–Le habría gustado saberlo. A lo mejor lo imaginó que eras tú.

–No creo, porque cada vez que discutíamos me decía que se tenía que haber casado con el de los claveles –el abuelo sonríe mirando la foto de ella que hay en la vitrina, y de nuevo suena el teléfono– Ala, ahora cógelo tú, será él.

–Buenos días, Adriana, soy Porfirio. Te llamo para pedir disculpas por el comportamiento de Libertad de anoche, ¿cómo estás?

–Hola, estoy bien, pero no es necesario que la disculpes, tiene un problema, no es culpa suya ni de nadie.

–Habitualmente se muestra normal y cuesta entender que sea una enferma. Gracias por ser tan comprensiva.

–Gracias a ti.

–¿A mí, por qué?

–¿No me enviaste un ramo de rosas?

–¿Alguien te mandó flores?

–Sí, y no conozco a nadie en Madrid.

–Habría sido buena idea, pero yo no he sido.

–Pues vaya metedura de pata...

–Si no conoces a nadie... A lo mejor un vecino, vete a saber. Lo extraño es que no te envíen flores más a menudo. Te llamo, también, por si quieres que quedemos mañana antes de la presentación.

–Me encantaría.

–Si te parece, podemos vernos a las ocho en la boca de metro de Tribunal.

Le digo que me parece fantástico y nos despedimos hasta mañana.

El que envió las rosas tiene un gusto exquisito, aunque no sea él, me siento eufórica y con ganas de bailar. Me voy al dormitorio y pongo los 40 Principales, suena “Jardín de rosas”, qué casualidad. Debería escribir el curriculum, y me siento delante de la máquina. Oigo un ruido, viene de la sala, voy a ver qué fue. El abuelo está en su sillón con el periódico sobre las piernas y señala el jarrón, se ha volcado.

–¿Habrá sido el viento? –me pregunta extrañado.

–Pero todas las ventanas están cerradas. ¿No será por el peso de las flores?

El abuelo levanta las cejas y encoge la boca. Seco el agua que se ha derramado sobre la mesa y vuelvo a llenar el jarrón, veo difícil que se volcara por el viento. –¿Y no habrá sido un terremoto?

–Calla, niña, que uno ya no está para sustos. Ha sido el viento, no le des más vueltas.

–Me parece muy raro... Voy a comprar manzanas, ¿quieres?

–Sí, y tráete unas fresas.

Tras hacer la compra, miro en el buzón y encuentro una carta para mí. La segunda sorpresa de hoy, miro el remite intrigada, pero está en blanco, reconozco la letra, es de Manolo. Toda mi alegría se desvanece, intento leer la carta, me tiemblan las manos. Subo en el ascensor dándole vueltas a la idea de como habrá encontrado mi dirección y si no sería él también el que me ha enviado las flores. El abuelo me abre la puerta y me pregunta que tengo mala cara. Le doy el sobre. Me dice que no tiene sello ni remite que el que la ha enviado la dejó directamente en el buzón. Le comento que es de Manolo.

–¿No vas a leerla?

–No sé... ¿me la puedes leer tú?

El abuelo se pone las gafas de cerca y lee a media voz: “Querida Adri: No soy el mejor hombre del mundo, pero te quiero y quiero que vuelvas conmigo. No sabes el dinero que llevo gastado en encontrarte porque te echo mucho de menos. Y cuando Mara me contó que te había visto en Madrid me puse loco de contento y cogí un tren para venir a verte. He dejado de beber, he cambiado y nunca volveré a pegarte. Reconoce que pasamos buenos momentos, ¿te acuerdas de París? Entonces decías que te alegrabas de haberte casado conmigo. Te di todo y tú me respondiste mal, supongo que no me perdonarás que a veces se me fuera la mano pero es que cuando me ponías nervioso no me podía controlar. Ahora soy otro hombre. Por favor te pido que vuelvas, Adri, dame solo otra oportunidad y te prometo que te quito la denuncia por apropiación indebida. Te dejo el teléfono de mi hotel para que me llames.”

El abuelo resopla, y me devuelve la carta.

–Valiente tipo... ¿Volverás a Málaga con él?

–Eso, ni pensarlo. Menos mal que le pedí a la madre de Mara que no le dijese que me había visto...

–Y él ha sido más rápido en venir a buscarte. Y lo que dice que le has robado, tendrás que devolverlo, ¿no?

–Me abrió una cuenta en el banco cuando cumplí 18, me ingresaba dinero. Lo saqué para pagarme los gastos del viaje desde Málaga y poder vivir. No le he robado nada.

–Te creo, niña. Olvídate de ese indeseable.

–No sé si podré pensando que esas flores son suyas, voy a tirarlas ahora mismo –recojo las rosas del jarrón y me las pongo en un brazo. Bajo por la escalera y tras abrir el portón me quedo petrificada. Al otro lado de la calle un hombre robusto, trajeado y con fijador en el pelo me recuerda a Manolo. Parece que me mira, vuelvo a entrar en el portal y me resguardo tras el portón. Él se da media vuelta, parece que se va. Le sigo con la vista, me cercioro de que ha girado la esquina, salgo de nuevo. Juraría que era él. Me acerco al contenedor maldiciendo el día que encontré a la madre de Mara, ¿por qué tuvo que decirle que me había visto? Abro la compuerta del bidón, me da pena tirar las rosas, ¿y si no son suyas? ¿Y si me las envió Porfirio y me mintió? Pero para qué iba a mentir... Escucho la voz de Manolo detrás, y suelto la compuerta del contenedor de golpe.

–Bonitas rosas, ¿quién te las habrá enviado?

–¿Y a ti qué te importa?

–Te recuerdo que soy tu marido. ¿Es que ya lo olvidaste?

–¿Qué haces aquí Manolo? ¿Para qué has venido?

–Por ti. ¿No has recibido mi carta?

–Sí, pero no voy a volver contigo, ahora vivo con mi abuelo... Él es el que me ha enviado estas flores.

–¿Seguro? ¿Tu abuelo o uno que te mantiene?

Me quedo planchada, y me abrazo a las rosas.

–Es padre de mi madre, me enseñó fotos, y lo encontré –le digo con resentimiento.

–Era una broma, cuando te enfadas me excitas –me coge del cuello y trata de besarme, le esquivo y choca un hombro con el contenedor –¿No me vas a dar ni un beso? ¿Es que ya no te gusto? Pues antes lo pasabas muy bien conmigo, ¿no será que necesitas que te refresque la memoria?

–No necesito nada de ti.

–Pero yo te quiero...

–Pues vaya forma que tienes de quererme.

–A veces me pasé, lo reconozco, pero ya no bebo.

–¿Solo a veces? Si me quieres, vete y no vuelvas.

–Nunca te dejaré.

–Entonces, me iré yo.

–No solo me dejaste a mí, también a tu madre, por eso se tiraría por el balcón... –siento que sus palabras rebasan lo que puedo soportar, que intenta conseguir que me sienta culpable. Doy media vuelta y aligero el paso hacia el portal. Me agarra con fuerza del brazo y me duele– ¿Y qué hiciste con el dinero que me robaste?

–Me haces daño... Si no me dejas voy a gritar.

–A mí, con amenazas, no. Además, esto es solo una pelea de enamorados –dice soltándome.

–Esto no tiene nada que ver con el amor, y el dinero te lo devolveré hasta la última peseta. Pero lo de volver contigo, olvídalo, no quiero volver a verte. Adiós, que tengas un buen día.

–Adiós.

Me tiembla todo el cuerpo, parece que estoy teniendo una pesadilla y solo deseo despertarme. Llego a casa, huele bien, a potaje de lentejas, pero no tengo apetito. El abuelo mira las flores extrañado.

–¿No las ibas a tirar a la basura? ¿Te has arrepentido?

–Es que no son de Manolo.

–¿Cómo lo sabes? No es que quiera que las tires, ya te dije que estaban muy bien donde estaban –lleno de nuevo el jarrón y le explico, omitiendo detalles que le puedan lastimar, que le he visto– Parece que te está persiguiendo, espero que se vaya por donde ha venido.

–No lo sé, abuelo, es muy cabezota.

–Ahora vamos a comer, intenta olvidar a ese desgraciado.

Enjuago las fresas pensando que si Manolo no me envió las flores, ¿quién puede ser? ¿Por qué no me dice su nombre? ¿Será Porfirio y me mintió?