17
Marte
—Se está estabilizando —le dijo Mahnmut a Orphu a través de la conexión—. Ritmo de giro reducido a una revolución cada tres segundos. El cabeceo y la guiñada se aproximan a cero.
—Voy a intentar acabar con los giros —dijo Orphu—. Avísame cuando tengas el casquete polar en la retícula.
—Bien, no… va a la deriva. Maldición. Qué destrozo. —Mahnmut intentaba cotejar la irregular imagen de vídeo con el borrón blanco del casquete polar marciano a través de una nevada de residuos a la deriva y plasma aún brillante.
—Sí —dijo Orphu desde la bodega—. Estoy destrozado.
—No hablaba de ti.
—Lo sé. Pero sigo estando destrozado. Daría la mitad de mi biblioteca de Proust por recuperar uno de mis seis ojos.
—Ya te conectaremos algún apoyo visual —dijo Mahnmut—. Demonios. Volvemos a girar.
—Deja que gire hasta justo antes de entrar en la atmósfera —dijo Orphu—. Ahorra energía y combustible. Y, no, no vamos a arreglar esto de la visión. Hice una comprobación de daños después de que me enchufaras aquí, y no son sólo los ojos y las cámaras lo que falta. Estaba mirando hacia la proa cuando la nave fue alcanzada, y el destello quemó todos los canales hasta el nivel orgánico. Mis nervios ópticos internos son ceniza.
—Lo siento —dijo Mahnmut. Sintió náuseas y no era sólo por los giros. Al cabo de un minuto dijo—: Nos estamos quedando sin todo lo que es consumible: aire, agua, combustible de reacción. ¿Estás seguro de que quieres quedarte dentro de este campo de escombros?
—Es nuestra mejor posibilidad —dijo Orphu—. En el radar, somos otro pedazo de la nave espacial destruida.
—¿Radar? —preguntó incrédulo Mahnmut—. ¿Viste quien nos atacó? Ha sido un maldito carro ¿Te parece que un carro tiene radar?
Orphu rumió una risa.
—¿Crees que un carro puede arrojar una lanza de energía como la que desintegró un tercio de la nave, incluyendo a Koros y Ri Po? Y, sí, Mahnmut, vi ese carro: fue lo último que veré jamás. Pero no creo ni por un segundo que fuera un carro de verdad con un hombre y una mujer gigantescos viajando en el vacío. Ni hablar. Demasiado bonito… demasiado increíble.
Mahnmut no tuvo nada que responder a eso. Deseó que Orphu redujera los giros (el submarino volvía a inclinarse y a derrapar de nuevo), pero en el campo de escombros todo daba vueltas, así que tenía sentido que ellos también.
—¿Quieres hablar sobre los sonetos de Shakespeare? —preguntó Orphu de Io.
—¿Me la estás metiendo doblada, tío? —a los moravecs les encantaban las frases coloquiales de los antiguos humanos, cuanto más escatológicas mejor.
—Sí —dijo Orphu—. Te la estoy metiendo doblada, amigo mío.
—Espera un momento, espera un momento —dijo Mahnmut—. Los restos empiezan a brillar. Y nosotros también. Acumulamos ionización.
Le agradó que su voz conservara la calma. Ante ellos, trozos grandes de la nave espacial brillaban en un rojo oscuro. La proa de La Dama Oscura empezaba a brillar también. Los sensores externos de La Dama Oscura empezaron a informar que la temperatura del casco aumentaba. Estaban entrando en la atmósfera de Marte.
—Es hora de enderezarnos —dijo Orphu, que recibía los datos del casco del sumergible y hacía lo que podía con la descarga de control parcial de Koros III mientras disparaba los impulsores adjuntos al submarino y realineaba el giroscopio—. ¿Se acabaron los vuelcos?
—No del todo.
—No podemos esperar. Voy a darle la vuelta a este montón de hierro oxidado antes de que nos incendiemos.
—Este «montón de hierro oxidado» se llama La Dama Oscura y puede que nos salve la vida —comentó Mahnmut fríamente.
—Vale, vale —convino Orphu—. Avísame cuando la marca sesgada del monitor de vídeo de popa se centre en el brazo de Marte sobre el polo. Empezaré a controlar los giros entonces. Dios, lo que daría por recuperar uno de mis ojos. Lo siento, es la última vez que lo digo.
Mahnmut observó el monitor. A causa de la nube de residuos que se ensanchaba cada vez más, las únicas indicaciones en las que podía confiar para guiar a Orphu los últimos treinta minutos procedían del propio Marte. Incluso las dos pequeñas lunas eran invisibles. Ahora los impulsores resonaban huecamente y el submarino dañado giraba despacio; la cámara de proa perdía su visión de Marte y mostraba plasma brillante, metal calentado al rojo vivo y un millón de esquirlas relucientes que una vez fueron su nave espacial y sus compañeros de viaje.
La masa anaranjada, roja, marrón y verde de Marte llenó la cámara de proa y la marca sesgada que Orphu había indicado a Mahnmut que buscara en el monitor se alzó, cruzando la costa cubierta de nubes, mostrando mar azul, luego blanco…
—Casquete polar —informó Mahnmut—. Ahí está el brazo superior.
—Muy bien —respondió Orphu. Todos los impulsores martillearon—. ¿Ves el polo norte en la cámara de proa?
—No.
—¿Alguna estrella reconocible?
—No. Sólo más ionización en el casco.
—Lo suficiente para gobernar —dijo el ioniano—. Ahora voy a usar el anillo de impulsores de popa como cohetes de freno.
—Koros III iba a usar el gran subsistema de reacción de la proa para reducir la velocidad en la reentrada, y luego expulsarlo antes de que golpeáramos la atmósfera —dijo Mahnmut. El brillo de popa era ahora de un rojo más profundo.
—Yo voy a conservar esos impulsores más pesados mientras entramos en la atmósfera —dijo Orphu.
—¿Porqué?
—Ya verás.
—¿No es posible que, si conservamos esos impulsores, exploten cuando se calienten durante la reentrada?
—Es posible —gruñó el ioniano.
—Estamos bastante fastidiados —dijo Mahnmut—. ¿Alguna posibilidad de que nos rompamos cuando se desgaje material ardiente del casco?
—Claro, existe esa posibilidad —dijo Orphu. Disparó los impulsores de hierro pesado.
Mahnmut sintió que se apretaba contra su asiento de aceleración durante treinta segundos y luego se relajó cuando el ruido y la vibración cesaron. Oyó un pesado golpe en el momento en que el anillo de control de altitud fue lanzado al espacio.
Una bola de fuego pasó ante la cámara de proa, aunque la cámara mostraba ahora lo que tenían detrás, ya que entraban en la atmósfera de popa.
—Estamos entrando en la atmósfera —dijo Mahnmut, y notó que su voz no era tan calmada como antes. Nunca había estado en una atmósfera planetaria real y la idea de todas aquellas moléculas apretujadas añadía intranquilidad a su náusea—. El subsistema expulsado acaba de ponerse al rojo blanco y se ha incendiado. La popa empieza a brillar. Lo mismo ocurre con el paquete de reacción de proa, pero menos. La mayor parte de las ondas de choque y de calor parecen estar alrededor de nuestra cola. ¡Uf!… ahora caemos detrás del campo de residuos, pero todo arde ante nosotros. Es como si estuviéramos en medio de una enorme tormenta de meteoros.
—Bien —dijo Orphu—. Aguanta.
Lo que fuera la nave de los moravecs golpeó la ahora densa atmósfera marciana tal como Mahnmut había descrito a Orphu: como una tormenta de meteoritos cuyos fragmentos mayores pesaban varias toneladas y se extendían varias decenas de metros. Un centenar de bolas de fuego corrieron por el pálido cielo marciano y una sacudida de graves explosiones sónicas quebró el silencio del hemisferio norte. Las bolas de fuego cruzaron el casquete polar norte como una bandada de feroces pájaros y continuaron hacia el sur a través del Mar de Tetis, dejando largos rastros de vapor de plasma tras su paso. Curiosamente, parecía que volaran en vez de caer.
Apenas unos milenios antes, la atmósfera de Marte, prácticamente inexistente, estaba compuesta en su mayor parte por monóxido de carbono. De unos ocho milibares, no era nada en comparación con la presión de 1.014 milibares de la Tierra al nivel del mar. En menos de un siglo, mediante un proceso que ninguno de los moravecs comprendía, el planeta había sido terraformado hasta lograr unos muy respirables 840 milibares.
Las bolas de fuego recorrieron el hemisferio norte en desordenada formación, dejando huellas sónicas tras su estela. Algunas de las piezas más pequeñas (lo bastante grandes para soportar a la feroz entrada en la atmósfera pero lo suficientemente pequeñas para rebotar en el denso aire) empezaron a desintegrarse a unos ochocientos kilómetros al sur del polo. Contemplado desde el espacio, habría parecido que una deidad disparaba una andanada de enormes balas trazadoras de ametralladora al océano norte de Marte.
La Dama Oscura era una de esas balas trazadoras. El material de camuflaje en torno a la popa y dos tercios del casco se incendiaron y se unieron a la estela de plasma que dejaba atrás el sumergible en su caída. Las antenas externas y los sensores se quemaron. Luego el casco empezó a humear y a resquebrajarse y a desgajarse.
—Ah… —dijo Mahnmut desde su asiento antiaceleración—, ¿no deberíamos soltar los paracaídas?
Sabía lo suficiente del plan de aterrizaje de Koros como para estar al corriente de que los paracaídas de fibra de buckycarbono tenían que desplegarse a quince mil metros de altura para hacerlos bajar con suavidad hasta la superficie del océano. La última vez que Mahnmut vio el océano, antes de que los ópticos de popa se quemaran, se convenció de que estaban a menos de quince mil metros y de que caían muy rápido.
—Todavía no —gruño Orphu. El ioniano no tenía ningún asiento antiaceleración en la bodega y parecía que las gravedades de la deceleración le estaban afectando—. Usa tu radar para saber nuestra altitud.
—El radar ha desaparecido —dijo Mahnmut.
—Lo intentaré.
Sorprendentemente, funcionó. Mostró la huella de una superficie sólida (bueno, agua líquida) que se acercaba a ellos a una distancia de ocho mil doscientos metros, ocho mil metros, siete mil ochocientos metros. Mahnmut transmitió la información a Orphu.
—¿Soltamos ahora los paracaídas? —preguntó.
—Los otros restos no van a desplegar paracaídas.
—¿Y?
—¿De verdad quieres bajar flotando bajo un dosel, para aparecer en todos los sensores?
—¿Sensores de quién? —replicó Mahnmut, pero comprendió el argumento de Orphu. Con todo…—. Cinco mil metros —dijo—. Velocidad tres mil doscientos kilómetros por hora. ¿De verdad queremos chocar contra el agua a esta velocidad?
—En realidad, no —dijo Orphu—. Aunque sobreviviéramos al impacto, quedaríamos enterrados bajo cientos de metros de cieno. ¿No dijiste que este océano tiene sólo unos centenares de metros de profundidad?
—Sí.
—Voy a hacer girar tu nave ahora —dijo Orphu.
—¿Qué?
Pero entonces Mahnmut oyó el pesado encendido de los impulsores (de algunos solamente) y el giroscopio gimió, aunque el ruido fue más un rechinar que un zumbido.
La Dama Oscura, inició un doloroso vuelco, girando la proa. El viento y la fricción tiraron del casco, arrancando los últimos sensores situados en mitad de la nave y quebrando una docena de compartimentos. Mahnmut desconectó las ululantes alarmas.
Ahora caían de proa. Uno de los últimos registros de vídeo mostró las salpicaduras en el océano (si cabe llamar «salpicaduras» a las columnas de vapor y plasma de dos mil metros causadas por los impactos) y Mahnmut comprendió que les tocaría el turno en cuestión de segundos.
Describió los impactos a Orphu y dijo:
—¿Paracaídas? ¿Por favor?
—No —dijo Orphu, y disparó los impulsores principales que deberían haber sido expulsados en órbita.
Las fuerzas de deceleración arrojaron a Mahnmut hacia las correas que lo sujetaban y le hicieron desear tener el gel de aceleración que habían usado en la maniobra de onda en el Tubo de Flujo de Io. Más columnas de vapor se alzaron alrededor del sumergible, en picado, como columnas corintias que pasaran de largo, y el océano llenó la pantalla. Los impulsores rugieron y giraron, disminuyendo su velocidad. Mahnmut vio que la anilla de depósitos se desprendía y volaba tras ellos en el instante en que el rugido cesó. Estaban sólo a unos miles de metros sobre el océano y la superficie parecía tan dura como la superficie helada de Europa.
—Para… —empezó a decir Mahnmut, gimiendo ahora abiertamente y sin avergonzarse por ello.
Los dos enormes paracaídas se desplegaron. La visión de Mahnmut se volvió roja, luego negra.
Golpearon el Mar de Tetis.
—¿Orphu? ¿Orphu?
Mahnmut, rodeado de oscuridad y silencio, intentaba que sus bancos de datos entraran en línea. Su nicho medioambiental estaba intacto, El O2 todavía fluía. Eso era sorprendente. Sus relojes internos indicaban que habían pasado tres minutos desde el impacto. Su velocidad era cero.
—¿Orphu?
—Arugghhh. —Un ruido a través de la conexión. Cada vez que intento dormir, me despiertas.
—¿Cómo estás?
—Dónde estoy sería más acertado preguntar —rezongó Orphu—. Me solté del nicho. Ni siquiera estoy seguro de que esté todavía en La Dama Oscura. Si lo estoy, el casco está roto: estoy dentro de agua. Agua salada. Espera, tal vez me haya orinado encima.
—Sigues conectado por el cable —dijo Mahnmut, ignorando el último comentario del ioniano—. Probablemente estés todavía en la bodega. Estoy recibiendo algunos datos del sonar. Estamos hundidos en el fondo de cieno, pero sólo un metro o cosa así, a unos ochenta metros de la superficie.
—Me pregunto en cuántos trozos estaré —musitó Orphu.
—Quédate ahí —dijo Mahnmut—. Voy a soltarme y bajaré a verte. No te muevas.
Orphu soltó su temblorosa risa.
—¿Cómo voy a moverme, viejo amigo? Todos mis manipuladores y flagelos han ido a ese gran cielo moravec de las alturas. Soy un cangrejo sin pinzas. Y no estoy demasiado seguro de tener caparazón. Mahnmut… ¡espera!
—¿Qué? —-Mahnmut se había soltado y se estaba quitando umbilicales y cables de control virtual.
—Si… de algún modo… consigues llegar hasta mí, suponiendo que el corredor interno no esté aplastado y las puertas del casco no estén completamente combadas o soldadas por el calor de la entrada… ¿qué vas a hacer conmigo?
—Ver si estás bien —dijo Mahnmut, soltando los cables ópticos. En los monitores, de todas formas, todo era oscuridad.
—Piensa, viejo amigo —dijo Orphu—. Me sacas de aquí… si no me descuajaringo en tus manos… ¿y luego qué? No cabré por tus corredores de acceso interno. Aunque me sacaras del submarino, no quepo en tu nicho y desde luego no podré aferrarme al casco. ¿Vas a caminar mil kilómetros por el fondo del océano llevándome a cuestas?
Mahnmut vaciló.
—Sigo funcionando —continuó Orphu—. O al menos sigo comunicándome. Incluso me fluye O2, a través del umbilical, y recibo algo de energía eléctrica. Debo de estar en la bodega, aunque esté inundada. ¿Por qué no pones en marcha La Dama Oscura y nos llevas a algún sitio más cómodo antes de intentar que volvamos a reunimos?
Mahnmut salió al aire externo e inspiró profundamente varias veces.
—Tienes razón —dijo por fin—. Cada cosa a su tiempo.
La Dama Oscura se estaba muriendo.
Mahnmut había trabajado en aquel sumergible —en varios iguales sucesivamente y en progresivos modelos— desde hacía más de un siglo terrestre, y sabía que era duro. Adecuadamente preparado, podía soportar muchas toneladas métricas de presión por centímetro cuadrado y las tensiones de la aceleración de 3.000-g del tubo de flujo, pero el duro y pequeño submarino solo era tan fuerte como su parte más débil, y las tensiones energéticas del ataque en la órbita de Marte habían excedido la tolerancia de la parte más débil.
El casco tenía grietas y quemaduras irreparables. En aquel momento, estaban enterrados de proa. La mayor parte del submarino se encontraba hundida en más de tres metros de cieno y lecho marino y sólo unos cuantos metros de la popa sobresalían del barro, el casco y el bastidor estaban retorcidos, las puertas de la bodega de carga retorcidas e inalcanzables, y diez de los dieciocho tanques de lastre se habían roto. El pasillo interno que comunicaba la sala de control de Mahnmut con la bodega estaba inundado y parcialmente bloqueado. Fuera, dos tercios del material de camuflaje habían ardido y arrasado todos los sensores externos. Tres de los cuatro equipos de sonar estaban estropeados y el cuarto sólo emitía señales intermitentes. Únicamente uno de los cuatro equipos principales de propulsión seguía operativo y los pulsadores de maniobra eran un caos.
A Mahnmut le preocupaba más la avería de los sistemas de energía de la nave: el reactor primario había sido dañado por la subida de energía durante el ataque y funcionaba con un ocho por ciento de eficacia; las células de almacenamiento estaban en reserva. Eso era suficiente para mantener un mínimo de apoyo vital, pero el conversor de nutrientes había desaparecido y sólo les quedaban unos cuantos días de agua potable.
Finalmente, el conversor de O2 estaba estropeado. Las células de combustible no producían aire. Mucho antes de que se quedaran sin agua o comida, Mahnmut y Orphu se quedarían sin oxígeno. Mahnmut tenía reservas internas de aire, pero sólo suficientes para un día-t o dos si no las recargaba. Todo lo que podía esperar era que, puesto que Orphu trabajaba en el espacio durante meses seguidos, una cosa tan insignificante como carecer de oxígeno no le perjudicara. Decidió preguntárselo al ioniano más tarde.
Más informes de daños llegaban a través de los sistemas IA del submarino que todavía funcionaban. Si se le concedía un mes o más en un muelle helado de Conamara Caos con una docena de moravecs de servicio trabajando, La Dama Oscura podría salvarse. De lo contrario, sus días (ya se midieran en soles marcianos, días terrestres o semanas europanas) estarían contados.
Manteniéndose en contacto con el casi silencioso Orphu a través de los cables, temiendo que su amigo dejara de existir sin advertírselo, Mahnmut le pasó el informe más positivo que logró componer y lanzó una boya periscopio. La boya ascendió a partir de la sección de la popa que sobresalía del cieno y funcionaba aún.
La boya en sí era más pequeña que la mano de Mahnmut, pero contenía una amplia gama de sensores de imágenes y datos. La información empezó a llegar.
—Buenas noticias —dijo Mahnmut.
—El Consorcio de las Cinco Lunas manda una misión de rescate —tronó Orphu.
—No tan buenas.
En vez de descargar los datos no visuales, Mahnmut los resumió para conseguir que su amigo siguiera escuchando y hablando.
—La boya funciona. Mejor aún, los satélites de comunicaciones y posición que Koros III y Ri Po colocaron en órbita siguen allí. Me pregunto por qué las… personas que nos atacaron no los borraron del espacio.
—Nos atacaron un Dios del Antiguo Testamento y su amiguita —dijo Orphu—. Puede que no se dignen reparar en satélites de comunicaciones.
—Creo que más parecían griegos que personajes del Antiguo Testamento —dijo Mahnmut ¿Quieres los datos que estoy recibiendo?
—Claro.
—El MPS nos sitúa en la parte sur de la Planicie de Chryse del océano norte, a unos trescientos cuarenta kilómetros de la costa de Xanthe Terra. Tenemos suerte. Esta parte de Acidalia y el mar de Chryse es como una enorme bahía. Si nuestra trayectoria se hubiera desviado unos cuantos kilómetros al oeste habríamos chocado contra las montañas de Tempe Terra. La misma desviación al este, Arabia Terra. Unos cuantos segundos más de vuelo al sur sobre las cordilleras de Xanthe Terra y…
—Seríamos partículas en la atmósfera superior —dijo Orphu.
—Eso es —dijo Mahnmut—. Pero si sacamos de aquí a La Dama Oscura, podremos llevarla hasta el delta del Valle Marineris si es necesario.
—Se suponía que Koros y tú teníais que desembarcar en el otro hemisferio —dijo Orphu— Al norte del monte Olimpus. Tu misión era explorar y llevar este aparato al Olimpus. No me digas que el submarino está en condiciones de hacernos rodear la península de Tempe Terra…
—No —admitió Mahnmut. En realidad, tendrían más suerte si La Dama Oscura aguantaba y seguía funcionando el tiempo suficiente para llevarlos a la tierra firme más cercana, pero no iba a decírselo al ioniano.
—¿Alguna otra buena noticia? —preguntó Orphu.
—Bueno, hace un día muy bonito en la superficie. Todo es agua líquida hasta donde puede ver la boya. Olas moderadas de menos de un metro. Cielo azul. Temperaturas de más de veinte grados…
—¿Nos están buscando?
—¿Cómo dices?
La… gente… que nos atacó, ¿nos está buscando?
—Sí —dijo Mahnmut—. El radar pasivo mostró varias de esas máquinas voladoras…
—Carros.
—… varias de esas máquinas voladoras sobrevolando el mar en los miles de kilómetros cuadrados que dejó la huella del impacto.
—Buscándonos —dijo Orphu.
—No hay ningún registro de búsqueda de radar o de neutrinos —dijo Mahnmut—. Ninguna búsqueda de energía espectral…
—¿Pueden encontrarnos, Mahnmut? —La voz de Orphu era monótona.
Mahnmut vaciló. No quería mentirle a su amigo.
—Posiblemente —dijo—. Casi con toda certeza lo harían si estuvieran utilizando energía moravec, pero no parece el caso. Están sólo… mirando. Tal vez con ojos y magnetómetros.
—Nos encontraron muy fácilmente en la órbita. Nos apuntaron.
—Sí.
No cabía ninguna duda de que el carro o sus ocupantes disponían de algún tipo de aparato localizador de objetivos efectivo a ocho mil kilómetros de distancia.
—¿Has recuperado la boya?
—Sí —dijo Mahnmut. Pasaron varios segundos de silencio roto únicamente por el crujido del casco dañado, el siseo de la ventilación y el golpeteo de varías bombas que trabajaban en vano por achicar el agua de las secciones inundadas—. Tenemos varias cosas a nuestro favor —dijo Mahnmut por fin—. Primero, hay toneladas y toneladas de residuos de metal de la nave en nuestro rastro, y es un rastro largo. Los primeros impactos no fueron tan al sur del casquete polar.
»Segundo, hemos caído de proa, y la única sección que sobresale de los sedimentos, la popa, conserva algunos fragmentos de material de camuflaje. Tercero, hemos reducido energía hasta el punto de que no originamos ninguna lectura. Cuarto…
—¿Sí? —dijo Orphu.
Mahnmut estaba pensando en el moribundo suministro de energía, las menguadas reservas de aire y agua y el dudoso sistema de propulsión.
—Cuarto, ellos siguen sin saber por qué estamos aquí.
Orphu tronó suavemente.
—Creo que nosotros tampoco lo sabemos, viejo amigo —Después de aproximadamente un minuto sin comunicación, Orphu añadió—: Bueno, tienes razón. Si no nos encuentran en las próximas horas, puede que tengamos una posibilidad. ¿O hay alguna otra mala noticia?
Mahnmut vaciló.
—Tenemos un ligero problema con nuestro suministro de aire —dijo por fin.
—¿Hasta qué punto es serio?
—-No estamos produciendo ninguno.
—Bueno, eso sí que es un problema —dijo el ioniano—. ¿Cuánto hay en reserva?
—Unas ochenta horas. Para nosotros dos, quiero decir. El doble, probablemente más, si es sólo para mí.
Orphu tronó levemente a través del intercomunicador.
—¿Sólo para ti? ¿Estás pensando en pisar mi toma de aire, amigo mío? Mis partes orgánicas también necesitan aire, ya lo sabes.
Durante un segundo Mahnmut se quedó sin habla.
—Creía… eres un moravec de durovac… pensaba…
—Pensabas que me paso meses en el espacio sin sacar tajada de Io —suspiró Orphu—. Produzco mi propio oxígeno a partir de las células de combustible internas, usando los fotovoltaicos de mi caparazón para darles energía.
Mahnmut sintió que su pulso disminuía. Había posibilidades de supervivencia si Orphu no necesitaba el aire de la nave.
—Pero mis fotovoltaicos están destruidos —dijo Orphu suavemente—, y las células de combustible no han producido O2 desde el ataque. Sobrevivo gracias al suministro de la nave. Lo siento, Mahnmut.
—Mira —dijo Mahnmut rápidamente, con fuerza—. Pensaba mantener el aire en marcha para los dos, de todas formas. No es ningún problema. He hecho los cálculos: nos quedan unas ochenta horas al ritmo de consumo actual. Y puedo reducirlo. Toda esta sala de control y mi nicho están inundados. Los sellaré. Ochenta horas, y luego vendremos a por aire. Su búsqueda habrá terminado ya.
—¿Estás seguro de que puedes sacar a La Dama Oscura del cieno? —preguntó Orphu.
—Absolutamente seguro —mintió Mahnmut, impertérrito.
—Voto porque nos quedemos inmóviles en el fondo marino durante… digamos… tres soles, tres días marcianos, setenta y tres horas o así, para ver si de verdad han cancelado la búsqueda con los carros. O doce horas después de nuestro último contacto por radar con ellos. Lo que pase primero. ¿Nos dejará eso tiempo suficiente para salir del barro y subir a la superficie, dejando además algo de energía y oxígeno?
Mahnmut miró su pared virtual de luces rojas de alarma y disfunción.
—Setenta y tres horas debería ser tiempo de sobra —dijo—. Pero, si se marchan antes, es mejor que subamos a la superficie y nos dirijamos a la costa. La Dama puede ir a unos veinte nudos por la superficie con el reactor a este nivel, así que, en cualquier caso, tardaremos un día y medio en llegar a tierra, sobre todo si somos quisquillosos con respecto a nuestro punto de destino.
—Tendremos que dejar de ser quisquillosos —dijo Orphu—. Muy bien, parece que de lo único que tenemos que preocuparnos durante el próximo par de días es del aburrimiento. ¿Jugamos al póquer? ¿Trajiste las cartas virtuales?
—Sí —dijo Mahnmut, sonriendo.
—No le robarás a un moravec ciego, ¿verdad? —dijo Orphu. Mahnmut se detuvo en el proceso de descargar el tapete verde—. Estoy bromeando, por los clavos de Cristo —prosiguió Orphu—. Mis nódulos visuales han desaparecido, pero aún conservo la memoria y parte del cerebro. Juguemos al ajedrez.
Tres soles eran 73,8 horas y Mahnmut no quería permanecer tanto tiempo en el lecho marino. El reactor estaba perdiendo energía más rápido de lo que había calculado (las bombas consumían más de lo previsto) y todo el soporte vital flirteaba con el colapso.
Durante el primer período de sueño, Mahnmut pasó a energía interna, se armó de palanquetas y equipo para cortar y bajó por los estrechos corredores hasta la bodega. Los espacios interiores estaban inundados, el pasillo vertical sin energía y negro como boca de lobo. Mahnmut activó las lámparas de su hombro y nadó hasta lo más hondo. El agua era aquí mucho más cálida que en el mar de Europa. Las vigas y mamparos se habían desmoronado y bloqueaban los últimos diez metros de camino. Mahnmut los cortó con el soplete. Tenía que comprobar en qué estado se hallaba Orphu.
A dos metros de la compuerta, Mahnmut se detuvo. El impacto había combado el mamparo de proa, casi aplanándolo. El corredor, ya de por sí estrecho, se había reducido a un espacio de menos de diez centímetros de diámetro. Mahnmut veía la compuerta de la bodega (cerrada, combada y retorcida) pero no podía alcanzarla. Tendría que abrirse paso a través de uno o de ambos mamparos de presión y luego probablemente usar el soplete para cortar la compuerta misma. Sería un trabajo de seis o siete horas, y había un problema básico: el soplete consumía oxígeno, igual que Orphu y él. Lo que utilizara el soplete provendría de su suministro de aire.
Mahnmut flotó varios minutos cabeza abajo en la oscuridad, con el cieno arremolinándose delante de sus lentes ante los haces gemelos de sus lámparas del hombro. Tenía que decidirse. En cuanto Orphu despertara y advirtiera lo que estaba haciendo, el ioniano trataría de disuadirlo. Y la lógica dictaba ceder a la disuasión. Aunque consiguiera atravesar los mamparos en seis o siete horas, Orphu tenía razón: Mahnmut no podría mover al enorme moravec mientras siguieran atrapados en el lecho marino. Incluso los primeros auxilios se verían limitados a los recursos y sistemas que Mahnmut mantenía a bordo para sí mismo: tal vez no funcionaran con el enorme moravec de durovac. Si Mahnmut conseguía liberar a La Dama Oscura del cieno y llegar a la superficie, ése sería el mejor momento para llegar a Orphu… aunque tuviera que cortar las puertas de la bodega desde el casco exterior. Entonces habría O2 de sobra. Y podría sacar a Orphu si era preciso, encontrar un modo de atarlo al casco exterior, a la luz y el aire.
Mahnmut se dio media vuelta y subió nadando por el corredor ladeado y retorcido de regreso a su espacio personal. Dejó el equipo cortador. Más tarde.
Acababa de ocupar su asiento cuando la voz de Orphu llegó a través del comunicador.
—¿Estás despierto, Mahnmut?
—Sí.
—¿Dónde estás?
—En los controles. ¿Dónde si no?
—Sí —dijo Orphu, su grave voz parecía cansada y vieja a través de la conexión—. Pero estaba soñando. Me ha parecido notar una vibración. He pensado que podrías estar… no sé.
—Vuelve a dormir —dijo Mahnmut. Los moravecs dormían, aunque sólo fuera para soñar—. Te despertaré para la comprobación dentro de dos horas.
Mahnmut hacía subir la boya periscopio unos segundos cada doce horas, escrutaba rápidamente los cielos y el pacífico mar, y la recuperaba. Las máquinas voladoras seguían surcando el cielo día y noche al final de las primeras cuarenta y nueve horas, pero más al norte, cerca del polo.
Mahnmut se sentía relativamente cómodo. Su sala de control y el nicho adyacente estaban ilesos, cálidos y sólo un poco ladeados hacia proa. Podía moverse si lo deseaba. Varias de las otras recámaras habitables se habían inundado (incluidos el laboratorio científico y el antiguo cubículo de Urtzweil), pero aunque las bombas achicaron en poco tiempo el agua de tres compartimentos, Mahnmut no se molestó en llenarlos de aire. De hecho, lo primero que hizo después de su conversación inicial fue conectar su umbilical de O2 y vaciar su nicho y la sala de control. Se dijo que lo hacía para ahorrar oxígeno, pero sabía que el motivo era en parte que se sentía culpable de estar tan cómodo mientras Orphu sentía dolor (dolor existencial, al menos) y flotaba en la oscuridad inundada de la bodega.
Mahnmut todavía no podía hacer nada al respecto, no con tres cuartas partes del submarino clavadas en el suelo del océano, pero entró en el laboratorio científico al vacío y recogió comunicadores y otras cosas que necesitaría si alguna vez conseguía liberar al ioniano.
Y liberarme a mí mismo, pensó Mahnmut, aunque estar separado de La Dama Oscura no le parecía libertad. Todos los criobots de los profundos mares de Europa tenían imbuida la semilla de la agorafobia, el auténtico terror a los espacios abiertos, y sus evolucionados descendientes moravecs la habían heredado.
Al segundo día, después de su octava partida de ajedrez, Orphu dijo:
—La Dama Oscura tiene una especie de aparato de escape, ¿no?
Mahnmut tenía la esperanza de que Orphu desconociera aquel hecho.
—Sí —dijo por fin.
—¿De qué clase?
—Una pequeña burbuja salvavidas —dijo Mahnmut, de un humor de perros por tener que hablar de aquello—. No mucho más grande que yo. Para soportar grandes presiones y llevarme a la superficie.
—Pero, ¿tiene una bengala de señalización, su propio sistema de soporte vital, algún tipo de sistema de propulsión y navegación? ¿Agua y comida?
—Sí —dijo Mahnmut—, ¿y qué?
Tú no cabrías y no puedo tirar de ti.
—Nada —dijo Orphu.
—Odio la idea de dejar La Dama Oscura —dijo sinceramente Mahnmut—. Y no quiero pensar en eso ahora. No durante días y días.
—Muy bien,
—Lo digo en serio.
—Muy bien, Mahnmut. Sólo sentía curiosidad.
Si Orphu se hubiera burlado de él en aquel momento, Mahnmut podría haberse metido en la burbuja de salvamento y haberse marchado. Estaba furioso con el ioniano por sacar a colación aquel tema.
—¿Quieres jugar otra partida de ajedrez? —preguntó Mahnmut.
—Ni hablar del peluquín —contestó Orphu.
Sesenta y una horas después del impacto contra el agua, sólo había un carro visible en el radar, pero volaba a ochenta kilómetros sobre ellos y diez al norte. Mahnmut recuperó la boya periscopio en cuanto pudo.
Estaba escuchando música por el intercom (Brahms) y, allá en su bodega inundada, Orphu estaba presumiblemente haciendo lo mismo.
De repente, el ioniano preguntó:
—¿Te has preguntado alguna vez por qué los dos somos humanistas, Mahnmut?
—¿A qué te refieres?
—Ya sabes, humanistas. Todos los moravecs evolucionaron o bien hacia nosotros, los humanistas con nuestro extraño interés por la antigua raza humana, o hacia los tipos más interactivos como Koros III. Ellos son los que forjan las sociedades moravec, los Consorcios de las Cinco Lunas, los partidos políticos… lo que sea.
—Nunca me había fijado —dijo Mahnmut.
—Te estás quedando conmigo.
Mahnmut guardó silencio. Empezaba a darse cuenta de que, en casi un siglo y medio de existencia, había conseguido permanecer ignorante de casi todo lo importante. Conocía únicamente los fríos mares de Europa (que nunca más volvería a ver) y aquel sumergible, al que le quedaban horas o días de existencia como entidad en funcionamiento. Eso y los sonetos y las piezas teatrales de Shakespeare.
Mahnmut estuvo a punto de echarse a reír a través del comunicador. ¿Qué podía ser más inútil?
Como si volviera a leerle la mente, Orphu dijo:
—¿Qué diría el bardo de esta situación?
Mahnmut observaba las lecturas de energía y los niveles de consumo. No podían esperar las setenta y tres horas. Tendrían que intentar liberarse en las próximas seis horas o así. E incluso en tal caso, si no conseguían soltarse inmediatamente, era posible que el reactor dejara de funcionar del todo, se sobrecargara, y…
—¿Mahnmut?
—Lo siento. Estaba adormilado. ¿Qué pasa con el bardo?
—Debe de tener algo que decir sobre naufragios —dijo Orphu—. Me parece recordar que había montones de naufragios en Shakespeare.
—Oh, sí —dijo Mahnmut—. Montones de naufragios. Noche de reyes, La tempestad, la lista sigue y sigue. Pero dudo que haya nada en sus obras que nos sirva en esta situación.
—Háblame de alguno de esos naufragios.
Mahnmut negó con la cabeza en el vacío. Sabía que Orphu estaba intentando hacer que apartara la mente de su realidad actual.
—Háblame de tu amado Proust —dijo—. ¿Dice el narrador Marcel algo de estar perdido en Marte?
—Pues sí —dijo Orphu con un levísimo atisbo de humor.
—Estás bromeando.
—Nunca bromeo con À la recherche du temps perdu —dijo Orphu, en un tono que casi, no del todo, convenció a Mahnmut de que el ioniano hablaba en serio.
—Muy bien, ¿qué dice Proust sobre sobrevivir en Marte? —preguntó Mahnmut. Faltaban cinco minutos para que desplegara la boya periscopio de nuevo y los iba a llevar a la superficie aunque el carro estuviera sobrevolando a diez metros sus cabezas.
—En el volumen tercero de la edición francesa, el volumen quinto de la traducción al inglés que te descargué, Marcel dice que, si de pronto nos encontráramos en Marte y nos crecieran un par de alas y un nuevo sistema respiratorio, no dejaríamos de ser nosotros mismos —-dijo Orphu—. No mientras tuviéramos que usar los mismos sentidos. No mientras estuviéramos lastrados con la misma consciencia.
—Estás bromeando —dijo Mahnmut.
—Nunca bromeo sobre las percepciones del personaje de Marcel en À la recherche du temps perdu —repitió Orphu en un tono que indicó a Mahnmut que en efecto estaba bromeando, pero no en lo referente a esa extraña referencia a Marte—. ¿No leíste las ediciones que te envié al principio de nuestro viaje sistema adentro?
—Lo hice. De verdad. Pero me salté los dos últimos miles de páginas.
—Bueno, no me extraña —dijo Orphu—. Escucha, aquí hay un párrafo que viene después de lo de desarrollar alas y pulmones nuevos en Marte. ¿Lo quieres en inglés o en francés?
—En inglés —respondió Mahnmut rápidamente. Tan cerca de una terrible muerte por asfixia, no quería la tortura añadida de tener que escuchar francés.
—El único viaje auténtico, la única Fuente de la Juventud —recitó Orphu—, se encontraría no en viajar a tierras extrañas sino en tener otros ojos, en ver el universo a través de los ojos de otra persona, de un centenar de otras personas, y ver los cientos de universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es.
Mahnmut olvidó en efecto su inminente asfixia durante un minuto mientras reflexionaba sobre esto.
—Ésa es la cuarta y última respuesta de Marcel al enigma de la vida, ¿verdad, Orphu? —El ioniano permaneció en silencio—. Quiero decir —continuó Mahnmut—, que dijiste que en los tres primeros intentos Marcel fracasó. Intentó creer en la notoriedad. Intentó creer en la amistad y el amor. Intentó creer en el arte. Nada de esto funcionó como elemento trascendente. Así que éste es el cuarto intento. Esta… —no encontró palabra ni frase adecuadas.
—Consciencia escapando de los límites de la consciencia —dijo Orphu tranquilamente—. La imaginación rompiendo los límites de la imaginación.
—Sí —jadeó Mahnmut—. Comprendo.
—Tienes que hacerlo —dijo Orphu—. Ahora eres mis ojos. Tengo que ver el universo a través de los tuyos.
Mahnmut guardó silencio un minuto, rodeado por el siseo del umbilical de O2
Luego dijo:
—Vamos a intentar subir La Dama Oscura.
—¿La boya periscopio?
—Al infierno con ellos si siguen allí arriba esperando. Prefiero morir peleando que asfixiarme aquí en el cieno.
—Muy bien —dijo Orphu—. Has dicho «intentar». ¿Hay alguna duda de que puedas sacarnos del cieno?
—No tengo ni puñetera idea de sí podremos librarnos de esta mierda —dijo Mahnmut, conectando con la mente los interruptores virtuales, subiendo a rojo la energía del reactor, armando los impulsores y piros—. Pero vamos a intentarlo con todas nuestras fuerzas dentro de… dieciocho segundos. Agárrate, amigo mío.
—Puesto que mis asideros, manipuladores y flagelos han desaparecido, supongo que lo dices en sentido retórico.
—Agárrate con los dientes —dijo Mahnmut—. Seis segundos.
—Soy un moravec —dijo Orphu, ligeramente indignado—. No tengo dientes. ¿Qué estabas…?
De repente la comunicación se cortó con el rugir de todos los impulsores, el tronar de los mamparos quebrándose y cediendo y el gran gemido de La Dama Oscura intentando librarse de la resbaladiza presa de Marte.