–¿Lo tenías preparado? –pregunto, niega con la cabeza.

–Con desearlo, la mente envía la orden a la máquina, y lo prepara en milésimas de segundo –me ofrece una copa, nos sentamos junto a la chimenea, el suelo se amolda a nuestra forma y brindamos por el presente. Lo pruebo, sabe a champán y el canapé, a fresas muy dulces.

–Entonces, ¿aquí no tenéis que cocinar?

–Lo hacen las máquinas, el proceso está informatizado por medio de un sistema autónomo. Pero si te apetece cocinar también puedes. Los alimentos se fabrican a partir de un código basado en los átomos que componen los productos naturales.

–¡Fabuloso! ¿Y por qué no lo implantas en la Tierra?

–No debemos inmiscuirnos.

–Pero tú eres de la Tierra, un ser humano, ¿como yo? 

–En la Tierra hay dos facciones que no son humanas: La más antigua es la de los absantes, descienden de los anfibios, son parecidos a los hombres; emigraron cuando se hundió la Atlántida pero la visitan a menudo. De ellos proceden el arte, la música, la escritura, las matemáticas, y su símbolo es la pirámide. La otra facción procede de una evolución posterior, se llaman draconianos, viven en el subsuelo. Son reptiloides aunque os sugestionan para que los veais como iguales, vibran a baja frecuencia y se nutren de energías negativas como el miedo, y de ratas; promueven guerras e inventaron el dinero, su símbolo es la serpiente. Como te dije, nací en la Tierra, pero yo soy absante.

–¿Quieres decir que no eres humano? ¿Entonces qué...?

Porfirio fija su mirada en mis ojos, siento que es cálida y profunda, y me atrae con una fuerza que pienso es amor.

–¿Tú qué crees que soy?

–¿Superman?

Porfirio se ríe a carcajadas, me acarica un hombro y con suavidad tira para tumbarme junto a él.

–No me considero un superhombre, soy diferente, aunque parecido al ser humano, salvo por un par de mutaciones.

–¿Eso es verdad?

–Aquí no te miento, Adriana.

–¿Y por qué no me lo has dicho hasta ahora?

–No sé si hubieras admitido que un ser como yo entrase en tu vida, no quise asustarte.

–¿Entonces, me enviaste tú el ramo de rosas? –y asiente mordiéndose el labio– Pues eres un actor estupendo, debían darte un Oscar.

–El maestro del taller es un personaje que yo mismo me he inventado, pero aquí no actúo.

–Si no mientes, me gustaría hacerte algunas preguntas.

–Adelante, dispara.

–¿Qué piensas hacer conmigo? Si me has traído hasta aquí será por algo, ¿no?

–Quiero ayudarte, y no pienses que quiero beneficarme de ti, solo quiero ser tu amigo.

–¿Solo mi amigo? Pero dijiste que me quieres.

–Y es verdad, pero no quiero que te compliques la vida por mí.

–Si te gusto y me gustas, ¿qué problema hay?

–Es imprescindible para que pueda ayudarte que confíes en mí.

–Confío en ti, y me encantaría que me besaras.

Me acerco a él y pego mis labios a los suyos, le beso y él cierra la boca, insisto, pero no se inmuta. Me siento triste y me da la mano, su calor traspasa mi piel y aunque no lo entiendo percibo que lo hace por mí.

–Lo siento, pero no estás habituada a esta realidad, hay que ir despacio, si no, cabe la posibilidad de que no quieras volver a verme. Así, siempre me tendrás como amigo.

–¿Y si en lugar de llegar yo al taller hubiera llegado otra? ¿Estaría ella aquí?

–Las cosas no funcionan de ese modo, todo está previsto…

–¿Y mi libertad? Porque pude decidir no asistir al taller.

–…O haberte borrado en la primera clase; cualquier día me dirás que te vas.

–Nunca te dejaré, Porfirio –me tumbo bocarriba y veo el cielo verde a través de una enorme ventana que ocupa todo el techo.

–Esa ventana es como una televisión, ahí puedes ver lo que sucede en la Vía Láctea –ladea la cabeza y en la pantalla aparecen imágenes del sistema solar, me sonríe, me acerca otro canapé, sabe a marisco– ¿Te apetece ver qué ocurre en la Tierra en este momento? ¿O prefieres un hecho del pasado?

–¿Se puede ver el pasado?

–Y las probabilidades de futuro, pero se puede cambiar.

–¿Podéis ver la Historia? –asiente– Entonces, ¿nos tenéis controlados?

–Respetamos vuestras decisiones, y no nos inmiscuimos, no os causamos ningún daño, excepto para defendernos. Tampoco os dominamos, solo sugerimos, no imponemos nuestra voluntad a nadie.

–Háblame del futuro, ¿sabes qué pasará en la Tierra en el siglo XXI?

–El secreto 3666. Los draconianos lo conocen y tratan de ocultarlo, juegan al pastor mentiroso, así cuando llegue el momento, nadie lo creerá.

–Me tienes en ascuas. ¿qué es lo que nos ocultan?

–Ya te lo diré Adriana, ahora no puedo.

–¿Y tú como sabes tantas cosas?

–La mente puede conectarse a la biblioteca universal, en la que todo está registrado como en una enciclopedia. Se hace tarde...

–Pero aquí no existe el tiempo...

–Una vez lo hubo...

–¿Desde cuándo no hay tiempo?

–Hace millones de años de la Tierra.

–¡Pero entonces aún no existía el hombre!

–Tenemos más cosas en común con vosotros que con mis antepasados; las evoluciones de tu raza y la mía, nos han acercado, solo os llevamos unos millones de años de ventaja de desarrollo. ¿Te molesta que no sea como tú?

–Me siento en la gloria, seas lo que seas, creo que he tenido una gran suerte con haberte conocido –clava un codo en el suelo y apoya una mejilla en una mano, me mira fijamente a los ojos.

–Te tengo en mi cabeza, de una forma que ni te imaginas, eres como una obsesión, pienso en ti a cada instante. La primera vez que te vi fue aquí... –me besa en la frente, señala el centro de la sala y me dice que no me asuste que vamos a ver una televisión tridimensional. Un punto de luz va aumentando de tamaño hasta ocupar casi todo el espacio. La cámara enfoca los pasillos de una clínica y entra en una habitación. Un hombre esbelto, vestido de militar americano, mece a un bebé, y en la cama hay una joven que se parece a mi madre, está llorando. El hombre deja al bebé en la cuna y se sienta en la cama al lado de ella, y le acaricia las manos. Estoy muy emocionada. El hombre dice que cuando vuelva de Vietnam se casarán. Mi madre llora. Y yo también.

–Ahí, tienes a tus padres, y a ti, el 30 de enero de 1968, el día que naciste.

–Creí que nunca conocería a mi padre, es increíble. Nunca volvió del Vietnam... Y mi madre, pobrecita...

Porfirio cierra los ojos y se apaga la imagen.