Capítulo 19
En cuanto Kathleen Warrender se hubo repuesto un tanto, inició la narración de su pequeña aventura:
Cando se repuso de los efectos soporíferos del cloroformo se encontró en un coche que corría a, toda velocidad. La debilidad que sentía, la sequedad en la boca y el mareo, la hicieron comprender que había sido cloroformizada. ¿Cuándo? ¿Cómo? No lo sabía. Lo último que recordaba es que se había retirado a su habitación, después de beber, como tenía por costumbre, un vaso de agua fría. Después no sabía ya nada.
El individuo que estaba sentado a su lado empuñando el volante se volvió en cuanto sintió que se movía.
—¿Ya vuelve usted en sí, señorita Warrender?, interrogó el desconocido con voz bronca.
—No se preocupe usted por nada, y descanse un poco más.
—¿Dónde estoy?, preguntó la joven con voz débil.
—En sitio seguro, —contestó su misterioso interlocutor—. No tema nada; no sufrirá el menor daño. Estése quieta unos minutos nada más.
Kathleen no comprendía lo que le pasaba. Hubo un momento en que creyó que todo aquello era un sueño. Desgraciadamente no era así. Un pánico espantoso la sobrecogió de pronto, y empezó a chillar con toda la fuerza de sus pulmones pidiendo auxilio. Pero el desconocido no se Inmutó. Con una tranquilidad pasmosa detuvo el automóvil, apagó los raros, y cruzándose de brazos se quedó contemplando a la joven.
Ya puede gritar cuanto lo venga en gana, dijo con su voz bronca.
Estamos a mucho a kilómetros del pueblo más cercano, y nadie la oirá.
Ella miró por la ventanilla y comprendió que su interlocutor tenía razón. Estaban parados en mitad del campo.
—¿Por qué me ha traído usted aquí?, preguntó Kathleen airada.
—Porque deseaba hablar con usted, —contestó él—. ¿Se encuentra ya mejor?
—¿Quién es usted?, inquirió la joven sin hacer caso de la pregunta del otro.
—No importa quién sea yo.
Por primera vez se dio entonces cuenta la joven, pese a la oscuridad reinante, que aquel individuo tenía el rostro cubierto con un pañuelo negro.
—Ya le he dicho que no tiene por qué asustarse, —continuó el enmascarado—. La he traído aquí únicamente para charlar un rato. Concretando. Quiero que me conteste a esta pregunta: ¿Sabe usted qué ha sido de tres figurillas de porcelana, tres gnomos, que estaban en el jardín bajo de Stiltley Manor?
Fue tal el asombro que produjo a Kathleen esta pregunta que permaneció unos segundos silenciosa mirando fijamente al individuo aquél.
—No sé qué quiere usted decir, murmuró por fin.
—¿No las vio nunca?, preguntó el otro con viveza.
—No; no recuerdo.
—Esas figurillas estaban en el jardín cuando Francis Bannister era propietario de Stiltley Manor, aclaró el desconocido.
—Ahora no están allí y yo quiero saber qué ha sido de ellas.
—Pues si espera que yo se lo diga, contestó la joven, pierde lastimosamente el tiempo.
El miedo de Kathleen se había transformado en una curiosidad vivísima.
¿Está segura?, insistió el enmascarado. ¡Trate de recordar! ¿No le Habló su hermano nunca de estos tres gnomos?
¿Arthur? No, nunca me habló de tal cosa.
El enmascarado permaneció silencioso unos segundos.
—A pesar de todo sigo creyendo que fue Warrender quien se apoderó de ellos, murmuró para sí.
Pero Kathleen le oyó, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
¿Tendría que habérselas tal vez con el asesino de su hermano? ¿Serla aquél el hombre que la amordazó la noche del crimen?
—¡Usted, usted fue quien mató a Arthur!, exclamó casi sin darse cuenta.
—¿De veras?, —contestó el otro irónicamente sin hacer mucho caso del terror de la joven y poniendo el coche en marcha. Antes de apretar el acelerador clavó su penetrante mirada en Kathleen y dijo marcando mucho las palabras:— De modo que usted no sabe nada de los tres gnomos, ¿verdad?
—¡Nada absolutamente!, contestó ella enérgicamente sobreponiéndose a su pavor.
El enmascarado permaneció todavía un minuto, un minuto que a ella se le antojó un siglo, mirándola fijamente.
—¡La creo!, dijo por fin apretando bruscamente el acelerador.
—¿Dónde vamos?, se atrevió a preguntar ella; pero no recibió contestación.
Transcurrió una media hora de silencio, interrumpida únicamente por el ruido del motor. De pronto, el desconocido detuvo el coche.
—¡Bájese!, ordenó secamente.
—Pero…
—¡He dicho que baje!
Kathleen no tuvo más remedio que obedecer. No bien se hubo apeado, el automóvil se puso nuevamente en marcha, y desapareció a una velocidad vertiginosa.
Los efectos del cloroformo y las últimas emociones sufridas pudieron más que la fuerte constitución de la joven. La cabeza empezó a darle vueltas, las piernas le flaquearon, y cayó cuan larga era al suelo…
El aire fresco del amanecer la volvió en sí. Sacando fuerzas de flaqueza se puso en pie y empezó a andar dar sin dirección fija. Pocos metros más allá de donde había caído tuvo la suerte de hallar un poste indicador; aquel descubrimiento le dio nuevos bríos y después de una caminata que a ella le pareció interminable alcanzó por fin Stiltley Manor.
—¿De modo que no podría usted identificar al hombre que la interrogó?, preguntó Sexton Blake cuando la joven hubo concluido su narración.
—No, contestó ella. —Ya he dicho que llevaba el rostro cubierto con un antifaz, y además la oscuridad era tal, que apenas le distinguía.
Poco a poco empezó a comprender Sexton Blake la verdad. Probablemente aquellos tres gnomos valían más de lo que aparentaban. Relacionando todos los detalles de que disponía, el detective llegó a la conclusión de que las quinientas mil libras de Francis Bannister debían estar escondidas en uno de ellos, en el del centro, según parecía indicar el papelito encontrado en el despachó de Warrender.
La causa del delito parecía, por 'c tanto, clara. Lo que faltaba por averiguar ahora era la identidad del delincuente.
Como la joven estaba visiblemente cansada, Sexton Blake se despidió de ella, dándole las gracias por su información, y dejándola en su cuarto, bajó a la biblioteca donde ce reunió con sir Robert, que le aguardaba impaciente.
—¿Ha logrado averiguar algo?, preguntó el anciano en cuanto le echó la vista encima.
—Sí y no, contestó el detective, y a continuación le explicó todo cuanto le había narrado Kathleen Warrender.
Sir Robert no hizo ningún comentario. Había todavía algo a lo que Blake no había hecho referencia, v que le interesaba sobremanera.
—¿Podría usted decirme para qué compró esa condenada figurilla de porcelana a Pigeon?, preguntó con curiosidad.
—Ahora mismo lo va usted a ver, repuso Blake impasible.
Cuando regresó de Whitchurch con Alperton había dejado el gnomo en un rincón de la librería. Ahora 10 cogió y estuvo examinándolo unos minutos. El anciano observaba atentamente sus más insignificantes movimientos.
—No hay más remedio, murmuró finalmente el detective, y cogiendo un número del Times que estaba sobre la mesa, lo extendió en el suelo, y colocó el gnomo en el centro. Después agarró la badila de la chimenea y pegó un golpe fuerte en la cabeza de la figurilla de porcelana, que quedo hecha añicos. Su expresivo semblante reflejó la desilusión.
—¡Nada!, susurró.
—¿Qué esperaba usted encontrar ahí dentro?, gruñó sir Robert.
—Quinientas mil libras, contestó lacónicamente Blake, y el anciano hizo un gesto de compresión.
—¿Se refiere usted al dinero de Francis Bannister?
—Pero ¿por qué había de estar ahí?, preguntó el anciano.
—Porque tiene que estar forzosamente en uno de los tres gnomos, mejor dicho, en uno de los dos que quedan, pues en éste ya hemos visto que no está.
—¿Y por qué razón ha de estar el dinero en esas figurillas?, insistió Alperton.
El detective iba a contestar, cuando se abrió violentamente la puerta, y ante la sorpresa de los dos hombres, Tinker entró en la biblioteca. El ayudante venía en un estado desastroso. Todo su traje estaba manchado de lodo. Venía completamente despeinado y pálido como la cera. En su rostro desencajado se pintaba el cansancio.
—¿De dónde diantre sales?, preguntó Blake con interés.
—Del bosque, —contestó Tinker con voz bronca desplomándose, más bien que sentándose en una silla—. He pasado allí casi toda la noche.
El joven se pasó la mano por la frente.
—Se han llevado a la señorita Warrender, —dijo—. Yo estuve a punto de impedirlo, pero alguien me dejó fuera de combate a traición.
—No te preocupes por la señorita Warrender, —intervino Blake—. Ya está sana y salva en su cuarto.
Tinker miró a su jefe con los ojos muy abiertos.
—¿Ya está aquí?, —gruñó—. Vaya, me alegro. ¿Es que logró escaparse?
El detective le explicó brevemente lo que le había sucedido a Kathleen y cuando concluyó le rogó a su ayudante que les narrara lo que le había ocurrido a él. Tinker tragó saliva y les dijo lo que ya sabemos.
—Cuando volví en mí, terminó diciendo, me encontré atado y amordazado entre unos arbustos. Tras innumerables esfuerzos conseguí libertarme de las ligaduras que me aprisionaban, y echando a correr me vine aquí directamente. Eso es todo.
—¿No viste a la persona que te golpeó?, preguntó Blake.
—No; a la única persona que vi fue al individuo que llevaba a la señorita Warrender en brazos, y aun a ése no le vi el rostro, pues lo llevaba oculto. Lo único que puedo decir de él es que es un hombre alto y de fuerza poco común.
—¡Hui! No nos servirán de mucho esos detalles, —murmuró el detective—. Lo único que se desprende de tu narración, sin que quepa la menor duda, es que el misterioso enmascarado tiene un cómplice dentro de esta casa.
Sir Robert frunció el ceño.
—¡Eso es imposible, Blake!, —protestó con vehemencia—. En mi casa no puede haber ninguna persona cómplice de un asesino.
—Por muy imposible que le parezca es verdad, —afirmó Blake—. Todos los datos que conocemos lo confirman. Recuerde, por ejemplo, el vaso de agua que bebió Kathleen Warrender al retirarse a descansar. Es Indudable que contenía un narcótico.
El anciano caballero no contestó una palabra. Abrumado por aquel nuevo golpe, se sentó en una silla, y se ensimismó en sus tristes reflexiones.
Sexton Blake continuó hablando con su ayudante.
—Lo que tenemos que hacer ahora, es apoderarnos de los dos gnomos que quedan antes que nuestro desconocido, —dijo—. Es la única posibilidad que tenemos de atraparlo.
—¿De que gnomos habla?, preguntó Tinker, y Blake le expuso brevemente cuanto sabía acerca de aquellas tres figurillas de porcelana.
—Hay que encontrar cuanto antes los dos gnomos restantes, —añadió—. Por ahora es evidente que nuestro desconocido no tiene ni la menor idea de dónde se hallan, pero de todas maneras hay que darse prisa, pues no creo que tarde mucho en encontrarlos. Si no te encuentras muy cansado, arréglate cuanto antes Tinker, y nos pondremos inmediatamente en marcha.
—En media hora escasa estaré listo, jefe, contestó animosamente el joven abandonando acto seguido la biblioteca.
Sexton Blake recogió cuidadosamente los restos del gnomo. Sir Robert rompió el silencio en que se había sumido desde hacía algunos minutos.
—¿Todavía no sospecha quién pueda ser el asesino?, preguntó.
—No, —contestó el detective—. Otra cosa me preocupa en este momento. ¿Quién y por qué cortó el cable del teléfono? Es por ahora lo único que no me explico satisfactoriamente.
Alperton no contestó y Blake ahogó un bostezo.
—Voy a seguir el ejemplo de Tinker —añadió—. Voy a darme una ducha y a tomar un bocado, pues me encuentro bastante cansado.
Cuando atravesaba, el vestíbulo se cruzó con Benson. Una idea cruzó por su mente.
—Olga, Benson, —dijo como quien no quiere la cosa— ¿cuánto tiempo lleva usted aquí?
El mayordomo pareció recordar.
—Hará unos cinco o seis meses, señor, —contestó—. Poco después de instalarse sir Robert en Stiltley Manor.
—¿Dónde estuvo usted empleado antes?
—Fui ayuda de cámara de un caballero americano.
—Entonces no conocerá usted bien este distrito, murmuró Blake.
—No señor; apenas lo conozco.
Sexton Blake no insistió más, y subiendo al segundo piso se dirigió al cuarto de baño.