18

Ilión

Esta ciudad (Ilión, Troya, la ciudad de Príamo, Pérgamo) es más hermosa de noche.

Las murallas, cada una de más de treinta metros de altura, están iluminadas con antorchas y braseros en las almenas, y se recortan a la luz de los cientos de hogueras del ejército troyano acampado en la llanura. Troya es una ciudad de altas torres, la mayoría iluminadas hasta bien entrada la noche, con las ventanas cálidas de luz, los patios brillantes, las terrazas y balcones calentados por velas y hogueras y más antorchas. Las calles de Ilión son anchas y están cuidadosamente pavimentadas (una vez intenté meter la hoja de mi cuchillo entre las piedras y no pude) y muchas reciben la luz de los portales abiertos, con antorchas colocadas en los huecos de las paredes, y de las hogueras donde cocinan los miles y miles de soldados extranjeros y sus familiares que viven aquí ahora, aliados de Troya todos.

Incluso las sombras de Ilión están vivas. Hombres y mujeres jóvenes de clase baja hacen el amor en los callejones oscuros y las terrazas en penumbra. Perros bien alimentados y gatos eternamente astutos se deslizan de sombra en sombra, de los callejones a los patios, acechando los bordes de las calles más anchas, donde fruta y verdura, pescado y carne que han caído de los carros del mercado diario son suyos para comer, y luego vuelven a las sombras y la oscuridad de los callejones bajo los viaductos.

Los residentes de Ilión no tienen miedo a morir de hambre o sed. Con las primeras alarmas de la llegada de los aqueos (muchas semanas antes de que las negras naves llegaran hace más de nueve años), cientos de reses y miles de ovejas fueron conducidos a la ciudad. Se vaciaron las granjas en un radio de seiscientos kilómetros cuadrados de la ciudad. Sigue llegando ganado regularmente, y la mayoría de la carne llega a pesar de los tibios esfuerzos de los griegos por impedirlo. La fruta y la verdura llegan fácilmente a Ilión traídas por los mismos astutos granjeros y comerciantes que venden comida a los aqueos.

Troya fue construida en este lugar hace muchísimos siglos principalmente por el enorme acuífero que hay debajo (la ciudad tiene cuatro pozos gigantescos, siempre frescos y profundos). Pero para mayor seguridad, Príamo ordenó hace tiempo que un afluente del río Simoi, que corre al norte de Ilión, fuera desviado por los canales fácilmente defendibles y los viaductos subterráneos hasta la ciudad. Los griegos tienen más problemas para obtener agua fresca que los residentes de Ilión, quienes técnicamente sufren un asedio.

La población de Ilión (probablemente la mayor de la Tierra en esta época) se ha duplicado desde que comenzó la guerra. Primero, para protegerse llegaron a la ciudad los granjeros y pastores y pescadores y otros ciudadanos de las llanuras de Ilión. Tras ellos llegaron los ejércitos de los aliados de Troya: no sólo los combatientes, sino a menudo sus esposas e hijos y sus padres y sus perros y su ganado.

Estos aliados pertenecen a grupos diferentes: los «troyanos» que no son de Troya misma, los dárdanos, y otros de las ciudades más pequeñas y zonas adyacentes de Ilión, como los leales soldados del monte Ida, que está al norte, en Licia. También están aquí los adrasteos y otros combatientes de lugares situados a muchas leguas al este de Troya, además de los pelasgos de Larisa, al sur.

De Europa han venido los tracios, payones y cicones. De las orillas meridionales del mar Negro han venido los halizones, que viven cerca del río Halis y están relacionados con los herreros chalibes de las antiguas leyendas. Se oyen en la ciudad canciones de campamento y maldiciones de los paflagos y etenos, un pueblo del norte del mar Negro, los probables tatarabuelos de los futuros venecianos. De Asia Menor han venido los desastrados misios; Enomo y Nastes son dos misios a los que he tratado y que, según Homero, morirán a manos de Aquiles en la batalla fluvial que tendrá lugar. Será una matanza tan terrible que no sólo el Escamandro fluirá rojo durante meses, sino que el río se atascará con los cadáveres de todos los hombres que Aquiles masacrará, incluidos los cuerpos de Nastes y Enomo.

También, reconocibles por sus salvajes cabellos y sus extrañas armas de bronce, y por su olor, están los frigios, mayones, carios y licios.

La ciudad está llena y maravillosamente viva y es estrepitosa todo el día, todos los días, a excepción de dos o tres horas. Es la ciudad más hermosa y más grande del mundo: de esta época o de cualquier época de la historia de toda la humanidad.

Pienso esto mientras yazgo desnudo junto a Helena de Troya, en su cama; las sábanas huelen a sexo y a nosotros, la brisa fresca entra a través de las hinchadas cortinas. En alguna parte un trueno ruge mientras se acerca la tormenta. Helena se agita y susurra mi nombre.

—Hock-en-beee-rry…

Entré en la ciudad a última hora de la tarde después de TCear desde el hospital de los dioses en el Olimpo, sabiendo que la musa me estaba buscando para matarme y que, si no me encontraba aquel día, Afrodita lo haría cuando saliera de su tanque de curación.

Tenía pensado mezclarme con los soldados que contemplaban la última de las batallas de aquel largo día (allí a lo lejos, al sol de la tarde, en medio del polvo, Diomedes seguía masacrando troyanos), pero cuando vi a Héctor regresar a la ciudad con sólo parte de su habitual retén, me morfeé en uno de los hombres que conocía (Dolón, un lancero y explorador de confianza, que pronto morirá a manos de Odiseo y Diomedes), y seguí a Héctor. El noble guerrero entró por las Puertas Esceas (las puertas principales de Ilión, hechas de fuertes planchas de roble y tan altas como diez hombres del tamaño de Ayax), y fue inmediatamente asaltado por las esposas e hijas de Troya, que le preguntaban por sus maridos e hijos y hermanos y amantes.

Vi el alto penacho rojo de Héctor atravesar la multitud de mujeres, su cabeza y sus hombros sobresaliendo del mar de rostros suplicantes, y lo vi cuando finalmente se detuvo para hablar a la creciente muchedumbre.

—Rezad a los dioses, mujeres de Troya —fue todo lo que dijo antes de girar sobre sus talones y encaminarse al palacio de Príamo. Algunos de sus soldados cruzaron las altas lanzas y le cubrieron la retirada conteniendo a la gimiente masa de mujeres troyanas. Yo me quedé con los últimos cuatro miembros de su guardia y en silencio acompañé a Héctor hasta el magnífico palacio de Príamo, construido ancho, como decía Homero, y brillante con sus porches y columnatas de mármol pulido.

Nos apoyamos contra la pared (las sombras de la tarde ya se arrastraban hacia los patios y dormitorios) y montamos guardia mientras Héctor se reunía brevemente con su madre.

—Nada de vino, madre —dijo, rechazando la copa que ella le había ordenado servir a un criado—. Ahora no. Estoy demasiado cansado. El vino podría menguar las pocas fuerzas que me quedan para la matanza que vendrá esta noche. Además, estoy cubierto de sangre y polvo y de toda la suciedad de la batalla. Me avergonzaría alzar una copa en honor a Zeus con unas manos tan sucias.

—Hijo mío —dijo la madre de Héctor, una mujer a la que yo había visto actuar con calor y buen corazón a lo largo de los años—, ¿por qué has dejado la lucha si no es para rezar a los dioses?

—Eres tú quien debe rezar —dijo Héctor. Tenía el casco a su lado, sobre el diván. El guerrero estaba en efecto sucio, con la cara manchada de capas de tierra y sangre convertidas en un lodo rojizo por el sudor, y se sentaba como sólo hacen quienes están exhaustos, con los antebrazos en las rodillas, la cabeza gacha, la voz apagada—. Ve al altar de Atenea, reúne a las más nobles de las más nobles mujeres de Ilión, y escoge el peplo más hermoso que puedas encontrar en el palacio de Príamo. Extiéndelo sobre las rodillas de la estatua de oro de Atenea y promete sacrificarle doce vacas no sometidas todavía a yugo en su templo si se apiada de Troya. Pide a la sombría diosa que salve a nuestra ciudad y nuestras esposas troyanas y nuestros hijos indefensos del terror de Diomedes.

—¿A eso hemos llegado? —susurró la madre de Héctor, inclinándose hacia delante y tomando en las suyas las ensangrentadas manos de su hijo—. ¿Finalmente hemos llegado a eso?

—Sí —dijo Héctor, y se puso en pie con esfuerzo y recogió su casco y salió de la habitación.

Con los otros tres lanceros, seguí al agotado héroe mientras recorría los seis bloques de la ciudad hasta la residencia de Paris y Helena, un gran complejo con su puñado de terrazas y torres residenciales y patios privados.

Héctor se abrió paso entre guardias y criados, subió las escaleras, y abrió de golpe la puerta que conducía a las habitaciones de Paris y Helena. Yo casi esperaba ver a Paris en la cama con su consorte robada (Homero cantó que la lujuriosa pareja se había ido directamente a la cama horas antes, cuando Paris había sido apartado de su lucha con Menelao), pero en cambio, Paris alzó la cabeza mientras acariciaba la armadura de batalla y Helena permanecía sentada cerca, dirigiendo a las criadas en su bordado.

—¿Qué coño estás haciendo? —rugió Héctor al otro hombre, más pequeño. ¿Sentado aquí como una mujer, como un niño llorón, jugando con tu armadura mientras los auténticos hombres de Ilión mueren a centenares, mientras el enemigo rodea la ciudadela y llena nuestros oídos de gritos de batalla extranjeros? Levántate, hijo de puta. ¡Levántate antes de que Troya sea convertida en cenizas alrededor de tu cobarde culo!

En vez de ponerse en pie de un salto, indignado, el noble París sonrió.

—Ah, Héctor, merezco tus maldiciones. Nada de lo que dices es injusto.

—Entonces mueve el culo y ponte esa armadura —dijo Héctor bruscamente, pero la furia de su tono se había apagado de pronto, ya fuese por la fatiga o por la tranquila negativa de Paris a defenderse.

—Lo haré —dijo Paris—, pero óyeme primero. Déjame que te diga una cosa.

Héctor permaneció en silencio, tambaleándose levemente sobre sus pies calzados con sandalias. Llevaba el casco emplumado bajo el brazo izquierdo, en cuya mano sostenía una lanza larguísima que había tomado del sargento de nuestra pequeña guardia. Ahora Héctor usó el asta de esa lanza para sostenerse.

—No me quedo en mis habitaciones sólo por furia o por resentimiento —dijo Paris, indicando a Helena y sus criadas como si fueran parte del mobiliario—. Sino por pena.

—¿Pena? —repitió Héctor, despectivo.

—Pena —dijo Paris de nuevo—. Pena por mi propia cobardía de hoy… aunque fueron los dioses quienes me arrancaron de la lucha con Menelao, no mi propia voluntad. Y pena por el destino de nuestra ciudad.

—Ese destino no está escrito en piedra —replicó Héctor—. Podemos detener a Menelao y a sus enloquecidos lacayos. Ponte la armadura. Vuelve conmigo a la batalla. Todavía queda otra hora de luz. Podemos matar a muchos griegos a la luz ensangrentada del sol poniente y a otros más en el oscuro crepúsculo.

París sonrió y se puso en pie.

—Tienes razón. La batalla me alcanza ahora incluso a mí: el mayor amante del mundo, no su mayor guerrero. El destino y la victoria cambian, ¿sabes, Héctor?, ahora de una forma, luego de otra, como una fila de hombres desarmados bajo una andanada de flechas enemigas.

Héctor se puso el casco y esperó, en silencio, desconfiando obviamente de la promesa de Paris de volver al combate.

—Ve tú —dijo Paris—. Yo tengo que ponerme esta armadura. Ve tú, ya te alcanzaré.

Héctor guardó silencio al oír estas palabras, reacio a marcharse sin Paris, pero la hermosa Helena (y sí que era hermosa) se levantó de su asiento y cruzó el suelo de mármol para tocar el antebrazo manchado de sangre de Héctor. Sus sandalias emitieron suaves sonidos sobre el frío mármol.

—Mi querido amigo —dijo, la voz temblándole de emoción—, mi querido hermano, tan querido por mí (zorra como soy, viciosa, una perra maléfica, un horror femenino que hiela la sangre), oh, cómo desearía que mi madre me hubiera ahogado en el oscuro mar Jónico el día que nací antes que ser la causa de todo esto —se vino abajo, apartó la mano de Héctor y rompió a llorar.

El noble Héctor parpadeo, levantó la mano libre como para tocarle el pelo, la apartó rápidamente, y se aclaró la garganta, cortado. Como tantos héroes, el gran Héctor era torpe con las mujeres. Antes de que pudiera hablar, Helena continuó, todavía llorando, entre hipidos y sollozos.

—Oh, noble Héctor, si los dioses han ordenado en efecto todos estos terribles años de sangre vertida por mí, desearía haber sido la esposa de un hombre mejor, un guerrero antes que un amante, un hombre con voluntad para hacer más por esta ciudad que llevarse a su esposa a la cama en la larga tarde de su perdición.

París hizo amago de dar un paso hacia Helena entonces, como para abofetearla, pero su proximidad al alto Héctor lo contuvo. Los soldados que estábamos junto a la pared fingimos no ver nada ni tener oídos.

Helena miró a Paris. Sus ojos estaban rojos y brillantes. Siguió hablándole a Héctor como si Paris (su secuestrador y segundo esposo putativo) no estuviera en la habitación.

—Éste… se ha ganado el desprecio de los hombres de verdad. No tiene ni firmeza de ánimo ni agallas. No las tiene ahora… ni las ha tenido nunca. —Paris parpadeó y sus mejillas enrojecieron como si lo hubieran abofeteado—. Pero recogerá los frutos de su cobardía, Héctor —continuó Helena, ahora escupiendo literalmente las palabras, su saliva manchando el suelo de mármol—. Te juro que recogerá los frutos de su debilidad. Por los dioses, lo juro.

Paris salió de la habitación.

Helena se volvió hacia el guerrero cubierto de suciedad.

—Pero ven y siéntate en esta silla, junto a mí, querido hermano. Tú eres quien más ha sido golpeado por toda esta lucha… y todo por mí, Héctor, puta como soy. —Se sentó en el diván cubierto de cojines e indicó con la mano un sitio a su lado—. Nosotros dos estamos unidos por el destino, Héctor. Zeus plantó la semilla de un millón de muertes, de la condenación de nuestra época, en cada uno de nuestros pechos. Mi querido Héctor. Somos mortales. Los dos moriremos. Pero tú y yo viviremos durante un millar de generaciones en sus cantos.

Reacio a seguir escuchando, Héctor se dio la vuelta y salió de la habitación colocándose el casco empenachado, que destelló con los oblicuos rayos del sol de la tarde.

Mirando una última vez a Helena sentada, la cabeza gacha, aprecié sus brazos pálidos y perfectos y la suavidad de sus pechos, visibles bajo el fino peplo, alcé mi lanza (la lanza del explorador Dolón) y seguí a Héctor y a sus otros tres leales lanceros.

Es importante que lo cuente tal como sucede. Helena se agita, susurra mi nombre, pero vuelve a dormirse. Mi verdadero nombre. Susurra «Hock-en-beee-rry», y es como sí me hubieran atravesado el corazón con una lanza.

Y ahora, acostado junto a la mujer más hermosa del mundo antiguo, quizá la mujer más hermosa de la historia (o al menos la mujer por quien ha muerto el mayor número de hombres) recuerdo más sobre mi vida. Sobre mi antigua vida. Sobre mi vida real.

Estuve casado. Mi esposa se llamaba Susan. Nos conocimos cuando estudiábamos en la universidad de Boston, nos casamos poco después de graduarnos. Susan era inspectora de enseñanza media, pero casi no trabajó después de que nos mudáramos a Indiana, donde empecé a dar clases en la Universidad DePauw, en 1972. No tuvimos hijos, pero no por falta de ganas. Susan estaba viva cuando enfermé de cáncer de hígado y me ingresaron en el hospital.

¿Por qué demontres estoy recordando esto ahora? Después de nueve años de no tener casi ningún recuerdo personal, ¿por qué recuerdo a Susan ahora? ¿Por qué ser ahora acuchillado por los afilados fragmentos de mi antigua vida?

No creo en Dios con «D» mayúscula y, a pesar de su evidente corporeidad, no creo en los dioses con «d» minúscula; no como fuerzas reales del universo. Pero sí que creo en la puta diosa Ironía. Engaña constantemente. Gobierna a hombres y dioses y a Dios por igual.

Y tiene un perverso sentido del humor.

Como Romeo acostado junto a Julieta, oigo el trueno acercarse hacia nosotros desde el suroeste, resuena en el patio, el viento agita las cortinas de las terrazas a ambos lados del gran dormitorio. Helena se agita pero no se despierta. Todavía no.

Cierro los ojos e intento dormir unos minutos más. Los noto irritados, como si tuviera arena bajo los párpados. Me estoy haciendo demasiado viejo para permanecer despierto tanto tiempo, sobre todo después de hacer el amor tres veces a la mujer más hermosa y sensual del mundo.

Después de dejar a Helena y Paris, seguimos a Héctor hasta su casa. El héroe que nunca había huido de una batalla en su vida huía de la tentación que representaba Helena: corría a casa con su esposa Andrómaca y su hijo de un año.

En mis nueve años de observar y deambular por Ilión, nunca había hablado con la esposa de Héctor, pero conocía su historia, todo el mundo en Ilión conocía su historia.

Andrómaca era hermosa por derecho propio (no se la podía comparar con Helena o las diosas, eso era cierto, pero era bella de una manera más humana) y también pertenecía a la realeza. Procedía de la zona del ámbito troyano conocida como Cilicia en Tebas, y su padre era el rey local, Eetión, admirado por la mayoría, respetado por todos. Vivían en las faldas del monte Placos, en un bosque famoso por su madera; las grandes Puertas Esceas de Ilión estaban construidas con madera cilícea, igual que las torres de asedio que los griegos tenían a menos de cuatro kilómetros de distancia.

Aquiles había matado a su padre. Abatió a Eetión en combate cuando el aqueo de los pies ligeros condujo a sus hombres contra las ciudades troyanas poco después de que los griegos desembarcaran. Andrómaca tenía siete hermanos (ninguno de ellos guerrero, sino pastores de ovejas y bueyes) y Aquiles acabó con ellos el mismo día, después de buscarlos por los campos y perseguirlos hasta darles muerte en las rocas bajo el bosque. El plan de Aquiles era obviamente no dejar con vida a ningún varón de la familia real cilícia. Esa noche, Aquiles hizo que sus hombres vistieran el cadáver de Eetión con la armadura de bronce y lo incineró con respeto. Luego levantó un montículo sobre las cenizas del viejo rey. Pero los cadáveres de los hermanos de Andrómaca permanecieron en los campos y bosques, pasto de los lobos.

Enriquecido con el saqueo de una docena de ciudades, Aquiles todavía exigió el rescate de un rey por la reina de Eetión, la madre de Andrómaca, y lo recibió. Ilión era todavía rica entonces, y libre para negociar con sus invasores.

La madre de Andrómaca regresó a los salones de su palacio vacío en Cilicia y allí (según la frecuente narración que Andrómaca hacía de su aciaga historia), «Artemisa, con una lluvia de flechas, la abatió».

Bueno, en cierto modo.

Artemisa, hija de Zeus y Leto y hermana de Apolo, es la diosa de la caza (la vi ayer mismo en el Olimpo), pero es también la diosa que preside los nacimientos. En un pasaje de la Ilíada, un irritado Apolo le grita a su hermana, delante de su padre Zeus: «Te deja que mates a las madres en el parto», refiriéndose a que Artemisa es responsable de causar la muerte en los partos además de servir como comadrona divina a las mujeres mortales.

La madre de Andrómaca murió nueve meses después de ser secuestrada como rehén por Aquiles el día que murió Eetión, el padre de Andrómaca. La madre de Andrómaca murió de parto intentando traer al mundo al hijo del asesino de su marido.

Decidme que la puta diosa Ironía no gobierna el mundo.

Andrómaca y su bebé no estaban en casa. Héctor corrió de habitación en habitación, mientras los cuatro lanceros esperábamos protegiendo la entrada pero sin interferir. El héroe estaba claramente preocupado y más ansioso de lo que yo le había visto jamás en el campo de batalla. De vuelta al umbral, detuvo a dos criadas que entraban.

—¿Dónde está Andrómaca? ¿Ha ido al Templo de Atenea con las otras nobles esposas? ¿A la casa de mi hermana? ¿A ver a las esposas de mi hermano?

—Nuestra señora ha ido a la muralla, amo —dijo la más vieja de las criadas—. Todas las mujeres troyanas se han enterado de la terrible lucha del día, de la ira de Diomedes y de cómo la fortuna se ha vuelto contra los hijos de Ilión. Tu esposa ha ido a la gran puerta de Troya para ver lo que pueda ver, para saber si su amo y señor aún vive. Corrió como una loca, amo, mientras el aya corría tras ella llevando a tu hijo.

Apenas pudimos seguir el ritmo de Héctor que volaba hacia las Puertas Esceas. A una manzana de la muralla me di cuenta de que yo no debería estar con él. Aquel acontecimiento (el encuentro de Héctor y Andrómaca en las almenas) era demasiado importante. Demasiados dioses lo estarían contemplando. La musa podía estar allí buscándome.

A varios cientos de metros de las puertas, me despisté de los lanceros y me mezclé con la multitud de una calleja secundaria. Las sombras eran ahora profundas, el aire más fresco, pero las altas torres de Ilión seguían iluminadas por el sol que se ponía por el oeste.

Elegí una de aquellas torres y subí por su serpenteante escalera interior, todavía morfeado como anónimo lancero. Nadie importante.

La torre estaba construida más o menos como un minarete (aunque el Islam quedaba aún a milenios de distancia en el futuro) y yo fui la única persona en el estrecho balcón circular cuando llegué arriba. El sol me daba en los ojos, pero polarizando mis filtros visuales y ampliando el foco de las lentes de contacto que me dieron los dioses, obtuve una clara visión de la reunión en la muralla.

Andrómaca corrió por el parapeto y se abalanzó hacia su esposo, los pies girando en el aire cuando él la levantó en vilo y le devolvió el abrazo. El pulido casco de bronce de Héctor resplandeció en el dorado sol de la tarde. Otros soldados y las preocupadas esposas que había en la muralla se apartaron para que su líder y la esposa de éste tuvieran un poco de intimidad. Sólo el aya de Andrómaca, con el bebé de un año en brazos, se quedó cerca de la pareja.

Yo podría haber escuchado su conversación con mi bastón teledirigido, pero decidí observar el movimiento de sus bocas y estudiar sus expresiones. Después del arrebato de alivio al ver a su esposo guerrero vivo e ileso, Andrómaca frunció el ceño y empezó a hablar rápida, urgentemente. Recordé del relato de Homero, en líneas generales, lo que estaba diciendo: hacía un resumen de sus penalidades, de su soledad después de que Aquiles asesinara a su padre y sus hermanos. Leyéndole los labios capté algunas de las palabras que dijo:

—Tú eres ahora mi padre, Héctor, y mi noble madre también. Ahora eres mi hermano, mi amor. ¡Y también eres mi marido, joven y cálido y viril y vivo! ¡Apiádate de mí, esposo mío! No me abandones. No vuelvas a las llanuras de Ilión a morir allí y a dejar que arrastren tu cadáver tras un carro aqueo hasta que la carne se te suelte de los huesos. ¡Quédate aquí! Combate aquí. Protege nuestra ciudad luchando en la torre, aquí.

—No puedo —dijo Héctor, el casco destellando mientras negaba lentamente con la cabeza.

—Sí que puedes —vi decir a Andrómaca, el rostro retorcido de amor y miedo—. Tienes que hacerlo. Acerca tus ejércitos a ese cabrahigo, ¿lo ves? Ahí es donde nuestra amada Ilión es más vulnerable al ataque. Tres veces han intentado ya los argivos abrirse paso por ese punto, esperando derrotar nuestra ciudad, tres veces sus mejores guerreros se han abierto camino… los dos Ayax, el Mayor y el Menor, Idomeneo y el terrible Diomedes. Tal vez algún oráculo les mostró nuestras debilidades. ¡Combate aquí, esposo mío! ¡Protégenos aquí!

—No puedo.

—Puedes —exclamó Andrómaca, zafándose de su abrazo—. ¡Pero no quieres!

—Sí —vi decir a Héctor—. No quiero.

—¿Sabes qué me sucederá, noble Héctor, cuando mueras tu noble muerte y te conviertas en comida para los perros aqueos? —Vi a Héctor dar un respingo, pero guardó silencio—. ¡Me convertirán en la puta de algún sudoroso comandante griego! —gritó Andrómaca, tan fuerte que la oí a media manzana de distancia—. ¡Me llevarán a Argos como botín, como esclava de Ayax el Grande o Ayax el Pequeño o el terrible Diomedes o algún capitán menos importante que me follará a su capricho!

—Sí —dijo Héctor, la mirada dolorida pero firme—. Pero yo estaré muerto, y la tierra que me cubra apagará tus gritos.

—Sí, oh, sí —gimió Andrómaca, sollozando y riendo ahora al mismo tiempo—. El noble Héctor estará muerto. Y su hijo, a quien todos los ciudadanos de Ilión llaman Astianacte, «Señor de la Ciudad», será esclavo de los cerdos aqueos, vendido y apartado de su madre esclava y puta. ¡Ése será tu noble legado, oh, noble Héctor!

Y Andrómaca hizo acercarse al aya y agarró al niño, alzándolo como un escudo entre Héctor y ella.

Vi el dolor en el rostro de Héctor, que extendió sin embargo las manos para coger al niño pequeño.

—Ven aquí, Escamandrio —dijo Héctor, llamando a su hijo por su nombre en vez de por el apodo que le había puesto la gente de la ciudad.

El niño se asustó y empezó a llorar. Pude oír su llanto desde mi atalaya en la torre, a media docena de tejados de distancia.

Era el casco. El casco de Héctor. Bronce pulido y resplandeciente, manchado de sangre y suciedad, reflejaba la luz del sol y el distorsionado parapeto y al niño mismo. El casco con su flameante cresta roja de crin de caballo y sus monstruosamente brillantes guardas de metal que se curvaban alrededor de los ojos de Héctor y le cubrían la nariz.

El niño lloró y se acurrucó contra su madre, temeroso de su padre.

En ese momento, cabía esperar que Héctor se sintiera devastado: ¿No recibiría un último abrazo de su hijo? Pero el guerrero echó atrás la cabeza y rio con ganas largamente. Al cabo de un momento, Andrómaca se rio también.

Héctor se quitó el casco de batalla de la cabeza y lo depositó sobre la muralla, donde ardió a la luz del sol poniente. Luego alzó a su hijo, abrazándolo y lanzándolo al aire y recogiéndolo hasta que el crío chilló, no de terror sino de placer. Sosteniendo a su hijo en el hueco de su fuerte brazo derecho, Héctor atrajo a Andrómaca hacia sí con el izquierdo.

Todavía sonriendo, Héctor alzó el rostro al cielo.

—¡Zeus, óyeme! ¡Todos vosotros, inmortales, oídme!

Todos los guardias y mujeres de la muralla habían guardado silencio. Las calles se acallaron con una extraña calma. Pude oír la fuerte voz de Héctor a manzanas de distancia.

—Conceded a este niño, mi hijo, a quien tanto amo, que pueda ser como yo: ¡el primero en la gloria entre troyanos y hombres! ¡Fuerte y valiente como yo, Héctor, su padre! Y conceded, oh, dioses, que Escamandrio, hijo de Héctor, pueda gobernar toda Ilión con poder y gloria algún día y que todos los hombres digan: «Es mejor que su padre.» Ésta es mi plegaría, oh, dioses, y no pido otra cosa para mí.

Y con esto, Héctor devolvió el niño a Andrómaca, los besó a ambos y dejó la muralla para volver al campo de batalla.

Admito que las horas posteriores a la despedida de Héctor y su esposa fueron tristes para mí. No me animó precisamente el hecho de saber que, al año siguiente, Andrómaca, en efecto, sería arrancada de la ciudad incendiada y llevada a una tierra donde sería esclava de otros hombres. Ni tampoco contribuyó a alegrarme saber que el aqueo que la capturará (Pirro, destinado a convertirse en antepasado de los reyes de la tribu eperiota y a tener una tumba de héroe en Delfos) arrancaría al hijo de Héctor, Escamandrio (llamado Astianacte, «Señor de la Ciudad», por los residentes de Ilión), del pecho de su ama y lo arrojaría desde las altas murallas a una sangrienta muerte. El mismo Pirro asesinará al padre de Héctor y París, el rey Príamo, en el altar de Zeus en su propio palacio. La Casa de Príamo se extinguirá en una noche. La idea es deprimente.

Esto no es ninguna excusa para lo que hice a continuación, pero lo explica en parte.

Deambulé por las calles de Ilión hasta el anochecer y después de él, sintiéndome más solo y deprimido que en los nueve años que llevo aquí como escólico. Todavía iba vestido de lancero troyano (preparado para ponerme el Casco de Hades en un segundo, el medallón TC listo para escapar al instante) y de pronto me encontré de vuelta en el complejo de Helena. Confieso que había ido allí a menudo a lo largo de los años, sacando tiempo entre mis observaciones escólicas, acudiendo en secreto a la ciudad y a este palacio sólo para tener la oportunidad de verla a ella… de ver a Helena, la mujer más hermosa y atractiva del mundo. ¿Cuántas veces me había quedado al otro lado de la calle del complejo, embobado como un chiquillo enamorado y esperando a que las luces se encendieran en los apartamentos y terrazas superiores, esperando poder ver siquiera un atisbo de aquella mujer?

De repente mi embeleso nocturno fue interrumpido por una visión más aterradora: un carro volador que sobrevolaba lentamente las calles y tejados, invisible para los ojos mortales pero visible gracias a mi visión ampliada. Inclinada sobre la barandilla, escrutando las calles, iba mi musa. Yo nunca la había visto sobrevolar la ciudad ni las llanuras de Ilión hasta entonces. Supe que me estaba buscando.

Me puse el Casco de Hades en un periquete para ocultarme (esperaba) de dioses y hombres. La tecnología debió de funcionar. El carro de la musa flotó a menos de treinta metros de mi cabeza sin reducir nunca su velocidad.

Cuando el carro pasó de largo, trazando círculos sobre el mercado central situado a una docena de manzanas al este, activé los remaches de mi arnés de levitación. Todos los escólicos van equipados con estos arneses, pero los usamos en contadas ocasiones. A menudo, después de un día de confusa lucha en el campo de batalla, había empleado el arnés de levitación para alzarme sobre el campo de batalla, obtener una imagen general de la situación táctica y luego volar a Ilión (aquí, a casa de Helena, para ser sinceros) con la esperanza de verla, unos minutos antes de TCear de vuelta al Olimpo y mis barracones.

Ahora no. Me alcé sobre la calle, invisible mientras volaba por encima de los lanceros que montaban guardia en la entrada principal del complejo de Paris y Helena, crucé la alta muralla y aterricé sobre uno de los balcones del patio interior, ante las estancias privadas de la pareja. Con el corazón redoblando, atravesé la puerta abierta y las hinchadas cortinas. Mis sandalias casi no hacían ruido sobre el suelo de piedra. Los perros del complejo deberían de haberme detectado (el Casco de Hades no disfrazaba el olor), pero todos rondaban por la planta baja y en el patio exterior, no aquí, donde vivía la pareja real.

Helena estaba en la bañera. Tres criadas la atendían, sus pies descalzos dejaban marcas húmedas en los escalones de mármol mientras subían y bajaban agua caliente. Unas cortinas de gasa rodeaban el baño en sí, pero como los trípodes de los braseros y las lámparas colgantes estaban dentro de su perímetro, el fino material de la cortina no ponía ningún obstáculo a la vista. Todavía invisible, me quedé ante el suave tejido y contemplé a Helena mientras se bañaba.

Así que éstas son las tetas que lanzaron mil naves, pensé, e inmediatamente me maldije por ser tan capullo.

¿He de describirla? ¿He de explicar por qué el calor de su belleza, su belleza desnuda, puede conmover a los hombres a través de más de tres mil años de frío tiempo?

Creo que no… y no por discreción o decoro. La belleza de Helena está más allá de mis pobres poderes de descripción. Habiendo visto tantos pechos de mujer, ¿había algo único en los suaves, rotundos pechos de Helena? ¿O algo más perfecto en el triángulo de vello púbico entre sus muslos? ¿O más excitante en torno a sus muslos pálidos y musculosos? ¿O más sorprendente en sus glúteos blancos y lechosos y su fuerte espalda y sus pequeños hombros?

Claro que sí. Pero yo no soy el hombre que pueda contaros esa diferencia. Fui un intelectual de poca monta y (en mi fantasía sobre mi vida perdida) tal vez novelista. Haría falta un poeta superior a Homero, superior a Dante, superior a Shakespeare para hacer justicia a la belleza de Helena.

Salí de la habitación, al fresco de la terraza vacía de su dormitorio, y toqué el delgado brazalete que me permitía morfearme en otras personas. El panel de control del brazalete sólo brillaba cuando yo lo requería, pero habló a mi pulgar con símbolos e imágenes. En él estaban almacenados los datos para morfearme en todos los hombres que había registrado en los últimos nueve años. Teóricamente, podría haberme morfeado en una mujer, pero nunca había encontrado ningún motivo para hacerlo y, desde luego, no lo encontré esa noche.

Tienen que comprender algo sobre la facultad de morfearse: no es reformar las moléculas y el acero y la carne y el hueso para que adopten forma. No tengo ni idea de cómo funciona, aunque un escólico de corta vida del siglo XXI llamado Hayakawa trató de explicarme su teoría hace unos cinco o seis años. Hayakawa no dejaba de insistir en la conservación de materia y energía (sea lo que sea eso), pero yo no presté atención a esa parte de su explicación.

Evidentemente, morfear funciona a nivel cuántico. ¿Qué no lo hace con estos dioses? Hayakawa me pidió que imaginara a todos los seres humanos que hay aquí, incluyéndonos a él y a mí, como ondas de probabilidad firmes. A nivel cuántico, dijo, los seres humanos (y todo lo demás en el universo físico) existen de instante en instante como una especie de frente de ola que se colapsa: las moléculas, la memoria, las viejas cicatrices, las emociones, los pelos, el aliento cervecero, todo. Estas bagatelas que nos dieron los dioses registraban las ondas de probabilidad y nos permitían interrumpir y almacenar los originales y, durante algún tiempo, mezclar nuestras ondas de probabilidad con las almacenadas, llevando nuestros propios recuerdos y nuestra voluntad a un nuevo cuerpo cuando nos morfeamos. Por qué esto no violaba la amada conservación de la masa y energía de Hayakawa, no lo sé… pero él seguía insistiendo en que no lo hacía.

Debido a esta usurpación de forma y acción de otra persona, los escólicos casi siempre morfeábamos en figuras menores de la guerra de Troya: lanceros como el guardia sin nombre cuya forma yo había adoptado esta tarde. Si me convirtiera en Odiseo, digamos, o en Héctor o Aquiles o Agamenón, nos pareceríamos por fuera, pero la conducta sería la nuestra propia (muy inferior al carácter heroico de la persona real) y cada minuto que usáramos su forma llevaríamos los acontecimientos reales más y más lejos de esta realidad desplegada que corre paralela a la Ilíada.

No tengo ni idea de dónde iba la persona real cuando nos morfeábamos en ella. Tal vez la onda de probabilidad de esa persona simplemente flotaba a nivel cuántico, sin colapsarse en lo que llamamos realidad hasta que nosotros abandonábamos su forma y su voz. Tal vez la onda de probabilidad se almacenaba en el artilugio que llevábamos o en alguna máquina o en alguna botella de los dioses en el monte Olimpo. No lo sé y no me importa demasiado. Una vez le pregunté a Hayakawa, poco antes de que molestara a la musa y desapareciera para siempre, si podíamos usar el brazalete morfeador para convertirnos en uno de los dioses. Hayakawa se echó a reír y dijo: «Los dioses protegen sus ondas de probabilidad, Hockenberry. Yo no intentaría jugar con ellos.»

Ahora activé el brazalete y repasé los cientos de hombres que había registrado hasta que encontré el que quería: Paris. Es probable que la musa hubiera acabado con mi existencia de haber sabido que yo había escaneado a Paris para morfearlo en el futuro. Los escólicos no interfieren.

¿Dónde está París ahora mismo? Con el pulgar sobre el icono activador, traté de recordar. Los acontecimientos de esta tarde y esta noche (la confrontación entre Héctor y Paris y Helena, el encuentro de Héctor y su esposa y su hijo en las murallas) todo ocurría casi al final del Canto Sexto de la Ilíada. ¿No?

No podía pensar. Me dolía el pecho de soledad. La cabeza me daba vueltas, como si hubiera estado bebiendo toda la tarde.

Sí, el final del Canto Sexo. Héctor deja a Andrómaca y Paris lo alcanza antes de que salga de la ciudad, o justo cuando lo hace. ¿Cómo decía mi traducción favorita? «No se entretuvo mucho Paris en sus abovedados salones.» El nuevo marido de Helena se había puesto la armadura, como prometió, y corrió a reunirse con Héctor y los dos hombres atravesaron juntos las Puertas Esceas, camino de una nueva batalla. Recuerdo haber escrito un artículo para una convención de expertos donde analizaba la metáfora de Homero: Paris corriendo como un caballo que se libra de sus ataduras, el pelo al viento como una crin sobre sus hombros, ansioso de batalla, bla, bla, bla.

¿Dónde está Paris ahora? ¿Después de anochecer? ¿Qué me he perdido mientras deambulaba por las calles y miraba las luces de Helena y las tetas de Helena?

Eso era en el Canto Séptimo, y siempre me había parecido que el Canto Séptimo de la Ilíada era una masa confusa y apelotonada. Terminaba el largo día que había comenzado en el Canto Segundo, con Paris matando al aqueo llamado Menesteo y Héctor abriéndole la garganta a Eyoneo. Se acabaron los abrazos paternales. Luego hubo más combates y Héctor se enfrentó a Ayax el Grande en combate singular y…

¿Qué? Poco más. Ayax iba ganando (era mejor luchador) pero entonces los dioses empezaron a disputar de nuevo por el resultado, había un montón de charla por parte de griegos y troyanos, un montón de dimes y diretes, y una tregua, y Héctor y Ayax intercambian sus armaduras y se comportaban como viejos amigos, y luego todos acordaban una tregua mientras reunían a los muertos para quemarlos en las piras, y

¿Dónde demonios está Paris esta noche? ¿Se queda con Héctor y el ejército para supervisar la tregua, habla en los ritos funerarios? ¿O actúa según su personalidad y se va a la cama con Helena?

—¿A quién le importa una mierda? —dije en voz alta y pulsé el icono de activación del brazalete y me morfeé en Paris.

Todavía era invisible, ataviado con el Casco de Hades, el arnés de levitación, todo.

Me quité el casco y todo lo demás excepto el brazalete morfeador y el pequeño medallón TC que me colgaba del cuello, y lo oculté todo tras un trípode, en un rincón del balcón. Ahora era sólo Paris con su armadura. Me quité la armadura y la dejé en el balcón también, apareciendo sólo como Paris con su suave peplo. Si la musa me localizaba ahora, no tendría más defensa que TCearme.

Atravesé las cortinas del balcón para llegar a la zona de baños. Helena alzó la cabeza sorprendida mientras yo abría las cortinas.

—¿Mi señor? —dijo, y vi primero el desafío en sus ojos y luego la mirada gacha de lo que podría haber sido disculpa y sumisión por sus anteriores palabras— Dejadnos —ordenó a las criadas, y las mujeres se marcharon.

Helena de Troya subió lentamente los escalones de la bañera hacia mí, el pelo seco excepto por los mechones mojados sobre sus omoplatos y pechos, la cabeza aún gacha, pero mirándome ahora a través de las pestañas.

—¿Qué quieres de mí, esposo mío?

Tuve que intentarlo dos veces antes de encontrar la voz adecuada. Finalmente, con la voz de Paris, dije:

—Ven a la cama.