En el desayuno, Mara, el abuelo y yo comentamos lo que ocurrió anoche. Ninguno podemos creerlo todavía. Suena el teléfono, ¿será Porfirio? Mi amiga se pone al teléfono y comenta que su madre está en Atocha.
–Anoche la llamé para contarle lo sucedido y le insití en que no viniera, pero como es una cabezota quería verme y ha cogido el tren. ¿Queréis que almorcemos juntos?
–Uno de los policías me dijo que me veía muy nerviosa y que mejor fuera esta mañana a prestar declaración, ¡y luego iré al supermercado, casi lo olvido!
Llamo al supermercado para avisar que voy a retrasarme y la señorita de información me comenta que se lo dirá al señor Ximes cuando llegue. Quiero agradecer a Porfirio lo que hizo por nosotros y marco su número, pero la telefonista dice que no existe. Trago saliva, debe haber un error, llamo de nuevo y vuelvo a escuchar el mismo mensaje.
A la diez de la mañana, un policía me está esperando en Comisaría y me informa de que la bala solo rozó la cabeza de Manolo, que se salvará.
–¿Irá a la cárcel?
–Por supuesto. Homicidio en grado de tentativa con dolo, tenencia ilícita de armas, con premeditación, nocturnidad y alevosía, allanamiento de morada, rapto, secuestro, le caerán unos cuantos años.
–Y creo que mató a mi madre, me lo confesó, aunque según él había sido un accidente.
–En ese caso, se le condenará a 30 años y se solicitará al juez la prisión incondicional sin fianza, no tema, no la va a molestar más –respiro aliviada, y me pide que le cuente mi versión de los hechos. Luego me pregunta si conozco a Porfirio de la Fuente, le explico que es el profesor de un taller de escritura, y lee en voz alta parte del informe:
“Cuando llegamos a la dirección indicada, encontramos al presunto junto al ascensor, apuntando con una pistola a otro sujeto que dice llamarse Porfirio de la Fuente, del cual no nos consta su DNI, y hace un disparo. Aún no podemos determinar el lugar donde se alojó la bala pues nose ha encontrado. El presunto se pega la pistola a la nuca disparando contra sí mismo. Quiero hacer hincapié en este extremo, puesto que me parece extraño que se diera un disparo en la nuca y no en la sien como sería lo lógico.” –el policía alza una ceja mirandome fijamente– ¿Puede decirle a su profesor que contacte con nosotros cuanto antes? A su abuelo y la otra chica ya le tomamos anoche declaración y solo nos falta la suya. Eso es todo por ahora, puede marcharse, le mantendremos informada.
Doy un rodeo para ir al supermercado y paso por delante del taller, en el portero electrónico ha desaparecido el anagrama del sol verde. Pulso el botón. Me contesta una señora.
–Hola, ¿está Porfirio?
–¿Porfirio? Aquí no hay nadie que se llame así.
–Perdone, ¿no es el primero A?
–Sí, este es.
–¿Y no es el taller de escritura Absenta?
–No. Esta es mi casa.
Pido disculpas y miro el portal, es el mismo. Un joven abre la puerta y me pregunta si voy a pasar mientras la sostiene. Entro y miro los buzones, ni rastro de la escuela de arte. Subo al primer piso y llamo al timbre. Me abre una pareja de ancianos, los dos están en bata. Me saludan y me sonríen.
–¿Aquí no había un taller de escritura?
La mujer mira al anciano con cara de sorpresa.
–No... ¿Acabas de llamar al portero, verdad? Vivimos en este piso desde hace 50 años y que yo sepa en este bloque no hay ningún taller.
Esto debe ser una pesadilla.
–Pero yo he venido aquí los miércoles a una escuela de arte.
–¿Te habrás confundido de bloque? –me dice el anciano.
–Estoy segura de que era aquí.
Los dos se miran extrañados.
–Si quieres pasa y ves el piso.
Desde luego el decorado añejo no se parece en nada al del taller. Les doy las gracias. Voy al edificio de al lado y subo a la academia Estudios de Salud. Pregunto a una chica que hay en el mostrador que si conoce un taller de escritura cerca.
–No tengo noticia, un momento... –pregunta a un hombre que sale de un aula con una bata blanca– ¿Por aquí hay un taller de escritura?
–En Gran Vía no, estoy buscando uno desde hace tiempo y el único que encontré está en la Castellana. Y aquí solo preparamos oposiciones para Sanidad –y señala un cartel que dice: “Próximas oposiciones auxiliar de clínica, 250 plazas”.
Están compichados con Porfirio o me volví loca de remate. Les agradezco su ayuda y me voy resignada.
En el supermercado busco al jefe de personal, me dicen que está reunido en su despacho y que espere en la puerta. Tarda media hora y sale acompañado de una chica que lleva en su brazo un uniforme.
El señor Ximes me tiende la mano para saludarme.
–¿Qué te pasó esta mañana? Nos quedamos esperándote.
–Llamé para avisar de que llegaría más tarde. ¿No se lo dijeron?
El hombre niega con la cabeza.
–Creí que te habías arrepentido, llamé a otra persona, acaba de firmar el contrato. Si hubieras venido unos minutos antes se podría arreglar, pero ya no puedo hacer nada.
–¡No me diga eso, pero si hablé con información!
–Lo siento, no me lo han comunicado. De todas formas guardaré tu curriculum por si necesitáramos personal en el futuro.
Me he quedado de piedra.
–Pues vaya día, todo me sale al revés.
–Seguro que encuentras trabajo pronto, que tengas suerte.
Le doy la mano desanimada con la misma sensación de que el cielo se hubiera derrumbado sobre mí. ¿Qué puedo hacer ahora? Recuerdo el cartel de las oposiciones para auxiliar de clínica y vuelvo a la academia. La chica con la que hablé me informa que este año van a salir muchas plazas, y que durante el mes de mayo hay una oferta, no tienes que pagar matrícula, y que si estudio hay muchas probabilidades de aprobarlas. Me apunto, aunque no sé como lo voy a pagar. –Hace dos semanas empezó un nuevo grupo, las clases son a las diez. El lunes puedes pagar la mensualidad y te daremos el temario.
Encuentro una nota del abuelo sobre la mesa de la sala: “Mi amigo ha fallecido, iré al entierro. He sacado del congelador las lentejas. Un beso.” Me preparo un café y escucho ruidos en el salón. Voy y la televisión está encendida. ¡Otra vez, no! La apago pero se vuelve a encender y Porfirio aparece en la pantalla.
–Hola, ¿Cómo estás? Espero que te hayas repuesto de lo de ayer. Adriana, ya sé que piensas que estás loca, pero te voy a dar una prueba. Anoche dejé una carta para ti en el buzón, para que confíes en que no te estoy mintiendo... Te mentí solo para entrar en tu vida porque te quiero, siempre te quise y siempre te querré. Tendremos que estar separados, pero no dudes que en mi mente estaré contigo –se me saltan las lágrimas– No llores, que se me parte el corazón. Además tengo un trabajo para ti.
Me seco las lágrimas.–¿Un trabajo de qué?
–Se trata de conseguir amigos para que cuando llegue la hora confíen en nosotros y ayudarles. ¿Quieres ser mi cómplice?
–Cuenta conmigo.
–Disfruta la vida, es hermosa, pero no olvides que tú y yo tenemos una cita. Aunque por ahora solo sea en esta pantalla, volveremos a vernos.
Se apaga la televisión y el abuelo entra en casa.
–¿Ya estás aquí? ¿Cómo te fue en tu primer día de trabajo?
–Pues mal, ya habían cotratado a otra.
–Lo siento, hija, no te desanimes que eres muy joven y encontrarás otro mejor.
–Fui a una academia, voy a prepararme unas oposiciones de auxiliar de clínica, van a salir muchas plazas.
–Yo te pagaré lo que cueste, verás como las sacas.
–Gracias, abuelo.
Llaman al teléfono, es Mara dice que están en la Plaza Mayor, que su madre nos invita a almorzar. Le pregunto al abuelo si le apetece y contesta que sí. Y quedamos en vernos en media hora.
En el portal abro la puerta y el abuelo se vuelve, dice que lleva días sin revisar el correo. Abre nuestro buzón.
–Adriana otra carta para ti, sin remite, ¿la rompo?
–Prefiero verla antes.
–¿Será de ese animal?
Dentro hay una tarjeta con una foto de los teleñecos y dos recortes de periódico. La tarjeta dice: “Salí rana, pero te quiero”, y lo firma “Kermit”–me río con una carcajada.
–¿Y quién es ese hombre que te hace tan feliz?
–No es un hombre, abuelo. ¡Es un ángel!
Abrazo la carta y tengo la certeza de que volverá.