Capítulo 18
Los primeros rayos del nuevo día sorprendieron a Sexton Blake, Hailsham y el coronel Whickthorne sentados en la suntuosa biblioteca de Stiltley Manor. Sir Robert, en bata y pálido como un difunto, estaba en pie junto a la chimenea. Su hijo, también intensamente pálido, estaba apoyado en la mesa. Todos ellos se habían reunido en pequeño consejo de guerra para deliberar sobre los últimos acontecimientos, y adoptar un plan de acción. Un criado, soñoliento y malhumorado, les servía café.
—Ya hemos mandado aviso a todas las estaciones y patrullas, —decía Hailsham en aquel momento—. ¡Veremos! ¿Qué opina usted de la desaparición de su ayudante, Blake?
—Francamente, no sé qué opinar, contestó el detective visiblemente preocupado.
—Tal vez esté relacionada su desaparición con la de la señorita Warrender.
—¿Quiere usted decir que vio cómo se cometía el rapto?, preguntó Dick.
—Es posible, —repuso Blake—. Y en ese caso es casi seguro que en estos momentos esté persiguiendo a los raptores. Si es así, nos avisará en cuanto lo considere oportuno.
El superintendente estaba meditabundo y tenía un humor de perros. Los últimos acontecimientos habían destrozado completamente la teoría de que tan orgulloso se mostraba.
—Todo en el mundo tiene su razón de ser, dijo el detective.
—Lo difícil es hallarla. Supongo, añadió volviéndose hacia Sir Robert, que al tomar posesión de Stiltley Manor tomo posesión también de todo cuanto contenía.
El anciano asintió, y Hailsham clavó insistentemente su mirada en el detective.
—¿Sospecha, acaso, Blake, preguntó con interés, que el dinero que nosotros suponemos causa originaria del robo está escondido aquí?
Las miradas de todos los presentes concurrieron en la figura impasible de Sexton Blake.
—Puede estar aquí o en Crays Lodge, —contestó—. Es una de las cosas que tenemos que determinar con exactitud.
—¿De qué dinero hablan?, interrogó sir Robert con curiosidad.
El detective le explicó todo lo referente a las quinientas mil libras de Francis Bannister, y Alperton frunció el ceño.
—Tal vez tengan ustedes razón murmuró, —y tras unos minutos de silencio, añadió:— Lo que no me explico entonces es el asesinato de Warrender. Si el notario conocía, como ustedes suponen, el paradero de esa cantidad, es ridículo creer que nuestro desconocido asesinara a la persona poseedora del secreto que él deseaba conocer.
Blake asintió pensativo.
—Por ahora es imposible identificar a nuestro desconocido, —dijo el detective—. Lo único que sabemos es que existe y que no repara en medios para apoderarse de ese dinero. Y lo único que podemos hacer de momento es esperar. No creo que le suceda nada a la señorita Warrender, y mientras no sepamos algo del coche en que se la llevaron, no hay más remedio que cruzarse de brazos.
Todos, incluso el mismo Dick que lo hizo a regañadientes, manifestaron su asentimiento, y en vista de que ya no tenían nada que hacer en Stiltley Manor, Hailsham y el coronel Whickthorne regresaron al pueblo no sin prometer antes al impaciente joven, que si recibían alguna noticia de Kathleen se la comunicarían inmediatamente.
Sexton Blake salió a pasear al jardín. Estaba un poco cansado, y pensó que el aire fresco de la mañana le sentaría bien. Aunque no de muy buena gana, pues deseaba estar solo, tuvo que aceptar la compañía de sir Robert. No sabía el detective, el importantísimo descubrimiento que aquel paseo matinal le iba a proporcionar.
—Nunca mas volveré a hallarme a gusto en esta casa, —dijo Alperton cuando llevaban ya unos minutos de paseo en silencio—. Los acontecimientos de estos últimos días me han hecho aborrecible este lugar.
—Pues es una verdadera lástima que abandone usted Stiltley Manor, repuso el detective.
—Es una de las fincas más bonitas que he conocido.
—Desde luego, asintió sir Robert; pero mi estancia aquí me traería siempre a la memoria sucesos desagradables. Al pasear por este jardín, por ejemplo, recordaría siempre ti cadáver ensangrentado del pobre Casselll.
En aquel momento descendían 'os dos hombres la pequeña escalinata del jardín bajo. El anciano caballero continuó hablando.
—En último término, si decido quedarme, modificaré completamente el aspecto de la finca. Cuando tomé posesión de ella ya introduje pequeños cambios. Francis Bannister tenía un gusto muy especial.
—Aquí, por ejemplo, dijo indicando un rincón del jardín, había colocado tres estatuillas de porcelana multicolor que representaban tres gnomos o duendecillos familiares, que daban al jardín un aspecto ridículo de casa de muñecas. ¿No le parece?
—Desde luego, —murmuró Blake, que abstraído en sus reflexiones atendía muy poco a la conversación del anciano; pero había algo en ella que le llamó la atención, porque deteniéndose de pronto exclamó—: ¿Qué decía usted?
Sir Robert le miró entre asombrado y enfadado por su descortesía.
—Decía sencillamente que antes de que yo comprara esta finca había en ese rincón tres gnomos, —repitió—. Yo los mandé quitar… ¿pero se puede saber qué diablos pasa?
El detective le había cogido por un brazo, y en sus ojos brillaba un relámpago de comprensión.
—¡Tres gnomos! , murmuró recalcando mucho las sílabas. Sexton Blake había recordado de pronto el papelito encontrado por él en el registro de Crays Lodge, y el misterioso enigma escrito en él. ¿Sería tal vez aquello la solución del enigma? ¿«Gno… del cen…» significaría tal vez «gnomo del centro»? Su agudo instinto le decía que sí.
—¿Qué ha sido de esos tres gnomos?, preguntó con interés a su asombrado interlocutor.
—No lo sé, —contestó éste maquinalmente—. Le dije al jardinero que los quitara de aquí, y no sé que habrá hecho de ellos.
—¿Dónde está el jardinero?, preguntó Blake vivamente.
—Por ahí debe andar —dijo sir Robert—. ¿Pero se puede saber qué le pasa, Blake?
—Vamos a buscar al jardinero, —exclamó el detective sin hacer el menor caso del asombro del anciano—. Quiero saber con exactitud lo que ha sido de esos tres gnomos.
Sir Robert se encogió de hombros y miró compasivamente a su amigo.
—¡Que me maten si le entiendo, Blake!, murmuró, y dando un suspiro de resignación siguió al detective que ya había echado a andar en busca del jardinero.
Lo encontraron en la rosaleda. Era el tipo característico del campesino, desconfiado y cazurro por naturaleza.
—¿Las tres figurillas de porcelana?, —dijo cuando Blake le interrogó—. Sí, las recuerdo muy bien. Sir Robert me las regaló.
—Desde luego, Eales, —intervino Alperton—. Este caballero desea que le digas qué hiciste con ellas.
—Las vendí a Joe Pigeon el floricultor, —dijo calmosamente—. Es un jardinero conocido mío que tiene una tienda en Whitchurch.
—¿Cuánto tiempo hace que las vendió?, preguntó Blake.
—Pues verá usted —dijo rascándose pensativamente la coronilla—. Fue hace aproximadamente unos cuatro meses.
—Está bien, Eales, muchas gracias, —dijo el detective—. Es cuanto quería saber.
Y volviéndose a sir Robert, añadió:
—¿Viene usted conmigo a Whitchurch?
El anciano asintió, y pocos momentos después estaban interrogando a Pigeon.
—Sí, señor, —contestó cuando el detective hubo concluido—. Compré a Eales tres figurillas de porcelana. Todavía tengo una.
—¿Puedo verla?, preguntó Blake con viveza.
Por toda contestación, condujo Pigeon a sus dos visitantes al almacén.
—Aquí está, dijo indicando una figurilla de porcelana multicolor que representaba un guamo con las manos metidas en los balsillos, la faz sonriente y una gorra puntiaguda.
—¿Y los otros dos?, preguntó Blake después de haber examinado la estatuilla.
—Los vendí, contestó Pigeon lacónicamente.
—¿Y no puede usted recordar a quién?
—No, —contestó el jardinero—. Mi tienda es muy concurrida y no puedo recordar a todos los que entran a comprar.
—¡Qué lástima!, —murmuró Blake—. Bueno, me quedo con éste y muchísimas gracias por sus informes.
El detective pagó y metiendo la figurilla en su coche, emprendió regreso a Stiltley Manor. Sir Robert no salía de su asombro. Cuando llegaron al palacio recibieron una sorpresa agradable. Según les comunicó Benson en cuanto descendieron del automóvil, la señorita Warrender había regresado ya. Venía rendida de cansancio, pero por lo demás, estaba bien.