Cuando terminó su última actuación en el plató de Angustias secretas, Jane Adams creyó morir de dolor. No había ningún aliciente en su vida y, cuando los chicos reanudaron sus clases, se hundió en una profunda depresión. Leía libros, tomaba el sol al borde de la piscina y accedía a todas las absurdas exigencias de Jack con la mayor indiferencia, tal como venía haciéndolo desde hacía veinte años. Todo le daba igual. No quería leer ningún guión ni presentarse a las pruebas que su agente le buscaba. Hubiera sido inútil. No había nada interesante en los seriales diurnos, lo había comprobado minuciosamente, y no hubiera podido trabajar en series nocturnas, aunque consiguiera un papel. En tal caso, no hubiera podido ocultarle sus actividades a Jack.
Se puso furiosa cuando su agente le envió por correo el guión de Manhattan. Se lo envió directamente a casa, donde Jack hubiera podido abrir el sobre con toda facilidad.
—¿Sabes lo que haría mi marido si se enterara, Lou?
—¿Qué?
El agente no podía creer que aquel tipo fuera tan cerrado como decía Jane. Lou Thurman no conocía a nadie semejante en su mundo. —Se divorciaría de mí.
—Tú léelo, de todos modos. Es extraordinario y no sabes lo que me costó conseguirlo.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de particular?
Hacía varias semanas que Jane se mostraba aburrida e intratable. Cuando se le agotaron las lágrimas, empezó a ponerse impertinente. Sin embargo, Lou sabía cuan triste estaba y lo que había significado para ella perder el papel al cabo de once años.
—Tiene de particular que se trata de una nueva serie de Mel Wechsler y ya están preparando el reparto. Con tu permiso, quiero pasarle unos rollos de Angustias.
—¿Será una serie diurna? —preguntó Jane, esperanzada.
—Nocturna y en hora de máxima audiencia —contestó Lou con orgullo.
—Maldita sea, Lou. No puedo hacerlo, ya te lo dije.
—Tú lee primero el guión y ya discutiremos después.
Lou no le dijo que ya había enviado una serie de grabaciones al despacho de Wechsler, pero, a la mañana siguiente, la telefoneó para comunicarle que Wechsler había llamado.
—¿Por qué? —preguntó Jane sin entenderlo.
Leyó el guión la víspera, cuando Jack se acostó, y le pareció sensacional, pero sabía que no podría hacerlo porque se emitiría por la noche.
—¿Por qué? Pues, me llamó porque le gustan las grabaciones de tu participación en Angustias secretas, nada más que por eso. ¿Leíste el guión?
—Sí.
—¿Y qué?
Había que sacarle las palabras con sacacorchos. —Me encantó, pero eso no cambia las cosas. No puedo hacerlo, y tú lo sabes.
—Déjate de tonterías. Si te dan un papel en esta serie, será la mayor oportunidad de tu carrera y te mataré si no lo aceptas.
—De todos modos, no me lo ha ofrecido.
—Pero Wechsler quiere conocerte.
—¿Cuándo? —preguntó Jane sintiendo que el corazón le daba un vuelco.
—Mañana. A las once.
Lou ni siquiera le preguntó si podría ir. Daba por descontado que lo haría.
—¿Puedo ponerme la peluca?
Quería ir para que no se dijera, sólo para complacer a Lou. ¿Qué mal podía hacer en ello? Jack ni siquiera se iba a enterar...
—Puedes ponerte todas las pelucas que te dé la gana y hasta un sombrero, pero hazlo, Jane. Por mí..., te lo pido por favor.
—Bueno, bueno. Pero no puedo aceptar ningún papel en la serie, te lo digo para que lo sepas.
Sabía que no había peligro de que se lo ofrecieran, pero se moría de ganas de conocer a Mel Wechsler. Cuando Jack regresó a casa aquella noche, borracho y excitado como de costumbre, no le importaron sus malos modales ni sus exigencias amorosas. Sólo pensaba en Mel Wechsler y en la entrevista del día siguiente. Cuando, al final, Jack se quedó dormido, Jane se levantó y volvió a leer el guión. Era lo mejor que jamás hubiera leído. Al terminar, lo guardó en el armario y se fue a la cama, pero no pudo dormir, pensando en la emoción de volver a pisar unos estudios, aunque sólo fuera para hacer una visita.
A la mañana siguiente, Jack se levantó a las cinco en punto como siempre y se marchó a su despacho a las seis. Jane le preparó el café y después dispuso de una hora libre antes de preparar el desayuno de las niñas. A las ocho, volvió a quedarse sola y entonces se maquilló con cuidado y se puso un bonito vestido beige comprado hacía apenas una semana. No era llamativo, pero resultaba elegante. No se molestó en arreglarse el cabello porque tenía la intención de ponerse una peluca por el camino. Eligió una corta peluca rizada que pensaba ponerse en el lavabo de señoras de alguna gasolinera del camino.
Estaba tan nerviosa que casi olvidó detenerse. Al final, lo hizo en una gasolinera de la autopista de Pasadena, pero, cuando se miró al espejo, estuvo a punto de no ir. Tenía un aspecto cansado y la peluca negra no le sentaba bien. Acarició la idea de quitársela, pero no se atrevía a exhibir su impresionante melena pelirroja. Había olvidado por completo su voluptuoso cuerpo enfundado en el vestido de casimir, sus sensacionales piernas y su talento de actriz. Había sido una intérprete magnífica en Angustias secretas durante casi once años. La sacaron porque no se acostaba con nadie y sólo consiguió mantenerse en la serie tanto tiempo porque su actuación era muy buena. La respuesta de los telespectadores siempre fue excelente. Cada semana recibía docenas de cartas de sus admiradores. Pero aquello le parecía distinto. Las producciones de Mel Wechsler eran otra cosa. Estaba aterrorizada y tenía la boca seca cuando llegó a la entrada. El guardia de seguridad se quedó boquiabierto al verla. Era una chica muy guapa, pero el cabello negro no le sentaba muy bien. Eso mismo pensó Mel cuando la tuvo sentada delante, cruzando y descruzando las piernas y asiendo nerviosamente el bolso como si fuera un escudo protector. Se compadeció de su miedo. Se la veía tan vulnerable e inocente como una chiquilla. Sintió el impulso de rodearle los hombros con un brazo y decirle que todo iría bien. Pero comprendió inmediatamente lo que iban a hacer los telespectadores. La querrían proteger de «Eloise» y tomarían partido por ella. Jane Adams era el contrapunto exacto de Sabina Quarles. Justo lo que él quería, si no hubiera sido por el cabello negro. La miró fijamente mientras hablaba con ella y, de repente, se inclinó hacia adelante diciendo:
—¿Me permite que le haga una pregunta un poco grosera, Jane?
—¿De qué se trata?
Santo cielo, pensó aterrada, ahora me va a pedir que me quite la ropa, yo qué sé de lo que es capaz. Se le puso el semblante como la cera mientras él preguntaba:
—¿Es suyo este cabello?
Jane ya no se acordaba de la peluca.
—¿Eso? —dijo, tocando con la mano los rígidos rizos negros. Se había puesto colorada como un tomate—. No, siempre me la pongo para trabajar en Angustias secretas porque...
¿Cómo podía explicarle que su marido no le permitía trabajar y que, por esta razón, se veía obligada a tener dos identidades?
—¿Le importaría muchísimo quitársela? —preguntó Mel, temiendo que tuviera algún defecto. Al ver su preciosa melena pelirroja, se quedó de una pieza—. ¿Es ése su color natural, Jane?
—Sí —contestó ella sonriendo—. Cuando era niña, lo odiaba con toda mi alma.
Se encogió tímidamente de hombros como si tuviera catorce años en lugar de treinta y nueve y Mel se llenó de júbilo. Acababa de encontrar a su Jessica. Serían unas rivales perfectas. Sabina, la sensual e impresionante rubia, y Jane, la dulce pelirroja querida por todo el mundo. Las mujeres se identificarían con aquella chica por su candorosa expresión, pese a su despampanante figura y su pelirroja melena, los hombres sentirían deseos de acostarse con ella y hasta los niños le tendrían cariño. Por si fuera poco, Mel había comprobado en las grabaciones que era una buena actriz. Había visto doce capítulos en total y estaba completamente convencido de sus méritos. Jane le miró sonriendo. No era en absoluto lo que ella se imaginaba. No era rudo y despiadado como había temido. Hubiera podido ser amiga suya sin la menor dificultad. Hubiera podido incluso enamorarse de él..., de no existir Jack, claro. Debía de ser muy afectuoso con los niños. Jane imaginó una infinidad de cosas mientras él la miraba complacido.
—¿Sabe una cosa, Jane? Es usted una auténtica belleza. Lo dijo en tono profesional, pero ella se ruborizó intensamente de todos modos.
—Siempre me consideré más bien vulgar.
En cierto modo, lo era. Tenía una belleza típicamente norteamericana: bonitos dientes, grandes ojos azules y unas pálidas pecas que ni siquiera el maquillaje podía ocultar. A pesar de su tremendo atractivo sexual, Jane Adams parecía una chica del montón. Mel pensaba sacar partido de ambas facetas. Iba a hacer muchas cosas con ella. Incluso vestirla como una reina. François Brac sabría hacerlo a las mil maravillas. Aunque su vestuario no sería tan extenso como el de «Eloise», François tenía que vestir también a las restantes protagonistas de la serie y Jane estaría preciosa con sus modelos.
—¿Qué le parece el guión, Jane? —preguntó Mel.
No abrigaba ningún temor a este respecto, pero quería conocer su opinión. Era una profesional de los seriales diurnos, cuyo carácter no difería demasiado del de las series nocturnas, como no fuera por sus tintes acuosamente melodramáticos.
—Me he enamorado de él.
—Zack Taylor interpretará el principal papel masculino —dijo Melvin—. Cerramos el trato anoche. Sabina Quarles ha aceptado el papel de Eloise. Un joven actor llamado Bill Warwick interpretará al hijo de Sabina. Es un chico estupendo. ¿Y usted, Jane? —preguntó, mirándola inquisitivamente—. ¿Le gustaría el papel de Jessica?
No se lo podía decir, pero no tenía más remedio que hacerlo. Entonces él le preguntaría por qué se había presentado a la cita. Pensaría que le quería tomar el pelo y se pondría furioso.
—Pues, no sé... Me parece que no estoy preparada para eso —contestó.
—No es muy distinto de lo que ha hecho hasta ahora y creo que está usted perfectamente preparada. Eso me ha dicho Lou. Esta mañana mantuvimos una larga conversación antes de que usted viniera a verme.
Lou maquinaba a su espalda. El muy hijo de perra. A pesar de contarle que ella no podía aceptar el papel. ¿Por qué había llegado tan lejos?
—Tendré que pensarlo.
—Estamos muy interesados en usted, Jane.
Mel mencionó la suma que ya le había apuntado a Lou y Jane se puso más blanca que una sábana. Medio millón de dólares. Cuántas cosas podría hacer con esa suma. Ya no tendría que soportar las protestas de Jack cada vez que gastaba unos centavos.
—Yo... me siento muy halagada, Mel.
—No hay por qué. Se lo merece. —Santo cielo, pensó Jane. Su nombre quedaría completamente desacreditado cuando le dijera que no—. Ahora piénselo y ya me dirá usted algo.
Mel se levantó sonriendo y salió con ella del despacho, rodeándole fraternalmente los hombros con un brazo. Estaba asombrado del efecto que en él ejercía aquella mujer. Hubiera deseado decirle que se fuera a casa y que él se encargaría de todo—. Volveré a llamar a Lou —añadió al despedirse de Jane.
Cuando llamó al agente, Mel añadió a la suma otros doscientos mil dólares.
Pero eso a Jane le daba igual. Estaba tan emocionada por la experiencia que, al salir de los estudios, chocó con un automóvil aparcado allí cerca y abolló el guardabarros de su Mercedes. Con manos temblorosas dejó una nota en el parabrisas del otro vehículo y regresó a casa, alegrándose de que no hubiera nadie. Ni siquiera pensaba en el automóvil. Sólo pensaba en Mel y en la serie que no podría hacer. Cuando sonó el teléfono, supuso que era su agente y no se equivocó.
—Mel está entusiasmado contigo. Incluso ha aumentado la suma.
—No puedo hacerlo, Lou —le contestó Jane casi al borde de las lágrimas—. Pero ha sido maravilloso.
—Maravilloso es poco. Es la mayor oportunidad que jamás tendrás, la serie más importante que jamás se haya rodado. Tienes que hacerlo, Jane.
—No puedo.
—¿Y por qué no, maldita sea? —sin embargo, Harry sabía muy bien por qué y ya estaba harto de oír aquella excusa—. Lo sé, lo sé... A causa de Jack. Pues dile cuánto te pagan. Ningún hombre puede resistirse a eso, por mucho que aborrezca el ambiente de Hollywood.
—Le dará igual —contestó Jane aunque, por una vez, no estaba demasiado segura de ello.
Setecientos mil dólares no se podían rechazar así como así. Jack ganaba muchísimo menos en la agencia de cambio y bolsa de su padre. Apenas unos cien mil dólares como mucho. Jane podía justificar sus anteriores ingresos, diciéndole que eran los beneficios de sus inversiones. Sin embargo, ahora no podría hacerlo. Nadie ganaba tanto dinero con las inversiones. Ni siquiera Jack.
—No permitiré que lo rechaces —le dijo Lou con firmeza.
—No tendré más remedio que hacerlo —contestó Jane con los ojos llenos de lágrimas.
—Si no lo aceptas, es que estás loca. Quiero que hables con Jack. Dile que deseas hacerlo, dile que te mataré como no lo hagas. Dile lo que se te antoje y llámame mañana. Le he dicho a Wechsler que volveremos a ponernos en contacto con él a finales de semana.
Jane no podía discutir con él, pero no sabía cómo explicarle la situación a su esposo. Aquella noche, al volver a casa, Jack se puso hecho una furia al ver la abolladura del automóvil. Había bebido unas copas de más y amenazó con quitarle el Mercedes y obligarla a usar el Volvo de los chicos.
—Maldita sea, Jane, eres una auténtica calamidad.
Siempre la había humillado, pero últimamente lo hacía incluso en presencia de los chicos, lo cual era todavía más grave. Jane había intentado explicarle que con eso destruía el respeto que le tenían las niñas. Alexandra la miró fríamente y le preguntó a su padre:
—¿Puedo usar el coche de mamá?
—No sería mala idea —le contestó Jack. La mimaba y ponía en ridículo a Jane, tratándola de estúpida delante de sus hijos. Antes, cuando trabajaba diariamente en Angustias secretas, Jane no daba demasiada importancia a todas estas cosas. Se sentía tan colmada que los problemas de su vida cotidiana apenas significaban nada para ella. Ahora se ofendía con más facilidad—. Conduces mejor que tu madre, Alex —dijo Jack—. Y Alyssa también —añadió, mirando a su hija menor con cariño.
Después se quejó de la cena, le preguntó a Jane si no podía cocinar un poco mejor y salió dando un portazo para jugar un poco al tenis con un amigo antes de que oscureciera, aunque Jane sospechaba que iba a otro sitio. Al volver, apestaba a alcohol y no llevaba puesta la ropa de tenista. A veces, Jane se preguntaba si la engañaba, aunque le parecía increíble teniendo en cuenta lo que hacía con ella. Aquella noche no la tocó. Se limitó a regañarla de nuevo por la abolladura del automóvil y la llamó «estúpida». Jane sintió que algo se rompía en su interior. Ya estaba harta de soportar sus arbitrariedades. La trataba como un pedazo de carne que pudiera utilizar a su antojo. Y ella ya no quería que la utilizara ni él ni nadie. Tampoco quería que sus hijas la trataran como una basura, siguiendo el ejemplo de su padre.
—A mí no me hables así —le contestó enfurecida.
Era la primera vez que empleaba aquel tono con Jack.
—Así, ¿cómo?
—No me insultes.
—¿No quieres que te llame estúpida? —replicó Jack—. Eso es lo que eres, ¿no?
Estaba borracho como una cuba y Jane decidió no discutir con él. Se fue al cuarto de baño y se metió bajo la ducha, pensando en la serie, en Mel y en todo cuanto Lou le había dicho. De repente, Jack abrió la puerta y le dijo en tono autoritario:
—Sal de aquí.
Jane le miró asombrada. Jack estaba peor que de costumbre.
—Quiero ducharme —le contestó con aparente calma, pese a lo furiosa que estaba. Jack le prohibía hacer lo que más le gustaba. Durante once años, había tenido que trabajar a escondidas y ahora estaba a punto de perder por su culpa la mejor oportunidad de su vida—. Salgo en seguida.
—Sal ahora mismo —gritó Jack, asiéndola de un brazo y mojándose la camisa con el chorro de la ducha.
—Suéltame —le dijo ella sin levantar la voz. Jack la sacudió entonces con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerla resbalar—. ¡Ya basta, maldita sea!
—¡Puta de mierda! —gritó Jack fuera de sí, sacándola a la fuerza de la ducha y empujándola contra el lavabo—. Me lo debes por haberme abollado el automóvil.
—No te debo nada —contestó Jane, procurando disimular el temor que sentía—. ¡Déjame en paz!
—Soy tu dueño, no se te olvide, bruja del demonio —exclamó él, soltando una perversa carcajada.
Tras lo cual, dio media vuelta y abandonó el cuarto de baño mientras Jane le miraba temblando. Hubiera querido gritarle, pero no se atrevió a hacerlo. No era su dueño. Nadie lo era. Sin embargo, Jack lo creía. Creía haberla comprado con su prestigio de agente de cambio y bolsa, pero estaba equivocado.
Jane se secó con una toalla y se puso una bata. Al entrar en el dormitorio, le vio sentado en la cama mirando la televisión con la ropa tirada de cualquier manera por el suelo. Siempre hacía lo mismo. Ella se encargaba de ordenárselo todo como una perfecta esposa. Por primera vez en veinte años, Jane reconoció que estaba harta de ser una perfecta esposa, una perfecta anfitriona y una perfecta compañera en la cama.
—Tengo que hablar contigo, Jack —éste cambió a otro canal sin hacerle caso. Jane se sentó en un sillón lejos de su alcance y se preparó para lo inevitable—. Tengo que hablar contigo —repitió.
—¿Sobre qué? ¿Vas a pagar los desperfectos del automóvil? —preguntó él sin ni dignarse mirarla.
—No. Me han ofrecido un papel en una serie de televisión.
—¿Ah, sí? Vaya una cosa.
—Quiero hacerlo.
—¿Qué has dicho?
En la voz de Jack no había más que desprecio. Jane se dio cuenta de repente de que ya no era tan apuesto como antes.
—Me han ofrecido un papel en una serie de televisión. Es muy importante —le repitió Jane.
—¿Cómo lo sabes? ¿Y quién te lo ha ofrecido?
Desde hacía años, le tenía prohibido llamar a Lou.
—Eso no importa —contestó Jane, temblando de miedo—. Quiero hacerlo, Jack. Significa mucho para mí.
—Pero, ¿es que te has vuelto loca? Ya te dije que todo había terminado cuando te casaste conmigo. ¿O acaso quieres volverte a acostar con todos los directores y productores que se te pongan por delante?
Era un golpe bajo; Jack sabía que su esposa jamás había hecho semejante cosa. Por lo menos, lo sabía Jane. Nunca supo lo que de veras pensaba Jack al respecto.
—Nunca lo hice.
—Pues, bueno, no vas a volver. No puedes hacer esta basura y seguir casada conmigo.
—No es una basura. Será una serie importante. La produce Mel Wechsler.
—¿Y cuándo te enteraste? ¿Qué demonios has estado haciendo, Jane?
La trataba como si fuera una chica traviesa, pero, por lo menos, hablaba con ella.
—Hoy mismo.
—¿Y cómo sabes tantas cosas?
—Me llamó mi agente —contestó ella sin atreverse a decirle que había acudido a ver a Mel.
—Te dije que no hablaras con él. Olvídate de todo eso. Diles que se vayan al infierno.
No había forma de razonar con él, pensó Jane. En aquel momento, llamaron a la puerta y entró Alexandra con un montón de ropa que arrojó con aire despectivo en el regazo de su madre.
—Hoy no me has planchado mis cosas —le dijo.
—He estado ocupada —contestó Jane, doblando la ropa antes de devolvérsela a su hija. Algo en ella había empezado a cambiar. No quería que siguieran explotándola—. Lo haré cuando pueda.
—No tengo nada que ponerme —dijo Alexandra en tono quejumbroso.
La paciencia tenía un límite, pensó Jane por primera vez en muchos años.
—Tienes un armario lleno de ropa. Estoy segura de que algo encontrarás.
—¿Por qué no le planchas la ropa a la niña? No tienes nada que hacer en este momento.
Eran los once de la noche y Jane hubiera deseado seguir hablando con él, aunque no tenía la menor esperanza de convencerle.
—Lo haré mañana —contestó con aire cansado.
A veces, tenía la sensación de vivir rodeada de enemigos, especialmente cuando todos se confabulaban contra ella. ¿Por qué la trataban de aquella manera?
—Hazlo ahora —le ordenó Jack, mirándola con rabia contenida.
—Gracias, papá —Alexandra le miró con adoración—. ¿Puedo usar mañana el automóvil de mamá para ir a la escuela?
—Primero lo llevaré a arreglar —contestó Jack, mirando con expresión de hastío a su mujer—. Pero lo podrás usar en cuanto lo saque del taller.
Era darle otro bofetón en pleno rostro a Jane. Ésta tomó la ropa de Alexandra y se fue a la cocina. Sacó la tabla de planchar y la plancha. Tenían una mujer de la limpieza tres veces a la semana, pero no sabía planchar tan bien como ella. Jane había mimado con exceso a su familia y ahora pagaba las consecuencias, pero ya estaba harta. De todo y de todos.
Tardó una hora y, cuando volvió al dormitorio, encontró a Jack durmiendo con el televisor encendido. Apagó el aparato y permaneció largo rato contemplando a su marido. Después se acostó cuidadosamente a su lado, pensando en Mel y en lo amable que había sido con ella.
A la mañana siguiente, Jack se fue antes de que Jane se despertara y Alexandra tomó el Volvo para ir a la escuela. Jack llevó el automóvil a arreglar, pero no dejó las llaves del suyo, por lo que Jane se quedó atrapada en casa como una niña mala. Estaba hasta la coronilla de todo. De repente, el dinero que le ofrecía Wechsler le pareció muy apetecible y decidió llamar a Lou. No podía perder aquella ocasión. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Para que su familia siguiera explotándola? Tal vez, cuando superaran el golpe inicial, la respetaran un poco más. Siempre cabía esta posibilidad. Lou tenía razón. Jack lo aceptaría. Ante el hecho consumado, no tendría más remedio que hacerlo.
Tomó el teléfono con manos temblorosas y marcó el número de Lou. Estaba tan nerviosa que apenas podía hablar.
—¿Y bien? —le dijo Lou, conteniendo la respiración.
—Dile a Wechsler que acepto.
—¡Albricias, nena! —gritó Lou Thurman—. Me tenías sobre ascuas. —También lo estaba yo —contestó Jane sonriendo. —Vas a ser la más grande. ¿Lo sabes, verdad? —preguntó excitado Lou.
—Estoy deseando empezar.
—Te llamaré esta tarde.
No tuvo tiempo de hacerlo, pero le envió un ramo de flores. Mel le envió a su vez dos ramos impresionantes. Uno lo colocó en el comedor y el otro lo puso en el recibidor. Eran preciosos y Jane ya se imaginaba lo que diría Jack; pero, por primera vez en su vida, se sentía fuerte y completamente segura de sí misma.