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Indiana, 1200 antes de Cristo

Unas tres semanas después de la guerra para acabar con todas las guerras (sin coñas), uso mi viejo medallón para TCearme al otro lado del mundo. Le había prometido a Nightenhelser que volvería por él y me gusta cumplir mis promesas si puedo.

Me había marchado en plena noche según el horario de Ilión-Olimpo, tras salir de una reunión en una de las nuevas tiendas a prueba de bombas donde Aquiles se reúne ahora con sus capitanes supervivientes. Me TCeé por capricho, sabiendo que toda la teleportación cuántica personal será pronto un recuerdo, y es una sorpresa cuando aparezco en una colina boscosa en una mañana soleada, en la Norteamérica prehistórica. No hay mucha hierba alrededor de Ilión hoy en día y ninguna en las ensangrentadas llanuras de Marte.

Bajo la colina hasta el arroyo, luego cruzo el río hasta el bosque, parpadeando ante la luz y el relativo silencio que hay aquí. No hay explosiones, ni gritos de hombres moribundos, ni dioses teleportándose en medio de la violencia de hombres y caballos que chillan. Durante un minuto me preocupa que pueda haber indios por aquí, pero luego me río yo solo. No llevo una armadura de impacto ya, ni tengo un mágico Casco de Hades ni un brazalete morfeador, pero la armadura de bronce y duraplast que llevo puesta ha sido probada. Y sé cómo usar la espada que llevo al cinto y el arco que llevo ahora al hombro. Naturalmente, si me encuentro a Patroclo, y si ha conseguido armarse, y si me guarda rencor (¿y cuál de estos puñeteros héroes aqueos no lo guarda?), no apostaría mucho dinero a mis posibilidades.

A la mierda. Como le gusta decir a Aquiles, o tal vez sea al centurión líder Mep Ahoo: «Sin valor, no hay gloria.»

—¡Nightenhelser! —le grito al bosque—. ¡Keith!

A pesar de todos mis gritos, tardo una hora en encontrarlo, y lo hago sólo porque me topo con el poblado indio que hay en un claro a cosa de un kilómetro de donde he TCeado. No hay tipis en este poblado, sólo burdas chozas hechas con ramas dobladas, hojas y lo que parece ser barro. Una hoguera arde en el centro de la aldea compuesta por seis wigwams. De repente los perros empiezan a ladrar, las mujeres gritan y se llevan a los niños, y seis indios me apuntan con sus arcos y flechas.

Yo empuño mi hermoso arco de cedro, fabricado por artesanos de la lejana Argos, cargo una hermosa flecha hecha a mano con un movimiento fluido y bien practicado y les apunto, dispuesto a abatirlos disparándoles al hígado mientras sus palos mal afilados rebotan en mi armadura. A menos que me den en la cara o en el ojo. O en la garganta. O…

El ex escólico Nightenhelser, vestido con las mismas pieles de animales que los delgados guerreros indios, se interpone entre nosotros y grita a los hombres unas sílabas. Los indios parecen hoscos pero bajan sus arcos. Yo bajo el mío.

Nightenhelser se encara conmigo.

—Maldita sea, Hockenberry, ¿qué crees que estás haciendo?

—¿Rescatarte?

—No te muevas —ordena. Ladra más extrañas sílabas a los hombres y luego les dice en griego clásico—: Y por favor, esperadme antes de servir el perro asado. Vuelvo dentro de un minuto.

Me agarra por el codo y me lleva de vuelta al arroyo, lejos de la aldea.

—¿Griego? —digo—. ¿Perro asado?

Él sólo responde a la primera parte de la pregunta.

—Su lenguaje es primitivo, me cuesta trabajo aprenderlo. Me resulta más fácil enseñarles griego.

Me río entonces, sobre todo porque imagino a los arqueólogos de dentro de cuatro o cinco mil años, cuando excaven en esta aldea prehistórica de nativos americanos en Indiana y encuentren fragmentos de vasijas con imágenes griegas de la guerra de Troya.

—¿Qué? —dice Nightenhelser.

—Nada.

Nos sentamos en unos peñascos bastante incómodos al otro lado del arroyo y hablamos durante unos minutos.

—¿Cómo va la guerra? —pregunta Nightenhelser. Advierto que ha perdido algo de peso. Parece sano y feliz. Me doy cuenta de que yo debo parecerle tan cansado y sucio como me siento.

—¿Qué guerra? —digo—. Tenemos una nueva.

Siempre hombre de pocas palabras, Nightenhelser alza las cejas y espera.

Le cuento algo sobre la guerra definitiva, sin referirme a algunos de los peores detalles. No quiero ponerme a llorar ni a temblar delante de mi viejo amigo escólico.

Nightenhelser escucha unos minutos y luego dice:

—¿Te estás quedando conmigo?

—No me estoy quedando contigo. ¿Me inventaría todo esto? ¿Podría inventarme todo esto?

—No, tienes razón —dice Nightenhelser—. Nunca has demostrado tener la imaginación necesaria para inventar una cosa así.

Parpadeo al oír esto, pero no digo nada.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta.

Me encojo de hombros.

—¿Rescatarte?

Nightenhelser se echa a reír.

—Parece que tú necesitas más que yo que te rescaten. ¿Por qué querría volver a eso que acabas de describir?

—¿Curiosidad profesional? —sugiero.

—Mi especialidad era la Ilíada —dice Nightenhelser—. Parece que has dejado todo eso muy atrás. —Sacude la cabeza y se frota las mejillas—. ¿Cómo puede nadie asediar el Olimpo?

—Aquiles y Héctor encontraron un modo —digo—. Tengo que volver. ¿Vas a acompañarme? No puedo prometerte que pueda volver a TCear aquí otra vez.

El gran escólico niega con la cabeza.

—Me quedaré aquí.

—¿Te das cuenta —digo lentamente, pasando al griego por si su inglés se le ha oxidado— de que aquí no estás a salvo? De la guerra, quiero decir. Si las cosas salen mal, toda la Tierra…

—Lo sé. Te he estado escuchando —dice Nightenhelser—. Me quedaré aquí.

Los dos nos ponemos de pie. Toco el medallón TC, pero luego bajo la mano.

—Tienes una mujer aquí —digo.

Nightenhelser se encoge de hombros.

—Hice unos cuantos trucos con mi brazalete morfeador, el táser y los otros juguetes. Impresionó al clan. O al menos fingieron estar impresionados. —Sonríe a su manera irónica—. Es un grupo pequeño y un gran país vacío, Thomas. No hay otras tribus en kilómetros y kilómetros. Necesitan ADN en su pequeña reserva genética.

—Mira qué bien —digo, y le doy una palmada en el hombro. Toco de nuevo el medallón, pero se me ocurre algo más—. ¿Dónde está tu brazalete morfeador? ¿El bastón taser?

—Patroclo se lo llevó todo —dice Nightenhelser.

Miro por encima del hombro y coloco la mano en el pomo de mi espada.

—No te preocupes, se fue hace tiempo —dice Nightenhelser.

—¿Adonde?

—Dijo algo de volver a Ilión para reunirse con su amigo Aquiles —dice Nightenhelser—. Luego me preguntó en qué dirección estaba Ilión. Le señalé el este. Se marchó en esa dirección… y me dejó vivir.

—Jesús —susurro—. Probablemente estará cruzando el Atlántico a nado mientras hablamos.

—No me extrañaría. —Nightenhelser extiende la mano y yo la acepto. La estrecho. Es extraño darle la mano a un hombre, después de las intensas semanas de apretones en el antebrazo—. Adiós, Hockenberry. No creo que volvamos a vernos.

—Probablemente no —digo—. Adiós, Nightenhelser.

Mi mano se dirige al medallón TC, dispuesta a girar su dial, cuando el otro escólico (ex escólico) me toca el hombro.

—¿Hockenberry? —dice, apartando la mano rápidamente para no teleportarse accidentalmente conmigo si me TCeo—. ¿Sigue Ilión en pie?

—Oh, sí. Ilión sigue en pie.

—Siempre supimos lo que iba a pasar —dice Nightenhelser—. Nueve años y siempre supimos, con un ligero margen de error, lo que iba a pasar a continuación. Qué hombre o qué dios haría qué cosa. Quién iba a morir y cuándo. Quién iba a vivir.

—Lo sé.

—Es uno de los motivos por los que tengo que quedarme aquí, con ella —dice Nightenhelser, mirándome a los ojos—. Cada hora, cada día, cada mañana, no sé qué va a pasar a continuación. Es maravilloso.

—Comprendo —digo. Es verdad.

—¿Sabes qué va a pasar allí? —pregunta Nightenhelser—. ¿En tu nuevo mundo?

—Ni la menor idea —digo. Me doy cuenta de que estoy sonriendo ferozmente, alegremente, y tal vez de manera aterradora; todo rastro de un escólico civilizado o de un intelectual ha desaparecido—. Pero va a ser condenadamente interesante descubrir qué pasa a continuación.

Retuerzo el medallón TC y desaparezco.