VII

 

-¿Y

qué te dijo?

—Preferiría dejarlo.

—¿Eso te dijo? Qué extravagancia. ¿Y tú qué le respondiste?

—Digo que preferiría dejar el asunto —insistió Iván.

—En fin, demasiado tarde. Para Cornelia yo soy tu mejor amigo y su único confidente. ¿Te imaginas? Figúrate como estará. Me preocupas. Pegársela con Felicity Camberra. Estás loco. Cornelia está desolada. ¿Se dio cuenta Felicity de que eres un tío?

—Tomé precauciones.

—¿Tomaste precauciones? Eres un deficiente. ¿Qué clase de precauciones?

—Fue algo superficial. Felicity abrió la puerta del despacho. Para saludarme, supuse, pero, de repente, se abalanzó. Fue todo superficial. La cogí por las muñecas, le metí la lengua, me froté contra ella, ¿te parece suficiente?

—Te va el sado. ¿Algo superficial? Epidérmico, diría yo. ¡Por todos mis muertos! ¿La desnudaste del todo?

—Nelson, omitamos detalles.

—¿Y no sabías que Cornelia rondaba por la casa?

—Sí.

—¿Lo sabías?

—Por eso lo hice. ¿Más preguntas?

—Te cazó.

—¿Y la pregunta?

Sadomaso en toda regla. Estás grave. No pasa nada. No pienso decirle nada. Nos rodean, nos acechan las tentaciones. A veces hay que ceder. Y céntrate, no te muevas tanto, que te sales de la pantalla. Mírame a mí. Llevo tres meses con Fuencisla. Desde entonces no he tocado a otra mujer. Claro que antes no había catado a ninguna. ¿Crees que no me apetece? —Iván se quedó mirando fijamente la mancha groenlandesa de Nelson Bekembauer igual que si fuera la primera vez que la examinaba—. ¿Crees que no les aplicaría una buena lavativa a todas?

—Tu caso y el mío no se parecen. Te lo aseguro.

—Pero Fuencisla y yo hemos establecido un pacto de lealtad. ¿Habéis establecido vosotros un pacto de lealtad, joder?

—Hasta luego, Nelson.

Nelson lo miró con ojos de mica.

—Correcto —dijo Nelson.

Las explicaciones estaban de más. Algo superfluo, así las juzgaba ahora, como el origen, la causa de los desconciertos, de los malentendidos. Las explicaciones, le gustaba pensar, no hablaban mucho ni bien de la madurez de un carácter. Un carácter se definía por la acción. Él mismo, en los últimos tiempos, eludía darse explicaciones. Él quería actuar, sentirse más hombre, más libre, hacerles daño a ellas, imponerse, explicarse sin tener que dar explicaciones. Se hubiera dejado engullir por un remolino con el único propósito de poner a prueba sus músculos para salir a flote.

Había perdido la gracia de ignorarse. Y lo ignoraba.

Había dejado atrás una vida vieja como se arroja al cesto una prenda que ha encogido, y lo único que sentía era una suerte de desdén por la prenda nueva y nostalgia, sólo eso. Las explicaciones lo abrumaban, pero la existencia de Cornelia siempre parecía fundamentar muchas explicaciones y deseos de comprenderla, a ella y a Dolly. Hasta que Felicity entró de sopetón en el despacho.

Y ahora no le quedaba más que reconocer lo siguiente: no hacía ni veinticuatro horas le había puesto los cuernos a Cornelia con una mujer de crines hasta la cintura, y cuya hidratadísima espalda —con sus tirantes a punto de ceder y romperse— había sido para él la manzana de Eva. He aquí la verdad. Y aún había otra: Cornelia había pasado la noche fuera, y en el curso de la mañana aún no había regresado. Es más, todo apuntaba a que estuviera con Dolly. Dio instrucciones a Espíritu para que colgase un cartel en la puerta del piso que rezase: «Cerrado por fuerza mayor», pero la doble y escandalosa cola escaleras abajo disuadió a Espíritu en seguida. Y ya eran las once de la mañana.

A las once y media, Iván Zelda, más conocido como La Primera Bruja y Curandera entre Brujas, resolvió de una vez por todas salir en persona al rellano, con el hábito profesional, para darse, como redactó él mismo en un post-it a una Espíritu de facciones desencajadas por el susto, un baño de multitud y tranquilizar a las masas. Espíritu, que desde hacía no mucho había llegado a un secreto acuerdo con la Estrella del Diván —como también era conocido en los medios de prensa más cáusticos con las prácticas extraoficiales y más proclives a la ortodoxia psiquiátrica— para cobrar por horas las actividades de inspección y vigilancia que antes llevaba a cabo sólo por amistad hacia sus vecinas predilectas, objetó que el número de fieles que todos los días se apostaba escaleras abajo distaba peligrosamente del de los primeros tiempos, pero, en vista de que su jefa se guardó el bolígrafo y el taco de post-it en el único bolsillo del caftán púrpura, y se cruzó de brazos, Espíritu se pasó un dedo cuan largo era por debajo de la nariz dos o tres veces antes de precederla como un dócil guardaespaldas.

Sin duda, eso nadie se lo esperaba. Eran las once y treinta y cinco del mediodía de un lunes frío de otoño, y un tramo muy considerable de escaleras permanecía ocupado por respetuosas entusiastas de la Estrella del Diván provistas de capas, abrigos, forros polares, bufandas, botas de caña, cuellos altos, manoplas, mitones, gorros de lana, sombreros calados, faldas hasta el tobillo y mejillas especialmente febriles. Una pluralidad de ojos siguió fielmente la trayectoria de ambas desde que abrieron la puerta hasta que la Estrella del Diván, sin mover un solo músculo de ombligo para arriba, se aproximó al hueco por el que los cámaras habían hecho el picado, siempre precedida por Espíritu. Una espiral de cabezas de diversos tamaños y diseños afloró al unísono con las caras hacia el punto en donde convergieron todos los ojos cuando él, voluntariamente a merced de sus partidarias, expuso su propia cabeza sacándola por el hueco ante el pasmo de un mujerío desfalleciente. La espiral de cabezas siguió ahí como si nada, mientras la Estrella del Diván, por alguna razón que a ver quién acertaba a averiguar, retrocedió, volvió a asomarse, dejó que sus ojos campasen con libertad por sus órbitas, y levantó con parsimonia una mano como si tuviese intención de efectuar un solemne juramento.

La mano se quedó así unos instantes. Como una mano suspendida de un aire que nadie osaba respirar. Pasados aquellos momentos, la mano recuperó una postura menos hierática.

Se agarró al pasamanos. Le fue imposible evitar una crispada semisonrisa, miró a Espíritu, vio cómo la vecina más supersticiosa del universo sudaba, en tanto él no veía muy claramente qué objetivo se había propuesto con el baño de multitud, y, a esas horas, era evidente que tampoco la multitud estaba en disposición de hacer conjeturas a ese respecto. Pero todo habría de ser aún más insólito desde que tuvo la seguridad de que entre el mujerío reconocía a una mujer de talla respetable, que ahora hacía discretamente ademán de esconderse tras uno de esos abrigos de manga ranglán con que la segunda empresa del sector de grandes almacenes había revolucionado la temporada otoño-invierno. Fue insólito o, cuando menos, inesperado que alguien ilocalizable rompiese a aplaudir, y después otra y después varias localizables, y seguidamente todas las siguieran, y ya todo fue un solemne aplauso rítmico.

Espíritu tiraba de Iván hacia la puerta, y el aplauso se prolongaba sin una sola nota discordante, con una emoción que Iván no hubiera sabido describir de no haber sido porque, más o menos entonces, había logrado identificar a la mujer que se escondía detrás del abrigo de moda.

 

Simultáneamente, en otra zona del sector, a Dolly le costaba procesar el cambio que había experimentado Felicity en las últimas horas, pero como ni su amor propio ni su cinismo estaban lo bastante maduros como para rechazarlo, Dolly vivía instalada en una especie de pompa mental.

No era probable ni lógico que su relación con Felicity sufriera un cambio tan brusco; o sea, Dolly sí estaba habituada a los cambios bruscos en sus relaciones sentimentales, pero siempre hacia peor. Cambios que lo enturbiaban y empeoraban todo y torcían el tallo con que ella identificaba más lírica que imaginativamente la esencia del amor, hasta que ya no quedaba ni tallo, ni savia, ni hojas, ni esencia, ni una sola raíz, ni ninguna otra cosa que enturbiar ni mucho menos que enderezar. No siendo probable ni lógico, sin embargo, ahí estaba, la mejor prueba era ésta: al despertar —un despertar que, por cierto, venía precedido de una noche durante la que Felicity no había soltado la gordezuela mano de Dolly ni siquiera para entrar en la fase de sueño REM, y de eso Dolly estaba particularmente segura porque no había sido capaz de pegar ojo en toda la noche— Felicity la había sorprendido a las ocho y media de la mañana con dos tostadas untadas de hirviente aceite de oliva, un zumo de pomelo y un café con leche doble y humeante, y todo ello servido en el dormitorio, y, lo que fue más notable, en salto de cama de moaré, es decir, sin su ya mítico chándal.

Y después del desayuno surgió reposadamente la posibilidad de charlar como hacía tiempo que Dolly no charlaba con la cabeza menos especulativa del Estado. Para empezar, ya era algo no verse obligada a rehuir las charlas que devenían siempre en discusiones, ni a rogar por que de un momento a otro, en plena charla o discusión, ocurriera algún providencial incidente —un rayo de sol que deslumbra, el ruido de un ascensor deteniéndose en la planta, un súbito escozor en la pantorrilla— que anulase el frágil poder de concentración de Felicity y zanjase la contienda. La propia Dolly no negaba que su paradoja era considerar a su amante tan animal pero tan deseable como podía serlo alguien para quien cada nuevo estímulo se superpone al anterior.

Felicity cogió la bandeja, la llevó a la cocina y, poco después, regresó para sentarse en la colcha mientras Dolly permanecía acostada. Por momentos, Dolly sentía dilatarse la pompa de cuyo espesor dependía su paz mental. Qué amable estaba esta mañana, qué encantadora, dijo Dolly. Como siempre, dijo Felicity. Para ser justas, siempre, lo que se entendía por siempre, resultaba muy taxativo, ¿no era cierto que estaba más amable y obsequiosa con ella de lo normal?, dijo Dolly. Es posible que lo estuviese, dijo Felicity. ¿La quería mucho?, dijo Dolly. Por cierto que la quería, dijo Felicity. Y, ¿no se acordaba ella de aquellos primeros días de relaciones?, dijo Dolly. Sí que los recordaba, dijo Felicity. Qué buenos momentos habían pasado juntas, ¿por qué ahora no eran igual de felices?, dijo Dolly. Porque la vida era un asco, y una no estaba amorosa a todas horas, dijo Felicity. Sí que era comprensible, pero es que últimamente ella no estaba amorosa casi nunca, dijo Dolly. Después de las tostadas no era lo más correcto hacer una alusión de este tipo, dijo Felicity. Por descontado, en eso llevaba razón, cuánta razón tenía en eso, dijo Dolly. Era lo mínimo, dijo Felicity. Por descontado, un desayuno de ángeles, pura ambrosía, el desayuno, dijo Dolly. ¿Podía pedirle una cosa?, dijo Felicity. Después de esas tostadas, podía pedirle lo que quisiera, dijo Dolly. Que no la dejase nunca, que nunca la abandonase a su suerte, dijo Felicity. Qué miedo le daba, le infundía pavor verla así, pensar en lo que vendría después, dijo Dolly.

—Mira —siguió diciendo tras abrir y cerrar el cajón de la mesilla de noche—. ¿Te gustan?

—Oh, Dolly. Son preciosos. ¿Qué piedras son éstas? —preguntó Felicity rozando con el dedo uno de los pendientes.

—Amatistas. Amatistas engarzadas en platino.

—¿Puedo quedármelos?

—Son de Cornelia. Al menos, serán de Cornelia cuando los herede, no antes. Y últimamente los miro demasiado. ¿Quieres probártelos?

Felicity se puso un pendiente, luego, el otro. Se levantó de la cama. Se paseó por el dormitorio. Se estudió ambos perfiles en el tocador. Los pendientes se balanceaban y refulgían.

—Sólo por esta mañana. ¿Te parece? Sólo por esta mañana —dijo Felicity.

Dolly otorgó con una sonrisa, e, inmediatamente, Felicity cogió el mando de la tele para celebrarlo, encendió el artilugio y se puso a hacer zapping con una celeridad de poseída. Dolly se quedó mirando un rincón del dormitorio en donde con evidente desfachatez una araña había tejido sus redes, y, mientras pensaba que las domésticas era la deshonra del genérico gremio de señoras de la limpieza, oyó voces que procedían de innumerables canales de televisión que pasaban por delante de sus ojos en sucesión ininterrumpida, y que, en otra circunstancia, la hubieran expulsado directamente del dormitorio, mientras prestaba oído a lo que decía por la tele una locutora pecosa y trajeada...

—Deja un momentito eso.

—Es un avance informativo.

—Precisamente, querida —enfatizó Dolly—. No es veneno. Déjame un segundo el avance informativo.

—No entiendo los telediarios.

—No es óbice, querida. Quién los entiende. Anda, déjame el mando un segundo.

Sólo para escuchar que un travestido había sido víctima de un ataque...

—Le está bien empleado —dijo Felicity.

Al principio, cuando a instancias de una vecina, se había presentado el servicio de orden público, una somera inspección había revelado una puerta forzada y un aparente caso de violencia pasional, pero, tras las primeras comprobaciones, y tras verificar sin asomo de duda que el cadáver, ya frío, llevaba peluca, y que sus ropas disimulaban el cuerpo sin vida de un macho común, muerto por asfixia, todo apuntó a un crimen perpetrado por la dueña de la casa, y a quien se trataba ahora de localizar... Todo, excepto que la presunta asesina no había dejado ni una sola huella dactilar en el cadáver, mientras que los muebles y la puerta de entrada al piso estaban plagados de huellas suyas...