CAPÍTULO 02

 

Sabina bajó en ascensor al garaje sin experimentar la menor inquietud. Raras veces temía que la asaltaran o atracaran. Lo único que la hubiera preocupado era que le desfiguraran el cuerpo o la cara. Les hubiera entregado de buen grado cualquier otra cosa. Nunca llevaba demasiado dinero encima ni poseía joyas de gran valor. Había tenido algunas a lo largo de los años, pero las fue vendiendo. Prefería gastar el dinero en cosas más importantes.

Tenía un pequeño Mercedes plateado 280 SL, un modelo que ya no se fabricaba y no tenía mucha demanda. Se encontraba en perfecto estado de funcionamiento, pero no era nuevo, como muchas de las cosas de Sabina. Su vestuario le sentaba muy bien, aunque no le interesaban las últimas tendencias de la moda. En estos instantes lucía una falda de seda blanca con cortes laterales hasta medio muslo y una blusa de seda azul que realzaba el color moreno de su piel y el de su cabello. Llevaba los primeros cuatro botones desabrochados y lo que se veía a través del escote era suficiente para debilitar la voluntad de cualquier hombre y dejarle medio embobado. Llevaba la melena peinada hacia atrás y las uñas de las manos pintadas de rojo fuego como las de las pies. Puso el vehículo en marcha y salió del garaje, pisando el acelerador con los pies calzados en sandalias blancas de tacón alto en dirección a los Bistro Gardens.

Al llegar a Wilshire, viró bruscamente a la derecha y, poco después, efectuó otro viraje, cruzó la verja de hierro del hotel Beverly Wilshire, y se situó entre los dos edificios del establecimiento como un diamante brillando al sol entre dos senos mientras aguardaba a que el conserje la viera y se acercara. Es lo que el hombre hizo en el acto. La conocía desde hacía tiempo. Le gustaba vigilar su automóvil porque le daba muy buenas propinas y era una mujer preciosa. El solo hecho de verla le ponía de buen humor. Abrió la portezuela dirigiéndole una ancha sonrisa de marfil mientras Sabina sacaba las piernas del interior del pequeño vehículo. Como de costumbre, llevaba la capota bajada.

—Buenas tardes, señorita Quarles. ¿Va usted a almorzar hoy aquí?

—No muy lejos de aquí —contestó Sabina con aquella sonrisa suya que hacía olvidar a los hombres todas sus palabras—. ¿Me puede vigilar el automóvil?

Era una pregunta retórica. Él siempre se alegraba de poderle prestar un servicio a Sabina Quarles. Y agradecía la ocasión de poderla admirar.

—No faltaría más. La veré luego —dijo, entregándole el boleto.

Sabina se alejó con una seductora sonrisa en los labios y el hombre se la quedó mirando hasta que giró a la derecha y ya no pudo verla. Mientras contemplaba los contoneos del trasero de la actriz bajo la falda blanca, el conserje pensó que era algo así como asistir a una representación de ballet. Sabina se hubiera alegrado de saber el efecto que ejercía en él y en cuatro hombres que la contemplaban en silencio. Sólo uno de ellos la reconoció, pero los hombres miraban a Sabina, independientemente de quién fuera, por su aspecto y su forma de moverse. Era una lástima que su carrera hubiera quedado estancada desde la última película. Lo único que le hacía falta era el papel y el productor adecuados.

Esperó a que el semáforo de Wilshire Boulevard cambiara a verde y cruzó en dirección al lugar en que se encontraba el Brown Derby cuando ella llegó por primera vez a Hollywood. Pasó rápidamente por delante del mismo con expresión reconcentrada. Faltaban diez minutos para la una y sabía que tenía que darse prisa. Pero su atuendo necesitaba algo más y ella sabía exactamente qué. Todo lo que hacía Sabina era fruto de un cuidadoso cálculo. Se encontraba a un tiro de piedra del toldo a rayas blancas y amarillas de Rodeo Drive, el sagrado emporio de las más seductoras mujeres de Hollywood. Giorgio. Entró y se encaminó directamente hacia la sección de sombrerería del otro lado del bar mientras un camarero la miraba arrobado.

—¿Le apetece una copa, señora?

Hablaba con acento francés y hubiera tenido que estar harto de ver beldades, pero Sabina era algo fuera de lo común. Ella rechazó el ofrecimiento y sonrió mientras se probaba un par de sombreros. Encontró precisamente lo que buscaba en el momento en que aparecía la dependienta. Ésta miró a Sabina de reojo un instante y comprendió que hubiera tenido que conocerla. La había visto otras veces, pero Sabina no visitaba muy a menudo el establecimiento de Giorgio. Era caro para ella y sólo compraba allí algún vestido en ocasiones extraordinarias; por ejemplo, cuando asistió a la ceremonia de entrega de premios de la Academia acompañada de Mel, pero no acudía allí más de una vez al año como mucho. De repente, la dependienta la reconoció. Era agotador recordar a todas aquellas mujeres, porque no todas eran famosas.

—¿En qué puedo servirla, señorita Quarles?

—Me llevaré éste —dijo Sabina, complacida.

Le sombreaba un poco el rostro y le confería un aire de misterio que aumentaba su innata sensualidad, pero no le ocultaba los maravillosos ojos verdes. Es más, le permitía jugar con ellos. Era un gran sombrero de paja natural, de ala ancha, justo el accesorio que le hacía falta para completar el efecto de la blusa de seda azul, la falda de cortes laterales y el suave perfume que la envolvía. Ya era la una y cinco.

—¿Podemos mostrarle alguna otra cosa? Acabamos de recibir unas sedas preciosas y unas fabulosos trajes de noche para la temporada de otoño.

No querían conformarse con una simple venta de cincuenta dólares, pero a Sabina le bastaba con eso. Mel gastaría mucho más en el almuerzo y cualquiera sabía cuáles eran sus planes. Invertir cincuenta dólares en algo que favorecía su propia carrera no era demasiado. Se podía permitir ese lujo.

—Eso es todo, gracias.

—Acabamos de recibir los modelos de Jacqueline de Ribes...

Sabina rechazó con una sonrisa a la mujer que no conseguiría llegar con ella a ninguna parte.

—Precisamente la semana pasada me compré tres en Saks.

Tres modelos de Jacqueline de Ribes hubieran representado la mitad de los ingresos de Sabina del año anterior, pero la dependienta no se amilanó.

—Tenemos algunos exclusivamente diseñados para nosotros. Es más, los eligió el propio Fred en París.

El ilustre Fred Hayman, gerente del mejor establecimiento de Rodeo Drive. Sabina no se impresionó ante la mención de su sagrado nombre. Consultó su reloj. La una y diez.

—Tengo que irme. Volveré después del almuerzo.

O el año que viene. O, a lo mejor, la próxima semana si Mel me ofrece un importante papel en su próxima película. Con sus ojos no había quien discutiera. Ahora le dijeron a la dependienta: Dame el maldito sombrero o me largo. Sin embargo, lo necesitaba para su almuerzo con Melvin. La dependienta comprendió que no debía insistir.

—No faltaba más, señorita Quarles. ¿Quiere que le aparte alguna cosa?

Dios bendito, nunca se dan por vencidas, pensó Sabina mientras la mujer desaparecía con el sombrero en dirección a alguna oculta caja registradora. Cuando regresó, ya era la una y cuarto. Sabina se puso el sombrero, lo ladeó con cuidado y se alisó la melena hacia atrás. El efecto fue espectacular y más de una cabeza se volvió a mirarla cuando salió de la tienda y se dirigió a toda prisa desde Rodeo a Beverly, cubriendo una manzana más hasta llegar a North Canon. Era exactamente la una y veintiún minutos cuando entró en los Bistro Gardens. Se detuvo un instante mientras la gente se volvía a mirar su majestuosa belleza. Era una costumbre que tenían los clientes, para evitar que se les pasara alguien por alto: Gregory Peck.... Elizabeth Taylor.... Meryl Streep... Mira, Jane, allí, al fondo... Los murmullos eran constantes. Esta vez, la gente se limitó a mirar mientras el maître se acercaba presuroso a ella, pasando por entre las mesas exteriores. El estallido de color de las flores realzaba la elegancia del ambiente en el que unos parasoles a rayas protegían a los comensales del sol meridiano.

—¿Señora?

Era, a la vez, una pregunta y una afirmación.

—Estoy citada con Melvin Wechsler para almorzar —contestó Sabina, acariciándole con la mirada.

Sabía que eso daba muy buen resultado. Estaba arrebatadoramente bella. Lejos, Melvin Wechsler la observaba desde una discreta mesa. Contempló sus largas piernas que se acercaban a él con gracia, su firme busto bajo la blusa azul de seda y sus increíbles ojos verdes. Tenía algo, vaya si lo tenía. Era exactamente lo que él andaba buscando. Sonrió para sus adentros al verla súbitamente junto a su mesa, más guapa que nunca. Sabina Quarles no era una ex reina de la belleza sino una mujer a tener en cuenta, un terremoto de grado 9,9 en la escala de Richter. Sintió que se le encogían las tripas al verla. Se levantó y le tendió una mano. Su brazo era poderoso y el apretón, firme y cordial. Tenía unos gélidos ojos azules y una mata de cabello blanco cuidadosamente peinada. Mel Wechsler contaba cincuenta y cuatro años y poseía el cuerpo de un hombre mucho más joven, al igual que ciertos congéneres suyos de Hollywood. Los más afortunados. Jugaba al tenis todos los días o, por lo menos, con toda la frecuencia que podía, y se hacía dar masajes varias veces por semana. Sin embargo, a diferencia de otros, no se había sometido a ninguna operación de cirugía estética. Estaba estupendamente bien para su edad y, de no haber sido por el cabello blanco, hubiera podido quitarse fácilmente diez años, pero no quería hacerlo.

—Hola, Sabina. ¿Qué tal estás?

—Siento llegar con retraso —contestó ella, esbozando una sugerente sonrisa—. El tráfico en esta ciudad es tremendo —dijo, sentándose. Sobre todo, si te detienes a comprarte un sombrero por el camino, pensó para sus adentros—. Confío en que no te haya hecho esperar demasiado.

Mientras la miraba, Mel recordó de repente su carácter felino, como el de un hermoso gato, desperezándose al sol. Los ojos azules del hombre la taladraron. Siempre observaba y sopesaba todo cuanto veía, como si tuviera algo muy importante en la cabeza. Su sonrisa derretía los corazones de las mujeres y, si no sus corazones, por lo menos su resistencia. Era una media sonrisa que le entreabría los labios incluso cuando sus ojos estaban serios, tal como ocurría en aquel instante.

—Ciertas cosas compensan la espera.

Sabina se echó a reír. Recordó lo mucho que le gustaba hablar con él y se preguntó por qué no la habría llamado desde hacía tanto tiempo. Sus caminos se cruzaban de vez en cuando, pero no muy a menudo.

—Gracias, Mel.

Cuando él le ofreció una bebida, tras dudar un poco optó por un cóctel Bloody Mary a base de vodka y zumo de tomate, percatándose demasiado tarde de que Mel bebía agua mineral Perrier. No encajaba en el molde habitual de Hollywood. Era un hombre de cuerpo entero y sus éxitos eran fruto del esfuerzo y de un infalible instinto. Poseía un olfato especial para elegir a los actores de sus producciones cinematográficas y televisivas. Raras veces se equivocaba. Era una de las muchas cosas que Sabina admiraba en él. Melvin Wechsler era todo un profesional y un hombre tremendamente atractivo. En otros tiempos había tenido unas prolongadas relaciones con una de las más rutilantes estrellas de Hollywood a la que incluyó en tres de sus películas, pero algo debió de fallar y, al final, ambos se separaron. Sabina se preguntaba, como todo el mundo, por qué habrían roto, pero Melvin jamás hacía el menor comentario al respecto y eso a ella también le gustaba. Era un hombre orgulloso y valiente. Tenía clase. No era de esos que se andaban lamiendo las heridas en público. Nunca hacía la menor alusión a la gran tragedia de su vida. Sabina la conocía de oídas y a través de lo que contaban los medios de difusión. Hacía unos treinta años, había estado casado con Elizabeth Floyd, una de las más famosas actrices del Hollywood de su época. Ambos se conocieron cuando él llegó a la ciudad y se estaba abriendo camino en la Metro-Goldwyn-Mayer, la mítica MGM. Años más tarde, Mel se convirtió en un joven de prometedor futuro y la actriz se enamoró de él aunque ambos tardaron todavía unos cuantos años en casarse. Al poco tiempo, Elizabeth quedó embarazada de su primer hijo y se retiró. El primer hijo resultaron ser dos gemelas preciosas, idénticas a su madre.

Dos años más tarde, tuvieron un niño. Mel procuró mantener a su familia apartada de la prensa, aunque con Liz la tarea no era fácil. Era tan hermosa que los fotógrafos se pasaron muchos años persiguiéndola. Sabina recordaba haberla visto algunas veces en sus primeros tiempos en Hollywood. Ya estaba retirada, pero era una pelirroja sensacional, de grandes ojos azules, piel cremosa, sonrisa deslumbrante y una figura que volvía locos a los hombres. Ya entonces participaba activamente en los movimientos en favor de los derechos femeninos y en toda clase de asociaciones filantrópicas. El matrimonio tenía una casa en Bel Air y un rancho cerca de la localidad de Santa Bárbara. Mel era un padre de familia ejemplar aunque pudiera pensarse lo contrario a juzgar por las muchas mujeres que habían pasado por su vida. Era un hombre paternal y todo el mundo decía que trabajar para él era como formar parte de una familia. Se preocupaba por la gente que intervenía en sus producciones tanto como por su propia familia, y adoraba a Liz, y a los niños. Todos los años iban a Europa juntos y, en 1969, se los llevó a todos a Israel. Fue un viaje inolvidable y Mel lamentó mucho tener que regresar a Los Ángeles para asistir a una reunión de los directivos de una cadena de televisión. Dejó a Liz y a los niños en Tel Aviv y prometió regresar al cabo de cuatro días. Sin embargo, una vez en Los Ángeles, las cosas se complicaron más de lo previsto. Hubo un problema con un programa y. al final, abandonó la esperanza de regresar a Israel y le dijo a Liz que volviera a casa, pero ella deseaba pasar unos días en París según lo previsto y no quería decepcionar a los niños. Tomaron un vuelo de la compañía El Al y, en el momento en que ellos subían a bordo del aparato, Mel experimentó una extraña sensación en el estómago y consultó el reloj, preguntándose si ya sería demasiado tarde para llamar. Quería que tomaran un vuelo de la Air France o de otra compañía, pero después pensó que sus inquietudes eran absurdas..., hasta que recibió una llamada del Departamento de Estado. Siete terroristas árabes subieron al aparato e hicieron estallar una bomba, provocando la muerte de ciento nueve personas, entre ellas, Liz, Barbie, Deborah y Jason. Melvin se pasó varias semanas convertido en un autómata, sin poder creer lo que le había ocurrido, reprochándose haberles dejado, no haber vuelto y no haberles llamado. Los remordimientos de aquel día le persiguieron durante años. Era una pesadilla de la que no creyó despertar jamás. Pensaba que ojalá hubiera muerto con ellos. Soñaba constantemente con el vuelo maldito y se pasó muchos años sin tomar un avión. Pero el pasado no se podía recuperar. Era imposible retroceder. Barbie y Deb tenían doce años, y Jason diez. Era una de esas noticias que se leen en los periódicos. Pero le había ocurrido a él. Toda su familia borrada del mapa por la bomba de unos terroristas. Su vida ya nunca más volvió a ser lo que era. Se entregó en cuerpo y alma a su trabajo y los actores eran como hijos para él. Pero Liz ya no estaba. Jamás habría otra como ella y él no quería que la hubiera. Hubo otras mujeres, claro, aunque tardó mucho tiempo en llegar a eso. Más tarde, tuvo unas relaciones serias, pero nunca volvió a casarse ni jamás volvería a hacerlo. No tenía ningún motivo para ello. Lo tuvo todo y lo había perdido. A partir de entonces, se tomó las cosas con más filosofía y no dio demasiada importancia a las estupideces de Hollywood. No se tomaba las cosas a pecho, pero se las tomaba en serio. Le interesaba el negocio y sabía participar muy bien en el juego, pero había una puerta en su corazón que jamás volvería a abrirse: la que se cerró de golpe cuando recibió la llamada de París. Sin embargo, no era insensible a las bellezas que lo rodeaban y disfrutaba de la compañía de las mujeres con quienes salía. Aun así, siempre había un momento de la verdad cuando regresaba a casa por la noche o cuando ellas se iban al día siguiente, el momento de la soledad y los recuerdos. Por eso se enfrascaba tanto en el trabajo. Era una válvula de escape que le daba muy buen resultado.

—¿Qué has estado haciendo últimamente? —le preguntó a Sabina, mirándola mientras le dirigía una afectuosa sonrisa. Sabina recordaba la tragedia que había en la vida de Melvin, pero de eso hacía mucho tiempo y él no mencionaba jamás a su mujer y a sus hijos, salvo en contadas ocasiones y con amigos muy íntimos. Todo el mundo se conmovió ante aquellas muertes y hubo una ceremonia religiosa en el Stephen Weise Temple de Mulholland a la que asistieron centenares de personas. El entierro no se llevó a cabo porque la compañía aérea no entregó ningún cadáver. No quedó nada. Sólo aire. Y dolor del alma, recuerdos y remordimientos—. Tengo entendido que hiciste una película muy buena el año pasado.

Tenía entendido algo más que eso. Por ejemplo, que fue un fracaso de taquilla a pesar de las favorables críticas. Sin embargo, sabía de lo que era capaz Sabina porque conocía sus películas. Sabía exactamente lo que era y la quería. Más de lo que ella se figuraba. Ni siquiera le hubiera hecho falta comprarse el sombrero, pero a él le gustó el efecto mientras la estudiaba con un centelleo en los ojos. El trabajo era toda su vida. Y había apartado a un lado su terrible desgracia, ya había hecho las paces con ella y no permitía que gobernara su existencia. Su pasión dominante era el trabajo y en eso pensaba ahora precisamente. Manhattan se llamaba la historia y le venía como anillo al dedo a Sabina.

Ésta se echó a reír ante la gentileza del comentario. Sólo Mel hubiera podido expresarse de aquella manera. Era todo un caballero y podía permitirse el lujo de serlo porque estaba en la cima. Era el amo del mundo en el que se movía, y la cadena de televisión le besaba los pies por los éxitos que le reportaba. A su lado, todo el mundo ganaba dinero, las cadenas de televisión, los patrocinadores y los actores. Mel era generoso con todo el mundo y no le apretaba los tornillos a nadie. Era un hombre apetecible en muchos sentidos, y Sabina no pensaba únicamente en su carrera cuando le miró por encima del borde de la copa con una sonrisa en los labios.

—La película fue un fiasco. Un bonito fiasco, pero un fiasco de todos modos.

—Tuviste buenas críticas.

—Ahí está el detalle. Con las buenas críticas no pagas el alquiler. Ni otros gastos. —A veces, sí.

—Cuéntaselo a los que hacen las películas. Ellos quieren grandes éxitos de taquilla. Las críticas les importan un bledo.

Ambos sabían que así era hasta cierto punto.

—Eso es lo que tiene de bueno la televisión —dijo Mel sin cambiar de expresión. Vio que Sabina arqueaba las cejas y comprendió que estaba pisando un campo de minas—. Los índices de aceptación tienen mucha más importancia que las críticas en las películas.

—Los índices de aceptación no significan absolutamente nada, y tú lo sabes tan bien como yo, Mel —contestó Sabina en tono hastiado—. Reflejan tan sólo el sentir de los papanatas que están pegados a los televisores de sus casas. Y vosotros os morís de miedo pensando en los índices de aceptación. A mí dame películas, por malas que sean.

—¿Sigues opinando lo mismo acerca de la televisión? preguntó Mel, pidiendo otra botella de Perder.

—Es una basura.

Los ojos de Sabina se encendieron de furia bajo el ala del sombrero. Aborrecía la televisión y se lo había dicho a Melvin infinidad de veces.

—Pero una basura muy rentable —dijo él sonriendo.

—Tal vez. Pero, gracias a Dios, yo nunca me he prostituido así.

Al verla tan segura de sí misma. Mel empezó a inquietarse. Sin embargo, Sabina aún no conocía el guión de Manhattan. Si lograba convencerla de que lo leyera, todo cambiaría.

—Hay cosas peores, Sabina. Y tú sabes mejor que yo que muchas películas que se hacen no valen siquiera la cinta en que se imprimen. Y no le producen a uno más satisfacción que un papel secundario en una mala producción televisiva.

—Eso es ridículo, Mel —exclamó Sabina, indignada—. No se puede comparar el cine con la televisión.

—Yo sí puedo hacerlo, y probablemente mejor que nadie puesto que trabajo en ambos medios. No hay nada mejor que una buena serie de televisión de muchos capítulos. Eso les produce a los actores más satisfacción que la que debió de sentir Clark Gable cuando hizo Lo que el viento se llevó —ambos sonrieron ante la comparación—. Ésa sí que hubiera sido una buena película para ti, Sabina.

Ella se echó a reír. Siempre se tomaba sus cosas muy en serio, pero Mel la ayudaba a reírse de sí misma. Tenía una habilidad especial para conseguir que la gente se relajara, se sintiera a gusto y se lo pasara bien. Antes del almuerzo, Melvin estuvo pensando mucho en Sabina. Llevaba mucho tiempo en Hollywood y, tras haber intervenido tantos años en aquella actividad, se merecía una recompensa. Eso era lo que Mel Wechsler o, por lo menos, Manhattan le podía ofrecer.

—Pregúntale a cualquier actor que haya participado en una serie larga de televisión qué opina al respecto, Sabina. Te pasas muchas semanas adquiriendo experiencia, forjando tu carácter y mejorando tu actuación. La mitad de los actores que intervienen en estas series se pasa después al campo de la dirección o la redacción de guiones.

—Probablemente, lo hacen por instinto de conservación —dijo Sabina, dirigiéndole una picara sonrisa.

—¿Nadie te ha acusado nunca de ser testaruda? —le preguntó él sonriendo a su vez.

—Sólo mi agente.

—¿Ningún ex marido?

Lo había olvidado, pero lo recordó en seguida al verla sacudir la cabeza. Era un alma solitaria como lo eran muchas de las mujeres del sector. Estaban demasiado ocupadas en sí mismas, en su aspecto y en su trabajo para perder el tiempo con un marido. Si alguna vez se casaban, el fracaso estaba a la vuelta de la esquina. Eso era una de las cosas que le molestó de Sabina cuando la conoció, el hecho de que nunca hubiera estado casada. Tenía preferencia por las mujeres casadas y, a ser posible, con hijos. Llenaban una necesidad suya que él ya no podía llenar por sí mismo. No quería otra familia, no hubiera podido soportar otra pérdida como la primera, pero le encantaban los hijos de los demás.

—Nunca conocí a un hombre con el que sintiera la tentación de quedarme —contestó Sabina con toda sinceridad, a pesar de que nunca solía explicar quién era, adonde iba o qué quería.

La verdad es que estaba muy satisfecha de su estilo de vida.

—Eso no habla demasiado en favor de los hombres que has conocido —dijo Mel, mirándola a los ojos. Cuando regresó el camarero ambos pidieron los platos y, a partir de aquel momento, la conversación tomó un cariz más intrascendente. Mel no tenía ningún plan para el verano. Hacía mucho tiempo que había vendido el rancho de Santa Bárbara y, cuando le apetecía descansar un poco, alquilaba una casa en la playa de Malibú y se pasaba el rato leyendo guiones con toda tranquilidad. Llevaba semanas manteniendo reuniones con los responsables de la cadena televisiva y ahora tenía un asunto muy importante entre manos. Estaba organizando el reparto de la serie Manhattan, un proyecto extremadamente ambicioso—. Y tú, Sabina, ¿no tienes ningún viaje en perspectiva?

La mujer sacudió la cabeza y jugueteó con aire ausente con la ensalada. A Mel le pareció que tenía un aire deliciosamente vulnerable y, por un instante, hubiera deseado gritar «¡Corten!» para inmovilizar aquella imagen para siempre. Sin embargo, todo se desvaneció en cuanto ella le dirigió una mirada con una sonrisa y se encogió de hombros.

—Tengo que ir a San Francisco unos días. Por lo demás, me quedaré aquí todo el verano.

A Melvin le constaba que no tenía ningún trabajo ni lo había tenido desde que finalizara el rodaje de su película del año anterior. Se preguntó si estaría dolida por el hecho de no haber conseguido triunfar. A lo mejor, se daba por satisfecha con lo que tenía, aunque eso era un poco difícil de creer tratándose de una mujer como Sabina. Confiaba en que estuviera un poco apurada.

Esperó a que les sirvieran el café y entonces le planteó diplomáticamente el asunto.

—Quería proponerte que leyeras un guión.

Los ojos de Sabina se iluminaron. Ya se imaginaba que iba a ser algo así. O eso, o salir otra vez con ella. También hubiera estado abierta a esta posibilidad. En realidad, le hubiera gustado mucho y no estaba muy segura de cuál de ambas cosas hubiera preferido. Mel no producía últimamente muchas películas y, por consiguiente, era muy halagador que pensara en ella. Necesitaba trabajar y probablemente él lo sabía. Hollywood era una ciudad muy pequeña y lo que no se sabía, se sospechaba, imaginaba o comentaba en susurros. Era una ciudad llena de chismorreos, rumores y secretos mal guardados.

—Me encantaría. Deduzco que estás preparando tu próxima película.

—No exactamente —de nada hubiera servido mentirle. Mel llevaba el guión en una cartera colocada bajo su silla y quería entregárselo después del almuerzo en caso de que ella accediera a leerlo—. Estoy preparando una nueva serie.

—Entonces me quedo fuera —dijo Sabina, cerrando sus verdes ojos.

—Confiaba en que, por lo menos, quisieras leerlo, Sabina. Eso no te causaría ningún perjuicio.

Su voz era suave y seductora y, sentada a su lado tomando café, Sabina se sintió irresistiblemente atraída por él.

—Eres un hombre muy convincente, pero perdería el tiempo y te lo haría perder a ti.

Trataba de ser educada, pero estaba clarísimo que no le interesaba la serie.

—Puedo esperar —dijo Melvin. Hubiera deseado añadir: «Y tú también», pero no lo hizo—. ¿Cuánto se tarda en leer un guión? Y, si es tan bueno como yo pienso, no creo que te arrepientas.

Sabina sacudió la cabeza con expresión divertida.

—Por ti haría casi cualquier cosa, Mel, pero eso no quiero hacerlo. Sé lo que te propones. Quieres que me enamore del guión, pero eso no sería posible.

—¿Y si lo fuera?

—Seguiría sin querer hacerlo.

—¿Por qué?

—Te parecerá una locura tal vez, pero supongo que por una cuestión de principios. No quiero hacer televisión.

—No tienes en cuenta tus intereses de actriz, Sabina. No hubiese querido verte si no supiera que el papel es adecuado para ti. El personaje se te parece tanto que ni hecho a medida. Cuando te veo, veo a Eloise Martin. La serie se llamará Manhattan, pero no es un serial cualquiera. Es una producción importante y muy cara. Causará enorme impacto en todo el sector televisivo norteamericano y sé que el papel te va ni pintado. Hubiera podido llamar a tu agente en lugar de invitarte hoy a almorzar. Hubiera podido hablarle de dólares y contratos, pero no he querido hacerlo. Deseo que te enamores de esta mujer y veas lo mucho que se te parece... Después ya hablaremos de lo demás. Comprendo tu integridad, créeme, pero también veo otra cosa. Veo la situación a largo plazo y lo que eso podría representar para ti y para tu carrera. Dentro de un año, podrías ser el nombre más cotizado de este país. Aunque ahora parezca un poco difícil imaginarlo, sé que la serie causará sensación. No me he equivocado mucho en los últimos años, y toco madera —Mel golpeó la mesa con los nudillos y miró sonriendo a Sabina—. Sé que esta vez tampoco me voy a equivocar. Tengo mucho empeño en que leas el guión. Eso te podría colocar en la cima de tu carrera y tú lo mereces, Sabina.

Aunque parecía sincero, ella no estaba demasiado convencida.

—¿Y si fuera un fracaso?

—No lo será, pero, aunque lo fuera, no sería peor que el de tu última película. ¿Y qué? Eres una superviviente, seguirías adelante. Como todos nosotros. Pero no será un fracaso, Sabina. Será un éxito que dejará al país boquiabierto de asombro. Es un tema dramático, duro y brillante, sin ñoñerías ni comicidades absurdas. Una vez a la semana, te podrían contemplar sesenta millones de personas, Sabina. Y te contemplarían embobados. Tu vida ya nunca volvería a ser igual. Estoy tan seguro de ello como de que estoy sentado aquí contigo.

Hablaba tan convencido que, por un instante, Sabina estuvo tentada de leer el guión para ver qué era aquello tan excepcional de que hablaba Melvin. En realidad, no tenía otra cosa que hacer como no fuera tenderse en la terraza, bajar a la piscina y esperar que sonara el teléfono. ¿Qué perdería con leerlo? De repente, se echó a reír.

—No me extraña que tengas tanto éxito, Mel, porque eres un vendedor de primera.

—En eso no tendré siquiera necesidad de ejercitar mis dotes, Sabina. Comprenderás lo que quiero decir cuando lo leas. Manhattan eres tú desde el principio hasta el final.

—¿Estás haciendo una serie piloto?

—No me halagas mucho, querida —contestó él, echándose a reír—. Ni siquiera la cadena es tan cruel conmigo. No, no es una serie piloto —su éxito se daba por descontado y nadie le hubiera propuesto jamás hacer tal cosa a Mel Wechsler—. La noche del estreno empezaremos con un capítulo especial de tres horas y después seguiremos con capítulos semanales de sesenta minutos. Pretendemos que el comienzo sea espectacular.

—Puede que lo lea. Pero no te hagas ilusiones, Mel. Sigo pensando lo mismo con respecto a la televisión.

—De acuerdo —dijo Melvin, inclinándose para sacar de la cartera el guión del capítulo especial de tres horas—. Me parece perfecto. Pero te estaría muy agradecido si lo leyeras —«agradecido»: una palabra muy propia de Mel. Él estaba agradecido y ella, encantada. Y ambos lo sabían—. Me interesa conocer tu opinión. Ambos hemos leído muchos guiones y tenemos buen olfato.

Melvin hablaba generosamente en plural. Sabina se percató súbitamente de lo hábil que era en su trato con las personas. Aquel hombre era un genio y ella se lo pasaba muy bien a su lado. Le gustaría mucho que volviera a llamarla. Por lo menos, si leyera el guión, tendría un pretexto para volver a verle.

—No quiero tentarte y, además, probablemente no te importa, pero el vestuario se lo hemos encargado a François Brac, de París. La actriz que interprete a Eloise Martin pasará un mes en París para hacer las pruebas en su casa y luego se quedará con los modelos.

Sabina no pudo evitar que le brillaran los ojos. La oferta era muy sugestiva, eso sin contar con el dinero. Podría resolver sus problemas durante mucho tiempo. Tal vez incluso para siempre.

—No me tientes, Mel —dijo riéndose mientras Melvin ya empezaba a saborear de antemano la previsible victoria.

El solo hecho de estar con ella constituía un placer. Sabina era muy atractiva y por eso la quería para su serie. Siempre lo creyó así. Por un instante, tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que la quería para la serie y no para su disfrute personal.

—Te podría tentar muchísimo más, Sabina. Pero, primero, quiero que leas el guión —le dijo en aquel tono burlón en el que ella era asimismo tan experta.

—Y yo que he venido aquí pensando que era el amor de tu vida —replicó Sabina, acariciándole con los ojos.

—Ha sido un placer volver a verte, Sabina —contestó Mel, tras un prolongado silencio. Aunque no le gustara el guión y aunque no cambiara de postura con respecto a la televisión, Sabina también se alegraba mucho de verle—. Llámame cuando lo hayas leído.

—Lo haré.

Melvin anotó el número particular de la actriz en una tarjeta y le pidió la cuenta al camarero.

—Por cierto, ¿a qué otros actores han enrolado en el proyecto?

—A ninguno —contestó él, mirándola directamente a los ojos—. Tengo que empezar por el papel más importante antes de poder tratar con los demás. Pero yo he pensado en unos cuantos. A Zack Taylor le iría muy bien el papel del protagonista principal, y quizá le guste mucho. Ahora está libre. Se encuentra en Grecia en estos momentos, pero hablaré con él dentro de unas semanas, cuando regrese.

A Sabina se le iluminaron los ojos. Zack Taylor era uno de los actores más apuestos y cotizados del país. Había hecho de todo, desde teatro, cine, televisión. Precisamente, uno de sus mayores éxitos lo alcanzó en Broadway. No cabía duda de que sería una buena pareja, y eso a Sabina le interesaba mucho.

—Tú nunca haces las cosas a medias, ¿verdad, Mel?

—Jamás.

Melvin se levantó sonriendo y la guió hábilmente por entre las mesas hasta salir a North Canon Drive. Había una tienda de ropa infantil al lado, pero él nunca miraba estas cosas ahora. No tenía ningún motivo para hacerlo. Se concentró en Sabina.

—Me ha encantado volver a verte —le dijo—, y no sólo por eso —añadió, señalando el guión que ella sostenía en la mano. Su Mercedes 600 le esperaba junto al bordillo, conducido por un chófer que llevaba muchos años a su servicio. Era un vehículo caro, importante y discreto como el propio Mel. Y con su mismo estilo—. Llámame, Sabina.

Ésta se lo quedó mirando ensimismada, olvidándose por completo del guión de Manhattan. Sólo podía pensar en Mel y en cuan atractivo era. Le hubiera gustado conocerle mejor.

—Te llamaré —contestó.

Él se ofreció a acompañarla a casa, pero Sabina rechazó el ofrecimiento con una sonrisa seductora que encendió el deseo del hombre. Aquella mezcla de sensualidad y discreción le volvía loco y le hacía experimentar el impulso de arrancarle la ropa a Sabina para ver qué había debajo. Sospechaba que debía de ser algo extraordinario.

Ella le saludó con una mano y se encaminó hacia Rodeo Drive mientras el vehículo se apartaba del bordillo y doblaba rápidamente una esquina. Melvin se pasó toda la tarde pensando en ella. Ya no estaba muy seguro de lo que quería de Sabina. No sabía si la quería para la serie, para sí mismo o para ambas cosas. Sólo sabía que no podía dejar de pensar en aquella mujer.