8

Ardis

Daeman durmió bien y soñó con mujeres.

Le resultaba ligeramente divertido, si no extraño, soñar sólo con mujeres el día que no se acostaba con una. Era como si requiriese carne cálida y femenina junto a él cada noche, y su subconsciente la suministrara cuando sus esfuerzos diarios fracasaban. Cuando despertó tarde, en su cómoda habitación de Ardis Hall, el sueño se deshizo en jirones, pero quedó de él lo suficiente (además de la habitual erección matutina) para traerle un recuerdo del cuerpo de Ada, o alguien muy parecida a Ada: cálida, de piel blanca, perfumada, con nalgas rotundas y pechos redondos y muslos sólidos. Daeman anhelaba la conquista del fin de semana venidero y tenía pocas dudas esta hermosa mañana de que tendría éxito.

Más tarde, ya duchado, afeitado, vestido impecablemente al estilo que consideraba rural informal (pantalones de algodón de rayas blancas y azules, chaleco de lana, chaqueta pastel, camisa de seda blanca y corbata de piedra de rubí, con su bastón favorito y con zapatos de cuero negro un poco más recios que sus habituales zapatillas) desayunó en el conservatorio iluminado y descubrió, para su satisfacción, que Hannah y aquel tal Harman se habían marchado por la mañana temprano. «A preparar el vertido de la tarde», fue la críptica explicación que dio Ada y a Daeman no le interesó lo suficiente para pedir explicaciones. Se alegraba de que el tipo se hubiera marchado.

Ada no sacó a colación absurdos como los libros o las naves espaciales, sino que pasó con él toda la mañana, haciéndole de guía, familiarizándolo de nuevo con las muchas alas y pasillos de Ardis Hall, sus bodegas y pasadizos secretos y antiguos desvanes. Él recordó un recorrido similar en su primera visita y a la púber Ada-niña guiándolo por una desvencijada escalera hasta la plataforma del jinker del tejado. Daeman, atento como siempre a tales revelaciones, medio entrevió el cielo de todo hombre joven en su falda arremangada mientras ella subía ante él: recordaba perfectamente los muslos lechosos y las sombras oscuras y punteadas.

Esa mañana subieron la misma escalera hasta la misma plataforma. Los tablones de caoba todavía brillaban, sobresaliendo entre gabletes hasta un alero situado a veinte metros sobre el sendero de grava donde los voynix se alzaban como escarabajos erguidos y oxidados. Daeman se apartó del borde sin barandilla, pero Ada ignoró el peligro y se acercó hasta el límite, para contemplar con tristeza la pradera y la lejana línea del bosque.

—¿No darías cualquier cosa por tener un jinker que funcionara? —dijo ella—. ¿Aunque sólo fuera unos cuantos días?

—No. ¿Por qué?

Ada hizo un gesto con sus manos de largos dedos.

—Incluso con un jinker infantil, podrías sobrevolar el bosque y el río, remontar esas montañas hasta el oeste, volar durante días y días lejos de aquí, lejos de cualquier faxpuerto.

—¿Por qué querría nadie hacer eso?

Ada lo miró un instante.

—¿No sientes curiosidad? ¿Por lo que hay ahí?

Daeman se arregló el chaleco como si se estuviera limpiando migajas.

—No seas absurda, querida. Ahí no hay nada de interés: desierto, ninguna persona. Vaya, todo el mundo que conozco vive a unos kilómetros de un faxpuerto. Además, hay Tyrannosaurus rex por ahí fuera.

—¿Un tiranosaurio? ¿En nuestro bosque? —dijo Ada—. Tonterías. Nunca hemos visto uno por aquí. ¿Quién te ha dicho eso, primo?

—Tú lo hiciste, querida. La última vez que estuve de visita, hace medio Veinte.

Ada negó con la cabeza.

—Debí quedarme contigo.

Daeman pensó en aquello, en sus años de ansiedad por la idea de volver a visitar Ardis, en las pesadillas a causa de los tiranosaurios que había tenido durante años, y sólo pudo hacer una mueca.

Ada pareció leer sus pensamientos y sonrió levemente.

—¿Te has preguntado alguna vez, primo Daeman, por qué los posts decidieron mantener nuestra población en un millón? ¿Por qué no un millón uno? ¿O novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve? ¿Por qué un millón?

Daeman parpadeó, intentando encontrar la relación entre la charla sobre los jinkers infantiles de la Edad Perdida y los dinosaurios y la población humana que era la misma desde… bueno, desde siempre. Tampoco le gustó que les recordara a ambos que eran primos, ya que las antiguas supersticiones a veces inhibían las relaciones sexuales entre familiares.

—Me parece que ese tipo de especulaciones provocan indigestión, incluso en un día tan hermoso como éste, querida —dijo—. ¿Pasamos a un tema más feliz?

—Por supuesto —respondió Ada, bendiciéndolo con la más dulce de las sonrisas—. ¿Por qué no bajamos a buscar a algunos de los otros invitados antes del almuerzo y nuestro viaje al sitio del vertido?

Esta vez, ella fue la primera en bajar la escalera.

Los servidores flotantes sirvieron el almuerzo en el patio norte y Daeman charló amigablemente con algunos de los jóvenes (parecía que varios invitados más habían faxeado para el «vertido» de la tarde, fuera lo que fuese), y después de la comida muchos de los invitados encontraron camas en la casa o cómodos sillones a la sombra en los jardines donde reclinarse mientras se cubrían los ojos con paños turín. El tiempo habitual bajo el turín era de una hora, así que Daeman se acercó hasta la linde de los árboles, atento a las mariposas mientras caminaba.

Ada se reunió con él cerca del pie de la colina.

—¿No usas el turín, primo Daeman?

—No —dijo él, y se dio cuenta de que había sido más brusco de lo que pretendía—. Me he acostumbrado a esas cosas después de casi una década, pero no abuso de ellas. ¿Tú también te abstienes, Ada, querida?

—No siempre —contestó la joven. Hacía girar un parasol de color albaricoque mientras caminaba, y la suave luz le daba a su tez pálida un brillo hermoso—. Compruebo los acontecimientos de vez en cuando, pero me parece que estoy demasiado ocupada para volverme adicta como tanta gente hoy en día.

—Parece que hay turín por todas partes.

Ada se detuvo a la sombra de un olmo gigantesco con anchas ramas bajas. Bajó el parasol y lo cerró.

—¿Lo has probado?

—Oh, sí. Se puso de moda en mis Veinte. Me pasé varias semanas disfrutando del… exceso de todo eso. —No pudo evitar por completo el disgusto que le causaba el recuerdo—. Desde entonces, no.

—¿Te opones a la violencia, primo?

Daeman hizo un gesto neutral.

—Me opongo a su… sustitución.

Ada se rio en voz baja.

—Precisamente ése es el motivo de Harman para no probarlo nunca. Los dos tenéis algo en común.

La idea era tan improbable que la única respuesta de Daeman fue apartar hojas muertas del suelo con la punta de su bastón.

Ada miró al sol en vez de utilizar la función temporal de su palma.

—Se despertarán pronto. «Una hora bajo el paño equivale a ocho horas de turgente experiencia.»

—Ah —dijo Daeman, preguntándose si lo había dicho con doble intención. Su expresión, siempre amable pero un tanto picara, no daba ninguna pista—. Eso del vertido… ¿durará mucho?

—Está previsto que dure casi toda la noche.

Daeman parpadeó sorprendido.

—¿Seguro que no acabaremos durmiendo al raso en el río o donde vaya a tener lugar ese acontecimiento? —se preguntó si dormir bajo las estrellas y anillos mejoraría sus posibilidades de pasar la noche con la joven.

—Habrá provisiones para aquellos que quieran quedarse toda la noche en el sitio del vertido —dijo Ada—. Hannah promete que será bastante espectacular. Pero la mayoría de nosotros volverá a la mansión poco después de medianoche.

—¿Habrá vino y otras bebidas en el… ah… vertido? —preguntó.

—Con toda segundad.

Ahora le tocó a Daeman el turno de sonreír. Que los demás se quedaran viendo el espectáculo, él le serviría a Ada bebidas durante toda la noche, seguiría su «turgente» línea de sugerente conversación, la acompañaría a casa (con suerte y la planificación adecuada irían solos los dos en un pequeño carruaje), vertería la fuerza plena de sus no poco considerables poderes de atención sobre ella y, con sólo un poquito de suerte adicional, esta noche no tendría que soñar con mujeres.

A última hora de la tarde, la veintena aproximada de invitados a la mansión (algunos farfullando sobre los acontecimientos experimentados con el turín durante el día, cómo Menelao había sido alcanzado por una flecha envenenada o una tontería por el estilo) fueron reunidos por un puñado de serviciales servidores y todos salieron hacia el «sitio del vertido» en una caravana de droskhies y carruajes.

Se las había arreglado para ir en el carruaje principal con su anfitriona, y Ada señalaba árboles interesantes, claros y arroyos mientras avanzaban y zumbaban a lo largo de cuatro o más kilómetros por el sendero de tierra hacia el río. Daeman ocupó más espacio en su lado del banco de cuero rojo de lo que le correspondía dada su agradable redondez, y fue recompensado con el contacto del muslo de Ada contra el suyo durante todo el viaje.

Su destino, vio cuando salían del risco de piedra caliza sobre el valle fluvial, no era el río, exactamente, sino un afluente del canal principal, una charca de unos cientos de metros de diámetro, donde la erosión y las riadas habían creado un amplio escudo de arena (una especie de playa). Allí habían levantado una elevada y frágil estructura de troncos, ramas, escalerillas, caños, rampas y escaleras. A Daeman le pareció un burdo patíbulo, aunque nunca había visto un patíbulo de verdad, naturalmente.

Había antorchas en el poco profundo afluente y la endeble estructura se alzaba mitad sobre la arena, mitad sobre el agua. Un centenar de metros más allá, bloqueando aquel canal del río, había una estrecha isla llena de cicadáceas y helechos de pelo de caballo, donde los pájaros y pequeños reptiles voladores alzaban el vuelo con una algarabía de gritos y un frenético aleteo. Daeman se preguntó tontamente si habría mariposas en la isla.

En una zona herbosa de la playa habían levantado pintorescas tiendas de seda, sillones y largas mesas de comida. Los servidores flotaban de un lado a otro, a veces gravitando sobre las cabezas de los invitados que llegaban.

Caminando tras Ada al bajar del carruaje, Daeman reconoció a algunos de los trabajadores del extraño andamiaje: Hannah en la cima, atando más elementos estructurales, con un pañuelo rojo alrededor de la cabeza; el demente, Harman, sin camisa, sudando, con una piel extrañamente bronceada mantenía un fuego contenido a unos tres metros bajo Hannah; otros jóvenes, presumiblemente amigos de Hannah y Ada, corrían de un lado a otro entre las rampas de madera y las escaleras, llevando pesadas cargas de arena y más ramas y piedras redondas.

Un fuego ardía con fuerza en el núcleo de barro de la estructura y las chispas se alzaban al sol del atardecer. Todas las acciones de los trabajadores parecían llenas de sentido, aunque Daeman no le encontraba ninguno al alto montón de palos y canales y barro y arena y llamas.

Un servidor llegó flotando y le ofreció una bebida. Daeman la aceptó y se fue en busca de un asiento a la sombra.

—Esto es la cúpula —explicó Hannah al grupo de invitados más tarde—. Llevamos trabajando en ella una semana, trayendo materiales río abajo en canoas. Cortando y doblando ramas para que encajen.

Fue después de una buena cena. La luz del sol todavía iluminaba las altas montañas en la vertiente cercana al río, pero el valle en sí estaba en sombras y ambos anillos brillaban con fuerza en el cielo oscuro. Las chispas saltaban y flotaban hacia los anillos y el bufido de los fuelles y el rugido del horno eran muy fuertes. Daeman tomó otra copa, la octava o la décima de la tarde, y ofreció una segunda a Ada, quien negó con la cabeza y volvió su atención hacia Hannah.

—Hemos entretejido la madera para darle forma de cesta y hemos cubierto el centro del horno, el pozo, con barro refractario. Lo hicimos a paletadas, mezclando arena seca, bentonita y agua. Luego hicimos bolas con la masa de barro, las envolvimos en hojas mojadas para impedir que se secaran, y cubrimos el pozo del horno con el material. Eso es lo que impide que toda la cúpula de madera se prenda fuego.

Daeman no tenía ni idea de lo que estaba hablando la mujer. ¿Por qué construir una estructura grande y llamativa de madera y luego prenderle fuego por el centro si no quieres que arda? Aquel lugar era una casa de locos.

—Básicamente —continuó Hannah—, nos hemos pasado los últimos días alimentando el fuego principal y apagando todos los otros pequeños iniciados por el horno. Por eso lo hemos construido cerca del río.

—Maravilloso —murmuró Daeman, y fue en busca de otra bebida mientras Hannah y sus amigos (incluso el insufrible Harman) seguían parloteando, usando términos absurdos como «lecho de roca», «cinturón de viento», «tobera» (que según explicaba Hannah era una especie de entrada de aire en su horno cubierto de barro, cerca de la cual una joven llamada Emme seguía trabajando en los fuelles), «zona de fundición» y «arena moldeadora» y «espita» y «agujero de escoria». A Daeman todo aquello le parecía bárbaro y vagamente obsceno.

—Y ahora ha llegado el momento de ver si funciona —anunció Hannah. Su voz revelaba a la vez agotamiento y entusiasmo.

De repente, los invitados tuvieron que echarse atrás en la orilla arenosa del río. Daeman se apartó hacia el prado cercano a las mesas, mientras todos los jóvenes (y aquel maldito Harman) iniciaban un frenesí de acción. Las chispas volaron más altas. Hannah corrió hasta el borde de la llamada cúpula mientras Harman se asomaba a las llamas contenidas por el horno de barro de abajo y gritaba esto y lo otro. Emme siguió manejando los fuelles hasta que no pudo más y fue relevada por el hombre delgado llamado Loes. Daeman escuchó por encima a Ada explicar sin aliento aún más detalles a sus amigos. Captó términos como «tubo de explosión» y «puerta de explosión» y «escoria congelada» (aunque las llamas ardían más altas y más calientes que antes) y «presión de explosión». Daeman se apartó otros diez o quince pasos.

—¡Temperatura de dos mil trescientos grados! —le gritó Harman a Hannah. La mujer delgada se secó el sudor de la frente, hizo algún ajuste en la cúpula de arriba y asintió. Daeman agitó su bebida y se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera estar con Ada a solas en el carruaje que los llevaría de vuelta a Ardis Hall.

De repente se produjo una conmoción que hizo que Daeman levantara la cabeza de su bebida seguro de que vería toda la estructura en llamas y a Hannah y a Harman ardiendo como muñecos de paja. Pero no. Aunque Hannah usaba una manta para apagar las llamas de la escalerilla situada bajo la parte superior de la cúpula (espantando a serviciales servidores e incluso a un voynix que se había acercado para proteger a los humanos del peligro), Harman y otros dos habían terminado de hurgar dentro del feroz horno y acababan de abrir una «espita», permitiendo que lo que parecía ser lava amarilla fluyera hasta la playa por los canales de madera.

Algunos de los invitados se abalanzaron hacia delante, pero los gritos de Hannah y el calor que emanaba del flujo de metal líquido los obligaron a retroceder.

Los canales rudamente tallados y alineados humearon pero no se incendiaron mientras el metal rojo amarillento fluía viscosamente desde la estructura de la cúpula, dejaba atrás las escaleras y se vertía en un molde en forma de cruz situado en la arena.

Hannah bajó corriendo una escalera y ayudó a Harman a sellar el agujero. Los dos se asomaron al horno a través de una portilla, hicieron algo (Ada se lo estaba explicando a un invitado) al «agujero de escoria» (diferente de la espita, advirtió Daeman vagamente) y entonces la joven y el hombre mayor (que pronto sería un hombre mayor y muerto, pensó Daeman cruelmente) saltaron desde la estructura de la cúpula a la arena y corrieron a mirar el molde.

Más invitados corrieron hasta la playa. Daeman se acercó sin ganas, depositando su bebida en la bandeja de un servidor que pasaba.

El aire estaba muy frío junto al río, pero el calor del molde al rojo vivo en la arena golpeó el rostro de Daeman como un feroz puño.

La materia fundida se solidificaba en una masa roja y gris en forma de cruz.

—¿Qué es esto? —preguntó Daeman en voz alta—. ¿Alguna especie de símbolo religioso?

—No —respondió Hannah. Se quitó el pañuelo y se secó el rostro sudoroso, manchado de hollín. Sonreía como si estuviera loca—. Es el primer molde de bronce desde hace… ¿cuánto, Harman? ¿Mil años?

—Probablemente el triple —le dijo el hombre mayor tranquilamente.

Los invitados murmuraron y aplaudieron.

Daeman se echó a reír.

—¿Para qué sirve? —preguntó.

Harman lo miró.

—¿Para qué sirve un bebé recién nacido? —dijo el hombre sudoroso, el torso desnudo.

—Precisamente por eso lo digo —contestó Daeman—. Ruidoso, exigente, apestoso… inútil.

Los otros lo ignoraron mientras Ada abrazaba a Hannah, Harman y los demás trabajadores, como habría hecho si hubieran realizado algo de valor. Los invitados se arremolinaron. Harman y Hannah subieron las escaleras y empezaron a chismorrear, asomándose a las portillas y hurgando en el horno con barras de metal como si hubiera más producción de esa lava. Evidentemente, se dijo Daeman, aquel espectáculo de pirotecnia iba a continuar toda la noche.

Daeman sintió de pronto ganas de orinar, dejó atrás las mesas, pensó primero hacerlo en el pabellón cubierto, y luego decidió (de acuerdo con el espíritu de toda aquella tontería pagana) responder a la llamada de la naturaleza al fresco. Subió el desnivel de hierba camino de la oscura línea de árboles tras una mariposa monarca que pasó aleteando junto a él. No había nada fuera de lo común en ver una monarca, pero era tarde y había pasado además la estación para que estuviera por ahí revoloteando. Daeman dejó atrás al último voynix y se adentró bajo las altas ramas de olmos y cicadáceas.

Alguien, posiblemente Ada, gritó algo desde la ribera del río, a treinta metros de distancia, pero Daeman ya se había desabrochado los pantalones y no quiso parar. En vez de darse la vuelta para responder, avanzó otros veinte pasos o así para ocultarse en la oscuridad del bosque. Aquello sólo requería un minuto.

—Ahhh —dijo, todavía observando las alas anaranjadas de la mariposa a tres metros de él mientras el chorro de orina caía sobre el oscuro tronco de un árbol.

El enorme alosaurio, de nueve metros de largo del morro a la cola, surgió de la oscuridad a cuarenta kilómetros por hora, agachándose bajo las ramas mientras cargaba.

Daeman tuvo tiempo de gritar pero decidió volver a subirse los pantalones antes de darse la vuelta y correr expuesto de esa manera. A pesar de toda su lujuria, Daeman era un hombre modesto. Alzó su pesado bastón de madera para combatir a la bestia.

El alosaurio apresó el bastón y el brazo por igual. Le arrancó el brazo por el hombro. Daeman gritó de nuevo e hizo una pirueta en medio de una fuente de su propia sangre.

El alosaurio lo derribó y le arrancó el otro brazo (lo lanzó al aire y lo pilló al vuelo como si fuera un aperitivo), y luego procedió a sujetar el torso sin brazos pero que aún se sacudía con una pata enorme y con garras, hasta que se preparó para bajar de nuevo su terrible cabeza. De manera casi juguetona el monstruo mordió a Daeman y lo partió por la mitad, tragándose del tirón la cabeza y la parte superior del torso. Las costillas y la columna crujieron y desaparecieron en las fauces del animal. Entonces el alosaurio engulló las piernas y la mitad inferior del torso del hombre, lanzando alrededor pedazos de carne como haría un perro con una rata.

El zumbido del fax comenzó entonces, mientras dos voynix corrían y mataban al dinosaurio.

—Oh, Dios mío —gimió Ada, deteniéndose al borde de los árboles mientras los voynix terminaban su sangrienta tarea.

—Qué carnicería —dijo Harman. Indicó a los otros invitados que retrocedieran—. ¿No le advertiste que permaneciera dentro del límite de los voynix? ¿No le hablaste de los dinosaurios?

—El preguntó por los tiranosaurios —dijo Ana, la mano todavía cubriéndole la boca—. Le dije que no había ninguno por aquí.

—Bueno, eso es verdad —dijo Harman.

Tras ellos, el crisol continuaba rugiendo y lanzando chispas de hollín al cielo cada vez más oscuro.