Capítulo 3

Alperton acompañó, al detective y al sargento hasta la puerta de entrada, pero una vez allí, se separó de ellos pretextando un quehacer urgente. Blake comprendió, sin embargo, el verdadero motivo.

La negativa de Richard Alperton a declarar por qué había salido tan temprano de su casa y dónde había estado, justificaban sobradamente las sospechas de la policía. Sexton Blake se propuso investigar el caso, basándose únicamente en suposiciones y hechos comprobados por él mismo. Por eso, mientras acompañaba al sargento Cripps al lugar del crimen, borró de su mente todas las ideas preconcebidas sobre la culpabilidad o inocencia de Dick Alperton.

La finca de sir Robert era muy extensa. En la parte trasera de la casa se divisaba una pradera de césped primorosamente cortado. Un anchuroso paseo cubierto de grava fina que atravesaba la pradera desembocaba en una terraza, desde la que un tramo de seis escaleras conducía a un jardín primorosamente cuidado, y que por estar a un nivel un poco inferior que el resto del terreno, recibió el nombre de jardín bajo. Desde el jardín podía verse una magnífica rosaleda; y un poco más allá de ésta, existía un bosque artificial, por el que corría un riachuelo que formaba pequeñas cataratas y un lago de regulares dimensiones.

Este bosque artificial estaba rodeado casi en su totalidad por espesos matorrales y un estrecho cinturón de árboles. En la parte izquierda del edificio había un campo de tenis y un huerto; en la otra parte los establos y garajes.

—Aquí es donde fue encontrado el cuerpo, señor, dijo en aquel momento el sargento Cripps, señalando un lugar cercano al tramo que conducía a la pradera en el jardín bajo.

Blake miró en la dirección indicada, y vio unas manchas de sangre coagulada en las baldosas del jardín.

—Estaba caído de bruces —prosiguió el sargento— muy cerca de las escaleras. Tenía las piernas un tanto encogidas, parecía que estaba arrodillado.

Concentrando toda su atención, inició el detective el registro de aquellos alrededores; pero tras una media hora de infructuosa búsqueda, abandonó Blake el trabajo.

—Vamos ahora a ver el cuerpo —dijo, volviéndose al sargento Cripps, y yendo hacia la casa.

Los restos mortales de Norman Casselll, habían sido trasladados a un dormitorio del segundo piso, y cuando Cripps retiró la sábana que los cubría, Blake pudo examinarlos a sus anchas. El muerto era un hombre joven, de mediana estatura, y casi calvo; el poco pelo que tenía era de un negro oscuro; sus facciones tenían todos los rasgos característicos de la raza judía, y su expresión era de sorpresa. La muerte le había sorprendido inesperadamente. Vestía un pijama de seda gris, y una bata, también de seda; calzaba unas babuchas de cuero encarnado. Blake examinó las suelas, encontrando en ellas unas cuantas hojas y unas piedrecillas adheridas al cuero. Evidentemente Casselll había ido por su propio pie hasta el lugar donde encontró la muerte.

Con ayuda de Tinker volvió el cuerpo inerte de la víctima, y reconoció escrupulosamente la herida. Según pudo comprobar, era una herida ancha, producida con un instrumento cortante, y mortal de necesidad.

—¿Dijo el doctor a qué hora se cometió el crimen?, preguntó dirigiéndose a Cripps.

—Exactamente, no, señor —contestó éste—. Dijo únicamente que en su opinión la víctima había muerto tres o cuatro horas antes de que fuera encontrada.

Lo que significa que Norman Casselll fue asesinado entre dos y tres de la madrugada, —murmuró Blake; y en voz más alta añadió:— ¿fue encontrado algo interesante en sus bolsillos?

—Nada más que un pañuelo.

Sexton Blake echó una última mirada al muerto. ¿Qué es lo que habría inducido a Casselll a abandonar sus habitaciones a una hora tan Intempestiva? Si hubiera tenido una cita ¿por qué no se había vestido? En los primeros días de la primavera, las noches son todavía bastante frías en Inglaterra. Su atavío demostraba, por lo tanto, que había, salido precipitadamente de la casa, y que no había tenido tiempo de coger ropa de abrigo.

—¿Había luna ayer noche?, preguntó de pronto el detective.

El sargento Cripps frunció las celes haciendo un esfuerzo de memoria.

—No estoy muy seguro, señor. Creo que si, pero no me atrevería a jurarlo.

—¿En qué habitación dormía el Señor Casselll?

Esta vez contestó el sargento sin la menor vacilación.

—Su dormitorio estaba en el piso de abajo. Viene a caer aproximadamente bajo este cuarto.

Blake se asomó a 1a ventana. Desde allí se divisaba toda la pradera, y el tramo de escaleras que conduela al jardín bajo. La habitación del desgraciado Casssell tendría necesariamente la misma vista. Y si había habido luna, desde el dormitorio se podía divisar la pradera, en toda su extensión. ¿Qué es lo que había visto Casselll para salir tan precipitadamente de su cuarto? ¿Habría visto a Richard Alperton?

Era inútil conjeturar. Antes de formar teorías, era de todo punto necesario reunir hechos y pruebas en que basarlas. En vista de ello, dio Blake por terminadas sus investigaciones en aquel cuarto, y salió de él dejando a Cripps al cuidado del muerto.

En el vestíbulo se encontró con el superintendente Hailsham.

—¿Qué tal señor Blake? ¿Ha descubierto algo interesante?, preguntó marcando las palabras con ironía.

—Hasta ahora, no, —contestó Blake sin inmutarse—. Pero sabré algo si usted me contesta a una pregunta. ¿Hubo luna ayer noche?

El superintendente Hailsham contempló a su interlocutor unos segundos con una mezcla de incredulidad y asombro; pero no tardó mucho en comprender.

—Ya sé lo que quiere usted decir, —dijo—. Pretende averiguar si Casselll vio algo o alguien que le obligó a salir de la, casa.

—¡Exacto!, admitió el detective.

—Pues bien, sí, —continuó Hailsham— ayer noche hubo luna.

—Gracias. ¿Supongo que ya habrán interrogado a todo el mundo en la casa?

Hailsham asintió.

—¿Tiene usted algún inconveniente en que yo los interrogue por mi parte?, continuó el detective.

—Absolutamente ninguno, caballero, —contestó el superintendente—. Desde el momento en que mi jefe acepta, más o menos voluntariamente, su cooperación, para mi es un deber aceptarla. Hailsham no había perdido todavía su frialdad, pero el detective confiaba en que aquella actitud no duraría mucho tiempo.

—Si tengo la fortuna de descubrir algo interesante, —le dijo— lo pondré inmediatamente en su conocimiento ¿Vuelve usted ya a la comisaría?

—Sí, señor —contestó Hailsham. De momento hemos concluido nuestro trabajo aquí.

—¿Podría usted proporcionarme una de las fotografías que se han sacado de la posición del muerto?

—Desde luego; en cuanto estén reveladas, le mandaré una copia.

Sexton Blake le dio nuevamente las gracias, y después de despedirse de él, se fue en busca de sir Robert Alperton. Lo encontró en la biblioteca; cuando le puso al corriente del resultado negativo de sus investigaciones hasta, aquel momento, el anciano no disimuló su pesadumbre.

—¿Cree usted que detendrán a Dick?, preguntó con ansiedad.

—Por ahora creo que no, —contestó Blake, aunque no estaba muy seguro de eso; lo más probable era que si antes de algunas horas no había sucedido algo que hiciera cambiar de opinión a la policía, el coronel Whickthorne se presentara, en la casa con una orden de arresto contra Richard Alperton—. Me gustaría nacerle unas cuantas preguntas a Benson; ¿quiere usted hacerme el favor de llamarlo, sir Robert?, añadió el detective.

Haciendo un leve gesto de afirmación con la cabeza, tocó Alperton un timbre y tras una corta pausa, acudió el mayordomo a la llamada.

—El señor Blake desea hacerle unas cuantas preguntas, le dijo el anciano caballero.

—Cierre la puerta, Benson, dijo a su vez Blake; y cuando el mayordomo hubo hecho lo que se le indicaba, continuó así: Aunque ya ha, sufrido usted el interrogatorio de la policía, yo necesito conocer cómo realizó usted el descubrimiento del cadáver, en sus más mínimos detalles. Por eso, le ruego, que me repita palabra por palabra, su declaración ante la policía.

El mayordomo aclaró su garganta, y contó clara y concisamente cuanto sabía. Como de costumbre, se había levantado a las seis en punto, y después de arreglarse, había emprendido su acostumbrado paseo matinal por la finca. Según había podido observar, dijo, aquel paseo le sentaba divinamente. Por lo general, cruzaba siempre la pradera, y atravesando el jardín se internaba en la rosaleda. En la casa no había encontrado despierta más que a Sally, la cocinera, que estaba encendiendo el fuego de la cocina. Él había abierto la puerta principal y había iniciado su paseo. Ya desde la pradera divisó lo que le pareció el cuerpo de un hombre caído, y pocos segundos después descubría, horrorizado el cadáver ensangrentado de Norman Casselll Inmediatamente regresó a la casa, despertó a sir Robert, y le puso en conocimiento de lo que ocurría. Siguiendo sus instrucciones, trató de telefonear a la comisaría de Whitchurch, pero no pudo hacerlo; por lo visto debía haber alguna avería en la línea. En vista de ello mandó un propio a Whitchurch. Apenas hacía unos minutos que éste había salido, cuando apareció Richard Alperton; regresaba a, Stiltley Manor taciturno, de pésimo humor, y con el traje y zapatos manchados de barro. Por la dirección que trajo, parecía que venía del jardín. El mayordomo se sorprendió grandemente al ver levantado a Richard tan de mañana, pues por lo general no se levantaba nunca hasta las ocho y media, hora del desayuno. Sin pronunciar una palabra, había subido éste las escaleras, y se había encerrado en su cuarto.

Eso era lo que el mayordomo había contado al superintendente Hailsham, y eso era también cuando sabía.

—¿No oyó usted nada sospechoso durante la noche?, preguntó Blake cuando Benson hubo concluido su narración.

—Nada absolutamente, señor.

—¿Y la servidumbre?

—Tampoco. Que yo sepa, tampoco oyeron nada.

—Dijo usted, —continuó el detective— que el señor Richard Alperton venía del jardín. ¿Tiene la finca alguna salida en esa dirección?

—Sí señor, —contestó el mayordomo—. Hay un camino que atraviesa los matorrales que bordean la finca, y que desemboca en una puerta, ce la que parte una carreterita que se une un poco más allá con la carretera principal.

—¿Conduce esa carreterita a alguna otra parte?, inquirió el detective.

—Sí, señor; a Crays Lodge. Antes de llegar a la carretera real pasa frente a la entrada principal de la villa.

—Está bien, —murmuró el detective; y añadió en voz alta—. ¿Está usted seguro de no haber oído ningún ruido durante la noche? ¿No le llamo la atención nada anormal?

Nada absolutamente, señor, repitió el mayordomo.

—Muchas 'gracias, Benson, —dijo entonces el detective—. Ya puede usted retirarse.

Cumpliendo lo que se le indicaba, Benson se Inclinaba levemente, y abandonó la biblioteca, dejando a Blake en la creencia de que ocultaba algo. No sabía por qué, pero había algo en aquel hombre que le inspiraba desconfianza. Sin embargo, no manifestó sus sospechas, y volviéndose a sir Robert, se limitó a decir:

—Ahora me gustaría ver a sus huéspedes.