanico como la cola de un pavo real mientras correteaba en pos de la chica entre el silencio mortuorio de los asistentes.
—¡¡Que se joda!! —dijo la madre con voz aguda.
—Es repugnante —susurró Nelson—. Ahí no hay un ápice de verdad. ¿Cuánto hace que no ves una mujer? Yo te aseguro que no se parecen a éstas.
Eso le trajo a la memoria que ella no estaba a su lado por vez primera en muchos días, que, con cara de insomnio y unas ojeras particularmente marcadas, Cornelia le había dicho que necesitaba no más de veinticuatro horas para hacer algunas gestiones, un día tan sólo para arreglar algunos asuntos personales, dijo, y que, al día siguiente se presentaría de nuevo en el Club. Le dijo que lo necesitaba. Le dio un beso muy frágil. Como un cosquilleo. Como el pestañeo de una mariposa en los labios. Entonces él aprovechó para replicarle que la amaba más que nunca, que ardía en deseos de tomarla en matrimonio, que anhelaba vivir con ella, juntos los dos en adelante, perfectamente felices para siempre, que podría confiar en él, apoyarse en él ante cualquier adversidad, y que jamás volvería a sentirse sola. «Te voy a echar tanto en falta. Regresa cuanto antes, querida», y se inclinó para besarle el guante blanco, sin tan siquiera rozarlo. Ni por un momento aludió a su mala cara.
—¿Nos vamos? —dijo Felicity lamiendo con sus incomparables ojos turquesa a Dolly.
—Ahora mismo, preciosa, ahora mismo —dijo Dolly—. ¿Me oyes, Cornelia? Tienes que dejar el Club. Tienes que dejarlo. ¿Cómo has podido? ¿En qué te beneficia? ¿Necesitas dinero?
—¿Dinero? No entiendes nada, Dolly. El Club no es un problema; es un remanso de paz. Mi problema es que alguien, seguro que algún hombre, envía anónimos amenazantes a mi propio domicilio —dijo Cornelia.
—¡Jesús! —dijo Dolly—. ¿Anónimos amenazantes? ¿A tu propio domicilio? ¿Un hombre?
—¿Has denunciado el caso? —preguntó Laura.
El sofá se puso a girar obedientemente hacia el otro lado.
—No. Tiene que ver con la muerte de aquel pobre tipo, hace unas semanas, aquí mismo, en la calle. ¿Recuerdas, Dolly?
El tipo murió de una paliza y ni siquiera supimos cómo se llamaba. La costumbre, tratándose de un hombre, quizás un emigrante. Lamento no haber prohibido la divulgación de mis datos.
—¿Cómo sabes que tiene que ver con eso? —dijo Dolly.
—La característica más inquietante de los anónimos es que están para leerlos, Dolly.
—¡Pero eso es tremendo! —dijo Felicity Camberra enfatizando las últimas sílabas como si estuviera practicando técnicas de logopedia— ¡Eres clienta del Club! —exclamó con un considerable retraso.
—Por favor, ¿es que no habéis pensado nunca en recurrir al Club, nunca se os ha pasado por la cabeza? ¿Es posible? No me mientas, Dolly, no me mientas más —dijo Cornelia que de tanto como rotaba tenía que retorcerse y cambiar de postura multiplicando esfuerzos para que alguna de ellas se diera por aludida.
—¿Te diriges a mí? —preguntó Dolly.
—¡A todas! —gritó Cornelia desorientada.
—¡Están locas! —dijo Felicity sobándose las crines mientras suspiraba plurales.
—¿Nunca, Dolly? ¿Es posible? ¿Ni de joven? ¿Nunca? ¿Estás segura? —volvió a la carga Cornelia como si en realidad supiera más de lo que sabía.
—¡De joven! ¡Qué maldad! —exclamó Dolly excitadísima—. Y qué impertinencia, hija mía. ¿Te serviría de algo, cariño? —dijo, y empezó a dar zancadas sin descanso—. ¿Y qué si hubiera ido? ¿Qué ocurriría, entonces? ¿Me juzgarías? ¿Me condenarías? ¿Estás tú limpia de culpas? ¿Eres consecuente al cien por cien, hija mía? ¿Quién eres tú para arrojarme nada en cara?
—No puedo creerlo —dijo Cornelia, como resignada a rotar eternamente.
—Es inaguantable. Me estoy poniendo malo —dijo Nelson.
A estas alturas de la pieza, los tres fornidos actores ataviados de mujeres bailaban una conga en silencio y con admirable naturalidad.
Nelson no dejó de observar que veintiuno de los veintitrés pelagatos que representaban al público permanecían serios, tristes. Un silencio melancólico rozaba la trascendencia. Incluso alguno de ellos ocultaba con serias dificultades emociones intraducibles.
—La creatividad está degenerando. Te digo que esto es una caricatura de la inteligencia —dijo Nelson haciendo pantalla con la mano en la boca.
Iván se apartó ligeramente, lo miró y dijo en voz baja pero audible:
—¿Se puede saber por qué siempre me miras al cogote cuando me estás hablando?
Nelson se hundió en el asiento y varios espectadores chistaron al unísono. Hubo alguien que alzó el tono para ordenar que se calle el humorista o que se plante en el proscenio.
—A ti te pasa algo. ¿Nos vamos? —susurró Nelson.
E iniciaron la retirada. Iván, manifiestamente encorvado, y Nelson, comprensiblemente erguido, desfilaron por entre dos rengleras de butacas hasta el pasillo central, y luego pasillo arriba hasta la entrada, en donde, con un arqueamiento de ceja, Iván quiso, o más bien no pudo evitar corresponder al gesto del acomodador mientras Nelson sacudía el paraguas antes de abrirlo.
Continuaba lloviendo.
Echaron a andar hacia la boca de tren suburbano. Unas zancadas después, Iván dijo:
—¿Nunca te has propuesto hacerte socio del Club?
—¿El Club?
—Sí.
—Pues no —dijo Nelson sin ningún énfasis—. ¿Por qué habría de hacerlo? ¡El Club! Es lo que me faltaba: un jodido compromiso quinquenal. ¿Y tú?
—Lo he pensado —dijo Iván, con la confianza de quien habla tras madurar mucho una idea.
—¡Hostias! ¿Y has tenido relaciones? —dijo Nelson bruscamente.
—¿Eh?
—Que si has copulado con alguna —dijo Nelson excitándose aún más.
—Sólo he dicho que lo había pensado. Como una opción.
Y se quedó mirando el panel de la boca de tren e imaginando con alivio que mañana, a primera hora, estaría en las instalaciones del Club, a las nueve, o quizás a las nueve y media, pero no más tarde, por si ella comparecía en horario matinal y de improviso, y porque, en cualquier caso, ella no tenía ninguna posibilidad de ponerse en contacto con él de otro modo.