XI

 

A

dos días de que para Cornelia la vida tomase un nuevo rumbo, ocurrió algo con lo que ya no contaba. Y, para su íntima satisfacción, fue él quien tomó la iniciativa; él, que parecía no tener en este mundo más deseos ni inquietudes ni placeres que los de ella, al menos por ahora y durante los dos días que faltaban para completar la terapia, y que Cornelia estaba dispuesta a vivir como si después no hubiera más días.

Fue la tarde en que ella no pudo más y le habló abiertamente de los anónimos. Dijo que habían cesado de enviárselos igual que habían empezado, de repente. Le pidió disculpas, le dijo que la perdonara, pero que, por un momento, se olvidase del Club y del XIX, que necesitaba contárselo todo, y que no podía ocultar eso por más tiempo. Era una tarde soleada, aunque fría.

—Léelo, por favor. Este es el último —dijo Cornelia.

Iván cogió el papel, lo desdobló, tenía el tamaño de una cuartilla. En tinta negra y letra inclinada hacia delante leyó: «Debes pagar por tus culpas. Todo culpable debe sufrir».

—Parece la voz de una integrista. ¿Cómo no me lo has contado antes? La habrás denunciado...

—Es la voz de un hombre.

—O de una mujer.

—Es un hombre, seguro —afirmó Cornelia—. De una forma u otra, ese hombre está relacionado con un accidente horroroso que sucedió hace unos meses, cerca de la casa de mi madre. Se desprende del contenido de otros anónimos.

—No tienes que contarme nada que no quieras.

—Lo sé. Déjame darle un respiro a nuestros roles, anda. Quiero contártelo. Ayúdame a contártelo. Necesito que lo sepas. ¿Qué más te da, hijo, dime, si en cuarenta y ocho horas me habrás olvidado para siempre? —dijo deteniéndose de pronto. Él, con gesto grave, se detuvo inmediatamente con ella. Llevaba los guantes en una mano. Se cruzó las manos por detrás y apretó los labios, que temblaban de un modo casi imperceptible—. Una tarde, a última hora, salí de la biblioteca y me dirigí a casa de Dolly, como muchos otros días. Dolly es mi madre. Trabajo en la biblioteca municipal de mi sector. Como directora. Ten paciencia, cariño... pronto habrá acabado todo —dijo con una mirada húmeda, haciendo una pausa—. Entonces, muy cerca de la casa de Dolly, vi a un hombre. Aunque ya era casi de noche, y él estaba a resguardo de la luz de las farolas, era un hombre de cierta edad. Parecía hablar con una mujer joven, de melena oscura. Lo que sí puedo asegurarte es que la tenía agarrada por la muñeca, y que la mujer forcejeó. Todo eso lo vi. Me acerqué. Pregunté qué pasaba. El hombre se sobresaltó y me miró. Le dije que la soltase. Era un hombre de estatura media, grueso, calvo, me parece estar viéndolo. Me dijo algo en tono de advertencia, no se le entendía, saltaba a la vista que el hombre estaba bebido y que la mujer estaba asustada.

»Haz un esfuerzo por imaginarte la escena. No pasaba nadie por la calle. No suelo perder los nervios con facilidad, pero me puse muy nerviosa. Le repetí que la soltase. El hombre, sin hacerme caso, me miró. Iván, cómo te lo explicaría, hubiera sido difícil no asustarse, no sé si puedes entenderlo, en contadas ocasiones había hablado con un hombre, y debes creerme, nunca un hombre me había dirigido una mirada así. Di un paso atrás, algo instintivo, supongo. Por la otra acera pasaba una patrulla de agentes de servicio, la zona de mi madre es bastante céntrica, entonces levanté un brazo, di un grito, las llamé, sin quitarle ojo. El hombre estaba un poco tambaleante, pero no dio ni un paso.

—Sigue —la apremió Iván con el gesto detenido. De su frente empezó a escurrirse una gota de sudor.

—No era mi intención, te lo juro —dijo Cornelia entre pequeños suspiros—. Yo no podía imaginármelo...

—Imaginarte qué. Dime.

—Cruzaron la calle y le dieron una orden. Varias agentes dieron la misma orden. No sabría decirte las palabras. Eso lo he borrado. Varias órdenes. Sí recuerdo que él aún no había soltado a la chica. Naturalmente, la chica estaba llorando. Una de las agentes golpeó al hombre con una porra. El hombre se tambaleó con un gruñido, pero no soltaba a la chica. Entonces la chica gritó. Un chillido histérico. No la soltaba. El hombre no la soltaba. Qué podía haber hecho yo.

—Sigue. Sigue —repitió Iván en un murmullo. Notó el cosquilleo de otra gota de sudor pugnando por iniciar el descenso.

—Me quedé quieta, ¿qué otra cosa podía hacer? —dijo Cornelia, que hizo una breve pausa para tomar aliento—. Empezaron a golpearlo. Las tres o las cuatro agentes, no recuerdo cuántas eran, ¿quieres creerlo? Lo golpearon hasta que la soltó, y luego siguieron golpeándolo más. La chica se apoyó contra una pared. Fui hacia ella. La abracé. Mientras, no dejaban de golpearlo. ¿Entiendes? El hombre se derrumbó. Sangraba. En el suelo braceaba, se resistía, imagino que por eso siguieron golpeándolo hasta que dejó de moverse. No puedo quitarme de la cabeza sus ojos.

—¿Y qué más? —preguntó. Tenía la seguridad de que los guantes estaban empapados.

—Le tomaron el pulso, llamaron a una ambulancia, lo registraron. Estaba clarísimo que el hombre no llevaba armas. A la chica y a mí nos pidieron la documentación. En cuanto se fue la ambulancia, fui corriendo a casa de mi madre. Le conté todo lo sucedido. ¡Ah!, y al día siguiente llamé al hospital. Di la descripción con detalles, me identifiqué por si servía de algo. Aquel pobre hombre falleció a las pocas horas de haberlo ingresado.

Reanudaron el paseo sin hablar. Hacía frío. Una flota de nubes se deslizaba a la carrera. Aprovechando que se trataba de los últimos días, y que ya no se relacionaban con nadie, Cornelia, con la aprobación de Iván, se permitía vestir con ropas actuales como si se hubiera licenciado de un deber inexcusable. Él se llevó la mano al nudo de la corbata yema de huevo.

—Nunca sabré por qué había detenido a la chica exactamente. Ella dijo que le oyó balbucear algo de direcciones, es posible que le preguntase por alguna, ya ves qué miseria, daría cualquier cosa por saber algo que ya no tiene importancia. Cuando le pregunté a la muchacha, la cogí por los hombros, casi la zarandeé. Terminó por decir que no le importaba, que tampoco quería saberlo, no quería más que olvidar. La había agarrado por la muñeca, desde luego, debió de ser un acto reflejo, el hombre estaba borracho, tartamudeaba. Luego pasó todo lo demás —dijo Cornelia tragando saliva—. Algunos diarios del sector femenino —siguió diciendo— se refirieron a mí como a una ciudadana solidaria, un modelo a seguir, ¿qué te parece?, alguien que había arriesgado su vida para salvar a una mujer en apuros de las garras de un delincuente.

—¿Te sientes culpable? —preguntó Iván, que se pasó el dorso de la mano por la frente.

—En fin, no hay muchas posibilidades después de haber leído el anónimo; pero si es eso lo que me preguntas, no me hubiera hecho falta recibirlo.

De nuevo se pararon. Estaban el uno frente al otro, como dos púgiles castigados y vencidos. Iván advirtió que Cornelia le acariciaba la nuca y empezaba a llorar en silencio. Si alguien hubiese tenido la poca gentileza de preguntarle por qué lloraba, la habría confundido definitivamente. Tal vez llorase por la confusión. O por ella. O por los dos. O por el hombre fallecido. O por nadie en concreto y por todos. O tal vez quisiera, desease, exigiera sentirse abrazada por él con la suavidad y la firmeza con que uno estrecha algo muy deseado.

—Estoy aquí. A tu lado —dijo Iván.

Ella hundió la cabeza un poco más en el cuello de él hasta que Iván cogió lenta y trabajosamente, pero con inusual determinación, su barbilla con el fin de separarla y secar sus lágrimas perfilando con los pulgares dos arcos justo por encima de sus pómulos. Los párpados caídos, el pelo color platino revuelto. De la punta de su nariz pendía una gota que Iván disolvió con la punta de la suya. «Mírame, anda», le dijo con voz sorda, «mírame Cornelia». Y en el instante en que ella levantaba los ojos, él la besó, suave, pudorosamente, en el centro de un labio que era como dos alas de gaviota desplegadas.

Entonces, él tomó la iniciativa. «Fíate de mí», le dijo.

 

«¿Una noche?», preguntó el recepcionista, un mozo escurrido como un poste que miraba fijamente a Cornelia detrás del mostrador. «Sí», dijo Cornelia rellenando con sus datos el impreso antes de que Iván estampara su firma cuya rúbrica envolvió cálidamente el rabillo de la a de Cornelia.

Y luego subieron en ascensor. Cuarta planta. Iván hurgó con la llave en la puerta de madera, dio la luz del dormitorio y dejó pasar a Cornelia.

Había una moqueta verde oliva. Y, en el medio del dormitorio, un inmenso lecho conyugal —evidentemente muy de época, como todo lo demás— era escoltado por dos mesillas con sendos quinqués eléctricos. El lecho lo cubría una colcha impoluta sobre la que reposaba un almohadón de raso a juego con la moqueta. Iván echó a andar hacia el baño, al fondo a la derecha. Cornelia se desprendió parsimoniosamente del abrigo y, con no menos parsimonia, lo colgó en una percha del ropero.

Poco después, cuando ella lo vio salir del baño, trató, sin éxito, de hacer algún comentario.

Iván se dirigía calmosamente hacia ella.

—Fíate de mí —dijo Iván.

Ahora estaba a la vista que él se había desvestido por sorpresa en el baño y, por toda indumentaria, llevaba una toallita de flores ceñida a la cintura. Cornelia admiró el torso perlado de gotas. Iván, o era lampiño o se había depilado, y ella nerviosamente pensó que ni en sus más idílicos sueños habría permitido que le hiciera el amor un hombre que no se hubiera depilado, y se arrepintió en el acto de ese idea.

Se abrazaron, o más bien, él se dejó abrazar por Cornelia sin mover un solo músculo, como si realmente le cogiese por sorpresa. Ella presintió que éste era el vértice de dos líneas convergentes, le pareció una imagen muy torpe y pensó en el amor, pensó que lo amaba, pensó en los amores tortuosos y malditos, en los amores turbulentos, en los finales felices, y el efecto inmediato fue que le susurró al oído y de puntillas que lo amaba tanto como le era posible amar a alguien. Con una mano, Cornelia soltó la superflua toallita de flores y, con la boca adherida a la suya, tuvo la habilidad de hacer presa en una masa de carne turbadoramente blanda. Y entonces, «Fóllame» fue la tremenda palabra que siguió a esto. Y la dijo él —no ella, a quien jamás se le hubiera ocurrido—, él, que empezaba a sentir el pulso acelerándose en sus partes sensibles y cómo, tarde pero a tiempo, su músculo viril se transmutaba al fin en un cetro vibrante y doloroso. «Fóllame, Cornelia.»

De modo que se amaron tenazmente. Para ser la primera vez, fueron obscenos, viscosos amantes. Mientras se resbalaban, se mordían; y ella, tan blanca y menuda en comparación con él, se extraviaba en el cuerpo broncíneo de el hombre. Cuando se quedaban mudos, gruñían. Y si para Iván era como perseguir una venganza, para ella era como tratar de arrancarse algo el uno al otro hasta el límite terapéutico que sólo ahora exploraban de veras y juntos. Se sentían hartos y ávidos, alternativamente. Y hubo veces en que también la ternura corría por sus cuerpos como las gotas de sudor antes y después de que ella lo montara de nuevo y él jalease su cabalgada con un obstinado «Fóllame, por favor».

—Me vas a matar —decía él.

—Es lo que quiero —decía ella mostrando aparatosamente dos hileras de dientes.

En alguna oportunidad, él le dio la vuelta al cuerpo de Cornelia, e invirtieron los términos corporales por un rato. Pero, casi instantáneamente, ella recuperaba la iniciativa de la empresa.

Con treguas intermedias, se amaron durante horas interminables, y después de cada una de esas treguas durante las que ella se levantaba de un bote para ir al baño corriendo —con la misma celeridad y por la misma causa por las que interrumpía las viejas películas de amor cuando llegaban los créditos finales— mientras él se quedaba yacente, como descoyuntándose y atravesado en la cama, con la cabeza pendiendo por fuera, con el regusto de ser el último puente tendido entre mujeres y hombres, y el miedo a que daba origen la seguridad de no ser éste el amor puro y descorporeizado que era propio de la admiración, en seguida, volvían a la carga. Hubo cinco treguas. Terminaron abrazados.

—Me quedaría contigo siempre. Siempre. Siempre. ¿Y tú? —dijo ella que se ovilló contra él y reclinó como pudo la cabeza en el hueco de su clavícula.

Iván encendió un cigarro, y luego, con el cigarro prendido a la comisura correspondiente al ojo que entrecerraba, se incorporó.

—¿Estás cómoda? —dijo sin encontrar la postura.

—¿Me has oído? ¿Te quedarías conmigo siempre?

—Si pudiese —dijo Iván. Y succionó el pitillo intensamente.

—Pues hazlo —dijo ella, que se acodó con un brazo en la almohada y apoyó la mejilla en el puño.

Desoyendo la advertencia que Iván le había hecho justo antes de entrar al hotel, Cornelia empezaba a hacer comentarios impertinentes sin tomarse la molestia de escribirlos. De modo que él cogió el cigarro y lo puso en los labios de ella. Por un instante, la ceniza resplandeció como un ascua que avivase una ráfaga de viento.

—Sabes que no es posible —dijo él mientras hacía una inequívoca señal con el índice sobre los labios.

—Me da igual —dijo ella.

—Soy un socio del Club —dijo él mientras se afanaba en capturar de la mesilla la cola de un pez dorado bajo cuya apariencia se camuflaba un cenicero.

Cornelia parpadeaba. Iván aplastó el cigarro con restos de carmín en las escamas del pez. Luego, devolvió el pez a la mesilla y alargó un poco más el brazo para atrapar el microordenador de su propiedad.

—Podrías venirte conmigo. Empezar una nueva vida. Seríamos felices lejos de toda esta basura —dijo Cornelia.

Iván se estremeció al reconocer las palabras de Cornelia. Eran sospechosamente similares a las de sus propios guiones. Afiló la nariz de Cornelia entre los dedos índice y corazón durante más tiempo del aconsejable para las poses, con la cara apuntando hacia ella, aunque mirando por encima, hacia la ventana, más allá de la ventana y de la noche. Luego, se puso a escribir en el microordenador.

«Recuerda que puede haber cámaras y micros ocultos.»

—¿Y qué? —susurró Cornelia.

«No deben pensar que por detrás hablamos de cuestiones personales. Tú sabes que te quiero.»

—Cada vez me vuelvo más socrática, querido —susurró ella.

«¿Por qué no me cuentas tu historia? Me gustaría tanto oírla.»

—¿La verdadera? Oh, cariño, ya no sé cuál es la verdadera —dijo Cornelia que apoyó bruscamente la coronilla contra el acolchado cabecero.

«Por si hubiera micros, hazlo espontáneo. Repite conmigo: Iván, me gustaría contarte mi historia antes de que nos despidamos. Nos quedan dos días.»

Cornelia repitió las frases del ordenador, se cubrió hasta la barbilla con la sábana de lino y, por vez primera desde el inicio de la relación, empezó a trenzar un monólogo sin orden aparente que Iván interrumpía de cuando en cuando a través de la pantalla. Habló escuetamente de mamá Dolly. Habló de su amor por la lectura. Habló de su amor por cualquier siglo que no fuera éste. Habló de diferentes y estúpidos oficios desempeñados a tiempo parcial a fin de sufragarse los estudios de Filología clásica. Habló de su cargo en la biblioteca. Quiso hablar de la soledad de los hombres, pero como sólo pensaba en la soledad de las mujeres, algo parecido al decoro se lo impidió.

«Es curioso que seas bibliotecaria. Mi mejor amigo hace literatura.»

Cornelia sonrió leyendo la minipantalla y se dijo algo que nunca le habría revelado a él: que semejante actividad ya sólo era posible en el sector tecnológicamente primitivo.

Paréntesis y digresiones se sucedían. Dijera lo que dijese, pensara lo que pensase, ella sentía la necesidad de amar a ese hombre hasta el límite de algo. Deseaba creer que todo esto representaba el grado cero de su vida. ¿Que si era irresponsable llegar a tales cotas de intimidad entre cuatro paredes y en donde posiblemente se hubieran camuflado cámaras o micros? Esa pregunta la hubiese interpretado como una impertinencia. Sencillamente, él dominaba las reglas de un juego que la hacía feliz. Y eso era todo.

«Eres preciosa», escribió Iván. Cornelia se preguntó si era una frase con truco, pero le llegó al corazón.

Iván le preguntó si le habían hecho proposiciones sentimentales, a lo cual ella repuso que había sido objeto de dos proposiciones, pero que las mujeres no le gustaban ni una milésima parte de lo que le gustaba el hombre que yacía junto a ella.

«Eres una embustera», escribió Iván.

Y ella se quedó mirando el teclado mientras apoyaba la mejilla en su hombro.

«¿Te gustaría saber mi verdadero nombre? Respóndeme con la cabeza», escribió él.

Ella afirmó con los ojos puestos en la pantalla.

«Me llamo Iván Zelda.»

Cornelia le arrebató el miniartilugio.

«¡Bárbaro!», apareció en la pantalla.

Iván la miró con una mueca de sorpresa divertida.

«Para mí, ya siempre serás Iván.»

Y él:

«Hasta dentro de dos días.»

Y ella:

«Tienes que venir conmigo.»

«Imposible. No debes pedirme eso.»

«¿Por qué?»

«Soy un socio...»

Con una mano lo detuvo en el medio de la frase.

Ahora el dormitorio estaba en penumbra, y la minipantalla del miniartilugio proyectaba una suave luz que iluminaba sus rostros. Iván notó cómo le arrebataba el artefacto.

«Júrame que no vas a perder mis señas. Júramelo», escribió ella.

El cursor parpadeó doce veces antes de obedecer la orden manual y escribir:

«No me lo pidas.»

Cornelia hizo un mohín, le dejó el ordenador en el regazo y le dio bruscamente la espalda.

Muy poco después, al cabo de una eternidad en la que para ella sólo era innegable y real un vacío negro y su propia respiración agitada contra el borde del colchón, notó su aliento, y un hilo de voz cálido que nunca había parecido tan franco como ahora diciendo:

—Cornelia, date la vuelta. Tan sólo tienes que darte la vuelta, por favor —dijo sin apartar los ojos de una cornucopia detrás de cuyo espejo sabía que una cámara los estaba grabando.