62

Ardis

El cielo continuó cayendo toda la tarde, hasta la noche.

Ada había salido corriendo a los jardines de Ardis Hall para contemplar los surcos marcar el cielo, mientras los estallidos sónicos se cruzaban y entrecruzaban en las colinas boscosas y el valle fluvial, y se quedó allí con los invitados y discípulos que gritaban y volcaban las mesas y corrían por el camino de arena hacia el distante fax-pabellón en su ansioso pánico por escapar.

Odiseo se reunió con ella y los dos permanecieron allí, una isla de dos personas inmóviles en un mar de caos.

—¿Qué es esto? —susurró Ada—. ¿Qué está ocurriendo?

Nunca había menos de una docena de terribles surcos en el cielo, y a veces el cielo de la tarde quedaba oculto por los meteoritos.

—No estoy seguro —dijo el bárbaro.

—¿Tiene algo que ver con Savi, Harman y Daeman?

El hombre de la barba y la túnica la miró.

—Tal vez.

La mayor parte de los surcos cruzaban el cielo y desaparecían, pero uno de ellos, más grande que los otros y audible, chirriando como un millar de uñas contra un cristal, se abrió paso hasta el horizonte oriental y se estrelló, levantando una columna de llamas. Un minuto después un terrible sonido los alcanzó, mucho más fuerte y grave que el roce de uñas de los meteoritos que había hecho que Ada rechinara los dientes. Luego se alzó un violento viento que arrancó las hojas del antiguo roble y volcó la mayoría de las tiendas que habían levantado en el prado justo al final del camino.

Ada se agarró al poderoso brazo de Odiseo y se aferró a él hasta que sus dedos le hicieron sangre sin que ella se diera cuenta ni Odiseo dijera nada.

—¿Quieres ir al interior? —preguntó él por fin.

—No.

Observaron la exhibición aérea durante otra hora. La mayoría de los invitados habían huido, corriendo camino abajo cuando no pudieron encontrar ningún droshky ni carruaje ni voynix disponible, pero unos setenta discípulos se habían quedado con Ada y Odiseo. Varios objetos más golpearon la Tierra, el último más violento que el primero: todas las ventanas de la cara norte de Ardis Hall se rompieron, y llovieron fragmentos a la luz de la noche.

—Me alegro de que Hannah esté a salvo en la fermería —dijo Ada.

Odiseo la miró y no dijo nada.

Fue el hombre llamado Petyr quien se acercó al anochecer para decirles que los servidores habían caído.

—¿Qué quieres decir? ¿Se han caído cómo? —preguntó Ada.

—Caído —repitió Petyr—. Al suelo. No funcionan. Están rotos.

—Tonterías —dijo Ada—. Los servidores no se rompen.

A pesar de que la lluvia de meteoritos brillaba más con la puesta de sol, le dio la espalda al espectáculo y guio a Odiseo y Petyr de vuelta a Ardis Hall, pisando con cuidado entre los cristales rotos y los trozos de escayola.

Había dos servidores en el suelo de la cocina, uno más en el dormitorio del piso de arriba. Sus comunicadores permanecían silenciosos, sus manipuladores flácidos, las pequeñas manos enguantadas de blanco colgaban. Ninguno respondió a los golpes, órdenes y patadas. Los tres humanos volvieron a salir y descubrieron dos servidores más, caídos en el patio.

—¿Has visto caer alguna vez a un servidor? —preguntó Odiseo.

—Nunca —respondió Ada.

Más discípulos se congregaron.

—¿Es el fin del mundo? —preguntó la joven llamada Peaen. No quedó claro a quién se dirigía.

Finalmente Odiseo habló, haciéndose oír por encima del rugido del cielo.

—Depende de lo que esté cayendo. —Señaló con su poderoso y grueso dedo a los anillos e y p, apenas visibles tras la pirotecnia de la tormenta de meteoritos—. Si es alguno de los grandes aceleradores y aparatos cuánticos que hay allí arriba, deberíamos sobrevivir a todo esto. Si es uno de los cuatro asteroides principales donde solían vivir los posts… bueno, podría ser el fin del mundo… al menos tal como lo conocemos.

—¿Qué es un asteroide? —preguntó Petyr, siempre el discípulo curioso.

Odiseo negó con la cabeza, evitando la respuesta.

—¿Cuándo lo sabremos? —preguntó Ada.

El hombre de la barba suspiró.

—Dentro de unas cuantas horas. Casi con toda seguridad mañana por la noche.

—Nunca pensé que el mundo podría terminarse —dijo Ada—. Pero desde luego nunca imaginé que moriría por el fuego.

—No —dijo Odiseo—, si termina, terminará por el hielo.

El círculo de hombres y mujeres lo miró.

—Invierno nuclear —murmuró el griego—. Si uno de esos asteroides, o incluso un trozo grande de alguno de ellos, golpea el océano o la tierra, lanzará suficiente basura a la atmósfera para que la temperatura caiga veinte o treinta grados en unas cuantas horas. Tal vez más. Los cielos se nublarán. La tormenta empezará como lluvia y luego se convertirá en nieve durante meses, tal vez siglos. Este invernadero tropical al que os habéis acostumbrado durante el último milenio y medio se convertirá en pasto de glaciares.

Un meteoro más pequeño rasgó el cielo al norte, golpeando los bosques en aquella dirección. El aire olía a humo y Ada veía llamas lejanas en todas direcciones. Se tomó un segundo para pensar en lo desconocido que era todo ese mundo para ella. ¿Qué había al norte de Ardis Hall, en los bosques de por allí? Nunca había caminado más que unos pocos kilómetros más allá de Ardis o de cualquier otro fax-nódulo, y siempre con una escolta de voynix como protección.

—¿Dónde están los voynix? —preguntó de pronto.

Nadie lo sabía. Ada y Odiseo rodearon Ardis Hall, comprobaron los campos exteriores y el camino y el prado donde los voynix solían estar esperando o vigilando el perímetro. No había ninguno. Nadie del grupito recordaba haber visto a ninguno incluso antes de que empezara la lluvia de meteoritos.

—Finalmente los espantaste de una vez por todas —le dijo Ada a Odiseo, intentando hacer un chiste.

Él negó con la cabeza.

—Esto no es bueno.

—Creía que no te gustaban los voynix. Cortaste por la mitad a uno de los míos el primer día que llegaste.

—Están tramando algo —dijo Odiseo—. Puede que por fin haya llegado su momento.

—¿Qué?

—Nada, Ada Uhr.

Le tomó la mano y le dio una palmadita. Como un padre, pensó Ada y, estúpida, sorprendentemente, empezó a llorar. No dejaba de pensar en Harman y en lo confusa y furiosa que estaba cuando él le dijo que quería ayudarla a escogerlo como padre para su hijo, y cómo quería que el niño supiera que él era el padre. Lo que entonces parecía una idea absurda, casi obscena, ahora parecía tan, tan sensata… Ada agarró con fuerza la mano de Odiseo y lloró.

—¡Mirad! —exclamó la muchacha llamada Peaen.

Un meteorito menos brillante descendía directamente hacia Ardis, pero con un ángulo más inclinado que los demás. Dejaba también un rastro ardiente contra el cielo oscuro (el sol se había puesto media hora antes), pero aquel rastro parecía más de llamas que de plasma caliente.

El brillante objeto trazó un círculo y pareció caer del cielo, chocando con un audible impacto en algún lugar, tras los árboles del prado superior.

—Ése ha caído cerca —dijo Ada. Tenía el corazón desbocado.

—No era un meteorito —dijo Odiseo—. Quedaos aquí. Voy a subir a comprobarlo.

—Voy contigo —dijo Ada. Cuando el hombre de la barba abrió la boca para discutir, ella simplemente añadió—: Es mi tierra.

Subieron juntos la colina en medio del crepúsculo, el cielo sobre ellos todavía encendido con llamas silenciosas.

Las llamas y el humo eran visibles más allá del borde del prado, tras los árboles, pero Ada y Odiseo no tuvieron que ir a buscar en la oscuridad. Ada los vio primero: dos hombres barbudos y flacos que caminaban hacia ellos. Uno de los hombres iba desnudo, la piel brillando pálida a la tenue luz del crepúsculo, las costillas visibles a quince metros de distancia, y parecía llevar a una criatura calva vestida de azul en brazos. El otro hombre, barbudo y esquelético, iba vestido con lo que Ada reconoció inmediatamente como una termopiel verde, pero el traje estaba tan desgarrado y sucio que apenas distinguió el color del tejido. El brazo derecho de este hombre colgaba inútilmente a su costado, la palma hacia delante, y su muñeca y su mano desnudas estaban oscuras de sangre. Ambos hombres caminaban tambaleándose, a trompicones, esforzándose por mantenerse erguidos y seguir moviéndose.

Odiseo desenvainó a medias la espada.

—¡No! —exclamó Ada, obligando a Odiseo a bajar el arma y la mano—. ¡No, es Harman! ¡Y Daeman!

Corrió hacia ellos a través de la alta hierba.

Harman empezó a desplomarse cuando ella se acercaba y Odiseo corrió los últimos veinte pasos, recogiendo la carga de Hannah mientras el hombre caía. Daeman también cayó de rodillas.

—Es Hannah —dijo Odiseo, depositando a la joven semiinconsciente en la hierba y colocándole los dedos en la garganta para buscarle el pulso.

—¿Hannah? —repitió Ada. Aquella mujer no tenía pelo ni pestañas, pero los ojos bajo los aleteantes párpados eran los de Hannah.

—Hola, Ada —dijo la chica desde el suelo.

Ada se arrodilló junto a Harman para ayudarlo a ponerse de espaldas. El rostro de su amante estaba arañado y cortado bajo la barba, sus mejillas y su frente cubiertas de sangre reseca. Tenía los ojos hundidos, la piel de un blanco enfermizo, y los pómulos demasiado afilados por encima de la barba. Harman tiritaba de fiebre y sus ojos la miraron, ardientes. Sus dientes castañetearon cuando habló.

—Me encuentro bien, Ada. Dios, me alegro de verte.

Daeman estaba peor. Ada no podía creer que aquellos dos hombres magullados, ensangrentados y enflaquecidos fueran los mismos que se habían marchado tan intrépidamente un mes antes. Sujetó a Daeman por debajo de un brazo para evitar que cayera de boca al suelo. Daeman se tambaleó y cayó de rodillas.

—¿Dónde está Savi? —preguntó Odiseo.

Harman negó tristemente con la cabeza. Parecía demasiado cansado para volver a hablar.

—Calibán —dijo Daeman. A Ada su voz le pareció veinte años más vieja.

Lo peor de la tormenta de meteoritos había pasado, los impactos audibles y lo más terrible de la lluvia se habían trasladado al este. Unas pocas docenas de surcos menores cruzaban el cenit de oeste a este casi con amabilidad, más parecidos a la lluvia de estrellas de cada agosto que a la violenta exhibición de un rato antes.

—Llevémosles de vuelta a la casa —dijo Odiseo. Se levantó, recogió con facilidad a Hannah con ambos brazos, y le ofreció a Daeman el hombro derecho para que se apoyara al levantarse. Ada ayudó a Harman a ponerse de rodillas, y luego en pie, rodeándole el hombro con el brazo derecho y ayudándole a descargar en el todo el peso posible mientras bajaban por el prado oscuro hacia las luces de Ardis Hall, donde los discípulos de Odiseo y los amigos de Ada habían encendido velas.

—Ese brazo tiene mal aspecto —le dijo Odiseo a Daeman mientras los cuatro descendían con la muchacha inconsciente—. Cortaré la termopiel y le echaré un vistazo cuando lleguemos a la luz.

Ada usó la mano libre para tocar suavemente el brazo ensangrentado de Daeman, y el hombre gimió y casi se desmayó. Sólo el fuerte hombro de Odiseo y la mano derecha que Ada pasó rápidamente a su espalda mantuvieron a Daeman en pie. Los párpados del joven aletearon unos segundos, pero luego enfocó la mirada, le sonrió, y siguió caminando.

—Son heridas graves —dijo Ada, sintiéndose a punto de llorar por segunda vez esa noche—. Los dos deberíais faxear a la fermería.

No comprendió por qué los dos hombres empezaron a reír, vacilante y dolorosamente al principio, más tosiendo que riendo durante un rato, pero luego los ladridos se convirtieron en pura risa, aumentando de volumen y sinceridad hasta que los dos hombres magullados y barbudos parecieron casi irritablemente borrachos con los estertores de su diversión privada.