Capítulo 5

Aunque la excitación del mayordomo ya indicaba que había ocurrido algo serio, Blake no pudo evitar un pequeño sobresalto. ¡Muerto de un balazo! ¿Sería tal vez aquella la explicación del tiro que la señorita Hughes creía haber oído durante la noche?

Sexton Blake miró a su anciano amigo. En su expresión se leía una mezcla de horror y de incredulidad. Tal era su sorpresa, que no atinaba a pronunciar palabra.

—Creo que debíamos ver a ese unible, Watson, dijo Blake rompiendo el silencio en que se habían encerrado los tres.

—¡Sí, sí! —La voz de Alperton estaba conmovida—. ¡Tráigalo inmediatamente, Benson!

El mayordomo no se hizo repetir la orden. Pocos momentos después entraba el jardinero, un hombrecillo bajo, un poco inclinado por el peso de los años, y con todo el pelo blanco, en la biblioteca. En sus manos tenía un sombrero sucio y arrugado, al que no cesaba de dar vueltas.

Mientras hablaba. Estaba muy nervioso.

—¿Qué es eso, Watson?, preguntó Sir Robert en cuanto le echó la vista encima.

—¿Dice usted que el señor Warrender ha muerto?

Watson parecía que se había, quedado sin voz. Tuvo que toser dos o tres veces, y por fin dijo:

—Lo encontré entre los matorrales, señor.

—Time toda la cara ensangrentada y un gran agujero en la frente. En cuanto le vi me quedé petrificado de horror. Cuando recobré el movimiento, eché a correr, y no he parado hasta aquí.

—¿Entonces no ha avisado todavía a la señoriíta Kathleen?, preguntó Alperton.

—¡No señor! Parece que no hay nadie en Crays Lodge. He llamado repetidas veces y nadie contesta. Fue por eso por lo que vine aquí.

Hizo usted bien, aprobó Alperton.

Con ademán preocupado y sombrío miró a Blake.

—¡Extraordinario! —murmuró—. ¿Qué habrá sido de la señorita Kathleen y de la servidumbre?

—Creo, dijo el detective, que lo mejor que podíamos hacer, es ir a Crays Lodge.

Su voz era grave. Aquel segundo crimen cambiaba radicalmente el aspecto del asunto, y parecía exculpar totalmente a Dick Alperton. Porque ¿Qué motivo hubiera podido impulsar al joven a matar a su futuro cuñado? El misterio se hacía cada vez más impenetrable.

—Usted vendrá con nosotros, Watson, dijo Blake volviéndose al tembloroso jardinero, y nos indicará el sitio donde ha encontrado usted al señor Warrender. Y usted, Benson, no diga una palabra de cuanto ha oído por ahora.

El mayordomo asintió, y unos cuantos segundos después salían de Stiltley Manor. Atravesando el jardín y la rosaleda, llegaron, guiados por Watson, a una puertecita semioculta entre los matorrales que bordean la finca. De ella partía un camino, muy bien cuidado, y bordeado de árboles y arbustos. Tras una revuelta divisaron Crays Lodge. Era una pequeña villa, con el techo de pizarra roja, y de agradable aspecto. Unos cuantos metros más allá de la revuelta del camino, el jardinero se detuvo, y con mano temblorosa, señaló el borde derecho.

—Allí, murmuró.

Blake miró en la dirección indicada, pero al pronto no vio nada. Unos matorrales crecían en la cuneta del camino, y a su alrededor se divisaban huellas de pisadas. Acercándose a los arbustos por otro lado para no borrarlas, las examinó atentamente; y entonces pudo ver, medio escondido entre el follaje, el cuerpo de un hombre. Estaba tendido boca arriba, y tenía la cara llena de sangre, procedente de una herida abierta encima de 1a ceja izquierda. Sobre el traje, de un marrón oscuro, llevaba, puesto un impermeable.

Alperton, que había seguido a Blake y miraba por encima de su hombro, no pudo evitar un estremecimiento de horror.

—Es Warrender, murmuró.

—¡Pobre hombre! ¿Quién le habrá matado?

Sin pronunciar una palabra, el detective apartó cuidadosamente el follaje, y se acercó más al cadáver. Arthur Warrender había sido un hombre fornido, de mediana estatura; su pelo negro empezaba encanecer ligeramente por las sienes. La herida era mortal de necesidad, y la muerte debía de haberle sorprendido instantáneamente. Tenía la boca entreabierta, como si hubiera estado a punto de gritar cuando cayó sin vida.

Sexton Blake permaneció pensativo unos segundos; después se volvió hacia Alperton.

—Debía usted mandar a Watson para que avisara a la policía, dijo brevemente.

Silenciosamente se fue sir Robert para unirse con Tinker y el jardinero que estaban esperando en el camino. El detective procedió mientras tanto a registrar los bolsillos del muerto, cuidando de no moverlo. Pero no encontró nada importante. Warrender no tenía en sus bolsillos más que los objetos corrientes que suele llevar toda persona consigo.

Cuando concluyó su examen, se encontró con Tinker que se le había acercado. El joven ayudante contempló con curiosidad el cadáver.

—Este crimen exculpa totalmente a Dick Alperton. ¿No es verdad, jefe?, observó.

—Así parece, contestó el detective.

—Sin embargo, no sabemos todavía cuál será la opinión de la policía. Recuerda que según la declaración de Benson, el joven Alperton venía de esta dirección.

—Me gustaría saber qué ha sido do la señorita Kathleen y de la servidumbre de Crays Lodge. Quédate aquí, e iré a ver lo que ha pasado; Alperton me guiará.

Dicho y hecho. Sir Robert se paseaba nerviosamente por el camino y el jardinero había partido ya en busca de la policía. Acompañado del anciano, se dirigió Blake a la casa, que a juzgar por el silencio que reinaba en ella, parecía deshabitada. En la puerta principal, Alperton tocó el timbre. Transcurrieron unos minutos, y como no recibieran respuesta, Blake insistió en la llamada, pero siempre con el mismo resultado negativo.

—Ya que no podemos entrar por la, puerta, dijo, entraremos por otra parte.

Y acto seguido, se puso a buscar una ventana o balcón practicable. No tardó mucho en encontrar una, separada unos cuantos metros de la puerta trasera. Ya iba a encaramarse, cuando se fijó en algo que le hizo detenerse bruscamente.

¡Alguien se le había adelantado penetrando en la casa por aquel sitio!

—¿Serán ladrones?, preguntó sir Robert cuando el detective le llamó la atención sobre su descubrimiento.

—O por lo menos algo muy parecido, contestó éste, examinando la ventana con profunda atención. Sacando una pequeña lupa de bolsillo estudió atentamente el alféizar. Prendidos en la madera del mismo, halló unos cuantos hilos. Probablemente, el desconocido que había entrado por allí en Crays Lodge, había apoyado la rodilla en el alféizar, y algunos hilos de su pantalón quedaron enganchados en la madera. Sexton Blake las guardó cuidadosamente en su cartera; tal vez pudieran ser útiles más tarde.

Dando por terminado su trabajo se introdujo el detective por la ventana, que resultó ser la de la antecocina de la casa.

—No se oye ni el vuelo de una mosca, dijo cuando Alperton entró cerrando la puerta tras de si.

—Crays Lodge parece desierto, sin embargo, convendría que nos aseguráramos de ello.

Seguido de sir Robert, que no lograba salir de su asombro, atravesó la cocina, y se internó en un pasillo. El silencio más profundo les acompañaba por doquier.

El detective se dirigió hacia la puerta más cercana, y empujándola entró en la habitación a que daba acceso. Una exclamación de sorpresa salió entonces de sus labios. Alperton, que le había seguido, se quedó petrificado en el umbral.

Aquella habitación debió ser el despacho de Warrender; sus muebles sencillos y elegantes, como los del vestíbulo, así lo probaban. Pero cuando los dos hombres entraron en el despacho, reinaba en él el desorden más absoluto; parecía que había pasado por él una legión de locos, o que había sufrido los efectos de un huracán. La rica alfombra que se extendía por toda la pieza, estaba materialmente cubierta de papelotes procedentes de los cajones abiertos de la mesa del despacho. La soberbia librería que ocupaba la mayor parte de una de las cuatro paredes había sido descerrajada, sus estanterías arrancadas de cuajo, y todos los valiosos volúmenes que contenía desparramados desordenadamente a su alrededor. Una pequeña caja de caudales empotrada en el muro cerca de la librería había sido forzada, y todo el resto de la habitación estaba en consonancia con aquellos destrozos.

—¿Qué diablo significa todo esto?, murmuró Alperton.

Abandonando el despacho, Sexton Blake y su acompañante continuaron su visita de inspección a Crays Lodge. En todos los cuartos existentes en el piso bajo de la morada de Warrender, encontraron el mismo espantoso desorden que en el despacho. Evidentemente aquello era obra de una persona que iba en busca de un objeto determinado, y no de un ladrón vulgar; este último se hubiera apoderado de muchos objetos de valor, que permanecían intactos en su lugar, y sobre todo no hubiera sembrado el desorden de aquella manera.

Concluida la somera inspección del piso bajo, ascendieron ambos hombres al piso superior. La distribución de este piso era la misma que la del otro; pero todos los cuartos estaban cerrados. Sin vacilar, se dirigió el detective a la puerta que tenía más cerca y empujándola con el codo para no dejar huellas dactilares, entró en la habitación.

Era esta una alcoba, amueblada con gusto exquisito. También allí reinaba el desorden. Varias sillas caídas obstruían el paso; en medio de la alcoba se veían unas almohadas y unas sábanas rotas, y en la cama… Blake lanzó otra exclamación de sorpresa.

En la cama yacía el cuerpo de una joven, atada y amordazada con trozos de sábana. Vestía un elegante pijama de seda; su dorada cabellera le caía suelta por los hombros, y sus ojos azules miraban fijamente al detective como pidiéndole auxilio.

En dos zancadas estuvo Sexton Blake junto a la cama, y pocos segundos después, se encontraba la joven libre de sus ligaduras y de su mordaza.

—¡Kathleen!, —exclamó en aquel momento, sir Robert, que siguiendo al detective acababa de entrar en el cuarto—. ¿Estás herida, chiquilla? ¿Cómo te encuentras así?, añadió con cariño el anciano.

Ella trató de hablar, pero no pudo; se encontraba muy débil y emocionada. Por consejo del detective abrió sir Robert la ventana de la alcoba y le dio a beber a la joven un poco de agua. Kathleen bebió afanosamente y después sonrió agradecida.

—Gracias, —murmuró con voz débil—. ¿Dónde, dónde está Arthur?

—Ahora no está aquí, —contestó Blake rápidamente para evitar que el anciano pudiera hablar, contándole de sopetón la desgracia—. Pero dígame, señorita Warrender, ¿quién la ató y amordazó tan cruelmente?

—Fue, fue un hombre, contestó ella hablando todavía con dificultad.

—¿Qué hombre?

—No lo sé. Era todavía, de noche, y no le vi claramente. Yo estaba dormida, cuando oí un pequeño ruido, y me desperté. Entonces vi un hombre; traté de gritar, pero el desconocido lo impidió tapándome la boca con la mano. Después me debí desmayar, porque no recuerdo nada más. Cuando recobré mis sentidos, estaba tal como me encontraron ustedes.

Una súbita idea cruzó la mente de Blake, y volviéndose a Alperton, le dijo.

—Haga usted el favor de ir a ver qué ha sido de los criados.

El anciano iba ya a salir de la alcoba, cuando Kathleen le detuvo.

—Los criados no están en casa, —dijo la Joven—. Arthur les dio ayer un día de permiso.

¿Que no están?, —repitió sir Robert—. ¿Y por qué?

No lo sé. Arthur dijo únicamente que como hoy Íbamos a comer a «II casa, se les ofrecía una buena ocasión para pasar un día de fiesta.

—¿Cuándo volverán? —preguntó Blake.

—Esta noche, supongo.

—Antes de que el desconocido la despertara, continuó el detective.

—¿No se había usted despertado ninguna vez?

SI, una vez. No estoy muy segura qué es lo que me despertó, pero creo que fue un estampido que sonó muy cerca de aquí. Permanecí unos segundos escuchando, pero como no oí nada más, me volví a dormir.

El detective calló. Seguramente lo que había oído la señorita, Warrender era el tiro que había matado a su hermano. Ella le miraba con curiosidad. Pasada ya la ligera conmoción que le había producido su desgraciada aventura, se preguntaba asombrada quién era aquel caballero de fisonomía franca e inteligente que la interrogaba.

—¿Cómo se les ocurrió venir aquí?, inquirió ella dirigiéndose a Alperton, el cual permanecía indeciso sin saber qué contestar. Para responder a su pregunta tenía que comunicarle la muerte de su hermano.

—Es una historia un poco larga, señorita Warrender, intervino Blake con gran contento del anciano.

—¿Qué tal se encuentra usted ahora?

—Un poco débil, confesó ella, pero por lo demás muy bien. Y al ver las caras graves y preocupadas de sus dos interlocutores, añadió con una voz en la que se traducía la ansiedad y el temor.

—¿Por qué están ustedes tan serios? ¿Dónde está Arthur?

Era imposible ocultarle la verdad por más tiempo. Por otra parte, la policía no tardaría en llegar, y era mejor prepararla antes.

—Siento mucho lo que tengo que decirle, señorita Warrrender, dijo Blake, pero no tengo más remedio que hacerlo. La noche pasada se han cometido dos asesinatos en esta vecindad. El primero de ellos es la causa de que yo me halle aquí en estos momentos. El señor Norman Casselll fue apuñalado esta noche por un desconocido en Stiltley Manor.

La joven prorrumpió en un grito ahogado. Su rostro adquirió la blancura del papel, y sus bellos ojos azules se dilataron por el terror.

—¡Norman asesinado!, —murmuró con voz apenas perceptible—. ¿Quién, quién le mató?

Blake notó la ansiedad que encerraba la pregunta, y comprendió el por qué.

—Todavía no lo sabemos, —contestó tranquilizador, y añadió con gravedad—. La segunda tragedia le afecta a usted más de cerca, señorita Warrender. Yo quisiera…

—¿No querrá usted decir que Arthur…?

—SI —contestó simplemente el detective.

—¡Oh!, exclamó ella. La palidez de su rostro aumentó, y los dos hombres creyeron por un momento que se iba a desmayar; pero reponiéndose bruscamente, preguntó con vehemencia.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—Esta madrugada en el camine que conduce a Stiltley Manor. Recibió un tiro en la, frente.

Kathleen permaneció inmóvil, sin pronunciar una palabra, y mirando fijamente a los dos hombres. La noticia de la muerte de su hermano, más que dolerle, parecía asombrarle.

—¡Un tiro!, —murmuró al cabo de un rato—. Esa fue la explosión que oí: el tiro que mató a Arthur.

—Eso creo yo también, corroboró Blake.

—¿Dónde está Dick?, preguntó ella de pronto volviéndose a Alperton.

—¿Está bien?

La pregunta sorprendió a sus dos interlocutores por lo inesperada. ¿A qué obedecía aquel interés súbito por su prometido?

—Sí, querida, —contestó el anciano—. Dick está perfectamente bien.

El suspiro que salió de su boca era de alivio. Blake no dijo nada, pero tomó nota mental de la pregunta y del suspiro.

—Hemos avisado a la policía, dijo después, y es casi seguro que desearán interrogarla, señorita Warrender. Si se encuentra bien, creo que debíamos dejarla sola para que se arreglara y descansara un poco.

—Sí; creo que será lo mejor, agradeció ella, pues me encuentro bien, pero un poco cansada.

—Entonces, hasta, luego, señorita Warrender; de todas maneras no nos alejaremos mucho.

—¿Qué significará todo esto?, —preguntó sir Robert mientras bajaban la ancha escalera que desembocaba en el vestíbulo—. Seguramente un ladrón vulgar…

—¡No, no!, —interrumpió Blake con energía—. Esto no es obra de un ladrón, Alperton. Este asunto es mucho más complicado de lo que usted se figura.