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Campamento aqueo, costa de Ilión

Hasta ahora todo ha sucedido tal como dijo Homero.

Los troyanos han encendido centenares de hogueras ante la zanja aquea, la última línea de defensa griega en la playa, pero los aqueos, tan contundentemente derrotados a lo largo del día y la noche, han olvidado incluso sus fogones en la confusión. Me he morfeado en el viejo Fénix y espero cerca de la tienda de Agamenón, donde el sollozante hijo de Atreo (¡está llorando, este rey de reyes griegos está llorando!) insta a sus comandantes a reunir a sus hombres y huir.

He visto a Agamenón utilizar esta estrategia antes: fingir que quiere huir para desafiar a sus hombres y lanzarlos al combate, pero esta vez, está claro, el rey está ansioso. Agamenón, los cabellos despeinados, la armadura ensangrentada, las sucias mejillas arrasadas de lágrimas, quiere que sus hombres huyan para salvar sus vidas.

Es Diomedes quien desafía a Agamenón. Casi llama cobarde a su rey y promete que, solo con Esténelo si todos los demás huyen, «se quedará luchando hasta ver el fin de Ilión». Los otros aqueos muestran su apoyo a esta bravata, y entonces el viejo Néstor, apelando a su edad como pasaporte para hablar, sugiere que todos se calmen, que tomen algo de comer, pongan centinelas, envíen hombres a vigilar el foso y las murallas y enciendan sus hogueras. El puñado de fuegos de los griegos (a los que pronto se une el fuego del festín de Agamenón) parece minúsculo comparado con los cientos de hogueras de vigilancia teucra del otro lado del foso, cuyas chispas se alzan hacia las nubes más bajas.

En el festín del consejo de Agamenón, al que asisten todos los jefes y comandantes aqueos, el diálogo continúa tal como contó Homero. Néstor habla primero, alabando el valor y la sagacidad de Agamenón pero diciéndole, esencialmente, que metió la pata hasta el fondo cuando decidió robarle a Aquiles la esclava Briseida.

—En eso no mientes, viejo —es la sincera respuesta de Agamenón. Fue una locura. Estuve loco y ciego al ofender así a Aquiles. —El gran rey calla, pero ninguno de los jefes congregados en torno al fuego central se levanta para discutírselo—. Loco y ciego estuve —continúa Agamenón—, y ni siquiera yo lo negaría. Zeus ama a ese joven de tal forma que Aquiles vale por un batallón… ¡no, por un ejército entero! —Los demás siguen sin discutírselo—. Y como yo estuve loco y ciego por mi propia cólera, arreglaré las cosas ahora mismo pagando el rescate de un rey para que vuelva a las filas aqueas.

Entonces los jefes congregados, Odiseo incluido, hacen ruidos de acuerdo mientras siguen comiendo buey y pollo a grandes bocados.

—Ante todos los que estáis aquí reunidos, contaré mis regalos en su esplendor para conseguir el amor del joven Aquiles —gime Agamenón—. Siete trípodes que no han sido aún puestos al fuego, diez talentos de oro, veinte calderas espléndidas y relucientes y doce corceles robustos vencedores en los juegos…

Y bla, bla, bla. Tal como escribió Homero. Tal como yo ya predije. Y, tal como también predije, Agamenón jura devolver a Briseida, intacta, además de a veinte mujeres troyanas (después de que Ilión caiga, por supuesto) y, como una especie de pièce de résistance, la guinda de las tres hijas del mismísimo Agamenón, Crisotemis, Laodice e Ifinasa. Como inveterado escólico, advierto el error de continuidad con relatos anteriores y posteriores, sobre todo la ausencia de Electra y la posible confusión del nombre de Ifigenia, pero eso ahora carece de importancia. Y luego, como remate, Agamenón deja caer lo de las «siete ciudadelas», fuertemente defendidas.

Y, tal como cuenta Homero, Agamenón ofrece estas cosas en vez de una disculpa.

—Todo esto le ofreceré si pone fin a su cólera —grita el hijo de Atreo a sus comandantes. Los truenos rugen y los relámpagos restallan en el cielo, como si Zeus estuviera impaciente—, ¡Pero que Aquiles se someta a mí! Sólo Hades, el dios de la muerte, es tan inexorable e implacable como este advenedizo. ¡Que Aquiles ocupe su sitio y se incline ante mí! Yo soy el mayor, y el rey más regio. Soy, os digo, más hombre.

Bueno, se acabaron las disculpas.

Ahora está lloviendo. Cae una llovizna persistente, mezclada con los rayos de Zeus y los gritos de los borrachos de las líneas troyanas situadas a menos de cien metros de distancia, sobre la zanja y los parapetos empapados. Quiero que elijan la embajada a Aquiles para poder caminar con Odiseo y Ayax y unirme a ella. Es la noche más importante de mi vida (bueno, de esta segunda vida como escólico), y sigo ensayando lo que le diré a Aquiles.

Si quieres cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.

Creo que he encontrado ese fulcro (o al menos un fulcro). Desde luego, nada será lo mismo para los griegos y los dioses (ni para mí) si hago lo que planeo hacer esta noche. Cuando el viejo Fénix hable en esta embajada ante Aquiles, no será sólo para acabar con la cólera de éste, sino para hacer causa común con Héctor: para volver a griegos y troyanos contra los propios dioses.

—Atrida, generoso general y señor de hombres, nuestro Agamenón —exclama de pronto Néstor—, ningún hombre, ni siquiera nuestro príncipe de hombres, Aquiles, hijo de Peleo, podría despreciar esos regalos. Vamos, enviemos una pequeña embajada de hombres cuidadosamente escogidos para que lleven esas ofrendas y nuestro amor a la tienda de Aquiles esta noche. ¡Rápido, quienes yo elija, que se encarguen de ese deber!

Vestido con la carne del viejo Fénix, me aproximo al círculo, cerca de Ayax el Grande, para que me vea Néstor.

—Ante todo —-exclama Néstor—, que Ayax el Grande se encargue de esta tarea. Y con Ayax, que nuestro sagaz e inteligente rey, Odiseo, añada su consejo. Como heraldos, escojo a Odío y Euríbates para que escolten nuestra embajada. ¡Agua para sus manos ahora! Y un momento de oración en silencio mientras todos suplicamos a Zeus a nuestro modo… ¡que el gran dios nos demuestre piedad y permita que Aquiles sonría ante nuestros regalos!

Me quedo a un lado, anonadado, mientras se realizan las abluciones y los comandantes inclinan la cabeza en silenciosa oración.

Néstor rompe el silencio instando a la embajada (¡la embajada de cuatro, no de cinco!), gritando a los hombres que ya se marchan:

—¡Intentadlo con fuerza! ¡Convencedlo y haced que se apiade de nosotros, nuestro invencible, implacable Aquiles!

Y los dos embajadores y los dos heraldos dejan el círculo de la hoguera y se marchan caminando por la playa.

¡No me ha elegido! ¡Fénix no ha sido elegido! ¡Ni siquiera se le ha mencionado! ¡Homero estaba equivocado! ¡Los acontecimientos de esta Ilión acaban de desviarse de los acontecimientos de la Ilíada, y de repente estoy tan ciego ante los acontecimientos futuros como Helena y todos los demás partícipes de esta historia, tan ciego como los dioses del cielo, tan ciego como el propio Homero, malditos sean mis ojos perdidos!

Tambaleándome sobre mis piernas viejas y flacas (sobre las piernas inútiles, viejas y flacas de Fénix), me abro paso entre el círculo de caudillos griegos y corro por la orilla para intentar alcanzar a Ayax y Odiseo.

Los alcanzo en la playa, a medio camino del campamento de Aquiles. Ayax y Odiseo están solos, hablando en voz baja mientras caminan por la suave arena mojada. Se detienen cuando los alcanzo.

—¿Qué ocurre, Fénix, hijo de Amintor? —pregunta Ayax el Grande—. Me ha sorprendido verte en el banquete del rey, ya que se ha corrido la voz de que has permanecido junto a tus curadores mirmidones durante los últimos meses. ¿Te ha enviado Agamenón con algún último consejo para nosotros?

Jadeando como si de verdad fuera el viejo Fénix, digo:

—Saludos, noble Ayax y regio Odiseo. En verdad, nuestro señor Agamenón me ha enviado para que me una a vosotros en la embajada a Aquiles.

Ayax el Grande parece perplejo, pero Odiseo está claramente receloso.

—¿Por qué te elige Agamenón para esta tarea, venerable anciano? ¿Por qué estabas siquiera en el campamento de Agamenón en esta noche peligrosa, cuando los troyanos acosan nuestro foso como perros hambrientos?

No tengo respuesta para la segunda pregunta, así que trato de tirarme un farol con la primera.

—Néstor ha sugerido que me una a vosotros para contribuir a que Aquiles os preste atención, y a Agamenón le ha parecido una sugerencia sabia.

—Ven entonces —dice Ayax el Grande—. Únete a nosotros, Fénix.

—Pero no hables hasta que yo te lo diga —dice Odiseo, todavía mirándome como si fuera el impostor que soy—. Néstor y Agamenón puede que hayan visto algún motivo para que visites la tienda de Aquiles, pero no puede haber ningún motivo para que hables.

—Pero… —empiezo a decir. No tengo ningún argumento. Si no se me permite hablar, después de Odiseo pero antes que Ayax según cuenta Homero, perderé todo punto de apoyo, perderé el fulcro, fracasaré. Si no se me permite hablar, los acontecimientos de esta noche divergirán de la Ilíada. Pero, advierto, ya han divergido. Fénix debería haber sido elegido por Néstor, su presencia en la embajada secundada por Agamenón. ¿Qué está pasando aquí?

—Si te unes a nosotros en la tienda de Aquiles, viejo Fénix —me advierte Odiseo—, debes esperar en el vestíbulo con los heraldos, Odío y Euríbates, y entrar o hablar sólo sí te lo ordeno. Ésas son mis condiciones.

—Pero… —empiezo a decir de nuevo y veo lo inútil de toda protesta. Si Odiseo recela aún más y me hace volver al campamento de Agamenón, se descubrirá mi estrategia y, con ella, todo mi plan para volver a los mortales contra los dioses—. Sí, Odiseo —digo, asintiendo como hacía el viejo jinete y tutor Fénix—. Como tú ordenes.

Odiseo y Ayax el Grande caminan junto al ruidoso mar y yo los sigo.

He mencionado la tienda de Aquiles y puede que imaginen una especie de tienda de camping, pero el hijo de Peleo vive en un complejo de lona de tamaño parecido a la carpa de un circo de los que recuerdo de mi infancia… que estoy empezando a recordar de mi infancia. Thomas Hockenberry tuvo una vida, parece, y después de casi una década aquí, algunos de los recuerdos regresan a mi mente.

Esta noche, los cientos de tiendas y hogueras alrededor de la tienda principal de Aquiles forman una escena tan caótica como el resto del campamento aqueo, con algunos de los leales mirmidones de Aquiles preparando sus negras naves para zarpar, otros vigilando la muralla para defender su parte de playa si los troyanos se abren paso antes del amanecer, y otros reunidos en torno a las hogueras del campamento igual que hacían los comandantes de Agamenón.

Odío y Euríbates han anunciado nuestra llegada a los capitanes de la guardia, y los guardias personales de Aquiles se ponen firmes y nos conducen al complejo interno. Dejamos la playa y subimos por la baja duna hasta el promontorio donde está situada la tienda de Aquiles. Sigo a los aqueos al interior; Ayax tiene que agachar la cabeza para pasar por la entrada interior más baja, pero Odiseo, casi un palmo más bajo que su compañero, entra sin tener que agacharse. Odiseo se vuelve y me indica un lugar en el vestíbulo, cerca de la entrada. Podré ver y oír lo que pase dentro, pero no participar si me quedo aquí.

Aquiles, tal como describió Homero, está tocando su lira y cantando una canción épica sobre unos héroes antiguos no muy distinta a la misma Ilíada. Sé que la lira fue un trofeo de guerra, ganado cuando Aquiles conquistó Tebas y mató al padre de Andrómaca, Eetión. La esposa de Héctor había crecido escuchando sonar esta misma lira de plata en su palacio real. Ahora Patroclo, el leal amigo de Aquiles, está sentado frente a él, esperando a que termine su parte de la canción para cantar los versos restantes.

Aquiles deja de tañer el instrumento y se pone en pie, sorprendido, cuando Ayax y Odiseo entran. Patroclo se pone en pie también.

—¡Bienvenidos! —exclama Aquiles. Hace un gesto a Patroclo—. Mira, han venido unos queridos amigos. Mucho me deben necesitar cuando vienen aquí, mis amigos más queridos en todas las filas aqueas, incluso en mi enojo lo reconozco.

Indica a los dos emisarios dos escabeles bajos y los cubre de ricas alfombras púrpura.

—Ven, hijo de Menetio —le dice a Patroclo—, trae la más grande de las cráteras. Aquí… ponla aquí. Mezclaremos vino más fuerte. Una copa para cada uno de mis nobles invitados… ya que es a estos hombres que ahora están bajo mi techo a quienes más quiero.

Observo el despliegue de estos rituales de hospitalidad heroica sorprendentemente amables. Patroclo echa un pesado leño al fuego y coloca en los asadores los lomos de una cabra y una oveja, además de la espalda de un jabalí. Automendonte, amigo y auriga de Aquiles y Patroclo, sujeta la carne mientras Aquiles la corta, la sazona y la coloca en la espeta. Patroclo alimenta el fuego un minuto y luego dispersa las ascuas y coloca las carnes en la parte más caliente del fuego, sazonando de nuevo cada una.

Advierto que estoy muerto de hambre. Si me llamaran para hablar ahora (si todos nuestros destinos dependieran de ello), no podría porque la boca se me ha hecho agua.

Como si oyera mi estómago rugir, Aquiles mira hacia la entrada y casi se queda petrificado por la sorpresa.

—¡Fénix! ¡Honorable mentor, noble jinete! Creía que estabas enfermo en tu tienda estas últimas semanas. ¡Pasa, pasa!

Con eso el joven héroe sale al vestíbulo, me abraza y me conduce al centro de su hogar, que ahora huele a cerdo y cordero asado. Odiseo me fulmina con la mirada, advirtiéndome sin decir palabra que guarde silencio durante las discusiones.

—Toma asiento, querido Fénix —dice Aquiles, antiguo estudiante de este anciano. Pero me sienta sobre cojines rojos, no púrpura, y más lejos del fuego que a Odiseo o Ayax. Aquiles es leal a sus viejos amigos, pero entiende el protocolo.

Patroclo trae canastillas de mimbre con pan recién horneado y Aquiles retira la carne de las brasas y sirve las humeantes porciones en platos de madera.

—Hagamos ofrenda a los dioses, queridos amigos —dice Aquiles, asintiendo a Patroclo, quien tira a las llamas las primicias, las primeras tiras de carne.

—Ahora, comamos —ordena Aquiles, y todos nosotros atacamos el pan y la carne y el vino con ansia.

Aunque mastico y disfruto de la comida, mi mente corre: ¿cómo hago la declaración que tengo que hacer para cambiar los destinos de todos los presentes, de los propios dioses? Parecía sencillo una hora antes, pero Odiseo no se ha tragado que Agamenón me ha enviado como emisario. En el poema, Odiseo habla pronto (transmitiendo la oferta de Agamenón), y luego Aquiles replica con lo que he definido a mis estudiantes como el discurso más poderoso y hermoso de toda la Ilíada, luego Fénix suelta su largo monólogo en tres partes (historia personal, parábola de las «Oraciones» y alegoría de la situación de Aquiles en el mito de Meleagros), un paradigma en que un héroe mítico espera demasiado tiempo para aceptar los regalos ofrecidos y luchar por sus amigos. En conjunto, el discurso de Fénix es con diferencia el más interesante de los tres que dan los embajadores enviados a persuadir a Aquiles. Y, según la Ilíada, es el argumento de Fénix el que convenció al colérico Aquiles de retirar su juramento de marcharse a la mañana siguiente. Cuando hable Ayax, después de mí, Aquiles accederá a quedarse al día siguiente para ver qué hacen los troyanos y, si es necesario, proteger sus naves de éstos.

Mi plan es repetir de memoria partes del largo discurso de Fénix, y luego desviarme para incluir mis propias sugerencias. Pero veo que Odiseo me mira con el ceño fruncido desde el otro lado de la tienda y sé que no voy a tener oportunidad.

¿Y si la tengo, qué? He considerado el hecho de que los dioses estarán observando esta comida: es una de las escenas clave de la Ilíada, después de todo, aunque quizá sólo Zeus lo sabe de antemano. Pero incluso sin ese conocimiento anticipado, algunos de los dioses y diosas deben de estar observando este encuentro en sus piscinas de vídeo y en su tabulaimagen. Zeus les ha ordenado que no intervengan hoy, y la mayoría obedece este ultimátum, pero eso debe aumentar todavía más su curiosidad por la embajada ante Aquiles. Si Aquiles acepta el soborno de Agamenón y se deja persuadir por Odiseo esta noche, entonces la ofensiva de Héctor y tal vez la voluntad del propio Zeus estarán condenadas. Aquiles es un ejército de un solo hombre.

¿Y si lo tiento con la herejía esta noche, como he planeado, si intento que Aquiles se alce en pie de guerra contra los dioses, no intervendrá Zeus de inmediato, arrasando esta tienda y a todos sus ocupantes? Y aunque Zeus contenga su ira, puedo imaginar a Atenea o a Hera o a Apolo o a cualquiera de las otras partes interesadas bajando a destruir a este… «Fénix», por sugerir un curso de acción perjudicial para sus fines. He imaginado estas cosas, naturalmente, pero confiaba en que el medallón TC y el Casco de Hades me salvaran.

Pero, ¿y si me vuelvo a salvar huyendo pero estos héroes acaban muertos o la ira de los dioses los disuade? Todo el plan habrá sido para nada y los dioses se enterarán de mi participación. El Casco de Hades y el medallón TC no me servirán de nada entonces: me seguirán hasta los confines de la tierra, hasta la prehistórica Indiana si es necesario. Y eso, como dicen, será todo.

Tal vez Odiseo me haya hecho un favor al no dejarme hablar.

Pero entonces, ¿por qué estoy aquí?

Cuando todos hemos comido bien, hemos apartado los platos vacíos, sólo quedan cortezas de pan en las canastillas y estamos preparados para nuestra tercera copa de vino, veo que Ayax le hace un leve gesto a Odiseo.

El gran estratega capta la indirecta y alza su copa y brinda por Aquiles.

—¡A tu salud, Aquiles!

Todos bebemos y el joven héroe inclina su cabeza rubia en agradecimiento.

—Veo que no falta de nada en este banquete —continúa Odiseo, la voz sorprendentemente baja y suave, casi meliflua. De todos los grandes capitanes aqueos, este hombre barbudo es el que mejor habla y el más sibilino—. No carecemos de nada en el campamento de Agamenón, ni aquí, en casa del hijo de Peleo. Pero no es el deleite del festín lo que ocupa nuestras mentes en esta noche tormentosa… no, es un terrible desastre, preparado y dispuesto por los dioses, lo que nos preocupa y tememos esta noche.

Odiseo continúa hablando despacio, sin apresurarse, buscando apenas un efecto retórico. Describe la derrota de la tarde, la victoria de los troyanos, el pánico aqueo y la voluntad de huir, y la complicidad de Zeus.

—Esos soberbios troyanos y sus aliados han levantado sus tiendas a un tiro de piedra de nuestras naves, Aquiles —continúa Odiseo, hablando como si Aquiles no se hubiera enterado ya de todo esto por Patroclo, Atumedonte y sus otros amigos. O, simplemente, lo hubiera visto desde su tienda en lo alto de la colina.

—Nada puede detenerlos ahora —continúa Odiseo—. De eso se vanaglorian, y miles de hogueras refrendan ese alarde esta noche. Planean llevar esas llamas a nuestras naves con las primeras luces, y luego lanzarse contra nuestros negros cascos para masacrar a los supervivientes. Y Zeus, hijo de Cronos, les envía signos de ánimo, rayos que caen en nuestro flanco izquierdo mientras Héctor ataca furiosamente ebrio de fuerzas. No teme a nada, Aquiles, ni hombre ni dios. Héctor es como un perro rabioso y frenético hoy, y el demonio de la katalepsis lo tiene asido.

Odiseo calla. Aquiles no dice nada. Su rostro nada denota. Su amigo Patroclo observa el rostro de Aquiles todo el tiempo, pero el héroe ni siquiera lo mira. Aquiles seria un jugador de póquer cojonudo.

—Héctor ansía que llegue el amanecer —continúa Odiseo, la voz aún más baja—, ya que, al alba, amenaza con cortar los cuernos de nuestras proas, encender esas naves con fuego abrasador, y, con todos nuestros comandantes atrapados contra los cascos en llamas, derrotarnos y matarnos y destruirnos. Una pesadilla, Aquiles. La temo con todo mi corazón. Temo que los dioses den a Héctor los medios para cumplir todas esas amenazas y que nuestro destino sea morir aquí en las llanuras de Ilión, lejos de las colinas donde pastan los caballos de Argos.

Aquiles no dice nada cuando Odiseo vuelve a hacer una pausa. Las ascuas moribundas chasquean. En alguna tienda cercana, alguien toca una lenta melodía con una lira. Del otro lado llega la risa de un soldado ebrio que obviamente se sabe condenado.

—Depende de ti entonces, Aquiles —dice Odiseo, alzando la voz por fin—. Ahora, ven con nosotros, aunque sea tarde, si quieres salvar a los hijos condenados de los aqueos de la masacre troyana.

Y ahora Odiseo le pide a Aquiles que descarte su ira y acepte la oferta de Agamenón, usando las mismas palabras que éste empleó para describir sus trípodes y su docena de caballos, etcétera, etcétera. Creo que se extiende demasiado en la descripción de la intacta Briseida y las vírgenes troyanas que esperan ser violadas y las tres hermosas hijas de Agamenón, pero acaba con una apasionada perorata, recordando a Aquiles el sacrificio de su propio padre, el consejo de Peleo de valorar la amistad por encima de las disputas.

—Pero si tu corazón odia demasiado al Atrida para que aceptes estos regalos —termina Odiseo—, al menos compadécete del resto de los aqueos. Únete a la lucha y sálvanos ahora, y te honraremos como a un dios. También, recuerda que si tu cólera te impide combatir, si el desprecio te hace volver a casa cruzando el mar de color vino antes de que esta guerra con Troya haya terminado, nunca sabrás si habrías podido matar a Héctor. Esta es tu oportunidad para esa aristeia, Aquiles, ya que el frenesí asesino de Héctor lo hará entablar combate cuerpo a cuerpo mañana después de todos estos años de aislamiento tras las altas murallas de Ilión. Quédate y lucha con nosotros, noble Aquiles, y ahora, por primera vez, podrás enfrentarte a Héctor en combate singular.

He de admitir que el discurso de Odiseo ha sido cojonudo. Yo me habría dejado convencer, si hubiera sido el joven semidiós que está sentado en los cojines a dos metros de mí. Todos permanecemos en silencio hasta que Aquiles suelta su copa de vino y responde.

—Noble hijo de Laertes, semilla de Zeus, pródigo en recursos, querido Odiseo… he de decirte sincera y honradamente lo que siento y cómo terminará todo esto, para que no sigáis atosigándome, enviando una embajada tras otra, coaccionando y murmurando uno tras otro como una fila de pichones.

»Tanto como detesto las puertas del Orco, las oscuras puertas del Hades, tanto detesto al hombre que dice una cosa con la boca pero esconde otra en su corazón.

Parpadeo al oír esto. ¿Es una pulla a Odiseo, «pródigo en recursos», conocido por todos los aqueos como alguien que retuerce la verdad cuando le conviene? Tal vez, pero Odiseo no reacciona de ninguna forma, así que mantengo la expresión de Fénix neutral.

—Lo diré claramente —continúa Aquiles—. ¿Me recuperará Agamenón, me persuadirá con todos estos… regalos? —El héroe casi escupe la última palabra—. No. En modo alguno. Ni podrían todos los capitanes y ejércitos de los aqueos convencerme para que regrese, ya que su gratitud es demasiado escasa y llega demasiado tarde… ¿Dónde estaba la gratitud de los aqueos durante mis años de guerra contra sus enemigos, batalla tras batalla, año tras año, luchando cada día sin un final a la vista?

»Doce ciudades he conquistado con mis naves; once he conquistado mojando el fértil suelo de Ilión con sangre troyana. Y de todas estas ciudades conseguí montones de botín, montañas de despojos, grandes y gimientes rebaños de hermosas mujeres, y siempre di el mejor lote a Agamenón, a ese hijo de Atreo, a salvo en sus negras naves o escondido tras las líneas. Y él lo aceptaba todo… todo y más.

»Oh, sí… a veces os repartía migajas a ti y a los otros capitanes, pero siempre se quedaba con la parte del león. A todos vosotros, cuya lealtad necesita para sostener su régimen, os da… sólo lo que toma de mí, incluida la esclava que habría sido mi novia. Bueno, pues al carajo con él y al carajo con ella y al carajo con todo. Que Agamenón se acueste con Briseida… que se la meta hasta el fondo, si el viejo está preparado para ello.

Tras airear de nuevo sus afrentas, Aquiles pasa a cuestionar por qué sus mirmidones y los aqueos y los argivos deberían estar siquiera librando esta guerra.

—¿Por Helena con su cabello suelto y brillante? —pregunta despectivo, y dice que Menelao y su hermano Agamenón no son los únicos hombres que echan de menos a sus esposas, y le recuerda a Odiseo a su propia mujer, Penélope, que lleva sola diez largos años.

Y yo pienso en Helena sentada en la cama hace unas pocas noches, su melena suelta y brillante sobre los hombros, sus pálidos pechos blancos a la luz de las estrellas.

Es difícil prestarle atención a Aquiles, aunque este discurso es tan hermoso y sorprendente como describió Homero. En su breve charla, Aquiles socava el código heroico que lo convierte en un superhéroe, el código de conducta que hace de él un dios a los ojos de sus hombres e iguales.

Aquiles dice que no tiene ambición alguna por combatir al glorioso Héctor, ni voluntad de matarlo ni de morir a sus manos.

Aquiles dice que va a llevarse a sus hombres y zarpar al amanecer, dejando a los aqueos abandonados a su suerte… a merced de Héctor cuando él y sus hordas crucen mañana el foso y las murallas.

Aquiles dice que Agamenón es un perro sinvergüenza y que no se casaría con una sola de las hijas del viejo rey aunque acabara teniendo el aspecto de Afrodita y las habilidades de Atenea.

Luego Aquiles dice algo verdaderamente sorprendente: confiesa que su madre, la diosa Tetis, le dijo que dos posibles destinos marcarían el día de su muerte: en uno se queda aquí, asedia Troya, mata a Héctor y luego muere él mismo unos días después. En esa dirección, su madre le dijo, se encuentra la gloria eterna en la memoria de hombres y dioses por igual. Su otro destino está en la huida: volver a casa, perder el orgullo y la gloria, pero vivir una vida larga y feliz. La decisión es suya, le dijo su madre hace años.

Y, nos cuenta Aquiles ahora, elige la vida. Aquí este… este… héroe, esta masa de músculos y testosterona, este semidiós, esta leyenda viviente… prefiere la vida a la gloria. Es suficiente para que Odiseo bizquee incrédulo y Ayax se quede boquiabierto.

—Así pues, Odiseo, Ayax, hermanos míos —dice—, volved con los grandes generales aqueos. Comunicadles mi respuesta. Que decidan ellos cómo salvar las cóncavas naves y a los hombres que serán empujados hasta esas mismas naves ardientes mañana a esta hora. Y en cuanto al silencioso Fénix, aquí presente…

Doy un respingo cuando se vuelve hacia mí. Me he perdido tanto preparando lo que tengo que decir y sus implicaciones morales, que he olvidado que estábamos en medio de una discusión.

—Fénix —dice Aquiles, sonriendo indulgente—, mientras Odiseo y Ayax van a informar a su amo, puedes pasar la noche aquí con Patroclo y conmigo, y volver a casa con nosotros al amanecer. Pero sólo si Fénix lo desea… nunca obligaría a ningún hombre a marchar.

Ésta es mi oportunidad para hablar.

Ignorando el ceño fruncido de Odiseo, miro alrededor, me levanto torpemente, me aclaro la garganta para empezar el largo discurso de Fénix. ¿Cómo empieza? Todos esos años enseñándolo y estudiándolo, aprendiendo los matices de cada palabra griega, y ahora mi mente está en blanco.

Ayax se pone en pie.

—¡Mientras este viejo bobo intenta decidir si huir contigo o no, Aquiles, te diré que eres tan idiota como el viejo Fénix!

Aquiles, el ejecutor de hombres que no tolera ningún insulto de nadie, el héroe que dejará que todos sus amigos aqueos sean asesinados antes que sufrir la injuria de Agamenón debido a una esclava, se limita a sonreír y alza una ceja ante el insulto directo de Ayax.

—Renunciar a la gloria y a veinte mujeres hermosas por una mujer que ni siquiera puedes haber… ¡Bah! —exclama Ayax, y se vuelve—. Vamos, Odiseo este chico dorado nunca ha bebido de la teta de la amistad humana. Dejémoslo con su cólera y entreguemos nuestro oscuro mensaje a los aqueos que esperan. El amanecer de mañana vendrá rápido, y yo, para variar, necesito dormir un poco antes de la batalla. Si voy a morir mañana, no quiero morir con sueño.

Odiseo asiente, vuelve a asentir en dirección a Aquiles, y luego sigue a Ayax el Grande y ambos salen de la tienda.

Yo sigo de pie, con la boca abierta, dispuesto a largar el largo discurso en tres partes de Fénix (¡ese inteligente discurso!), con mis propias sagaces enmiendas y mis planes ocultos.

Patroclo y Aquiles se ponen en pie, se desperezan e intercambian miradas. Obviamente estaban esperando esta embajada y ambos hombres conocían con antelación la sorprendente respuesta de Aquiles.

—Fénix, viejo padre, amado por los dioses —dice este último cálidamente—, no sé qué te ha traído aquí realmente esta noche tormentosa, pero bien recuerdo cuando era un chiquillo y me tomabas en brazos y me llevabas a la cama después de mis lecciones. Quédate aquí esta noche, Fénix. Patroclo y Automendonte te prepararán un suave lecho. Por la mañana, zarparemos a casa y podrás venir… o no.

Hace un gesto, se marcha a su dormitorio de la parte trasera de la tienda y yo me quedo aquí de pie como el bobo que soy, sin habla en todos los sentidos, anonadado por esta radical desviación del argumento de la Ilíada.

Aquiles tiene que ser persuadido para quedarse, aunque no se una a la lucha, para que la Ilíada se resuelva de esta forma: con los troyanos que vencen de nuevo y los griegos en plena retirada con todos sus grandes comandantes heridos (Odiseo, Agamenón, Menelao, Diomedes, todos ellos); luego, compadeciéndose de sus amigos aunque sabe que Aquiles nunca se unirá a la batalla, Patroclo se pone la armadura dorada de Aquiles y hace retroceder a los troyanos hasta que, en combate singular con Héctor, Patroclo muere, su cuerpo es violado y mancillado. Eso hace que Aquiles salga de su tienda, lleno de cólera asesina, sellando así el destino de Héctor e Ilión y Andrómaca y Helena y todo el resto de nosotros.

¿Va a marcharse de verdad? No puedo comprenderlo. No sólo no he encontrado el fulcro y he cambiado las cosas, sino que ahora la Ilíada entera se ha salido de madre. En mis más de nueve años como escólico, anotando y observando e informando a la musa, ni una sola vez ha habido una discrepancia grave entre los acontecimientos de la guerra y lo que Homero cuenta en su poema. Y ahora… esto. Si Aquiles se marcha, cosa que parece va a suceder al amanecer, los aqueos serán derrotados, sus naves serán quemadas, Ilión se salvará, y Héctor, no Aquiles, será el gran héroe de la epopeya. Parece improbable que la Odisea de Odiseo llegue a ser realidad algún día… desde luego no tal como se canta ahora. Todo ha cambiado. ¿Sólo porque el verdadero Fénix no estuvo aquí para dar su auténtico discurso? ¿O porque los dioses han manipulado este fulcro antes de que yo tuviera oportunidad de hacerlo? Nunca lo sabré. Mi oportunidad de persuadir a Aquiles y Odiseo en el consejo, mi astuto plan, se ha perdido para siempre.

—Vamos, anciano Fénix —dice Patroclo, tomándome del brazo como sí fuera un niño, guiándome a una habitación lateral de la gran tienda donde han tendido mis cojines y mantas—. Es hora de irse a la cama. Mañana será otro día.