La casa de Pasadena era una blanca construcción en forma de L con tejas de madera y chimenea de piedra a ambos extremos, rosales formando pulcras hileras ante la fachada y una vasta extensión de verde césped que conducía a una enorme piscina rectangular llena de bulliciosos muchachos. Jugaban al voleibol, llamándose jubilosamente a gritos unos a otros e insultándose sin mala intención, mientras una mujer con un cuerpo capaz de parar el tráfico tomaba el sol llevando un bikini negro con un gran sombrero de paja sobre el rostro y un montón de toallas a su lado. Tenía un busto exuberante que sobresalía del sujetador del bikini, una fina cintura, unas redondas y sensuales caderas y unas largas y bien torneadas piernas. Poseía el cuerpo de una reina de la belleza, cosa que efectivamente había sido poco después de su llegada de Buffalo hacía casi dos décadas. Jane Adams tenía treinta y nueve años y su cuerpo no mostraba la menor huella de haber tenido tres hijos.
Abrió uno de sus grandes ojos azules y atisbo por debajo del sombrero para cerciorarse de que los chicos estaban bien. Después siguió dormitando al sol. No llevaba ninguna joya, exceptuando una alianza de matrimonio y unos zarcillos de oro, y, sin embargo, la casa producía una impresión de opulencia y, en el garaje, había una rubia de la marca Mercedes, y un Volvo para la criada y los niños. Su marido se había ido al trabajo en un sedán Mercedes. La piscina era enorme.
—¡Allá va, chicos...! ¡Vamos!
La pelota salió volando de la piscina y aterrizó junto a su tumbona. Con gracia casi infantil, Jane se levantó de un salto y se ajustó el sujetador del bikini con una mano mientras corría tras la pelota y los chicos de la piscina se la quedaban mirando embobados. Su hijo se enfureció con ellos. Siempre le molestaba que sus amigos la miraran de aquella manera. Menos mal que, generalmente, iba muy tapada. No tenía mucha afición a los escotes y a los cortes en las faldas. Prefería las prendas deportivas y muy a menudo calzaba alpargatas. No parecía percatarse del efecto que ejercía en los demás. Si se prescindía del cuerpo, su rostro no llamaba especialmente la atención. Era una pecosa pelirroja de grandes e inocentes ojos azules.
—¿Os apetece almorzar? —les preguntó a los chicos mientras les devolvía la pelota.
Ellos se enzarzaron de nuevo en el juego sin contestarle. Siempre les preparaba bocadillos y tenía el frigorífico lleno de botellas de gaseosa y helados. Tras dieciocho años dedicada al oficio de madre, conocía muy bien los gustos de sus hijos. En otoño, Jason iniciaría sus estudios en la Universidad de California, en Santa Bárbara, y, aquel año, las dos niñas frecuentarían la escuela superior. Alyssa empezaría primer año y Alexandra pasaría al segundo ciclo. Deseaba tener su propio automóvil. El Volvo le parecía demasiado grande y anticuado; quería algo más llamativo, como el coche que Jack Adams le regaló a su hijo el mes pasado al cumplir los dieciocho años. Jason utilizaría un Triumph para trasladarse a Santa Bárbara, en septiembre. A Alexandra le parecía un automóvil precioso. Jane sonrió para sus adentros y volvió a tenderse al sol. Eran unos típicos adolescentes, muy distintos a como era ella en su juventud allá en Buffalo. Pasaba mucho frío cuando iba a la escuela superior hasta que, a los dieciséis años, se largó a Nueva York. La gran ciudad le daba miedo y sólo trabajó allí el tiempo suficiente como para ganar el dinero que necesitaba para trasladarse a Los Ángeles. Los Ángeles..., Hollywood..., la tierra de sus sueños... Nada más llegar, ganó su primera corona de reina de la belleza. Tenía diecisiete años. Más tarde, trabajó como modelo y fue camarera en distintas hamburgueserías hasta que, al final, le ofrecieron un papelito en una película de terror. Sabía emitir unos gritos escalofriantes y se ganaba bastante bien la vida cuando conoció a Jack Adams, un típico norteamericano de quien se enamoró perdidamente. Jack tenía veintitrés años, había estudiado en la Universidad de Stanford y trabajaba en la agencia de cambio y bolsa de su padre. Era el hombre más guapo que jamás hubiera visto. Jack la presentó a su familia al cuarto día de salir con ella y la instruyó sobre cómo vestirse y comportarse. Aquello era mucho mejor que actuar en películas de terror, y mucho más divertido, por supuesto. Los padres de Jack vivían en una preciosa casa de ladrillo en Orange Grove. Jane se sorprendía de que Jack fuera tan serio y formal a su edad. Era el hombre más maravilloso y encantador que jamás hubiera conocido, pero, al final, él empezó a insistir en que abandonara su carrera de actriz. No le gustaban ni su casa ni sus amigos ni las películas que hacía. Lo único que le gustaba era su forma de hacer el amor. Jamás había conocido a nadie como Jane y sabía que no podría dejarla por mucho que se empeñaran sus padres en hacerle cambiar de opinión. La consideraban una ramera y su madre llegó incluso a llamarla puta, aunque sólo una vez. Jack consiguió convencerla de que dejara su trabajo. No adoptaba con él ninguna precaución cuando hacían el amor y, a los veintiún años todavía no cumplidos, se quedó embarazada. Jack no quiso ni oír hablar del aborto, aunque ella ya conocía el nombre de una mujer de Tijuana. Aquella misma noche, Jack le propuso matrimonio y, dos semanas más tarde, ambos se casaron en una iglesita próxima al domicilio de los padres de Jack. Fue el final de las películas de terror y de la incipiente carrera cinematográfica de Jane, convertida de la noche a la mañana en la señora de John Walton Adams III. A los seis meses, nació Jason, un precioso chiquillo pelirrojo como su madre. Era un niño tan encantador y Jack era tan bueno con ella que Jane no echaba de menos el mundo que había dejado a sus espaldas. En el transcurso de sus primeros cinco años de matrimonio, apenas tuvo tiempo de recordarlo. Alexandra nació cuando Jason contaba dos años y Alyssa dos años después. Alexandra se parecía a Jack, y Alyssa no se parecía a nadie como no fuera tal vez a una tía lejana, en opinión de la madre de Jack. Formaban una familia perfecta y Jane se sentía muy a gusto cuidando de ella. Los niños la mantenían ocupada todo el día y Jack ocupaba todas sus noches. Jamás se cansaba de ella. La anhelaba día y noche y, a veces ambos hacían el amor en el cuarto de baño mientras los niños cenaban o miraban la televisión por la noche. Lo hacían todas las noches, aunque ella estuviera muerta de cansancio tras pasarse todo el día bregando con los niños. Algunas veces, Jane lamentaba no tener ni un solo momento libre, aunque, en realidad, no le importaba. Quería ser una esposa y madre modelo y tener contento y satisfecho a todo el mundo. Raras veces pensaba en sí misma. Se alegraba de haber llegado tan lejos desde sus orígenes en Buffalo y estaba encantada de ser la señora de Adams. Era el mejor papel de su vida. Sólo cuando los niños fueron a la escuela, empezó a sentir añoranza por lo que había dejado. Tenía veintisiete años y era exactamente la misma que hacía diez, sobre todo, cuando se bañaba desnuda en la piscina. Jack la contemplaba allí por las noches y, al poco rato, apagaba las luces y se zambullía con ella. Jane no tenía que temer entonces que los niños la vieran. No tenía que preocuparse por nada. Él se encargaba de todo, de las facturas, de su vida, de quién tenía que ver y de cómo tenía que vestirse y comportarse. La moldeó a su gusto, pero jamás consiguió hacerle olvidar su antiguo trabajo. Cuando Jane hablaba con nostalgia de la posibilidad de volver, Jack no quería saber nada del asunto.
—Tú ya no perteneces a este ambiente. Jamás fue tu mundo —decía Jack en tono despectivo—. Está lleno de rameras y vividores.
A Jane no le gustaba oírle hablar así. Le encantaba el mundo de Hollywood y echaba de menos a algunos de sus amigos, pero su esposo jamás le permitía verlos. Todas sus antiguas compañeras de apartamento se habían ido a otros lugares. Un día en que la sorprendió escribiendo una tarjeta de Navidad a su antiguo agente, Jack se la arrebató de las manos y la arrojó a la papelera.
—Olvida estas cosas, Jane. Todo eso terminó hace tiempo.
Deseaba con toda su alma que así fuera. Quería que se olvidara de todo, incluso de los papeles que más le habían gustado, de sus amigos y de sus sueños. Alyssa tenía apenas tres años cuando un hombre le entregó a Jane una tarjeta en el supermercado. Era un buscador de talentos y Jane creyó haber regresado a sus primeros tiempos en Hollywood. El hombre la invitó a acudir a su despacho para someterse a una prueba cinematográfica y ella se echó a reír, halagada por su interés. Sin embargo, no le llamó y, al final, rompió la tarjeta. Aquel hecho despertó sus dormidos anhelos. Un día llamó a su antiguo agente «simplemente para decirle hola» y él le suplicó que volviera y le aseguró que podría encontrarle trabajo. Seis meses más tarde, fue a saludarle a su despacho un día en que salió de compras. Él la abrazó y le pidió permiso para tomarle unas fotografías. Unos días más tarde. Jane le envió unas instantáneas y, a los cuatro meses, se presentó la gran ocasión. El agente tenía un papel para ella. En una serie de televisión. Le iría que ni pintado. Jane lo rechazó, pero el agente le suplicó que hiciera una prueba en recuerdo de los viejos tiempos y del duro esfuerzo de hacía diez años. Aquella noche, en la cama, pensó que ojalá pudiera hacerlo, pero no sabía cómo decírselo a Jack, no sabía cómo explicarle el vacío y la soledad que sentía cuando los niños estaban en la escuela. Sin embargo, él sólo quería hacer el amor. Ni siquiera la escuchaba. Jamás hablaba con ella y, y al cabo de diez años de matrimonio, la seguía deseando tanto como al principio. Sus amigas se quejaban de que sus maridos jamás les prestaban la menor atención. En cambio, Jack era insaciable y le hacía en voz baja atrevidas alusiones en presencia de los niños. Pero no conocía los secretos deseos de su corazón. Su agente los conocía muy bien. Los leyó en sus ojos el día en que ella acudió a saludarle a su despacho y decidió no dejarla escapar. Jane podía vender algo más que su atractivo físico. Combinaba el atractivo sexual con un aire maternal, era una especie de Marilyn Monroe con hijos y gustaba por igual tanto a las mujeres como a los hombres. Su simpatía atraía a la gente tan irresistiblemente como atraen los ositos de peluche a los niños. Y menudo osito era ella. Hubiera sido una lástima que se desperdiciaran tantas cualidades.
Al final, Jane decidió presentarse a la prueba, un caluroso día de junio. Insistió en llevar una peluca negra que se había comprado. Cuando Lou la vio, lanzó un silbido y después estalló en una alegre carcajada.
Parecía una Gina Lollobrigida más joven. Y, como era de esperar, le dieron el papel. Ni siquiera le discutieron la peluca negra. Querían que empezara a trabajar de inmediato.
—Y ahora, ¿qué voy a hacer? —le dijo a Lou entre sollozos.
—Pues, volver a trabajar, ni más ni menos —contestó él, orgulloso de haberle conseguido un papel.
Sabía que podría hacer grandes cosas con ella, siempre y cuando lograra apartarla de aquel pelmazo con quien estaba casada.
—¿Y qué le digo a Jack?
—Que quieres volver a trabajar.
Pero eso no era tan fácil. Jane se pasó varias semanas sin poder dormir por las noches y, al final, rechazó el papel. No había modo de explicárselo a Jack que no la escuchaba. Se limitaba a hacerle el amor y, cada vez que Jane intentaba decirle algo, la acallaba con sus besos. Era su manera de no escucharla. Sólo quería acostarse con ella, satisfacer las necesidades de sus hijos e invitar a sus clientes a cenar. Sin embargo, el productor de la serie pensó que quería hacerse de rogar. Duplicaron la cantidad de dinero que le ofrecían y Lou la llamaba cinco veces al día. Jane temía que Jack contestara al teléfono. Una vez que lo hizo, Lou tuvo la prudencia de decir que se había equivocado de número. Al final, Jane se dio por vencida, se guardó la peluca negra en el bolso y se fue a los estudios de Burbank para hablar con ellos. Aquella tarde, firmó los contratos, muerta de miedo al pensar en lo que diría Jack cuando se enterara. Le había dicho más de una vez que, como volviera a actuar, la echaría de casa. Y ella le creía muy capaz de hacerlo. Decía que se quedaría con los niños, con la casa y con todo. Lo único que a ella le importaba eran los niños... y el trabajo. Lo peor de todo fue que se enamoró de su papel en la serie. Se ponía la peluca negra para interpretar a Marcia en Angustias secretas. Trabajaba todos los días de diez de la mañana a cuatro y media de la tarde y regresaba a casa con tiempo para escuchar lo que sus hijos habían hecho durante el día. Preparaba la cena por la noche y acompañaba a sus hijos a la escuela antes de irse a su trabajo. Todo el mundo, incluido Jack creía que trabajaba como voluntaria en un hospital. Hasta se inventaba historias acerca de lo que hacía. El «hospital» era toda su vida. Le gustaba la gente de allí, la atmósfera, la emoción. Todos estaban locos por ella. Trabajaba con el nombre de Janet Gole, el que tenía en Buffalo antes de trasladarse a Hollywood. Evitaba la publicidad y, aunque la serie alcanzaba cada año los máximos índices de aceptación, ninguno de sus conocidos se había percatado de lo mucho que se parecía a la Janet Gole de Angustias secretas. Los capítulos de la serie se representaban diariamente en directo al mediodía y Jane se sentía inmensamente feliz. Le ofrecieron otras oportunidades de trabajo, pero las rechazó. No podía permitirse el lujo de perder el anonimato y sabía que, en otros programas, le sería imposible conservarlo. No todo el mundo hubiera estado dispuesto a tolerar su aversión a la prensa, las entrevistas y la publicidad. Trabajó durante diez años en Angustias secretas. Incluso pagaba los impuestos bajo el nombre de Janet Gole y tenía un número distinto de la seguridad social para que Jack no pudiera enterarse. Nadie sabía nada. Era un secreto muy bien guardado.
Hasta que un día sonó el teléfono mientras se encontraba tomando el sol junto a la piscina, viendo jugar a los chicos al voleibol. Acababa de tenderse de nuevo en la tumbona, tras haberles lanzado la pelota, cuando oyó el teléfono. La serie se había tomado un descanso de dos meses, lo cual le iría de maravilla. Podría pasar más tiempo con los chicos y tenía pensado irse dos semanas a La Jolla como cada año. Entró en la casa y se puso al teléfono.
—Hola, preciosa.
Era Lou. La llamaba a menudo, a veces simplemente para decirle hola. La cuidaba con esmero. Tenía sesenta años y siempre había sido muy bueno con ella. Jane le respetaba y Lou respetaba su «locura» al ocultarle su trabajo a Jack. Procuraba andarse con mucho tiento para no estropearle la carrera. Cosa que, de todos modos, acababa de hacer el nuevo director de la serie.
—Hola, Lou.
—¿Qué tal las vacaciones?
Jane pensó que su tono de voz era un poco raro. Debía de estar agobiado de trabajo, con sus astros y su ejército de actores en paro, acosándole día y noche.
—Nunca viene mal un descanso. Me da la oportunidad de estar más tiempo con los chicos —Jane y su familia. No sabía hablar de otra cosa. Menos mal que no concedía entrevistas, pensó Lou. Con el cuerpo que tenía, nadie hubiera creído que hablaba en serio—. ¿Ocurre algo?
Lou guardó silencio, buscando las palabras más adecuadas. Sabía que le iba a hacer mucho daño, pero tenía que decírselo antes de que se enterara en el mismo plató.
—Nada de particular —contestó al final, decidiendo no andarse con inútiles rodeos—. Van a rescindirte el contrato cuando termine el descanso.
—¿Cómo? —era una broma. Tenía que serlo. Jane se puso pálida como la cera y sus grandes ojos azules se llenaron de lágrimas—. ¿Hablas en serio?
—Me temo que sí. El nuevo director quiere dar una nueva imagen a la serie. Va a eliminar a cuatro de vosotros en un accidente de tráfico, el primer día. Te pagarán una elevada suma de dinero, ya me he encargado yo de que así sea, pero, según parece...
No hizo falta que dijera más. Jane se echó a llorar en silencio. Era la peor noticia que jamás hubiera recibido. Angustias secretas era toda su vida, aparte de Jack y los niños. Llevaba casi once años en la serie.
—Han sido diez años de mi vida, y ahora este tipo... —era algo muy frecuente en aquellas series en directo, pero Jane estaba destrozada. Se sentía allí como en familia—. Por favor, ¿no podrías hacerle cambiar de idea?
—Lo he intentado todo —dijo Lou. Pero no le explicó que iban a incluir en la serie a otra chica y a tres homosexuales amigos del director. No era necesario. Lo único que le importaba a Jane era la rescisión del contrato—. Quieren que vuelvas el primer día y sanseacabó.
—¡Dios mío! —exclamó Jane, llorando sin recato sentada junto a la mesa de la cocina.
En aquel momento, entró su hija mayor y la miró asombrada.
—¿Ocurre algo, mamá?
Jane sacudió la cabeza, sonriendo entre lágrimas mientras Alexandra se encogía de hombros, sacando un Seven-Up de la nevera antes de salir al jardín para reunirse de nuevo con sus amigos.
—No puedo creerlo —dijo Jane con la voz entrecortada.
—Ni yo. Creo personalmente que este hombre es un imbécil, pero no hay nada que hacer. Están en su derecho y creo que puedes estar contenta de haber trabajado diez años en la serie.
Sí, pero ahora, ¿qué? Sabía que no podría encontrar nada igual. En ninguna otra serie le permitirían conservar el anonimato. Y ésa era la condición imprescindible para que Jack no se enterara.
—Es como si se hubiera muerto alguien —dijo sonriendo con tristeza—. Yo, supongo.
—Que se vayan al infierno, ya te buscaremos otro papel.
—No puedo hacer otro papel —dijo Jane entre sollozos—, tú lo sabes. Ese me venía al pelo.
—Pues te encontraremos otra serie diurna en la que se necesite a una bomba sexual con peluca negra —Jane tenía por lo menos doce pelucas de distintas longitudes y estilos—. No sé qué decirte, nena. Lo siento de veras.
Y era cierto. Lou no podía soportar verla sufrir. No se merecía aquel cochino trato.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó Jane, sonándose la nariz con una toalla de papel que había junto al fregadero mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—Aceptar la situación con elegancia. No puedes hacer nada más. Ve a trabajar un día y despídete de ellos —Lou sabía que la escena iba a ser dramática. Mientras hablaba con ella, el agente hizo una anotación en su calendario. Aquel día quería enviarle un ramo de flores con carácter anónimo, tal como había hecho otras veces—. Ya me encargaré de buscarte otro trabajo.
—No puedo hacer otro trabajo, Lou.
—No estés tan segura. Déjalo de mi cuenta. Te llamaré dentro de un par de días.
Jane colgó el teléfono y volvió a sonarse la nariz, sintiéndose completamente deshecha. Precisamente en aquel momento, entraron en la cocina Jason, Alexandra y Alyssa, acompañados de sus amigos. Once chicos en total.
—¿Qué hay para almorzar? —preguntó Jason sin ver en los ojos de su madre la menor huella de las recientes lágrimas.
Se parecía enormemente a Jack, al igual que Alexandra, aunque ambos eran pelirrojos como su madre.
Volviéndose de espaldas para que no pudieran verle la cara, Jane sacó del frigorífico la bandeja de bocadillos que les había preparado. Los había de jamón, pavo, salchichón y otras muchas combinaciones. Los chicos los tomaron junto con tres cajas de seis botellas de coca-cola y salieron de nuevo al jardín. Jane volvió a sentarse exhalando un suspiro. Todo había terminado. Al final, Jack se había salido con la suya sin saberlo tan siquiera. De repente, oyó el rumor de un automóvil en la calzada particular y, al mirar por la ventana, vio detenerse el plateado Mercedes de su marido. Jack descendió del mismo con ágil movimiento. Parecía muy joven. A sus cuarenta y tres años, se le veía atlético y en buena forma, pero en su boca y en sus ojos había una extraña dureza y frialdad. Era guapo, pero le faltaba calor. Entró en la cocina sin ver la aflicción que reflejaban los ojos de su esposa. En realidad, casi nunca la miraba.
—Hola, cariño, ¿qué te trae a casa? —le preguntó Jane mientras el abría la nevera para sacar una cerveza.
—Tenía una reunión cerca y pensé venir a casa a almorzar —Jack se aflojó la corbata y tomó un sorbo directamente de la lata. Después dejó la chaqueta en una silla y Jane vio el perfil de sus músculos bajo la camisa. Jugaba al tenis casi todos los días al volver a casa. Él y Jason eran mortíferos en la pista. Jane jugaba mal y casi nunca jugaba con ellos—. ¿Hoy no trabajas en el hospital?
—Tengo libre el verano, ¿no lo recuerdas?
—Ah, sí, es verdad. Lo había olvidado —dijo Jack, sonriendo por primera vez. Contempló su exuberante cuerpo y pareció perder el interés por todo lo demás—. ¿Has estado en la piscina?
Les proporcionaba toda clase de comodidades. Piscina, automóviles, costosas prendas para ella y los chicos, una casa alquilada en La Jolla cada año, vacaciones en las Hawai por Navidad y un sinfín de lujos. Y, sin embargo, a Jane le parecía que siempre se reservaba algo. Se mostraba distante y jamás hablaba con ella.
—Vigilaba a los chicos.
Las conversaciones entre ambos eran siempre intrascendentes. Él no le hablaba casi nunca de su trabajo ni de sus amigos.
—¿Me has comprado las cosas que necesito para La Jolla?
Le había entregado una lista completa de todos los accesorios de pesca que deseaba cambiar.
—No he tenido tiempo. Lo haré esta tarde.
De repente, el mundo pareció detenerse. Jack se acercó a ella e introdujo dos dedos en la parte anterior de la braguita elástica del bikini de Jane. Ésta no dijo nada.
—¿Tienes tiempo para otra cosita? —era una pregunta retórica. Ella jamás le respondía que no. Jack dejó la cerveza y empezó a sobarle el cuerpo. Su boca se aplastó sobre la suya—. ¿Te apetece hacer el amor?
Al cabo de veinte años, Jane ya estaba acostumbrada a su brutalidad y falta de tacto. Al principio, era más considerado y atento. Sin embargo, poco a poco empezó a cambiar y, a veces, parecía dominado por una furia obsesiva. Ocurrió incluso cuando ella estaba embarazada, pero no se atrevió a decirle al médico lo que hacían. Ahora la estrechó con fuerza y dijo con una sonrisa lasciva:
—Me alegro de haber venido a casa. Eso es mejor que almorzar por ahí.
Jane se echó a reír, pero sus ojos estaban tristes. Jack la asió por un brazo y rodeó con ella el plano inferior del salón en forma de L. El dormitorio se encontraba en el extremo más alejado de la casa y Jane se preguntaba a veces si su marido no lo habría colocado allí a propósito para que los chicos no oyeran los ruidos que hacía. Cerró la puerta a su espalda y corrió el pestillo. Nunca se molestaba en bajar las persianas, aunque los chicos no podían verlos desde la piscina. La empujó sin miramientos al suelo y le quitó el bikini. Él se limitó a bajarse la cremallera de la bragueta y la penetró sin ningún preámbulo, mientras la sobaba por todas partes con sus manos. A veces, le hacía daño. En esta ocasión la acarició con suavidad hasta conseguir excitarla y, por fin, la penetró por segunda y definitiva vez, emitiendo un grito seguido de un prolongado lamento quejumbroso. Después esbozó una sonrisa de satisfacción y le acarició el pecho sin ver las lágrimas que rodaban lentamente por las mejillas de su esposa.