IV

 

C

onoció a su instructor cara a cara, el señor Oliveira, un tipo frágil y patilludo, con el cráneo afeitado, un microscópico brillante en el lóbulo de la oreja izquierda y dos pliegues que ponían entre paréntesis una nariz con forma de pequeño tubérculo y una perilla rala. El Vinilo Oliveira con el que se había entrevistado una hora y media antes a través del ordenador.

Vinilo Oliveira le salió al encuentro en el hall del acceso número 15, una sala de espera contigua a la cabina de un guardia de seguridad que sobrepasaba en dos o tres dedos la estatura de Iván. Después de las identificaciones y de los trámites burocráticos, Vinilo le estrechó la mano con un vigor insospechable y le invitó a dar una vuelta por los alrededores.

Allí dentro vio jardines y parterres con flores y árboles de toda índole y bancos de piedra y pequeñas cascadas artificiales que a la luz del sol formaban arco iris. Y vio fuentes con bustos de amantes petrificados como por arte de algún conjuro. Caminaban por un sendero de tierra bordeado por una hilera de flores y arbustos, para Iván innominables, y por todas partes había senderos que se cruzaban entre sí sombreados por árboles cuyos nombres tenía en la punta de la lengua. A su izquierda, justo frente a un pequeño obelisco de mármol de cuatro lados con la punta coronada por una pequeña esfera de metal reluciente, y en cuya base varias ninfas —cada una con un ramillete de flores en el regazo— lloraban de modo inconsolable, un puentecillo de piedra con forma de arco y dos miniojivas sorteaba un riachuelo serpenteante. Diseminados por los alrededores, pero lo suficientemente lejos como para que el parque no suscitase más que emociones arcádicas, vio edificios con forma de mórula y con inmensos paneles de vidrio encuadrados en inmensas estructuras que refulgían como el níquel. Y, con todo, para Iván lo raro consistía en que hubiese parejas que no eran parejas al uso y que, fuera de los límites de ese bendito recinto, habrían quebrantado las normas más básicas de convivencia. Es decir, por esos jardines deambulaban incontables parejas nada ortodoxas que integraban un macho y una hembra. Y aún más, muchos de esos hombres les hacían arrumacos a ellas al aire libre, y ellas a ellos mientras se miraban como si estuvieran conchabados y no hubiese en el mundo nada fuera de esas miradas recíprocas.

—¿A que es deprimente? —susurró Vinilo, que cojeaba un poco, remangándose la blusa negra.

—Hum —dijo Iván, que experimentó una repentina taquicardia.

—Sí, sí. Deprimente. Asocial. Egoísta. Insolidario para con sus respectivos sexos. No se corte, hijo. Sé que lo piensa. Dígalo. Como suena.

—Despreciable —dijo Iván rascándose la sien con la yema del índice mientras miraba los zapatos relucientes del sujeto.

—No debe usted olvidar —dijo Vinilo Oliveira alzando la vista hacia Iván—, en fin, me apresuro a recordarle, porque supongo que nadie con dos dedos de frente lo ignora a estas alturas, que la clientela del Club está compuesta por hombres o mujeres, siempre que tengan posibles. Único requisito: que tengan posibles para pagarse cada terapia. No olvide usted que el Club es una institución, por tanto, un organismo que desempeña una función de interés público, cuyo objetivo es socializar al inadaptado o inadaptada. Dicho de otra forma; los socios —o socias, que también las hay, como se imagina— nos enfrentamos a clientas —o clientes, que también los hay, no me mire así— cuyos recursos morales son limitados y que necesitan de una terapia específica para aliviar sus inclinaciones amorosas. En definitiva, inadaptados o inadaptadas. El Club facilita a su clientela los medios precisos para un restablecimiento completo.

Iván, que andaba, como siempre, encorvado y como si le importase mucho no dejar huellas, alargó un poco más la zancada en respuesta al acelerón del otro, que ahora marchaba a paso de trote. Al momento siguiente divisó con horror, de forma fugaz pero inequívoca, a un tipo que a plena luz y contra un árbol se dejaba comer ferozmente la boca por una gentil melenuda que parecía una sirena. Dos sensaciones igualmente inconfesables elevaron su temperatura corporal: un bochorno y una erección. La erección le hizo sentir más culpablemente abochornado.

—Domínese —dijo Vinilo ante el absoluto estupor de Iván—. Su deber es acostumbrarse a ciertas, cómo expresarlo, situaciones que son parte integrante de las terapias. Prescindiendo de que constituirá su trabajo, representará también su orgullo servir en calidad de socio a una institución como el Club —y así diciendo señaló con un índice furibundo a una pareja que estaba echada en el césped, junto a un ciprés, contándose mutuamente los dedos de varios puñados de manos—. Le garantizo que el restablecimiento de esa clienta está al caer. Y lo que, de modo superficial, pudiera calificarse como una actitud propia de degenerados y como traición a la moral pública, no es más que un error. He aquí los riesgos de juzgar sin los conocimientos indispensables.

—Yo creo que no tendría esa pretensión —dijo Iván.

—¿Qué pretensión? ¿A qué se refiere? —dijo el otro, que inspeccionó a Iván como si acabase de aterrizar a su lado.

—A juzgar.

—Pues mal hecho. Permítame emplear el género masculino por la sencilla razón de que usted es un socio, y un socio debe mantener relaciones terapéuticas sólo con clientas. Pues bien, escuche con atención, todo socio del Club, por el mero hecho de serlo, se erige en juez en alguna medida. Lo cual supone, es muy sencillo, inteligencia, frialdad, equilibrio. Para aprender a juzgar debe ejercerse un control férreo tanto sobre las emociones propias como sobre las emociones de las clientas. Lo comprenderá mejor, eso espero, después de su adiestramiento —y tras un breve silencio—; ¿qué ambiciones tiene usted, Iván?

—Ser alguien.

—¿Sólo?

—Lo más pronto posible.

—Comprendo. Y eso, no me responda si no lo desea, ¿a qué se debe?

—Quiero ser diferente —dijo Iván recordando la frase del escritor predilecto de Nelson.

—¿Diferente?

—Admirado —dijo Iván—. Admirado.

Seguían andando muy rápido y, ahora, en silencio y sudorosos, como persiguiendo trabajosamente la concentración.

Y entonces Iván, en quien el horror y la vergüenza estaban dando paso a un titubeante orgullo de sexo, empezó a advertir con alarma que muchas de esas poco ortodoxas parejas iban vestidas con trajes de época. Así, entre unos arbustos adivinó a una mujer y a un hombre que yacían enroscados, vestidos con dos peludos pellejos color melaza, uno de los cuales apenas disimulaba los prominentes encantos de la hembra, mientras se besaban febrilmente por entre dos pelucas que se derramaban a su alrededor como algas. A su lado reposaba un par de garrotes con forma de berenjena gigante. Más allá, paseaban parejas cuyos atavíos no habría sido capaz de ubicar históricamente. Un poco más lejos, al fondo, en una encrucijada de senderos, distinguió un grupo de animados conversadores que se había detenido y del que sólo retuvo algunos motivos ornamentales entre los que descollaban unas espuelas que emitían destellos intermitentes, un carcaj con varias flechas, una corona de laurel y una toga de un clasicismo imprecisable. Reconoció una cornamusa que reposaba sobre un hombro, alguien que tocaba una especie de ukelele, un gorro frigio de color azul de Prusia, una pequeña sombrilla de dama que rotaba sin interrupciones, un paipay y un sombrero con forma de capirote que remataba en una cinta rosa que bajaba por una espalda ondulante.

Siguió haciendo descubrimientos hasta que Vinilo se desvió por una bifurcación, le dijo que le siguiese y velozmente orientaron sus pasos hacia una estructura enorme que relumbraba y que, a esa distancia, tenía la forma de un estadio penta o hexagonal, acristalado con vidrios de espejo.

—Si no le importa, por hoy es suficiente. Dejemos las preguntas para más adelante. Conviene que descanse. Mañana tiene un chequeo médico. Y luego le esperan días de mucho trabajo.

—Todo esto es un paraíso —se animó a decir Iván.

—Con la seguridad de un paraíso. Recuerde que las instalaciones del Club tienen vallado el perímetro entero. Y recuerde que hay guardias camuflados tras el muro. Cierto que no son imprescindibles, y que en los muros y vallas que delimitan el área proliferan los sensores térmicos y las cámaras de vídeo con infrarrojos. Venga. Voy a enseñarle su hogar para las próximas semanas.

 

Un dormitorio idóneo, lleno de luz, de sobrio encanto y, en resumen, viril. Así, con esas palabras y haciendo énfasis en la palabra viril, describió su instructor el cuarto que le habían asignado. Que dispondría, le dijo, de todas las comodidades para que las próximas semanas de instrucción fueran no sólo productivas, y mucho, que productivas, hijo, van a resultarle, volvió a decirle, sino también inolvidables, y, en consecuencia, que borrase de su mente cuanto no fuese aprender. Capacidad de aprendizaje. Disposición para actuar. Porosidad de espíritu. Aptitudes indispensables. Tensión, pero la justa, no tensión nerviosa, nunca tensión nerviosa. Equilibrio emocional. Creativo, dentro de un orden. Labor de artista. Todo eso, le dijo. Ahora duerma o no duerma, pero descanse. Le va a hacer falta. Lo único, quizás, que está prohibido en el área del Club, es circular con vehículos. Una regla que no admite excepciones. Tampoco sería posible, le dijo antes de cerrar la puerta.

Y fue cierto que, tras superar el chequeo médico, las semanas transcurrieron velozmente. No hubo tiempo para nada que no fuese afanarse, aprender con decisión, sin desmayo. Y era lógico que aprendiese. Iván había puesto en ello el oro de un alma joven, aquello que la hace más joven: la incomparable facultad de obsesionarse.

El régimen interno era inflexible. Por las mañanas, junto a otros diecinueve jóvenes novicios —a todos, el primer día, se les recomendó que no intimasen entre sí bajo pena de ser expulsados— asistía a tres clases de hora y media cada una, con respiros de siete minutos entre ellas. Se trataba de disciplinas teóricas: psicopatías sexuales interactivas, fisiología femenina y psicología femenina aplicada, por este orden. El pedagogo, que dirigía el programa de estudio desde el ordenador matriz, había admitido que, en efecto, no eran más que principios elementales; fundamentos, no obstante, de gran importancia para asimilar las clases prácticas de la tarde. Luego, alrededor de las dos, se servía el almuerzo a cada alumno, siempre en su dormitorio, independientemente de los demás. Una comida insulsa, con dos platos y postre, o bien un surtido de píldoras multicolores y nutritivas, todo con arreglo a las preferencias y costumbres del alumno. Entre dos y cuatro, había dos horas de descanso, para el ocio y la digestión, y, por último, cinco horas de clases prácticas —merienda y recreo incluidos—, que eran las clases fundamentales y corrían a cargo del instructor personal. Cada novicio tenía uno asignado. Y así hasta las diez de la noche, y a veces más. Y luego, de vuelta al dormitorio. Y más tarde, pero ya inmediatamente, una cena ascética: primeros, que eran últimos platos, o bien las píldoras nocturnas de rigor, según los gustos. Es y no es difícil explicar cómo volaron aquellas semanas de aprendizaje.

A veces pensaba que debía de haber incontables novicios, tal vez cientos o incluso miles teniendo en cuenta las dimensiones del Club y la proporción de alumnos por aula, e imaginando que hubiese más aulas que la suya. Sin hablar del número de novicias e instructoras y pedagogas que, según había oído decir, residían o trabajaban en una zona del Club muy distante de la de ellos; sin embargo, no eran ideas a las que dedicase demasiado interés, aparte de que, en su escaso tiempo libre, al igual que sus condiscípulos, pero con una inquietud que, como una vieja carta de amor, solo se descubría a sí mismo, hacía uso del privilegio que se le concedía a todo novicio y se dedicaba a buscar a su primera clienta. A ello dedicaba un rato todas las noches, antes de dormir. Extraía de la billetera la foto arrugada y doblada en cuatro que había sido portada de los diarios digitales de la ciudad, e intercalaba uno por uno los rasgos físicos de ella: pelo lacio, corto y rubio platino, flequillo, nariz respingona, en su pómulo izquierdo resaltaba un pequeño lunar, ojos ligeramente estrábicos, tal vez verdes, o azules, y un poco rasgados. En cuanto al nombre, Cornelia de Alba, aunque no fuese a olvidarlo para el resto de su vida, era lo de menos: el programa no atendía más que a los rasgos físicos de las clientas que hubiesen aportado foto.

Aprendió mucho sobre mujeres sin verse obligado a tratar con ellas, por el momento, obligación que, a decir verdad, no sólo no le hubiese importado contraer cuanto antes, sino que anhelaba experimentar y para la que se sentía instintivamente dotado. Otra cosa era que Vinilo Oliveira fuese un mentor fabuloso, un artista con una sensibilidad primorosa para detectar lo femenino y que apenas lo dejaba de la mano cuando salían al exterior, de forma que se podía creer, sin temor a equivocarse, que protegía a su alumno de los socios y clientas disfrazados que hormigueaban por las inmediaciones.

¡Y qué decir de la nariz de Vinilo! Ese apéndice era, no cabía la menor duda, la quintaesencia de la sutileza en el arte de husmear emociones, los puntos flacos de las mujeres, su corazón.

—Fíese de su instinto —le dijo una tarde dando un paseo mientras hacía rotar una brizna de hierba entre los dedos—. Si usted le rompe el corazón a una mujer, está curada. Para eso habrá de tener muy presente que quien paga, efectivamente, manda; pero quien paga es una inmoral, y a usted le toca, a nadie más que a usted, hacerle sentir su fuerza, su dominio, su masculinidad. ¡Cómo!, se preguntará usted. A través de la ternura. No hay otro cauce, por ahora.

—En el fondo —había dicho el instructor otro día frotándose las manos como si estuviera lubricándolas—, tenemos agarradas a las mujeres por el amor. Es nuestra baza saberlo. Por su bien, recuerde que, aunque desde una perspectiva tecnológica, cultural, lo que usted quiera, vayamos muy a remolque de ellas, nosotros fuimos y seguimos siendo estrategas y cazadores. Recuerde, además, que la guerra implica una labor de estrategia que ellas no dominan, es natural, porque les aburre. Aprenderá el arte del desengaño. Aprenderá que la decepción es el único método infalible para dejar satisfecha a una clienta. Aprenderá que todas sueñan aquello que no van a conseguir.

Iván calló, como tantas veces a lo largo de esos días. Haciendo honor a su propio estilo, había resuelto no hacer más preguntas comprometidas a partir del día en que formuló de una tacada dos preguntas inconvenientes:

—¿Las lecciones que dan las instructoras a las novatas son parecidas a las nuestras?

El instructor, sobrecogido, con fuego en el pecho, se limitó a escupirle un «¡Cómo!» al que le había amputado la segunda vocal, de la rabia contenida. Casi le dio una puñada. Por impertinente. Se contuvo. Tras muchos años de experiencia instruyendo a novicios, nunca le habían formulado una pregunta semejante si exceptuaba la que el mismo novicio le formuló dos horas más tarde:

—¿En qué zona del Club están las novatas?

Vinilo Oliveira impuso al novicio un castigo anacrónico pero de gran fiabilidad nemotécnica. Le obligó en el acto a repetir mil veces: «Me sobra con mi masculinidad».

Aprendió actuando, como era debido. Aprendió a fingir cada vez mejor partiendo de sus errores de intérprete. «No exagere, coño», decía su instructor. O bien: «Así no. Así no. Así no. Me recuerda usted a un colegial de primaria. No tiene más que sentirlo como si lo sintiera. Aprenderá. Ya lo creo que sí. Ya lo creo que aprenderá».

Tumbado en la hierba, sentado en un banco, de pie mirando el estanque, en lo alto de un cerro, una y otra vez, a cualquier hora, asumía papeles de galán. Por las tardes, Vinilo hacía de hembra; él era el macho. Vinilo era, con más exactitud, hacía de mente caprichosa, alerta, perspicaz, receptiva y deseante. Eso era Vinilo, para él. Un instructor, un maestro que se mete en la piel de una dama. Le enseñaba a escuchar. Le enseñaba a ser el hombre que toda clienta tenía derecho a soñar, previo pago.

Un día le soltó lo siguiente:

—Iván, recuerde una cosa. Cuando no esté frente a mí, le será más fácil. ¿No me cree? Debe creerme. Para usted, será más fácil frente a ellas. Y más de lo que se imagina. El demonio existe, y es tentador y falaz. Entonces, recuerde lo que le he dicho: escuche, preste atención, no deje nunca de escucharlas.

Algunas tardes, cuando les tocaba el turno, se dirigían al hangar y, una vez en él, se montaban en una nave biplaza de cabina transparente y despegaban, y entonces, sobrevolando a baja altura las copas de los cipreses, se trasladaban a un área distinta del Club, de paraje más lírico o más prosaico, según las necesidades de las prácticas del día, distante de allí, a lo mejor, un par de kilómetros. «Por cambiar de escenario», decía Vinilo. Para Iván, estos traslados aéreos representaban algo así como una tregua en la batalla que sostenía diariamente por aprender actitudes e intuir reacciones con la agilidad de un ilusionista. Se acoplaba el casco y las gafas, y ese aire contra el rostro lo sentía como una ráfaga de libertad heladora, imparable, metiéndose en él y dentro de él como una metáfora del cambio de rumbo que iba a experimentar su vida. Entonces, pensaba en ella, la mujer de los diarios, Cornelia de Alba, y, sobre todo, en su madre, Dolly de Alba, quienquiera que fuese, y en su padre, y la sangre le hervía.

La víspera de su marcha, Vinilo tuvo a bien guiar la nave hacia el norte, y, poco después, aterrizó en una cañada con la pericia de un abejorro. Por unos instantes, el artefacto levantó un vendaval que peinó la hierba de terciopelo en oleadas sucesivas.

—Bajemos —dijo el instructor quitándose el casco.

Iván pensó que era un paraje absurdo, si es que hay parajes absurdos. Algunos pinos diseminados. Hierba. Matorrales. Iván no entendía.

—Sígame. ¿Ve aquel pino? Pues vamos —dijo Vinilo, que llevaba una carpeta bajo el brazo.

Le siguió. Luego, el instructor le dijo que se sentara, sin ir más lejos, en la roca, ese peñasco, junto al árbol. Había un diálogo fluido entre pájaros no visibles. El instructor se quedó de pie. Con cara indescriptible. Con mueca indescifrable. Mirando un sol que se ruborizaba más y más.

—Me gusta este sitio —dijo el instructor sin desviar la vista—. Vengo aquí desde hace años.

Iván no dijo nada y pensó que a él también le habría gustado en otras circunstancias.

—Mañana se va. ¿No es cierto? —el otro asintió con la cabeza—. ¿Han tomado ya su huella dactilar?

—Sí —dijo Iván.

—Le habrán explicado que se hace con todos los socios del Club. Para que tengan acceso automático y con total libertad a las instalaciones excepto entre las dos de la madrugada y las ocho, ¿no?

—Sí —dijo Iván clavando sus ojos en el perfil de Vinilo—. Ahora ya el sol se ocultaba, avergonzado. Iván pensó que sería procedente intercambiar impresiones, pero no se lo ocurría absolutamente nada que decir.

—Preste atención —dijo Vinilo abriendo la carpeta, de la que extrajo un cuaderno que Iván reconoció al momento—. Como ya sabe, en el expediente personal de cualquier novicio figura el contrato, y, a pie de firma, el juramento de secreto y obediencia. Es el compromiso formal por escrito, ¿recuerda? —y extendió a Iván una pluma bañada en oro—. Por cinco años. Mínimo innegociable, como usted sabe.

—¿Es imprescindible? —dijo como si hablase otro por él cuando, desde la tarde en que Vinilo había hecho alusión al juramento de secreto y obediencia, no había dejado de sopesar su alcance desde todos los ángulos.

—No comprendo. Y me veo obligado a recordarle que aún está a tiempo de irse, hijo —murmuró haciendo una pausa—. Infinidad de hombres de cualquier edad venderían su alma al diablo por estar, me permito la palabra, en su pellejo; y usted, que es un privilegiado, digamos que uno de los pocos privilegiados en una sociedad que, desgraciadamente, no está en manos de nuestro sexo, me pregunta si es imprescindible firmar un juramento que acredita nuestra lealtad, nuestra adhesión a un Club que simboliza las civilizadas relaciones entre ambos sexos, y nuestro anonimato frente al mundo de ahí afuera. Salga al exterior. Eche un vistazo a ese mundo dividido, justamente, quien lo duda, pero dividido. ¿Le gusta el mundo real? ¿Está a su favor el mundo real? Recuerde las clases teóricas; ¿debo recordarle cuánto se ha insistido en la importancia del secreto y de la obediencia para los socios —y socias— del Club? No sólo es imprescindible, sino esencial que guarde el secreto de sus actividades. No sólo es imprescindible, sino esencial que preste obediencia a las normas y a los guiones que el Club le facilitará en cada terapia concreta. No sólo es imprescindible, escuche, sino esencial que usted se integre en el todo. Usted, amigo mío, responde, y el todo responde por usted. Usted, amigo mío, falla, y el Club no tiene otra opción que corregirle. Y no me pregunte, hijo, como ya ha hecho en alguna ocasión, qué medidas correctoras o disuasorias adopta el Club. No sea banal, ya se lo dije una vez. Como no ignora, si olvida que el Club actúa siempre como una macroinstitución al margen de cualquier ciudad y en interés de la ciudadanía, si usted olvida que nuestra libertad es nuestra fuerza, lo mejor es que no firme, querido; lo mejor, le confieso con franqueza, es que cruce los límites del Club por última vez.

—Voy a firmar —dijo Iván haciendo un gallo con su voz más grave—. Pensaba firmar.

—Otra cosa, señor Zelda, esa sortija —dijo el instructor dirigiendo su mirada a una sortija de aspecto antiguo, labrada en platino con figuras vegetales y una amatista engarzada en su centro geométrico—, como cualquier otra pertenencia, incluyendo la ropa interior... Le recuerdo que debe prescindir de ella —y volvió la mirada a la sortija— en horario laboral. Es ocioso decir que el Club le facilitará las mudas, disfraces y accesorios pertinentes.

—¿Le importaría que no usase reloj? Mi padre tampoco lo soportaba —dijo Iván sin levantar la vista del folio.

—Se estudiará.

Esa noche, la última del curso de adiestramiento, cuando ya había perdido la esperanza de dar con ella a través del Club y se planteaba vengarse de otro modo, Iván identificó la fotografía de Cornelia de Alba en el monitor. Miró el recorte de prensa y miró la pantalla. Fue de uno a otra varias veces sin dar crédito a su suerte. Comparó ambas fotos con el pulso en las yemas de los dedos aceptando que era, sin duda, la misma mujer. Una de las clientas más recientes. Obviamente, había aportado su foto. Obviamente, no figuraba su nombre en el programa informático.