CAPÍTULO 7 LA CHICA DE AYER
Él está junto a mí, dice que será nuestro secreto y sale por la ventana, abro los ojos, la ventana está de par en par, me levanto y la cierro. Escucho el sonido de las llaves. El abuelo pega con los nudillos en mi puerta.
–Me voy a misa, prepárate y luego damos un paseo por el Rastro, ¿te parece bien? –me dice levantando la voz. Le contesto que sí y se marcha.
Desayuno y pongo el televisor, hay un documental sobre el universo. Un hombre con una bata blanca está sentado en una mesa de despacho, y su voz me recuerda a la de Porfirio, enfocan a su cara y es igual que la suya. Me froto los ojos, me levanto para verlo más de cerca. No hay duda, es él o su hermano gemelo. Un recuadro al pie de la pantalla dice: “Porfirio de la Fuente”, doctor en Astrofísica. Me quedo perpleja.
–Algunos científicos creen que en la próxima década se podrá confirmar la existencia de otros planetas más allá de nuestro sistema, ¿qué opinión tiene al respecto? –dice el periodista.
–Los hay, aunque aún no se haya podido confirmar, ni determinar sus órbitas. Se está avanzando en las técnicas para la investigación. Piense que en la Vía Láctea pululan cientos de millones de estrellas, solo en nuestra galaxia, y hay billones. Si en el Sistema Solar hay nueve planetas, ¿cuántos puede haber en el universo?
–¿Se podría encontrar uno apto para la vida?
–Hay razones de peso para pensar así. Existen indicios de que Marte pudo albergar vida hace tiempo, y esto solo sin salir de nuestro vecindario. En mi opinión, debe haber numerosos planetas en condiciones idóneas para la vida. Tal vez en uno exista una realidad similar.
Me pregunto qué hace Porfirio en un programa, ¿es que es un científico?
–¿Y cabe la posibilidad de encontrar vida inteligente en uno de esos planetas? –le dice el periodista.
–Son conjeturas, pero yo diría que la cuestión sería más bien dónde podemos encontrarla.
–Respecto a los viajes en el tiempo, usted comentó en otro programa que en el futuro podrían dejar de ser solo ciencia ficción. ¿Si se pudiera viajar al pasado podríamos cambiar el futuro?
–Es aventurado hablar sobre estos viajes, pero de ser posible constituirían la solución a los problemas, podrían preverse, se rectificarían errores y los efectos provocarían un futuro diferente, mejorado. Es parecido a la revisión de una novela, se corrige y aunque la historia siga siendo la misma, resulta una nueva edición –Porfirio mira a la cámara, levanta la mano saludando y le respondo. ¡Estoy majareta!– Si me lo permite tengo una cita, ¿continuamos más tarde? –el entrevistador se marcha. Porfirio levanta un pulgar y me sonríe– Adriana, puedo verte igual que tú a mí, ¿cómo estás, guapa? –con el mando apunto a la televisión– ¡No lo apagues!, deja que te explique... El contacto visual es la primera fase, y escucharnos, la segunda, y la tercera…
–Apago la televisión –le digo apuntándole con el mando.
–¿No me vas a dar una oportunidad? Por favor, Adriana.
–Esto no está pasando, es mi mente que lo imagina…
–En la tercera fase hay un contacto físico, pero requiere de unas condiciones, y la cuarta consiste en un viaje como a Absenta; siempre que no perjudique demasiado a la salud mental de la persona.
–¿Y dónde se supone que estás, en los estudios de Prado del Rey? Esto es muy absurdo... –apago el televisor. Solo encuentro una explicación, me he vuelto loca de remate. Debería hablar con el abuelo pero querrá llevarme a un psiquiatra. Tengo ganas de llorar, recojo los platos del desayuno y él abre la puerta, corro a mi dormitorio y me arreglo en unos minutos.
En el Rastro, el abuelo me lleva a visitar un anticuario. Me explica que en este mundillo se hacen copias que parecen auténticas y que se la dan con queso al más pintado. Le digo que como distingue las falsificaciones, y responde que por detalles que solo tienen los objetos antiguos, aunque para él lo decisivo es conocer bien al anticuario, que sea una persona de tu confianza.
–Estas figuras son actuales y las han cubierto de una capa para envejecerlas. En todos sitios hay espabilados.
Se dirige al dueño del anticuario y le pregunta por su padre. El joven le dice que está enfermo, que ya viene poco por la tienda. Al salir me paro en un puesto de bisutería y él dice que me espera un poco más adelante en el de los sellos. Un colgante de un sol me recuerda al programa de televisión. ¿Estaré perdiendo la cabeza y lo veo por todas partes? Pregunto el precio. Son mil pesetas y escucho tras de mí la voz de Manolo. Paga cogiendo un billete del fajo que saca del bolsillo, y avanzo buscando a mi abuelo.
–Tómalo, ¿no te gustaba? –me dice Manolo tendiéndome el colgante.
–Dáselo a una de tus amiguitas, seguro que a muchas les encantaría.
–Y me lo agradecerían más que tú.
–¿Hasta cuándo vas a estar persiguiéndome?
–Te advierto que estoy ya un poco harto, así que no voy a esperar mucho. Te doy solo tres días para que lo pienses, vengas conmigo y volvamos a empezar.
–Manolo, abre los ojos, ¿no lo comprendes?
–¿Es que no significo nada para ti? ¿Todos los años que hemos pasado juntos los tiras como si fueran basura?
–Al principio lo soporté hasta que empezaste a...
–Pero ahora soy otro hombre, ya ni bebo.
–No insistas, no voy a volver.
Me mira por encima del hombro. –¿Me desprecias como si yo no fuese nadie, sin más explicaciones?
Mi abuelo se acerca mirándolo de arriba abajo y ladeando la boca.
–¿Usted es…?
–Su marido, me alegro de conocerle –le tiende la mano y el abuelo se queda inmóvil– ¿No va a estrechar mi mano?
–Si vuelve a acercarse a mi nieta tendrá que vérselas con la justicia.
–No me venga con amenazas. ¿Va a denunciarme porque quiero que mi mujer vuelva conmigo? ¿Sabe que me robó y puede acabar en la cárcel?
–Prefiero verla allí que con un malnacido...
–No me insulte ¿eh? –grita Manolo levantando el brazo– Seguro que le ha ido con el cuento de que abortó por mi culpa, el niño iba mal como todo lo que hace. Además no sabía que estaba preñada, hubiera gastado cuidado...
–Mire, esta conversación se acabó, vamos, niña –me da una palmada en la espalda y me echa un brazo por los hombros, y nos vamos dejándole con la palabra en la boca. Nos sigue. El abuelo abre la puerta del portal y Manolo me agarra del brazo.
–Ni pienses que esto va a quedar así, eres mi mujer y vendrás conmigo, por las buenas o por las malas.
El abuelo me empuja hacia dentro del portal y le cierra la puerta en las narices.
–Por encima de mi cadáver que ese te deja en paz, como si tengo que contratar a alguien para que le dé un susto.
–No digas barbaridades.
–A grandes males, grandes remedios. Esos miserables, no merecen vivir, se dedican a hacer sufrir, a ti, a mí y al que les plazca. No, no lo veo tan descabellado, es tu vida o la suya.
–Pero abuelo, que no va a matarme, es solo que piensa que así conseguirá que vuelva, aunque sea absurdo. En cierto modo me quiere y lucha por mí, aunque las armas no sean correctas.
–Ese no es un hombre, es un demonio, y eso no es querer, que si se lastimaba tu abuela, yo sufría más...
En casa llama por teléfono a la policía, les explica que Manolo me está acosando y queda en que iremos a poner la denuncia. El lunes vamos a la Jefatura Superior de la Policía, nos atiende una mujer, me pide que le comente el objeto de la denuncia. Se lo explico y me asegura que le invitarán a que se aleje, y me da un número de teléfono por si me molesta de nuevo. Volvemos a casa, creo que necesito echar fuera todo lo que me está presionando. Me siento delante de la máquina de escribir y me acuerdo de mi madre, y de mi vida, y empiezo a teclear:
“Mi madre se propuso hacer de mí una chica decente y me apuntó en un colegio religioso. Durante los primeros cursos de la Educación Básica parecía muy orgullosa por tener una hija tan aplicada hasta que en quinto curso se corrió la voz de que Adriana, la niña de trenzas, era hija de una mujer que regentaba un negocio por la noche en Atarazanas. Ese día llegué tarde al colegio porque mamá se había quedado haciendo flores hasta el amanecer y no oyó el despertador. Entré en el aula en el cambio de clase y las compañeras murmuraban en corro sin notar que yo estaba junto a la puerta. –Mi padre dijo a mi madre que un amigo suyo se lo había contado, que a saber la de bichitos que Adriana tendrá, no quieren que me junte con ella –dijo Puri. Las saludé y se quedaron mirándome de arriba abajo como si el bicho fuera yo. A partir de ese día, Puri, y las demás rehuían de mí en los recreos y cuchicheaban a mi paso. Falté al colegio a pesar de la insistencia de mi madre en lo necesario que era para mi futuro no perder clase y me inventaba dolores de cabeza, muelas u oídos, con la esperanza de que se apiadase de mí y me dejara en nuestro piso.
Una tarde al salir de clase, Puri y sus compinches estaban en el kiosco, y me hizo un ademán con la mano para que me acercara. Crucé la calle pensando que quería hacer las paces y la saludé sonriendo como si los últimos días no hubieran existido. Puri apretó su cola de caballo y señaló al grupo de madres que entraban en el colegio. –Van a entregarle a la hermana Josefa una hoja de firmas para que te echen porque tienes gérmenes –dijo dando un paso atrás. Llegué a casa llena de rabia. Mi madre hacía flores junto al balcón abierto de par en par. La luz de la tarde surcaba un halo en la cabeza que creí que se trataba del resplandor que me contaron las monjas que irradiaban los santos. Me acerqué a darle un beso y ella me sonrió pensativa.
–Un modisto famoso en Málaga me ha encargado cien flores para un vestido de novia, me quedaré hasta tarde para terminarlas y entregarlas mañana. Si le gustan me va a contratar, pero para mí esto no es un trabajo, sino un disfrute. Reina, a tu edad yo soñaba con casarme y tener hijos, formar una familia, pero me enamoré de tu padre y me pidió que me fuera con él. Cuando nos conocimos, yo vivía en Madrid con mis padres, ellos eran muy chapados a la antigua y eso de que no me casara no les gustó. Tu abuelo me dijo que si me marchaba, me olvidase de que tenía una familia. No me despedí de él, ni de mi madre, recogí un poco de ropa en un bolso y me escapé. Tu abuelo aún vive en Madrid…
–¿Tengo un abuelo? ¿Y por qué no vamos a verle?
–Él aún cree que sigo con tu padre. Siempre me he planteado que algún día tendría que contarle la verdad pero no me atrevo.
Llorando cogió de un mueble unas fotos amarillentas. En una había un hombre vestido de militar y dijo que era mi padre. Luego le dio un beso a otra foto en la que estaba ella de niña junto a un señor calvo.
–Es tu abuelo, una buena persona aunque no lo sabe –se secó las lágrimas– No tenía previsto contarte estas cosas hoy, nunca tengo nada previsto...
Le dije que no se preocupase, que podíamos ir a Madrid en cualquier momento, que él seguro que querría verla. Ella sonrió.
–Algún día, ¿vale? Dime, ¿te fue bien en el colegio?
Me colocó las trenzas sobre los hombros y me clavó una mirada de las que parecían leer los pensamientos. Negué con la cabeza y no me salían las palabras. Pero ella me insistió para que se lo contase.
–No quiero volver nunca más.
–Si este curso estabas ilusionada, reina. ¡No me digas que no te gusta estudiar con las notas que me sacas! Si lo dejas ahora, el día de mañana no serás nadie.
Por las mañanas en lugar de ir al colegio, me iba al parque y dejé de comer. Mi madre al verme cada vez más débil me llevó al médico, tenía anemia. Al llegar a casa le prometí que comería si no me llevaba más al colegio. La convencí. A los diceciséis años me casó con Manolo, el hijo de nuestro casero, que por su edad podría ser mi padre. Le protesté mucho porque él siempre me miraba de reojo y a mí eso me producía escalofríos, pero mi madre me aseguró que con el tiempo le tomaría cariño, que ella no viviría para siempre y que con él no me faltaría de nada. Manolo procedía de una familia venida a menos, pero su fuente de ingresos, incluyendo el alquiler de mi madre, provenía de las rentas de varios pisos, y eso le bastaba para pasar por un hombre adinerado. El día que cumplí los 18 me abrió una cuenta en el banco, me dijo que a pesar de que era un hombre que a veces perdía los nervios, también tenía un corazón y que me quería de verdad. Me ingresó cien mil pesetas, cantidad que fue aumentado. La última noche que pasé bajo aquel techo de madera carcomida me acababa de hacer una prueba de embarazo y dio positivo. Escribí en mi diario que me iría de la casa antes de que naciera. Manolo llegó borracho como era habitual y lo leyó. –¿Adónde vas a irte, a casa de tu madre? Inténtalo y vais las dos a la calle –me cogió del pelo y me lanzó contra la vitrina. El cristal de la puerta se rompió y me hice un corte en el vientre. Al ver la sangre me llevó a prisa a la clínica. En el coche me advirtió que no se me ocurriera contar a los médicos nada sobre el accidente. El ginecólogo de urgencia dijo que el corazón del niño no latía y le preguntó a Manolo sobre lo que había ocurrido. –Esta mujer es que no gasta ningún cuidado, se ha subido a una escalera a limpiar la lámpara y se cayó-. Lloré por la tensión acumulada más que por ese hijo al que aún no me había dado tiempo a tomarle cariño. –Eres aún muy joven, en un par de meses podrás quedarte otra vez embarazada. Te practicaré un legrado y en dos días si todo va bien, podrás volver a casa-.
Volver a mi casa, ni en sueños. Y comencé a planear mi huida; le pedí a Manolo que si mi madre llamaba, que no le dijera que estaba en la clínica, pues no quería hacerla sufrir. Los días que estuve ingresada me hice la promesa de que no volvería con Manolo, y horas antes de que me dieran el alta, me escapé. Necesitaba irme lo más lejos que pudiera y decidí marcharme a Madrid. Fui al banco, me costó convencer al cajero para que me diese todo lo que había en mi cuenta, dijo que había que pedirlo con más tiempo de antelación, pero le supliqué y accedió. Sentí que las rejas de mi celda se quebraban como los cristales de la vitrina y fui corriendo hasta la estación de autobuses. Llamé a mi madre desde una cabina, me inventé que me había enamorado y que nos marchábamos a América. Ella dijo: “Bendita la rama que al árbol sale, pero, ¿él es bueno? Prométeme que vas a cuidarte, reina, y si tampoco te va bien con ese chico, aquí tienes a tu madre. Lo siento por Manolo, hay que ver, hija, con lo bueno que era.” No le confesé las muchas palizas que me había propinado ni que, de no ser por su brutalidad, le hubiese hecho abuela. Llegué a Madrid sin equipaje y me instalé en una pensión. Cuando llamé por teléfono a mi madre, me contó que Manolo había ido borracho al piso preguntando por mí.
–Nunca imaginé que ese hombre pudiera ser tan granuja, pero bueno, ¿tú estás contenta, verdad hija? Pues que tengas buen viaje y no olvides llamarme cuando llegues a América.
Volví a telefonear días más tarde, me contestó una mujer con una voz que no reconocí y dijo que mi madre había muerto tras caer por el balcón el 3 de noviembre y que Manolo me había denunciado por apropiación indebida. –...Pero yo no he hablado contigo ni se te ocurra aparecer por aquí –y colgó el teléfono. Prometí que tarde o temprano, acabaría con él. Busqué a mi abuelo, pregunté en los anticuarios de Madrid, pero en ninguno había nadie que tuviera su nombre. Llamé a los números de la guía telefónica en los que aparecía su apellido sin obtener resultados. Pasé días sin probar alimento y sin ganas de vivir. Y una tarde, pensando que el abuelo habría muerto, me senté abatida en un banco del Retiro. Un hombre de avanzada edad se detuvo frente a mí, rascándose la calva se acercó con los ojos muy abiertos.
–Perdona, es que eres igual que mi hija a la que no veo desde hace más de veinte años.
–¿Es usted Jaime Paz, el del anticuario?
–El mismo, ¿eres un ángel, cómo lo sabes, estuviste allí?
Justo antes de desmayarme le dije: –Porque soy tu nieta.