Capítulo 4

Cuando sir Robert Alperton abrió la, puerta del salón, un grupo de tres personas que estaban conversando animadamente junto a la chimenea, Interrumpió de pronto su conversación. De los tres, no conocía Blake más que a uno; era una mujer delgada y alta, que estaba sentada, en una silla, frente por frente a la puerta. Agatha Hughes, cuñada de sir Robert, ejercía las funciones de ama de llaves en Stiltley Manor, y el detective la había visto ya en tu anterior visita a la casa. El ama de llaves le reconoció también y le aludo cortésmente. A continuación lo presentó sir Robert a los dos interlocutores de su cuñada. Eran sus dos huéspedes: el doctor Stlllwater y Gordon Lyle.

El primero era un hombre corpulento, de aspecto descuidado. Tenía el pelo de un color gris ceniciento, y una larga barba del mismo color, miela y desaliñada. Su traje' negro, desgastado por el uso, tenía grandes lamparones grasientos y estaba muy arrugado.

Formando curioso contraste con él, Gordon Lyle era la pulcritud en persona: bajito, regordete; su traje era una obra maestra de una de las mejores sastrerías de Londres. En aquel momento, mientras Alperton explicaba a sus huéspedes quién era Sexton Blake, y por qué motivo estaba allí, aspiraba él, complacido, el humo azulado de un cigarrillo egipcio, cuidando mucho de que la ceniza no le cayera encima.

—Es un asunto enormemente desagradable, —comentó, mientras observaba con curiosidad al gran criminologista—. ¡Terriblemente desagradable! ¿Cuando cree usted que se nos permitirá abandonar Stiltley Manor, señor Blake?

—Eso depende exclusivamente de la policía, —contestó el detective—, y como yo no ocupo aquí ningún cargo oficial, no puedo decírselo.

—Robert me había dicho ya que le había mandado un telegrama rogándole que viniese, señor Blake, —dijo Agatha Hughes, con su voz sonora y un tanto chillona—, y a mí me pareció que había obrado muy cuerdamente. ¡Dick se está portando como un loco rematado! No se por qué no dice francamente a Hailsham dónde estuvo y lo que hizo.

Como Blake era de la misma opinión, se limitó a hacer un signo de aprobación.

Una voz ronca, que más que voz parecía un gruñido, llegó en aquel momento a, sus oídos; era el doctor Stlllwater, que le preguntaba si había descubierto ya algo.

—Hasta ahora, no, contestó.

—En mi opinión Casselll fue muerto por un ladrón, dijo Lyle, con acento de profunda convicción en su voz.

—Los ladrones no suelen ser asesinos, —opuso el detective—. Pero cuando usted lo afirma, será seguramente por algo. ¿Vio u oyó usted algo anormal durante la noche?

—¡No; no oí ni vi nada!, exclamó Lyle rápidamente. ¡Nada absolutamente!

—Yo sí que oí algo, señor Blake, intervino la señorita Hughes, o, por lo menos, me pareció oír un ruido raro. Ya se lo dije a ese policía, Hailsham, pero no pareció darle mucha importancia a mi manifestación.

—¿Y qué clase de ruido fue ese que creyó usted oír?, preguntó el detective con interés.

—De momento creí que era up tiro; pero no puedo asegurarlo terminantemente, pues estaba medio dormida cuando lo oí.

—¿Qué hora seria?

—Alrededor de las tres de la madrugada.

—Pero eso no tiene nada que ver con nuestro asunto, —gruñó Alperton impaciente—; Casselll murió a consecuencia de una puñalada, y no de un tiro.

—No debemos despreciar ningún dato, por insignificante que parezca, Alperton, —dijo Blake, y añadió dirigiéndose a la señorita Hughes—. El ruido, que usted supone fue un tiro, ¿sonó cerca o lejos?

—Relativamente cerca.

—¿Y no oyó usted nada más?

—No; no oí nada más.

Sexton Blake hizo unas cuantas preguntas más, pero sin obtener ningún resultado práctico. Hasta entonces no había adelantado ni un solo paso en sus investigaciones. El tiro oído por Agatha Hughes, suponiendo que fuese realmente un tiro, era un dato que no había que despreciar, sin embargo.

Despidiéndose de los dos huéspedes y del ama de llaves, regresó con Alperton a la biblioteca, donde había dejado a Tinker. El joven ayudante interrogó a su jefe con la vista.

—¿Hay algo nuevo, maestro?

—Nada, —contestó Blake—. El misterio continua tan impenetrable como al principio. ¿Podría ver a tu hijo, Alperton?

Sin pronunciar una palabra, tocó Sir Robert el timbre.

—Haga el favor de subir, dijo cuando llegó Benson, y dígale a Richard que Sexton Blake y yo le esperamos en biblioteca y que deseamos hablarle.

El mayordomo salió silenciosamente. El anciano se volvió al detective.

—Temo que no consiga usted nada de Dick, —dijo; la ansiedad que le dominaba se traslucía en un ligero temblor de su voz—. Con Hailsham estuvo verdaderamente grosero.

—¿Y no sospecha usted por qué motivo ha adoptado esa actitud tan inexplicable?, —preguntó el detective—, porque seguramente comprenderá él mismo, que con su negativa a hablar, no hace más que despertar sospechas.

Sir Robert se encogió de hombros con desaliento.

—Eso mismo le dije yo —contestó— pero es inútil. Cuando mi hijo se aferra a una cosa, no hay quien le apee de su burro. Me contestó que le importa un comino el que la policía sospeche de él, y se fue a su cuarto, hecho un basilisco. Desde entonces no le he vuelto a ver.

Sexton Blake había abierto la boca para dirigir una nueva pregunta al anciano, cuando tras unos golpecitos en la puerta, entró el mayordomo en la estancia.

—El señor Richard se niega a salir de su cuarto, dijo. —Y me encarga les diga que ya está harto de preguntas y que no contestará ninguna más. Que no está dispuesto a dar explicaciones sobre su conducta a nadie y que si salió de noche fue porque quiso y estaba en su perfecto derecho de hacerlo.

El detective lanzó una mirada rápida a Alperton, y vio cómo se oscurecían sus nobles facciones.

—Dígale a Richard que si no viene inmediatamente, iré yo, y…, empezó conteniéndose a duras penas; pero Blake le detuvo con un gesto.

—Cálmese, sir Robert, cálmese, —le dijo—. Sería contraproducente contradecir ahora a su hijo. Dejémosle tranquilo y solo de momento. Tal vez cambie de manera de pensar un poco más tarde.

Pero Alperton no, se convencía tan fácilmente. No era difícil averiguar de dónde había sacado su hijo la terquedad y la obstinación que le caracterizaba.

—¡No habrá más remedio que ponerle una camisa de fuerza!, exclamó cuando Benson hubo salido. Me gustaría saber por que diablos obra de una manera tan descabellada.

El detective le dejó desahogarse a sus anchas durante un buen rato. Después le hizo unas cuantas preguntas.

—Dígame todo lo que sepa de Casselll, empezó. ¿Quién era, y cuánto tiempo hacía que le conocía usted?

—Le conocí hará escasamente tres meses, contestó Alperton. Cuando compré Stiltley Manor, introdujo algunas variaciones en el edificio, y entonces fue cuando Warrender me presentó a Casselll, pues éste conocía muy bien la propiedad, y podía serme útil.

—¿Cómo es que conocía tan bien la propiedad?

—Porque era el secretario particular de su antiguo propietario, Francis Bannister, el conocido financiero. Seguramente lo recordará usted.

—Creo que sí. ¿No murió en un accidente automovilístico?

—¡Exacto!, —asintió Alperton—. Sufrió un accidente poco antes de que se hiciera pública su ruina total. Sí hubiera vivido, habríase visto envuelto en una serie inacabable de procesos, y es muy probable que hubiera ido a parar a la cárcel. Todos sus bienes fueron embargados y vendidos en pública subasta. Así compré yo esta casa.

—Y ¿Norman Casselll era su secretario?, repitió Blake.

—Si; y creo que estaba deseando serlo mío, —comentó sir Robert— pero yo me hacía el sueco, pues no simpatizaba mucho con él. Esto no quiere decir —añadió rápidamente— que le tuviera enemistad. Muy al contrario; conmigo se portó siempre correctamente. Este weck-end se encontraba aquí, pues yo le había invitado, casi a petición suya.

—¿Dónde vivía?

—Tenía alquilado un piso en Londres. Pero mientras estuvo empleado con Francis Bannister, vivió aquí.

—Está bien, murmuró Blake ensimismándose en sus pensamientos.

Unos pasos precipitados en el vestíbulo interrumpieron su meditación Casi en seguida se abrió lentamente la puerta y el mayordomo entró, pálido y descompuesto, en la biblioteca.

—Sir Robert, —dijo con voz temblorosa y sin la menor ceremonia—. ¿Quiere usted ver al jardinero de Crays Lodge? Dice que… que ha…

—¿Qué tengo yo que ver con el jardinero de Crays Lodge?, exclamó Alperton con impaciencia.

—¿Qué quiere?

—Es que el señor Warrender, —contestó Benson haciendo inútiles esfuerzos para contener sus nervios desatados—. ¡El señor Warrender ha muerto!

—¿Muerto?, —repitió Blake mirando fijamente al mayordomo—. ¿Dónde? ¿Cuándo?

—No lo sé, señor, —contestó el interpelado—. Watson acaba de descubrir su cadáver entre los matorrales, y…

—¿Entre los matorrales?, —interrumpió sir Robert, que no salía de su asombro—. ¿Pero qué quiere usted decir, hombre de Dios?

—Que el jardinero de Crays Lodge ha encontrado el cadáver del señor Warrender entre los matorrales, —repitió el mayordomo, esta vez con más firmeza—. ¡Ha muerto de un balazo en la cabeza!