33
Jerusalén y la Cuenca Mediterránea
Savi guio a Daeman y Harman para dejar el tejado, bajaron la escala y los peldaños de la escalera y se adentraron en uno de los estrechos callejones. La luz de las estrellas y el brillo azul del rayo de neutrinos del Monte del Templo proporcionaban suficiente iluminación para no chocar contra las paredes o caer por los huecos mientras corrían, aunque las sombras eran de un negro sólido en las puertas y ventanas vacías. Daeman pronto quedó atrás, jadeando. Nunca había corrido, ni siquiera de niño. Era algo absurdo.
Más cerca ahora, a menos de una manzana de distancia en el laberinto de edificios de terrado plano y callejones tortuosos, llegaba el sonido de cientos de voynix a la carrera.
¡¡Itbah al-Yahud!!, rugía la voz de aquellos altavoces que Savi había llamado muecín.
Savi los condujo por una calle pavimentada, por otro oscuro y estrecho callejón, los hizo cruzar un pequeño claro lleno de brillantes huesos humanos y los llevó a un patio interior aún más oscuro que el callejón. El golpeteo de las patas y el roce de los manipuladores de los voynix corriendo a toda velocidad por las paredes estaba ahora más cerca.
¡¡Itbah al-Yahud!! El grito amplificado parecía más acuciante.
Sólo Savi es judía, sea eso lo que sea, pensó Daeman, los pulmones ardiéndole, tambaleándose para mantener el ritmo. Si Harman y yo la dejamos sola, los voynix nos dejarán en paz, probablemente incluso nos ayuden a llegar a casa. No hay ningún motivo para que tengamos que compartir su destino.
Harman corría con fuerzas tras la anciana mientras ésta cruzaba el patio y se agachaba para pasar por un arco bajo hasta las ruinas de un viejo edificio. O puedo detenerme, pensó Daeman. Que Harman se quede con ella si quiere.
Daeman se detuvo en el sucio pavimento. Harman paró en el negro rectángulo de un portal y lo llamó. Daeman miró por encima del hombro hacia los sonidos que los perseguían, como garras o huesos huecos rozando contra la piedra y, a la luz del rayo azul, vio al primero de una docena de voynix que corrían por la calle que acababan de cruzar.
Daeman sintió que el corazón le daba un respingo: no estaba acostumbrado a la emoción del miedo y la idea de hacer algo a solas le pareció la opción más terrible, así que corrió hacia el edificio oscuro tras Harman y la anciana.
Savi los guio por una serie de escaleras cada vez más estrechas, cada tramo de peldaños más antiguo y más gastado que el superior. Tras bajar cuatro tramos, sacó una linterna de su mochila y la encendió mientras la última luz desaparecía del tenue brillo de arriba. El angosto haz iluminó una pared al fondo del tramo de escaleras más estrechas y el corazón de Daeman volvió a encogerse. Vio lo que parecía un trozo de arpillera sucio cubriendo un agujero que, estaba seguro, era demasiado pequeño para pasar por él.
—Rápido —susurró Savi. Apartó la tela y se escabulló por el agujero. Daeman oyó ecos como procedentes de un pozo. Harman siguió rápidamente a la anciana a la negrura.
Daeman oyó roces en la casa destruida, pero ningún paso de voynix en las escaleras. Todavía no, al menos.
Se asomó al pequeño agujero, metió los hombros, descubrió que estaba colgando sobre un círculo negro sin fondo de menos de cuarenta centímetros de diámetro, y entonces sus manos encontraron los peldaños de hierro en la pared opuesta y gruñó mientras pasaba el torso y las caderas por la abertura, rozándose la piel contra el antiguo yeso hasta que sus piernas quedaron libres y colgando. Sus pies encontraron apoyo en los oxidados peldaños de metal y empezó a bajar hacia los apagados sonidos de Savi y Harman, que descendían bajo él.
El aire fresco le alcanzó el rostro. Los dedos y pies de Daeman pasaban inseguros de un frío peldaño a otro, oyó susurros abajo, y de repente ya no hubo ningún peldaño para sus píes y cayó un metro y pico hasta un suelo de ladrillo.
Las manos de Harman lo sujetaron. Vio el círculo de luz de la linterna de Savi iluminando un túnel redondo hecho de antiguas piedras o ladrillo.
—Por aquí —susurró ella, y se puso a correr de nuevo, agachándose para evitar el bajo techo. Harman y Daeman la siguieron, tratando de no tropezar con los irregulares ladrillos del suelo curvo, mirando el círculo de la linterna en vez de sus propios pies.
Llegaron a una intersección de túneles. Savi comprobó la brillante función de su palma y siguieron por el pasadizo izquierdo.
—No oigo a los voynix detrás de nosotros —dijo Harman. Habló en susurros, pero su voz resonó en el ladrillo curvo. El más alto de los tres, Harman, era quien más tenía que agacharse para caminar.
—Están sobre nosotros —dijo Savi—. Nos siguen por las calles.
—¿Están usando cercanet? —preguntó Daeman.
—Sí.
Savi se detuvo en otra encrucijada, eligió el central de tres pasadizos más pequeños. Todos tuvieron que agacharse aún más.
—Os están siguiendo a vosotros, ¿sabéis? —dijo Savi, deteniéndose para mirar primero a Daeman y luego a Harman. El duro haz de la linterna hacía que su cara pareciera aún más vieja y cadavérica.
—¿A ti no? —preguntó Daeman, sorprendido.
Ella negó con la cabeza.
—No estoy registrada en ninguna red. Los voynix ni siquiera saben que estoy aquí. Sois vosotros dos quienes aparecen fuera de los límites de sus escáneres de cercanet y lejonet. Creo que el fax-portal más cercano es Mantua. Saben que no habéis venido caminando hasta tan lejos.
—¿Adónde vamos ahora? —susurró Harman—. ¿Al sonie?
Savi volvió a negar con la cabeza. Su pelo gris estaba mojado de sudor o condensación, aplastado contra su cráneo.
—Estos túneles no van más allá de la ciudad vieja. Y los voynix habrán vuelto al sonie inoperable a estas alturas. Busco el reptador.
—¿Reptador? —dijo Daeman, pero en vez de explicarse, Savi se dio la vuelta y empezó a guiarlos de nuevo a través de los túneles.
Un centenar de pasos más y el túnel redondo de ladrillo se convirtió en un estrecho corredor, treinta pasos más allá y el corredor se convirtió en unas escaleras, y entonces una pared los detuvo.
Daeman sintió que el corazón intentaba salírsele del pecho.
—¿Qué hacemos? —dijo—. ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?
Se apartó de la luz, prestando atención en la oscuridad a los sonidos de los voynix.
—Subir.
Daeman se volvió para ver que Savi ascendía por otro pozo vertical, más estrecho aún que el pozo por el que habían descendido; la luz se apagó cuando la linterna se perdió sobre ellos.
Harman saltó al travesaño más bajo de la escala, falló, maldijo en voz baja, saltó de nuevo, lo agarró y se aupó. Daeman apenas pudo ver el contorno del otro hombre cuando extendió la mano.
—Vamos, Daeman. Rápido. Los voynix probablemente están ahí arriba ya, esperándonos.
—¿Entonces por que subimos?
—Vamos.
Harman agarró el antebrazo de Daeman en la oscuridad y tiró de él.
Los voynix atravesaron la pared del edificio justo cuando los tres humanos subían al reptador.
La enorme máquina ocupaba gran parte del espacio en la zona central de lo que Savi dijo que había sido antiguamente una gran iglesia. Cuando subieron las escaleras desde el sótano, la linterna de Savi iluminando el camino aquí y allá, Daeman se detuvo en los escalones, inseguro de lo que veía. El reptador llenaba el espacio como una araña gigantesca, sus seis ruedas (cada una al menos de cuatro metros de altura) enlazadas por puntales arácnidos, su esfera de pasajeros brillando lechosa en el centro de los puntales como un huevo blanco en el corazón de una telaraña.
Los golpes contra las puertas y paredes de la iglesia empezaron incluso antes de que Savi subiera por la fina escalerilla metálica de acceso que colgaba de los puntales.
—Rápido —dijo, sin susurrar ya.
El tercero de la fila, otra vez, Daeman pensó que la anciana era experta en órdenes innecesarias. Una ventana de colores a doce metros de altura estalló hacia dentro y cinco voynix entraron, sus manipuladores afilados golpeando las piedras como martillos de hielo. Las cúpulas rojizas y sin ojos sobre sus caparazones se volvieron ominosamente hacia abajo y se fijaron en el reptador y las tres personas que intentaban llegar a su esfera de pasajeros. En la pared del fondo las piedras cedieron y media docena de voynix más entraron a dos patas.
Savi tocó un gastado círculo rojo en la parte inferior de la esfera, marcó unos dígitos en un pequeño teclado energético amarillo que apareció y una sección del globo de cristal se abrió con un roce audible. Subió y entró, Harman la siguió, y Daeman metió las piernas justo cuando el primero de los voynix corría hacia él.
La abertura en la esfera se cerró. Había seis ajados asientos de cuero en el centro de la esfera, y Harman y él ocuparon los laterales mientras Savi pasaba la mano por una cuña metálica plana que sobresalía del asiento central. Un panel de control de suave brillo, mucho más complicado que el del sonie, cobró vida proyectándose a su alrededor. Tocó un dial rojo virtual, pasó un brillante círculo rojo por una guía verde y metió la mano en el controlador.
—¿Y si no arranca? —preguntó Harman, a quien Daeman nombró ahora experto en preguntas retóricas inoportunas. Una docena de voynix subían por las altas ruedas de malla negra y saltaban como saltamontes gigantescos a lo alto de la esfera de cristal. Daeman dio un respingo y se agachó.
—Si no arranca, moriremos —dijo Savi. Giró el controlador virtual a la derecha.
No hubo ningún rugido de motor ni zumbido de giroscopio, sólo un suave susurro tan bajo que parecía subsónico. Pero aparecieron luces de faros delante del reptador y una docena de otras pantallas virtuales cobraron vida.
La media docena de voynix encaramados en la esfera de pasajeros habían estado golpeando y arañando el cristal, pero de pronto resbalaron y cayeron al suelo a seis metros por debajo. No estaban heridos ni estropeados: se pusieron en pie de un salto y se abalanzaron de nuevo hacia la esfera, pero volvieron a caer una y otra vez, incapaces de agarrarse a la superficie a la que se habían estado aferrando sólo unos segundos antes.
—Es un campo de fuerza microgrueso —murmuró Savi, su atención fija en los diseños e iconos resplandecientes del panel virtual—. Sin fricción. Fue diseñado para impedir que la nieve o la lluvia se acumulara en el dosel, pero parece que expulsa también a los voynix.
Daeman se volvió para ver que una docena de voynix subían por las enormes ruedas, golpeando el entramado metálico, tirando de los puntales y anclajes.
—Deberíamos irnos —dijo.
—Sí.
Savi empujó hacia delante el controlador virtual y el reptador atravesó la pared de la vieja iglesia y cayó una docena de palmos antes de que los puntales salvajemente articulados de sus ruedas encontraran asidero en la pared y el suelo y luego aceleraran. El callejón era un poco más estrecho que el reptador, pero esto no detuvo a la máquina. Paredes de varios miles de años de antigüedad se desplomaron a cada lado hasta que el reptador llegó a la calle de David y Savi lo hizo girar a la izquierda, hacia el oeste, alejándose del rayo azul que todavía apuñalaba el cielo tras ellos.
Docenas de voynix corrieron persiguiéndolos mientras docenas más se lanzaban delante del veloz reptador y saltaban hacia la esfera de pasajeros. Todavía acelerando, el reptador atropelló a los que había en la calle y no pudieron esquivarlo y dejó detrás al resto de la manada. Media docena de insistentes voynix todavía se aferraron a los puntales y golpearon el metal, arañando las ruedas.
—¿Pueden estropearlo? —preguntó Harman.
—No lo sé —dijo Savi—. Nos acercamos a la Sho’or Yafa, la Puerta de Jaffa. Veamos si podemos librarnos de ellos.
Hizo girar el reptador, todavía acelerando, hacia las paredes de la izquierda y luego a la derecha de la calle de David, hasta abrirse por fin paso por un arco más bajo que la máquina. La vibración y los escombros arrastraron al caer a los voynix que se agarraban a él, pero Daeman se volvió para ver que la mayoría se levantaba del estropicio y se unía a la manada perseguidora. El reptador cruzó la puerta, salió de la ciudad vieja y, ganando velocidad, descendió por la colina de grava donde habían dejado el sonie. De su máquina voladora sólo quedaba un montón de rocas de nueve metros rodeado por cuarenta, o cincuenta voynix más. Inmediatamente las criaturas se alejaron del montículo y corrieron para cortar el paso al reptador. Savi atropelló a algunas, esquivó a otras y encontró una antigua carretera que se dirigía al oeste.
—Dura máquina —dijo Harman.
—Construían máquinas duras a finales de la Edad Perdida —dijo Savi—. Con nanomantenimiento, debería durar eternamente.
Sacó las lentes de visión nocturna de la termopiel que llevaba en la mochila y condujo con las luces del reptador apagadas. Daeman descubrió que abalanzarse en la oscuridad era inquietante; oía las grandes ruedas aplastar artefactos oxidados en la carretera: probablemente vehículos antiguos abandonados. Se dio cuenta luego de que cruzaban un puente y se internaban entre montañas. No veía los voynix que les perseguían (sólo el haz de luz azul que brotaba hacia el cielo en la oscura colina de Jerusalén), pero sabía que los voynix seguían allí, todavía tras ellos.
Savi les dijo que estaban a unos cincuenta kilómetros de la costa del antiguo mar Mediterráneo. Recorrieron esa distancia en menos de diez minutos.
—Mirad esto —dijo Savi, reduciendo la velocidad del reptador. Se quitó las gafas de visión nocturna y encendió los faros, las luces antiniebla y los reflectores.
Una masa de quinientos o seiscientos voynix formaba una cuña cerca de donde la tierra cedía súbitamente paso a la seca Cuenca Mediterránea.
—¿Nos volvemos? —preguntó Harman.
Savi negó con la cabeza y lanzó el reptador hacia delante. Más tarde, Daeman pensó que el sonido de la máquina golpeando a tantos voynix a tanta velocidad había sido parecido al de una tormenta de granizo caída sobre un techo de metal en Ulanbat, hacía muchos años. Una granizada muy grande.
El reptador alcanzó la antigua costa.
—¡Agarraos! —gritó Savi, y la máquina voló unos segundos sobre el desnivel entre la orilla y el antiguo mar. Cuando las seis enormes ruedas golpearon el suelo, los puntales absorbieron la mayor parte del choque y las estabilizaron, y se internaron en la Cuenca, las luces y los reflectores lanzando conos blancos a la oscuridad.
Daeman miró hacia atrás y vio a los voynix supervivientes, recortados por el lejano rayo azul, cubriendo la orilla tras ellos.
—¿No nos seguirán? —preguntó.
—¿A la Cuenca? —dijo Savi—. Nunca.
Pasó a una velocidad más razonable, pero antes de que se pusiera las gafas y apagara las luces Daeman vio que seguían una lisa carretera de barro rojo entre verdes campos. Había cruces de metal negro altas como el trigo y el maíz y los girasoles que se extendían en la oscuridad, y empalado en cada cruz, lo que parecía ser un pálido, ajado, desnudo cuerpo humano.