39
Olimpo, Ilión y Olimpo
El pequeño robot me fascina y me siento tentado a quedarme en el Gran Salón de los Dioses y averiguar qué está pasando, pero tengo miedo de acercarme porque los dioses podrían oírme en este enorme y silencioso espacio. Ahora dialogan con el robot en griego antiguo (al menos los dioses, incluido Zeus, están hablando en el lenguaje común al que me he acostumbrado aquí), pero estoy tan lejos que sólo capto fragmentos.
—… pequeños autómatas… juguetes… del Gran Mar Interior… deberían ser destruidos…
En vez de intentar acercarme, recuerdo por qué estoy aquí (el cepillo de Afrodita) y la importancia de que regrese con las mujeres troyanas. El destino de cientos de miles de personas puede depender de lo que yo haga a continuación, así que me marcho de puntillas, dejando a los dioses y las extrañas máquinas, y encuentro el camino por el largo pasillo lateral hasta la pequeña suite de habitaciones donde me reuní por primera vez con la Diosa del Amor, hace sólo unos días. ¿Puede ser que haga sólo unos días? Han pasado muchas cosas desde entonces, por decir lo mínimo.
Hay voces (voces de dioses) que resuenan en otro lugar del Gran Salón, y me meto en el pied-à-terre de Afrodita con el pulso latiéndome en la garganta. El lugar es tal como recuerdo de hace unos cuantos días: sin ventanas, iluminado solamente por unos cuantos trípodes, amueblado con el diván y unos cuantos muebles más. Una pantalla azul brilla suavemente sobre la mesa de mármol. En su momento pensé que era como la pantalla de un ordenador, y ahora me acerco a mirar. Es cierto, el brillante rectángulo azul está separado de la mesa, flotando a unos cuatro centímetros sobre la superficie de mármol, y aunque no se ve en él ningún menú de Microsoft Windows, un círculo blanco flota en él como invitándome a tocarlo y activar la pantalla.
Lo dejo en paz.
Cerca del diván recuerdo que hay algunos artículos personales de Afrodita en una mesita redonda; espero que el cepillo esté allí. No está. Encuentro un broche de plata, unos cilindros plateados (¿barras de labios divinas? y un espejo de plata ricamente labrado, boca abajo, pero ningún cepillo.
Maldición. No tengo ni idea de cuál de las mansiones repartidas por la amplia cima verde del Olimpo es el hogar de Afrodita, y desde luego no puedo pedirle la dirección a ningún dios. He apostado y perdido el desafío de Helena para que le llevara el cepillo. Pero lo importante es demostrarles que tengo la habilidad de viajar al Olimpo y volver, y la velocidad es esencial. No tengo ni idea de cuánto tiempo esperarán las mujeres troyanas.
Tomo el espejo sin mirarlo con atención, imagino la habitación del sótano en el templo de Atenea en Ilión y retuerzo el medallón TC.
Hay siete mujeres cuando cobro existencia allí, no las cinco que dejé hace unos minutos. Todas retroceden un paso cuando llego, pero una deja escapar un agudo chillido y se cubre la cara con las manos. Todavía tengo tiempo de ver su cara y la reconozco: es Casandra, la hija más hermosa del rey Príamo.
—¿Nos has traído el cepillo, Hock-en-beee-rry, como prueba de tu habilidad para viajar al Olimpo y volver como hacen los dioses?
—No tuve tiempo de buscarlo —digo—. He traído esto.
Le tiendo el espejo a la mujer más cercana, Laódice, la hija de Hécuba.
—El grabado en el mango de plata y la parte posterior del espejo es similar al que recuerdo que tenía el cepillo de la diosa, pero… —dice Helena.
Deja de hablar cuando Laódice abre la boca y casi deja caer el espejo. La sacerdotisa, Teano, lo recoge y mira, se queda blanca y se lo entrega a Andrómaca. La esposa de Héctor se contempla en él y se ruboriza. Casandra lo toma a su vez lo alza se mira y vuelve a gritar.
Hécuba le quita el espejo y la mira con el ceño fruncido. Me doy cuenta inmediatamente de que no hay ningún amor entre las dos mujeres, y recuerdo por que: Casandra, a quien Apolo concedió el don de la profecía, urgió al rey Príamo a que hiciera matar nada más nacer al bebé de Hécuba, Paris. En su infancia, Casandra predijo el desastre que provocaría la captura de Helena y la guerra subsiguiente. Pero, según la tradición, el don de la profecía concedido por Apolo a la muchacha iba acompañado por la maldición de que nadie le creería.
Ahora Hécuba se contempla en el espejo con la boca abierta.
—¿Qué pasa? —pregunto. Debe de haber algo malo en el espejo.
Helena toma el espejo de las manos de la madre de Héctor y me lo tiende.
—¿Ves, Hock-en-beee-rry?
Miro en el cristal. Mi reflejo es… extraño. Soy yo, pero no soy yo. Mi barbilla es más fuerte, mi nariz más pequeña, mis ojos más astutos, mis pómulos más altos, mis dientes más blancos…
—¿Es esto lo que habéis visto todas? —pregunto—. ¿El reflejo idealizado de vosotras mismas?
—Sí —responde Helena—. El espejo de Afrodita sólo muestra belleza. Nos hemos visto a nosotras mismas como diosas.
No puedo imaginar que Helena pueda ser más hermosa de lo que ya es, pero asiento y toco la superficie del espejo. No es cristal. Es suave, blando, casi como la pantalla de plasma de un ordenador portátil. Tal vez eso es lo que es y dentro de los grabados hay potentes microchips y programas morfeadores de vídeo que contienen algoritmos de simetría, proporciones ideales, y otros elementos de belleza humana tal como ésta se percibe.
—Hock-en-beee-rry —dice Helena—, deja que te presente a estas dos mujeres que han venido esta mañana a juzgar si dices la verdad o no. La mujer más joven es Casandra, la hija de Príamo. La mujer mayor es Herófila, «amada de Hera», la más vieja de las sibilas y sacerdotisas de Apolo Soberano. Fue Herófila quien interpretó el sueño de Hécuba hace muchos años.
—¿Qué sueño es ése?
Hécuba, quien al parecer no está dispuesta a mirar a Herófila ni a Casandra, dice:
—Cuando estaba embarazada de mi segundo hijo, Paris, soñé que daba a luz una vara ardiente que extendía su fuego por toda Ilión, arrasándola hasta los cimientos. Y ese hijo se convirtió en una enfurecida Erinia, una hija de Cronos, dicen algunos, la hija de Forcis dicen otros, el retoño de Hades y Perséfone dicen otros más, pero, según se reconoce, más probablemente hija de la temible Noche. Esta Furia de fuego no tenía alas, pero se parecía a las Arpías. El olor de su aliento era sulfuroso. Un líquido venenoso le brotaba de los ojos. Su voz era como el mugido del ganado asustado. Llevaba en el cinturón un látigo de colas rematadas en bronce, una antorcha en una mano y una serpiente en la otra, y su hogar era el Inframundo, y nació para vengar todas las afrentas contra las madres. Su llegada fue anunciada por todos los perros de Ilión que ladraron su lamento.
—Guau —digo— Es todo un sueño.
—Percibí que la Furia era el niño que más tarde sería llamado Paris —dice la vieja bruja, Herófila—. Casandra también lo vio, y recomendó que se matara al niño en el momento en que saliera del vientre. —La vieja sacerdotisa dirigió a Hécuba una mirada de reproche—. Nuestro consejo fue ignorado.
Helena salta literalmente entre las dos mujeres.
—Todas las presentes, Hock-en-beee-rry, han tenido visiones de Troya incendiada. Pero no sabemos cuál de nuestras visiones surge simplemente de nuestra ansiedad por nosotras mismas, nuestros hijos y nuestros maridos, y qué visiones son verdaderas y surgen del don concedido por los dioses. Así que debemos juzgar la tuya. Casandra tiene preguntas que hacerte.
Me vuelvo a mirar a la mujer más joven. Es rubia y delgadísima, pero de algún modo sigue siendo asombrosamente hermosa. Tiene las uñas mordidas y ensangrentadas, y no deja de retorcer y entrelazar los dedos. No puede estarse quieta. Sus ojos están tan enrojecidos como sus uñas. Al mirarla me acuerdo de las fotos que he visto de hermosas estrellas de cine en proceso de rehabilitación por su adicción a la cocaína.
—No he soñado contigo, hombre de aspecto débil —dice. Yo paso por alto el insulto y ella continúa—: Pero te pregunto lo siguiente. Una vez soñé con el rey Agamenón y su reina Clitemnestra como un gran toro real y una vaca. ¿Qué te dice este sueño, oh, profeta?
—No soy ningún profeta —digo—. Tu futuro es simplemente mi pasado. Pero ves a Agamenón como un toro porque será sacrificado como un buey tras su regreso a Esparta.
—¿En su propio palacio?
—No —-digo. Siento como si estuviera en el meollo de los exámenes orales de la facultad de Hamilton, mi vieja alma mater—. Agamenón morirá en casa de Egisto.
—¿A manos de quien? ¿Por voluntad de quién? —presiona Casandra.
—De Clitemnestra.
—¿Por qué motivo, oh, no-profeta?
—Su furia porque Agamenón ha sacrificado a su propia hija, Ifigenia.
Casandra sigue mirándome, pero asiente levemente a las otras mujeres.
—¿Y qué sueñas de mí y de mi futuro, oh, vidente? —pregunta con sorna.
—Serás salvajemente violada en este mismo templo.
Parece que todas las mujeres contienen la respiración. Me pregunto si habré ido demasiado lejos. Bueno, esta zorra quiere la verdad, así que le daré la verdad.
Casandra se mantiene imperturbable, incluso parece complacida. Me doy cuenta de que la joven profetisa ha visto esta violación durante la mayor parte de su vida. Nadie ha escuchado sus advertencias. Debe de ser reconfortante para ella oír que alguien confirma su visión.
Pero su voz no suena complacida cuando vuelve a preguntar:
—¿Quién me violará en este templo?
—Ayax.
—¿Ayax el Pequeño o Ayax el Grande? —pregunta la mujer. Casandra parece neurótica y ansiosa, pero también muy hermosa en su vulnerabilidad.
—Ayax el Pequeño —digo—. Ayax de la Lócride.
—¿Y qué estaré haciendo yo aquí arriba en este templo, hombrecito, cuando el poderoso Ayax de la Lócride me viole?
—Intentando salvar el Paladión —respondo. Hago un gesto hacia la pequeña estatua que tengo a tres metros.
—¿Y queda sin castigo Ayax el Pequeño, oh, hombre?
—Se ahogará en el camino de vuelta a casa —digo—. Cuando su navío naufrague en las rocas Giras. En opinión de la mayoría de los expertos es un signo de la cólera de Atenea.
—¿Castigará a Ayax de la Lócride furiosa por mi violación o para vengar la profanación de su templo? —exige saber Casandra.
—No lo sé. Probablemente por lo segundo.
—¿Quién más estará en el templo cuando sea violada, oh, hombre?
Aquí tengo que pensar un segundo.
—Odiseo —digo por fin, mi voz elevándose al final, como el estudiante que espera que su respuesta sea correcta.
—¿Quién más además de Odiseo, hijo de Laertes, será testigo de mi violación esa noche?
—Neptólemo —digo por fin,
—¿El hijo de Aquiles? —interrumpe Teano con una mueca—. Tiene nueve años y está en Argos.
—No —digo yo—. Tiene diecisiete años y es un feroz guerrero. Lo llamarán para que venga de Esciro cuando muera su padre, y Neptólemo acompañará a Odiseo en el vientre del gran caballo de madera.
—¿Caballo de madera? —dice Andrómaca.
Por las pupilas dilatadas de Helena, Herófila y Casandra sé que estas mujeres han tenido visiones del caballo.
—¿Tiene ese Neptólemo otro nombre? —pregunta Casandra… Habla en el tono y con la intensidad de un fiscal entregado.
—Será conocido por las generaciones futuras como Pirro —digo. Intento recordar detallitos de la scholia, de los poetas cíclicos, del Cypria de Proclo y de mi Píndaro. Ha pasado mucho tiempo desde que leí a Píndaro—. Neptólemo no regresará al antiguo hogar de Aquiles en Esciro después de la guerra —digo—, sino que desembarcará en Molosia, en la zona occidental de la isla, donde los reyes posteriores lo llamarán Pirro y dirán que descienden de él.
—¿Cometerá algún otro acto la noche en que los griegos tomen Troya? —presiona Casandra.
Miro a mi jurado de mujeres troyanas: la esposa de Príamo, la hija de Príamo, la madre de Escamandrio, las sacerdotisas de Atenea, una sibila con poderes paranormales. Luego a esta mujer-niña maldita por las visiones y a Helena, esposa de Menelao y Paris. En conjunto, preferiría al jurado de O. J. Simpson.
—Pirro, ahora conocido como Neptólemo, matará al rey Príamo esa noche en el templo de Zeus —digo—. Arrojará a Escamandrio desde las murallas y esparcirá los sesos del niño sobre las rocas. Llevará personalmente a Andrómaca a la esclavitud. Esto ya se lo he contado a las demás.
—¿Y vendrá pronto esa noche? —insiste Casandra.
—Sí.
—¿Dentro de meses y años o de días y semanas?
—Días y semanas —digo. Intento calcular cuántos días faltan para que Aquiles mate a Héctor y Troya caiga cuando la cronología de la Ilíada se restablezca, si lo hace. No muchos.
—Ahora cuéntanos, cuéntame, hombre, cuál será mi destino después de la violación de Ilión y de Casandra —exige saber Casandra.
Aquí vacilo. La boca se me seca.
—¿Tu destino? —consigo decir.
—Mi destino, oh, hombre del futuro —susurra la hermosa rubia—. Sin duda, violada o no, no me dejarán atrás cuando Andrómaca sea conducida a la esclavitud y la noble Helena sea reclamada de nuevo por el furioso Menelao. ¿Qué va a ser de Casandra, oh, hombre?
Intento lamerme los labios. ¿Puede ella ver su propio destino? No tengo ni idea de si el don de la profecía de Apolo va más allá de la caída de Troya. Alguien, creo que fue el poeta erudito Robert Graves, tradujo el nombre de Casandra como “la que enreda a los hombres”. Pero también es alguien que ha sido maldecida por los dioses, obligada a decir siempre la verdad. Decido hacer lo mismo.
—Tu belleza hará que Agamenón te reclame como concubina —digo, la voz apenas audible—. Te llevará a casa consigo, como su… concubina.
—¿Le daré hijos antes de que lleguemos?
—Eso creo —digo, e incluso a mí me suena ridículo. Sigo mezclando a mi Homero con mi Virgilio, mi Virgilio con mi Esquilo y a todos con Eurípides. Demonios, incluso Shakespeare le dio un tiento a esta historia—. Hijos gemelos —digo después de una pausa—. Telédamo y… oh… Pélope.
—¿Y cuando llegue a Esparta, a la casa de Agamenón? —me insta Casandra.
—Clitemnestra te matará con la misma hacha con la que matará a Agamenón —digo, mi voz más aguda de lo que pretendía.
Casandra sonríe. No es una sonrisa agradable.
—¿Antes o después de que decapite a Agamenón?
—Después —digo. Al carajo. Si ella puede soportarlo, yo también. Probablemente ya estoy muerto, de todas formas. Pero usaré el táser con tantas de estas zorras como pueda antes de que se me lleven por delante—. Clitemnestra tendrá que perseguirte un rato —digo—. Pero te alcanza. Te corta también la cabeza. Y luego mata a tus bebés.
Las siete mujeres me miran largamente en silencio, y sus miradas son inescrutables. Recuerdo que no tengo que jugar jamás al póquer con ninguna de estas tías. Luego Casandra dice:
—Sí, este hombre conoce el futuro. Si su visión y su presencia aquí son un regalo de los dioses o un truco de los dioses para descubrir nuestra traición, eso ya no lo sé. Pero debemos confiarle nuestro secreto. Queda muy poco tiempo para el fin de Ilión para hacer otra cosa.
Helena asiente.
—Hock-en-beee-rry, usa tu medallón para ir a los campamentos de los aqueos. Lleva a Aquiles al vestíbulo de la habitación del niño, en casa de Héctor, a la hora del siguiente cambio de guardia.
Pienso. Los guardias de la muralla cambiarán y los gongs sonarán a lo que tendrían que ser las once y media de la noche. Dentro de una hora.
—¿Y si Aquiles no quiere venir conmigo?
En la mirada colectiva que las mujeres me vierten encima hay siete partes de desdén combinadas con tres partes de piedad.
TCeo pitando de allí.
No debería hacerlo, es una locura, sobre todo porque tengo miedo de enfrentarme a Aquiles, pero durante el examen oral de Casandra no dejaba de sentir curiosidad por el pequeño robot que había en el Olimpo. He visto cosas raras en el Olimpo hasta ahora, naturalmente (sin contar a los dioses y diosas, que ya son bastante extraños), como ese gigantesco Curador insectoide. Pero algo en el pequeño robot, si eso es lo que es, me ha llamado la atención. No parecía de ninguno de los mundos entre los que he estado dividiendo mi tiempo en los últimos nueve años: ni del Olimpo ni de Ilión. El pequeño robot parecía más de mi mundo. Mi viejo mundo. El mundo real. No me pregunten por qué. Nunca he visto un robot humanoide excepto en las películas de ciencia ficción.
Además, me digo, dispongo de una hora antes de tener que presentarle Aquiles a Héctor. Me pongo el Casco de Hades y me teleporto cuánticamente de vuelta al Gran Salón de los Dioses.
El pequeño robot y los otros aparatos, incluida la gran cosa parecida a un cangrejo, han desaparecido, pero Zeus sigue aquí. Y hay más dioses. Uno de ellos es el dios de la guerra, Ares, a quien vi por última vez en el tanque junto a Afrodita.
Madre del amor hermoso, ¿dónde está Afrodita ahora? Ella puede verme, aunque lleve puesto este casco. Le ordenó a la musa que me lo diera porque podía localizarme cuando quisiera. ¿Ha salido ya del tanque? Dios mío.
Ares les ruge a todos los dioses mientras Zeus permanece sentado en su trono.
—¡Abajo impera la locura! —grita el dios de la guerra—. Me marcho unos cuantos días y dejáis que la guerra se os vaya de las manos. ¡Impera el caos! Aquiles ha matado a Agamenón y ha tomado el mando de los ejércitos aqueos. Héctor se bate en retirada cuando la victoria para los troyanos era la regia orden de Zeus.
¿Agamenón muerto? ¿Aquiles al mando? Santo cielo. Ya no estamos en la Ilíada, Totó.
—¿Y que hay de los autómatas que he traído, mi señor Zeus? ¿Esos… moravecs? —exige saber Apolo. Su voz resuena en el Gran Salón. Veo a más dioses y diosas que ocupan los entresuelos. La pantalla del suelo muestra escenas de locura y asesinato en las líneas de batalla troyanas y el campamento argivo. Pero yo me concentro en el enorme y fornido Zeus, que sigue sentado en su trono dorado. Sus muñecas enormes, como esculpidas por Rodin en mármol de Carrara. Estoy tan cerca que distingo el vello gris en el pecho desnudo de Zeus.
—Cálmate, Apolo, noble arquero —truena el dios de todos los dioses—. He ordenado eliminar a los autómatas moravecs. Hera los ha destruido ya.
¿Pueden empeorar las cosas?, me pregunto.
Justo entonces, Afrodita entra en el salón flanqueada por Tetis, la madre de Aquiles, y mi musa.