Bill abandonó la fiesta exactamente a las diez y cuarto. Apreciaba a Jane y le parecía bonito que Zack hubiera organizado una fiesta en su honor, pero se hallaba muy nervioso. Hacía unas semanas, vio a Sandy por ver primera en varios meses. El encuentro tuvo lugar en el Mike's. Sandy le llamó y le citó en el bar y, cuando le tuvo delante, le pidió quinientos dólares. Le dijo que necesitaba un sitio donde vivir y que no tenía ni un céntimo. Bill temió que se gastara el dinero en droga. Se le partió el corazón al verla con aquel aspecto tan horrible, pero no podía hacer nada por ella. La vio tan destrozada que ni siquiera se atrevió a mencionar el divorcio.
Por fin, le dio todo el dinero que llevaba encima, algo más de trescientos dólares, y Sandy huyó casi corriendo. Aquel día, volvió a llamarle. Parecía asustada y pidió verle a las once de la noche. Para no llegar tarde a la cita, Bill abandonó la fiesta de Zack a las diez y cuarto. Sin embargo, Sandy no apareció. A medianoche, Bill fue a tomarse una cerveza al Mike's y después se dirigió a Malibú y empezó a dar vueltas al azar con su automóvil. Tenía que quitársela de la cabeza, Sandy estaba rodando cuesta abajo sin remedio y el día menos pensado volvería a tomarse una sobredosis. Tal vez la definitiva.
Cuando llegó a casa pasadas las dos, se encontró con la policía. Cuatro vehículos con luces intermitentes en la capota y una ambulancia. Subió casi sin resuello por la angosta calzada y abrió la puerta. Le estaban aguardando y vio que la puerta del dormitorio estaba cerrada. Los agentes tenían el ceno fruncido. Había otros vestidos de paisano y un hombre con una cámara fotográfica. Al verle entrar, dos agentes desenfundaron las pistolas. Bill palideció intensamente y levantó las manos.
—¿Qué pasa...? ¿Es que...?
Sabía que Sandy se encontraba allí.
—Aún está en la otra habitación —a Bill no le gustó aquel «aún». Como si alguien la hubiera dejado tirada—. ¿Dónde se había usted metido?
Bill se encontraba todavía con las manos levantadas y no se atrevía a moverse. Se preguntó si los componentes de algún servicio sanitario la estarían reanimando, pero el miedo le impidió hacer averiguaciones.
—Fui a dar una vuelta por Malibú.
—¿A qué hora salió de casa?
—Hacia las doce. Esperaba a... alguien, pero no apareció y entonces salí a tomarme una cerveza. —¿A quién esperaba usted? —A un... amigo. Iba a decir «a mi mujer».
Uno de los agentes se acercó a la puerta del dormitorio y le indicó por señas que le siguiera.
—¿Es su amiga esta persona?
Bill le siguió y, una vez dentro, vio a otros policías. Habían encerrado el perro en el cuarto de baño y Bill oyó sus gruñidos, pero no estaba preparado para el espectáculo que se ofreció ante sus ojos. Sandy se hallaba tendida en la cama, con la ropa hecha jirones; su cuerpo era tan diminuto como el de un niño. Le habían disparado en el pecho y en la cabeza. Había sangre por doquier y tenía los ojos abiertos. Bill lanzó un grito desgarrador y se adelantó hacia ella, pero después cayó hacia atrás medio desmayado. Dos brazos lo sostuvieron y lo acompañaron al salón.
—Oh, Dios mío, Dios mío... —musitó Bill, gimoteando como un chiquillo. Estaba muerta. Miró a los agentes con ojos vidriosos—. ¿Quién la...?
No pudo terminar la frase y alguien le empujó sin miramientos hacia un sillón.
—Díganoslo usted. Sus vecinos oyeron los disparos. ¿Tiene usted un arma en casa?
—No —contestó Bill, sacudiendo la cabeza. —¿Quién es ella?
—Mi mujer... Llevábamos unos seis meses separados. —Déjeme ver los brazos, mozalbete.
Habían visto las huellas de los pinchazos en los de Sandy, pero en los suyos no se veía nada.
—¿Alguien le vio tras haber salido de casa?
—El camarero del Mike's.
Pensó que iba a vomitar y cerró los ojos.
—¿Cuánto tiempo ha estado allí?
—Una media hora.
—¿Qué hizo a partir de la una?
—Pasear por ahí con el coche.
—La mataron en el transcurso de la última hora. ¿Tiene idea de quién pudo hacerlo?
Bill sacudió la cabeza en silencio mientras las lágrimas asomaban a sus ojos. La habían matado a tiros. Como a una bestia.
—Me llamó esta noche —dijo, mirando a los policías—. Me pareció que estaba asustada.
—¿De qué?
No le tenían la menor simpatía. Estaban hartos de oír embustes de aquella clase.
—No lo sé. Quizá su enlace..., quizás algún rufián. La detuvieron el verano pasado por ejercer la prostitución. Necesitaba el dinero para comprarse droga. Era una buena chica. Lo que pasa es que se lió con la droga.
—Eso parece.
El policía que mandaba le hizo una seña a uno de sus subordinados y entraron los hombres de la ambulancia con una camilla y una manta.
—¿Adonde la llevan? —preguntó Bill, levantándose como si quisiera impedirlo.
Alguien le empujó hacia el sillón.
—Al depósito de cadáveres. Y usted vendrá con nosotros.
—¿Por qué?
—¿Se le ocurre algún motivo para no hacerlo?
—Yo no la maté.
—Esa ya se lo dirá usted a los tenientes de la comisaría. La brigada de homicidios se hará cargo del asunto. Vamos a arrestarle como sospechoso.
—Pero ustedes no pueden hacer eso. Yo...
Antes de que pudiera añadir algo más, un agente le esposó y otro le leyó los derechos que tenía. Los hombres de la ambulancia salieron con la camilla; una manta cubría la minúscula forma. No quedaba nada de Sandy. Bill contempló la camilla, pensando en la sangre que había en el dormitorio. Rezó para que no hubiera sufrido y todo hubiera sido muy rápido. El muy hijo de puta la había matado en la cama en la que tan felices habían sido en otros tiempos. Bill subió al vehículo rodeado de hombres y se acomodó en el asiento de atrás, esposado y atemorizado. Era imposible que todo aquello le estuviera pasando a él. Pero así era.
Le comunicaron que el arresto duraría cuarenta y ocho horas y que, entretanto, proseguiría la investigación. A continuación le interrogaron por espacio de dos horas. Pero no tenía nada más que decir. Cuando le quitaron las esposas, le hicieron desnudar, le registraron, le devolvieron la ropa y lo empujaron al interior de una celda en la que ya había otros tres hombres. Se sentía cansado y mareado. Dos de los hombres estaban borrachos como una cuba —uno dormía como un tronco— y el tercero amenazó con matarle en caso de que se acercara. Bill se sentó en un catre cuyo colchón olía a orines y se preguntó qué le iba a ocurrir.
—¿Puedo llamar por teléfono? —le preguntó al guardia.
—Mañana a las nueve.
Pero ya eran las once menos cuarto cuando le sacaron de la celda para someterle a un segundo interrogatorio. Entonces le permitieron llamar. Hacía cuatro horas que había comenzado el rodaje en el plató y él tenía que actuar aquel día en todas las escenas. Puesto que no sabía a quién llamar, telefoneó a su agente y la secretaria le dijo que no se retirara mientras los inspectores se impacientaban.
—Dígales que se den prisa.
—No puedo. Me han dicho que espere.
Temía que no le permitieran terminar la llamada. La situación era grave. Su vida estaba en juego. Al fin, Harry se puso al aparato.
—¿Qué ocurre? ¿Qué tal va la vida, muchacho? —le preguntó su agente. Estaba de buen humor. Pero no lo estuvo por mucho tiempo. Cuando Bill le dijo dónde estaba y por qué, Harry se quedó anonadado—. ¿Qué dices? Pero, ¿acaso se han vuelto locos? La madre que los parió...
—¿Puedes buscarme un abogado, Harry? Y, por lo que más quieras, no se lo digas a nadie.
—Eso es imposible. Esta noche ya se habrá enterado todo el mundo.
—¡No me pongas nervioso! —gritó Bill, fuera de sus casillas. En la pequeña estancia, los inspectores le miraron con curiosidad—. Búscame un abogado y sácame de aquí ahora mismo. Después, llama al plató y diles que estaré ausente unos días.
Ambos pensaron simultáneamente lo mismo.
—Ya verás cuando Wechsler se entere —dijo Harry.
—Hablaré con él cuando salga. Se lo explicaré todo.
—Santa inocencia la tuya —era una violación del contrato. La cláusula relativa a la moralidad estaba clarísima. Por no hablar de la reacción de Mel en cuanto se enterara de que Bill le había mentido—. Llamaré a mi abogado. Y no hables con nadie.
—Muy bien —dijo Bill, mirando de reojo a los inspectores—. Gracias por todo, Harry.
—Haré lo que pueda. Lo siento, muchacho. Sé lo mucho que la querías...
—Sí, es verdad —contestó Bill con los ojos llenos de lágrimas. Colgó el teléfono y miró a los inspectores que pretendían interrogarle, pero él no quiso hablar si no lo hacía en presencia de su abogado.
Los inspectores le enviaron otra vez a la celda. Habían soltado a los dos borrachos y el hombre que había amenazado con matarle se pasó todo el día sin quitarle los ojos de encima. El abogado tardó mucho en llegar y no le dio muchos ánimos. Querían acusarle de asesinato.
—¿Pero, por qué, maldita sea?
—Porque la mataron en su casa, era su esposa, estaban ustedes separados y no tiene usted ninguna coartada. Piensan que estaba furioso con ella, que la odiaba y que estaba molesto a causa de su adicción a las drogas. Hay mil razones por las que usted hubiera podido matarla.
El abogado prefería ser brutalmente sincero con él.
—¿No tienen que demostrar que lo hice?
—No es necesario. Si usted no puede demostrar su inocencia, le pueden mantener bajo arresto para una vista preliminar en caso de que el fiscal del distrito presente una denuncia contra usted.
—¿Cree que lo hará?
—¿Le vio a usted alguien anoche pasadas las doce?
—Sólo me vieron en el Mike's. Luego salía a dar una vuelta.
—¿Habló usted alguna vez con alguien sobre la chica? ¿Comentó que estaba enojado con ella por el asunto de las drogas?
Bill sacudió la cabeza, mirando a hurtadillas al hombre que Harry le había enviado. Tenía unos cuarenta y cinco años y no parecía demasiado original. Bill confiaba en que conociera su oficio.
—En realidad, jamás le dijimos a nadie que estábamos casados.
—¿Por qué no?
—Su agente no quería. Sandy interpretaba entonces un importante papel en una serie y él pensó que eso perjudicaría su imagen de ingenua. —¿Y por su parte? ¿Lo sabía alguien?
Bill volvió a sacudir la cabeza y le comentó la mentira que le había contado a Mel cuando éste le contrató.
—Con todo lo que ha pasado, lo más seguro es que me echen.
—Tal vez no —era la primera frase de ánimo que le dirigía el abogado. Se llamaba Ed Fried y Harry le juró que era muy bueno—. Puede que el productor se compadezca de usted. Es una experiencia muy dura. ¿Quién cree que puede haberlo hecho?
Bill reflexionó por un instante y después se encogió de hombros.
—No lo sé. Probablemente su enlace. Alguien debió de seguirla hasta la casa... Quizás un rufián —comentó apenado Bill.
—¿También se dedicaba a eso? —preguntó Ed.
—Sí... Por lo menos, una vez —era horrible tener que poner la propia vida al desnudo de aquella manera—. ¿Me puede sacar usted bajo fianza?
—No, porque lo han arrestado como sospechoso —contestó el abogado—. Ni siquiera han fijado el precio de la fianza. Y, si le acusan de asesinato en primer grado, no habrá fianza que valga.
El letrado esperaba que, por lo menos, la acusación fuera más leve. En tal caso, lo podría sacar.
—Pues qué bien —dijo Bill con expresión ceñuda, y visiblemente nervioso.
Cuando leyó los periódicos de la noche se hundió en una profunda depresión. La noticia no aparecía en los titulares, pero sí en primera plana: «Actor acusado de asesinar a su mujer». Se citaban sus nombres completos, se mencionaban los anteriores delitos de los que Sandy había sido acusada, su drogadicción y su expulsión de la serie en la que trabajaba; y se añadía que Bill participaba en aquellos instantes en el rodaje de la nueva serie de Mel Wechsler y llevaba camino de convertirse en el nuevo ídolo de las telespectadoras cuando la serie se pusiera en antena el año siguiente.
—No lo veo muy fácil —dijo Bill para sus adentros mientras se tendía en el apestoso catre y cerraba los ojos.
Aquella noche no volvieron a interrogarle. Permaneció tendido, pensando en Sandy —que tenía un orificio de bala en el corazón y tres en la cabeza— y en la vida que ambos habían compartido antaño, y que se había desvanecido ahora como un sueño lejano.