55
El Anillo Ecuatorial
—Piensa, Él mismo —susurró la voz de Calibán desde las sombras de la fermería—, que debería enseñar a la pareja razonadora lo que significa «deber». ¿Haz lo que él quiere, o por dónde, Señor? Así Él.
—¿De dónde demonios viene esa voz? —exclamó Harman. La fermería estaba casi toda a oscuras, la luz procedía de los brillantes tanques que se iban vaciando uno a uno, y Daeman saltaba de la pared semipermeable a la mesa del caníbal, tratando de encontrar la fuente de los susurros.
—No lo sé —dijo Daeman por fin—. Un respiradero. Alguna entrada que no hemos descubierto. Pero si sale a la luz, lo mataré.
—Puede que le dispares —dijo el holograma de Próspero, apoyado contra el mostrador, cerca de los controles de los tanques de curación—, pero no es seguro que lo puedas matar. Calibán, un diablo, un diablo nato, de cuya naturaleza nunca puede fiarse nadie, de quien mis dolores humanamente tomados… ¡todo, todo perdido, perdido del todo!
Durante dos días con sus noches, cuarenta y siete horas y media, ciento cuarenta y cuatro revoluciones del asteroide de luz terráquea a luz estelar, los dos hombres habían supervisado el envío desde los tanques de curación hasta que sólo quedaron una docena, los más nuevos. Sabían cómo convocar holos externos del acelerador lunar que aceleraba de un modo más lineal directamente hacia ellos. Ya podían ver la enorme máquina, acercándose primero al agujero de gusano, visible y horrible en los paneles transparentes del techo de la fermería, los impulsores ardiendo azules detrás. Próspero y los indicadores virtuales les aseguraron que quedaban casi noventa minutos para el impacto, pero el instinto y la visión les decían lo contrario, así que ambos hombres dejaron de mirar.
Calibán estaba en algún lugar cercano. Daeman se dejó puesta la máscara de osmosis por las lentes aumentadoras de luz, pero también usaba la linterna de Savi y la pasaba bajo la mesa del caníbal, donde la luz blanca destellaba en los huesos blancos.
Habían creído que el viaje desde la sala de control había sido lo peor (la larga zambullida a través de las algas y la escasa luz, esperando que Calibán los atacara de un momento a otro). Dos veces algo verdigrís se movió entre las sombras y dos veces Daeman disparó el arma de Savi al atisbar movimiento; una vez la cosa de las sombras se alejó nadando, y la otra flotó, muerta, las flechas brillando en su carne gris. Un cadáver posthumano entre las algas. Después de cuarenta y siete horas y media sin dormir y comiendo sólo rancia carne de lagarto, no podía haber nada peor. Sin embargo aquella última hora era la peor. Se habían detenido junto a la entrada de la gruta, golpeado la cubierta de hielo con las botas y la culata del arma, hasta que pudieron llenar su única botella con esferoides de agua sucia y repugnante, tan ansiada. Al menos habían hecho eso. Pero el agua ya se había acabado y ninguno de los dos podía dejar su puesto y salir de la fermería para ir a por más. Además, habían quitado las cubiertas de plástico de las partes superiores de los tanques y las habían clavado sobre la membrana semipermeable de la entrada para estar sobre aviso si Calibán entraba por ahí en la fermería, así que no podían salir con facilidad por ese camino aunque quisieran. Ambos hombres tenían la lengua hinchada y les dolía abominablemente la cabeza de sed y fatiga y aire enrarecido y miedo. Habían tenido pocos problemas con la docena de servidores de la fermería. Permitieron continuar trabajando a varios de ellos en sus tareas de enviar a los cuerpos sanados, mientras que otros (cuyos deberes se interponían en el trabajo de los hombres) fueron incapacitados. Daeman le disparó a uno, pero eso fue un error. Las flechas desgarraron la pintura y fragmentos de metal del servidor, y estropearon un manipulador y le arrancaron un ojo, pero no lo destruyeron. Harman resolvió el problema buscando un pesado trozo de tubería en los tanques, liberándolo (lo que permitió que el oxígeno líquido inundara el aíre ya frío) y golpeando al servidor hasta dejarlo inmóvil. Eliminaron los servidores restantes de la misma forma.
Próspero llegó cuando estaban conectando la esfera comunicadora holográfica sobre el panel de control, y el magus se aseguró de que sus ajustes en los tanques de vaciado fueran correctos. Primero, desconectaron los fax-nódulos de entrada. Luego faxearon inmediatamente los Veinte ilesos de vuelta a sus nódulos terrestres antes de que empezara ninguna reparación. Próspero dijo que no era posible acelerar el trabajo de los gusanos azules y el fluido azul, así que dejaron esos tanques cumpliendo su ciclo. Los humanos que flotaban desnudos y estaban a punto de terminar su curación fueron faxeados pronto de vuelta. De los seiscientos sesenta y nueve tanques de la fermería, todos menos treinta y ocho estaban ya vacíos. Treinta y seis eran reparaciones masivas y dos eran corrientes, de Veintes que habían faxeado e iniciado su reparación normal antes de que Harman y Daeman consiguieran desconectar los ordenadores.
—Además, complace a Setebos trabajar —siseó la invisible voz de Calibán.
—¡Cállate! —gritó Daeman. Se movió entre los brillantes tanques, intentando no flotar en la baja pero apreciable gravedad que allí había. Las sombras danzaban por todas partes pero ninguna de ellas era lo bastante sólida como para disparar.
—No logra hacer algo: apilado en vuestra pila de hierbas, y cuadrado y atascados tres cuadrados de suave tiza blanca —susurró Calibán desde la oscuridad—. Y, con un diente de pez, arañó una luna para cada uno, y puso boca arriba varias espinas de un árbol y lo coronó todo con un cráneo de perezoso en… cima, lo encontró muerto en el bosque, demasiado difícil para uno solo. No tiene sentido el trabajo por bien del trabajo solo. Alguien lo volverá en contra: así Él.
Harman se echó a reír.
—¿Qué? —Daeman caminó y flotó de vuelta a los controles virtuales, donde la holosfera permitía a Próspero estar de pie. Había piezas de servidores por todo el suelo, imitando la mesa del caníbal entre las sombras.
—Tenemos que salir pronto de aquí —-dijo Harman, frotándose los ojos enrojecidos—. Lo que dice el monstruo empieza a tener sentido para mí.
—Próspero —dijo Daeman, escrutando de sombra en sombra en el bosque oscuro de tanques de suave brillo—. ¿Quién o qué es ese Setebos del que Calibán no para de hablar?
—El dios de la madre de Calibán —dijo el magus.
—Y tú dijiste que la madre de Calibán está también por alguna parte. —Daeman empuñó el arma con una mano y se frotó los ojos con la otra. Veía la fermería borrosa, y sólo en parte debido al vapor flotante del oxígeno líquido vertido.
—Sí, Sicórax todavía vive —dijo Próspero—. Pero no en esta isla. En esta isla ya no.
—¿Y ese Setebos? —inquirió Daeman.
—-El enemigo del Silente —dijo Próspero—. Como su congregación de dos, un amargo corazón que deja pasar el tiempo y muerde.
Las alarmas zumbaron sobre la consola. Harman activó los controles virtuales. Tres humanos curados más (casi curados, al menos) fueron faxeados. Quedaban treinta y cinco.
—¿De dónde vino ese Setebos? —preguntó Harman.
—Vino de la oscuridad con los voynix y otras cosas —dijo Próspero—. Un fallo menor de cálculo.
—¿Es Odiseo uno de los otros seres traídos de la oscuridad? —preguntó Daeman.
Próspero se echó a reír.
—Oh, no. Ese pobre tipo fue enviado aquí por una maldición, desde esa encrucijada a donde han huido la mayoría de los posthumanos. Odiseo está perdido en el tiempo, obligado a vagabundear por una dama malvada a quien yo conozco como Ceres, pero a quien Odiseo conoció… en todos los sentidos… como Circe.
—No comprendo —dijo Harman—. Savi dijo que descubrió a Odiseo hace poco, dormido en una de sus criocámaras.
—Eso era verdad —dijo Próspero—, pero también mentira. Savi sabía lo del viaje de Odiseo y adonde pretende ir. Lo usó igual que él la usó a ella.
—¿Pero es el aqueo del drama turín? —preguntó Daeman.
—Sí y no —dijo Próspero a su enloquecedor modo—. El drama muestra un tiempo y un relato que se ha dividido. Este Odiseo es de una de esas ramas, sí. No es el Odiseo de todo el relato, no.
—Todavía no nos has dicho quién es Setebos —dijo Harman. Tenía poca paciencia. Seis humanos más partieron de sus tanques, terminados y curados. Sólo quedaban veintinueve. Faltaban veinte minutos para tener que correr hacia el sonie. El acelerador lineal estaba tan cerca que podían verlo por la ventana sin ninguna amplificación. El agujero de gusano era una esfera de luz y oscuridad cambiantes.
—Setebos es un dios cuya característica es el poder puro, arbitrario —dijo Próspero—. Mata al azar. Perdona a capricho. Asesina a muchos pero sin pauta ni plan. Es un dios del once de septiembre. Un dios de Auschwitz.
—¿Qué? —dijo Daeman.
—No importa —respondió el mago.
—Decid —susurró Calibán desde la oscuridad, bajo la mesa—. Puede que le guste, tal vez, lo que le beneficia. Ay, él mismo ama lo que le hace bien: pero, ¿por qué? No obtiene el bien de otro modo.
—¡Maldición! —rugió Daeman—. Voy a buscar a ese hijo de puta.
Empuñó el arma y se lanzó hacia la oscuridad. Cuatro cuerpos humanos más se faxearon y sus tanques se vaciaron con un sonido de ráfaga. Quedaban veinticuatro.
Había cuerpos en el suelo, cuerpos en la mesa, partes de cuerpos en la silla. Daeman sostuvo la linterna de Savi con la mano izquierda, la pistola en la derecha, la capucha y las lentes en su sitio, pero todavía había oscuridad entre las sombras. Observó y esperó algún movimiento por el rabillo del ojo.
—¡Daeman! —llamó Harman.
—Un momento —gritó Daeman, esperando, usándose a sí mismo como cebo. Quería que Calibán saltara. Tenía los cargadores de flechas preparados y sabía por experiencia que se dispararían rápidamente si pulsaba el gatillo. Podía meterle cinco mil dardos de cristal a aquel asesino hijo de puta si…
—¡Daeman!
Se volvió hacia el grito de Harman.
—¿Ves a Calibán? —gritó hacia la zona de control iluminada.
—No —dijo Harman—. Algo peor.
Daeman oyó entonces las válvulas de presión rugiendo y las suaves alarmas. Pasaba algo con los tanques.
Harman señaló los diversos indicadores que destellaban en rojo.
—Los tanques se están secando antes de que se curen los últimos cuerpos.
—Calibán ha encontrado un modo de interrumpir el flujo nutriente del exterior —dijo Próspero—. Esos veinticuatro hombres y mujeres han muerto.
—¡Maldición! —rugió Harman. Golpeó la pared con el puño.
Daeman entró en el bosque de tanques, iluminándolos con la linterna.
—El nivel de fluido baja rápidamente —informó a Harman.
—Los faxearemos de todas formas.
—Faxearas cadáveres con gusanos azules retorciéndose en sus tripas —dijo Daeman—. Tenemos que salir de aquí.
—Eso es lo que quiere Calibán —gritó Harman. Daeman no podía ver ahora la consola de control. Estaba en la fila trasera de tanques, en los lugares oscuros donde antes había temido ir. El arma le pesaba en la mano. Continuó pasando la linterna de un tanque a otro.
Próspero murmuraba con su voz de anciano.
Te veo preocupado, hijo mío,
y como abatido. Recobra el ánimo.
Nuestra fiesta ha terminado. Los actores,
como ya te dije, eran espíritus
y se han disuelto en aire, en aire leve,
y, cual la obra sin cimientos de esta fantasía,
las torres con sus nubes, los regios palacios,
los templos solemnes, el inmenso mundo
y cuantos lo hereden, todo se disipará
e, igual que se ha esfumado mi etérea función,
no quedará ni siquiera polvo. Somos de la misma
sustancia de la que están hechos los sueños,
y nuestra breve vida culmina en un…
—¡Cierra la puñetera boca! —gritó Daeman—. Harman, ¿puedes oírme?
—Sí —dijo el hombre mayor, desplomado sobre el panel de control—. Tenemos que irnos, Daeman. Perdimos estos últimos veinticuatro. No podemos hacer nada.
—¡Harman, escúchame! —Daeman se encontraba en la última fila de tanques, el haz de la linterna firme—. En este tanque…
—¡Daeman, tenemos que irnos! La energía se acaba. Calibán está cortando la energía.
Como para demostrar lo que decía Harman, la holosfera se apagó y Próspero dejó de existir. Las luces de los tanques se apagaron. El brillo del panel de control virtual menguó.
—¡Harman! —gritó Daeman desde las sombras—. En este tanque. Es Hannah.