25

Bosque de pinos gigantes de Tejas

Daeman estaba ahora completamente solo, él y el sonie en el claro del bosque, y no le gustaba.

Después de que Savi se marchara, Odiseo había contado su interminable y absurda historia y al terminar se había internado en el bosque. Hannah esperó un minuto y luego se fue detrás del viejo (Daeman había sabido inmediatamente esa mañana que Hannah y el hombre barbudo habían dormido juntos la noche anterior: su radar sexual rara vez se equivocaba). Unos cuantos minutos más tarde, Ada y el otro viejo, Harman, dijeron que iban a dar un corto paseo y luego desaparecieron bajo los árboles en dirección opuesta (Daeman sabía que también habían practicado el sexo la noche antes. Evidentemente, él y la vieja bruja, Savi, eran los únicos que no se estaban comiendo nada).

Así que Daeman estaba ahora solo en el claro del bosque, apoyado contra el casco del sonie, escuchando el movimiento de las hojas y los chasquidos de las ramas en la oscura maleza, cosa que no le gustaba ni pizca. Si aparecía un alosaurio, estaba preparado para saltar al sonie… pero, ¿luego qué? Ni siquiera sabía cómo acceder a los controles holográficos, mucho menos cómo activar la burbuja del campo de fuerza ni pilotar la máquina. Sería un entremés en un plato para el dino.

A Daeman se le ocurrió gritar para llamar a Savi o a cualquiera de los otros y decirles que regresaran, pero inmediatamente se lo pensó mejor. ¿Atraía el ruido a los dinosaurios y otros depredadores? No iba a probar para averiguarlo. Mientras tanto, se sentía muy incómodo: no sólo por la ansiedad, sino por la necesidad de ir al cuarto de baño. Los otros podrían haberse perdido entre los árboles con los pañuelos de papel que Savi les había proporcionado, pero Daeman era un ser humano civilizado: nunca iba al cuarto de baño sin… bueno, sin un cuarto de baño, y no estaba dispuesto a empezar ahora. Naturalmente, no sabía cuántas horas pasarían hasta que llegaran a Ardis Hall, y Savi hablaba como si ni siquiera fuera a detenerse allí. Soltaría a Hannah, Ada y el ridículo impostor que se hacía llamar Odiseo, y luego se dirigiría a la Cuenca Mediterránea o lo que fuera. Daeman sabía que no podía esperar tanto para aliviarse.

Advirtió que se sentía más desanimado que asustado. Por lo visto había sorprendido a todos al ofrecerse voluntario para acompañar a la vieja y a Harman en su ridícula expedición, pero nadie había adivinado sus verdaderos motivos. En primer lugar le daban miedo los dinosaurios de Ardis Hall. No pensaba volver allí. Segundo, toda aquella charla de que faxear era una especie de destrucción y reconstrucción de gente lo había puesto extremadamente nervioso. Bueno, ¿quién no lo estaría, tan poco tiempo después de despertar en la fermería, al enterarse de que su cuerpo real había sido destruido? Daeman había faxeado casi todos los días de su vida, pero la idea de entrar ahora en un fax-portal, sabiendo que iba a desintegrar sus músculos, huesos, cerebro y memoria, y luego a construir una copia en otra parte (si la vieja estaba diciendo la verdad)… bueno, la idea le molestaba una barbaridad.

Así que optó por viajar en el sonie unos cuantos días más, para no enfrentarse a los dinosaurios de Ardis ni a la destrucción de sus átomos o moléculas o lo que fuera en el fax.

Ahora sólo quería un cuarto de baño y un servidor o a su madre para que le hicieran la cena. Tal vez le exigiera a la vieja que lo dejara en Cráter París, después de todo. No estaba demasiado lejos, ¿no? Aunque les había echado un vistazo a los galimatías de Harman (su «mapa») Daeman no tenía ni idea de la geografía del mundo. Todo estaba exactamente tan lejos como cualquier otra cosa: a un paso de fax-portal.

La anciana salió del bosque, vio a Daeman solo, apoyado contra el sonie que flotaba suavemente, y dijo:

—¿Dónde está todo el mundo?

—Eso es lo que me estaba preguntando. Primero el bárbaro se marchó. Luego Hannah fue tras él. Después Ada y Harman se marcharon por allí… —señaló hacia los altos árboles, al otro lado del claro.

—¿Por qué no usas tu palma? —dijo Savi, y sonrió como si algo que había dicho le hiciera gracia.

—Ya lo he intentado —respondió Daeman—. En tu bloque de hielo. En el puente. Aquí. No funciona.

Alzó la palma izquierda, pensó en la función buscadora, y le mostró el rectángulo en blanco que flotaba allí.

—Eso es sólo la función localizadora inmediata —dijo Savi—. Sólo una flecha-guía cuando estás cerca de algo, como por ejemplo en una biblioteca buscando un libro en el pasillo equivocado. Usa lejonet o cercanet.

Daeman se la quedó mirando. Desde la primera vez que viera a esta mujer había dudado de su cordura.

—Ah, es verdad —dijo Savi, todavía con aquella sonrisa triste—. Habéis olvidado todas las funciones. Generación tras generación.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Daeman—. Las antiguas funciones como la lectura ya no funcionan. Las perdimos cuando los posthumanos se marcharon —señaló los anillos que se entrecruzaban en el pedazo de cielo que tenían encima.

—Tonterías —dijo Savi. Se acercó, se apoyó en el sonie y le agarró el brazo izquierdo, volviendo su palma hacia ella—. Piensa en tres círculos rojos con cuadros azules en el centro.

—¿Qué?

—Ya me has oído —continuó sujetándole la muñeca.

Idioteces, pensó Daeman, pero visualizó tres círculos rojos con cuadrados azules flotando en el centro de cada uno.

En vez del pequeño rectángulo de luz amarillo blancuzca que generaba la función localizadora, un gran óvalo de luz azul flotaba ahora a un palmo de su palma.

—¡Guau! —exclamó Daeman, liberando la muñeca de su tenaza y sacudiendo la mano, como si un insecto enorme se le hubiera posado encima. El óvalo azul fluctuó con ella.

—Relájate —dijo Savi—. Está en blanco. Visualiza a alguien.

—¿A quién? —A Daeman no le gustaba nada aquella sensación: su cuerpo haciendo algo que no sabía que podía hacer.

—A cualquiera. Alguien íntimo.

Daeman cerró los ojos y visualizó el rostro de su madre. Cuando volvió a abrirlos, el óvalo azul estaba repleto de diagramas. Trazados de calles, un río, palabras que no sabía leer, una visión aérea del círculo negro que sólo podía ser el cráter en el corazón de Cráter París. La imagen entró en un zoom y de repente estuvo en una estructura estilizada, quinta planta, un domi cerca del cráter… no su casa. Dos estilizadas figuras humanas, personajes de dibujo animado pero con caras reales y humanas, estaban en la cama, la hembra sobre el varón, moviéndose…

Daeman cerró el puño y apagó el oval.

—Lo siento —dijo Savi—. Olvidé que nadie usa inhibidores de búsqueda hoy en día. ¿Tu novia?

—Mi madre —respondió Daeman, tragando bilis. Era el domicomplex de Goman, situado al otro lado del cráter: conocía la distribución de cuando era niño y jugaba en las habitaciones interiores mientras su madre retozaba con el hombre alto de piel oscura y la voz suavizada por el vino. A Daeman no le gustaba Goman, y no sabía que su madre seguía viéndolo. Según lo que Harman había dicho, ya era de noche en Cráter París.

—Vamos a ver dónde están Hannah y Ada y los demás —dijo Savi. Se echó a reír—. Aunque tal vez deseen haber activado también los inhibidores de lejonet.

Daeman no se atrevía a abrir el puño.

—Recíclalo —dijo Savi.

—¿Cómo?

—¿Cómo te libras de tu flecha localizadora?

—Pienso «apágate» —dijo Daeman, y añadió mentalmente: estúpida.

—Hazlo.

Daeman lo pensó y el óvalo azul desapareció.

—Cercanet se activa pensando en un círculo amarillo con un triángulo verde dentro —dijo Savi. Miró su propia palma y un brillante rectángulo amarillo apareció sobre ella.

—Piensa en Hannah —dijo Savi.

Así lo hizo. Las palmas de ambos mostraron un continente (Norteamérica, pero Daeman no lo reconoció), y luego un zoom hasta la sección sur-central, zoom al norte hasta la costa, zoom a una compleja serie de palabras ilegibles y mapas topográficos, zoom bajo estilizados árboles hasta una forma estilizada con la cabeza de Hannah sobre un cuerpo de caricatura, caminando sola… no, sola no, advirtió Daeman, pues había un signo de interrogación caminando junto a ella.

Savi volvió a reírse.

—Cercanet no sabe cómo procesar a Odiseo.

—No veo a Odiseo —dijo Daeman.

Savi acercó la mano a su cubo holográfico amarillo y tocó el signo de interrogación. Señaló las dos figuras rojas en el borde de la nube.

—Ésos somos nosotros —dijo—. Ada y Harman deben de estar al norte.

—¿Cómo sabemos que es Hannah? —preguntó Daeman, aunque había visto su coronilla.

—Piensa «primer plano» —dijo Savi. Le mostró la nube de su palma que había bajado más, hasta nivelarse, y estaba contemplando a la estilizada Hannah con la cara real de Hannah caminar entre árboles estilizados, a lo largo de un estilizado arroyo.

Él pensó «primer plano» y se maravilló de la claridad de la imagen. Veía la sombra de los árboles sobre sus rasgos. Hablaba animadamente con el símbolo (Savi había dicho que era un signo de interrogación) que flotaba junto a ella. Daeman se alegró de no encontrar a Hannah en mitad del acto sexual.

Savi debía haber visualizado a Ada y Harman, pues la nube amarilla de su palma cambió y mostró a dos figuras caminando sobre signos topográficos en algún lugar por encima de los puntos rojos estacionarios que había identificado como ellos mismos.

—Todo el mundo está vivo, los dinosaurios no se han comido a nadie —dijo Savi—. Pero me gustaría que regresaran de una maldita vez para que pudiéramos marcharnos. Se está haciendo tarde. Si estos fueran los viejos tiempos, los llamaría a sus palmas y les diría que movieran el culo y volvieran.

—¿Puedes usar esto para comunicarte? —dijo Daeman, alzando su mano vacía.

—Por supuesto.

—¿Por qué no sabemos esas cosas? —lo dijo con cierto enfado.

Savi se encogió de hombros.

—Los llamados humanos antiguos no sabéis mucho de casi nada.

—¿Qué quieres decir con eso de «llamados humanos antiguos»? —inquirió Daeman. Ahora estaba enfadado de verdad.

—¿Crees realmente que los humanos de la Edad Perdida, los pretéritos, tenían todas estas nanomáquinas insertadas genéticamente en sus células y cuerpos? —preguntó Savi.

—Sí —respondió Daeman, aunque se dio cuenta de que no sabía absolutamente nada de los pretéritos de la Edad Perdida, y le importaba aún menos.

Savi guardó un minuto de silencio. A Daeman le parecía cansada, pero quizá todos los antiguos humanos prefermería tenían tan mal aspecto. No lo sabía.

—Deberíamos ir a recogerlos —dijo ella por fin—. Yo iré por Hannah y Odiseo, tú ve por Ada y Harman. Pon tu palma en cercanet, activa tu localizador como de costumbre y eso te llevará hasta ellos. Diles que el autobús se marcha.

Daeman no tenía ni idea de qué era un «autobús», pero le daba igual.

—¿Hay otras funciones? —preguntó antes de que la anciana se marchara.

—Centenares.

—Muéstrame una —la desafió Daeman. No la creía. Centenares, no; pero con una o dos le bastaría para ser popular en las fiesta, interesante para las mujeres jóvenes.

Savi suspiró y se apoyó contra el sonie. Se había levantado viento y las ramas de la secuoya que se alzaba sobre ellos se agitaban.

—Puedo mostrarte la función que acabó por expulsar a los posthumanos de la Tierra —dijo en voz baja—. La todonet.

Daeman cerró el puño de nuevo y apartó la mano.

—No si es peligroso.

—No lo es —dijo Savi—. No para nosotros. Mira, yo primero.

Le bajó el brazo, le abrió los dedos y le tocó la palma de una manera que a él le pareció casi excitante. Luego colocó su propia palma junto a la suya.

—Visualiza cuatro rectángulos sobre tres círculos rojos sobre cuatro triángulos verdes —dijo ella suavemente.

Daeman frunció el ceño: era difícil, las sombras resbalaban al borde de su habilidad para retener la imagen, pero lo consiguió por fin, cerrando los ojos.

—Abre los ojos —dijo Savi.

Daeman así lo hizo y tuvo que agarrarse al sonie con ambas manos para apoyarse.

No había ninguna nube de palma. Ningún mapa ilegible ni ninguna figura de dibujo animado.

En cambio, hasta donde alcanzaba la vista todo se había transformado. Los árboles cercanos, para él sin ningún otro interés que la sombra que le proporcionaban eran ahora complejos, altísimos, transparentes, capa tras capa de tejido vivo y pulsante, corteza muerta, vesículas, venas, materia interior que mostraba vectores estructurales y anillos de columnas de datos fluyentes, el móvil rojo y verde de la vida: agujas, xylemas, floemas, agua, azúcar, energía, luz del sol. Supo que de haber sabido leer el flujo de datos habría comprendido exactamente la hidrología del milagro viviente que era ese árbol, habría sabido exactamente cuánta presión aplicaba para elevar osmóticamente toda esa agua desde las raíces… Si Daeman miraba hacia abajo veía las raíces hundidas en el suelo, el intercambio energético de agua de la tierra a las raíces, el largo viaje de docenas de metros desde las raíces a los túbulos verticales que elevaban el agua… ¡docenas de metros en vertical! ¡Como un gigante que sorbiera de una pajita! Y luego el movimiento lateral del agua, moléculas de agua en tuberías de grosor microscópico, a lo largo de ramas de quince, veinte o treinta metros, estrechándose, estrechándose, la vida y los nutrientes de esa agua, la energía del sol…

Daeman alzó la cabeza y vio la luz solar como la lluvia de energía que era: luz que alcanzaba las agujas de pino y era absorbida, luz que incidía en el humus bajo sus pies y calentaba las bacterias que allí había. ¡Podía contar las atareadas bacterias! El mundo a su alrededor era un torrente de información, una marea de datos, un millón de microecologías interactuando a la vez, energía a energía. Incluso la muerte era parte de la compleja danza del agua, la luz, la energía, la vida, el reciclado, el crecimiento, el sexo y el hambre que fluían a su alrededor.

Daeman vio un ratón muerto casi enterrado en el humus, al otro lado del claro, poco más que pelo y huesos ya, pero aún una bengala de energía de luz roja mientras las bacterias se daban un festín y los huevos de las moscas incubaban para convertirse en gusanos al sol de la tarde y la lenta disgregación de las proteínas seguía a nivel molecular, y…

Jadeando, casi ahogándose, Daeman se dio la vuelta, tratando de acabar con aquella visión, pero la complejidad estaba en todas partes: el pulsante y humeante flujo de la energía transmitiéndose; los nutrientes siendo absorbidos; las células siendo alimentadas; las moléculas bailando en los árboles transparentes y respirando suelo: el cielo encendido con su lluvia, y el arrebato de la luz del sol y los mensajes de radio de las estrellas.

Daeman se cubrió los ojos con las manos, pero demasiado tarde: había mirado a Savi, la vieja, también una galaxia de vida. Vida anidada en las destellantes neuronas de su cerebro, tras aquel cráneo sonriente, que ardía como relámpagos en la cadena de impactos que corrían por sus nervios retinales y en los miles de millones de formas vivas de su estómago, ocupadas e indiferentes todas, y, tratando de apartar la mirada, Daeman cometió el error de mirarse a sí mismo, de mirar dentro de sí, más allá de sí, su conexión con el aire y el suelo y el cielo…

—¡Apágate! —dijo Savi; la mente de Daeman repitió la orden.

La brillante luz del mediodía que se reflejaba en los árboles y el suelo cubierto de agujas le pareció de repente a Daeman tan oscura como la medianoche. Las piernas le fallaron. Jadeando, Daeman se deslizó por el borde del sonie y se desplomó en el suelo, rodó hasta quedar boca abajo, los brazos extendidos, las palmas planas, la cara apretada contra las agujas de pino.

Savi se agachó junto a él y le dio una palmada en el hombro.

—Pasará dentro de un minuto —dijo suavemente—. Descansa aquí. Yo iré a buscar a los demás.

Ada vaciló cuando Harman sugirió que fueran a dar un paseo: temía que Savi se enfadara o se sintiera alarmada por la ausencia de todo el mundo cuando regresara al claro, pero Hannah ya había salido corriendo detrás de Odiseo, y Ada no quería quedarse junto al sonie con Daeman. Además, no sabía si tendría otra oportunidad para hablar en privado con su nuevo amante antes de que ella regresara a Ardis y él se fuera volando con Savi a aquella Cuenca Meditecomosellamara. Subieron una colina, luego siguieron un arroyo al otro lado. El bosque bullía de cantos de pájaros, pero no vieron ningún animal más grande que una ardilla. Harman parecía preocupado, perdido en sus pensamientos y la única vez que tocó a Ada fue cuando le tendió la mano para ayudarla a cruzar el arroyo sobre una cascada de tres metros. Ella se preguntó si la noche que habían pasado juntos había sido un error, un fallo de cálculo por su parte, pero cuando se detuvieron a descansar en la base de la cascada, vio que sus ojos se centraban en ella, vio el afecto y la ternura de su mirada y se alegró de que se hubieran convertido en amantes.

—Ada —dijo él— ¿conoces a tu padre?

Ella parpadeó. La pregunta no era del todo sorprendente: la gente sabía que tenía padre, por supuesto, teóricamente, pero esas cosas no se preguntaban casi nunca.

—¿Quieres decir si sé quién fue?

Harman negó con la cabeza.

—Quiero decir si lo conoces. ¿Lo has visto?

—No —respondió ella—. Mi madre llegó a decirme su nombre en una ocasión, pero creo que él… alcanzó su Quinto Veinte hace algunos años.

Casi había estado a punto de decir pasó a los anillos, el eufemismo humano más común para referirse a la ascensión corpórea al cielo de los posthumanos. Su corazón redobló cuando se preguntó por qué Harman le estaba haciendo aquella extraña pregunta. ¿Creía que existía la posibilidad de que él fuera su padre? Sucedía, claro. Las mujeres jóvenes hacían el amor con hombres mayores que podrían ser sus anónimos padres espermáticos: el incesto no era tabú, ya que no había ninguna posibilidad de que nacieran hijos de una unión semejante, y no había hermanos ni hermanas, ya que cada mujer sólo podía reproducirse una vez, pero la idea era extrañamente inquietante.

—Yo no sé quién fue mi padre —dijo Harman—. Savi dijo que en una época, incluso después de la Edad Perdida, los padres eran casi tan importantes para los niños como lo son las madres ahora.

—Cuesta imaginarlo —dijo Ada, todavía confusa. ¿Qué estaba intentando decirle? ¿Que era demasiado viejo para ella? Eso era una tontería.

Él empezó a caminar de nuevo y ella lo siguió bajo los árboles. Hacía fresco a la sombra, pero el aire era más denso. La cascada murmuraba tras ellos. De repente Ada miró en derredor, alarmada.

—¿Has oído algo? —preguntó Harman, deteniéndose junto a ella.

—No. Es que… hay algo raro.

—No hay servidores —dijo Harman—. Ni voynix.

Era eso, advirtió Ada. Estaban solos. Durante los dos últimos días, la ausencia de los omnipresentes servidores y voynix había sido como un sonido de fondo que faltara. Pero resultaba más evidente ahora que estaban solos, nada más que ellos dos.

De repente, sin ningún motivo concreto, Ada se estremeció.

Harman asintió.

—He estado tomando notas del terreno y observando el sol —señaló con la rama que estaba usando como bastón— El claro está detrás de esa colina.

Ada sonrió, pero no estaba totalmente convencida. Comprobó su localizador de palma, pero estaba en blanco, como sucedía desde que habían dejado el domi de la Antártida. Había estado en el bosque otras veces (normalmente en sus tierras de Ardis), pero nunca sin un servidor flotando cerca para mostrarle el camino a casa o sin un voynix como protección. Pero esto no era más que tensión de fondo a la ansiedad central de la extraña pregunta de Harman.

—¿Por qué preguntas por los padres?

Él la miró mientras seguían bajando la colina, internándose en el bosque de secuoyas. La sombra era casi penumbra, aunque lanzadas de luz salpicaban aquí y allá el silencio catedralicio.

—Por algo que me ha dicho Savi esta mañana —respondió—. Algo de que yo era lo bastante viejo para ser tu abuelo. Sobre que me metía en esta aventura para encontrar la fermería y relacionarme contigo, como una especie de negación de mi Veinte Final.

La primera respuesta de Ada fue la furia, seguida inmediatamente de una punzada de celos. Furia por la estúpida observación de Savi: no era asunto de aquella mujer con quién se acostaba Ada ni qué edad tenía. Celos por el hecho de que Harman se hubiera levantado de la cama aquel amanecer para ir a charlar con Savi. Ada simplemente le había dado un beso de despedida cuando se levantó, se lavó y se vistió esa mañana, un poco decepcionada porque su nuevo amante no quería pasar otra hora con ella antes de que todos se levantaran para desayunar, pero respetando su decisión, suponiendo que era madrugador por costumbre.

¿Pero qué era tan importante para que tuviera que dejarla al amanecer para ir a hablar con Savi? ¿No planeaba pasar los próximos días con Savi en su estúpida búsqueda de una nave espacial? De hecho, advirtió Ada, Savi iba a ocupar su lugar en esa aventura.

Estudió el rostro de Harman, de aspecto mucho más joven, sin las sorprendentes patas de gallo y el pelo gris de Odiseo, y vio que él no había advertido su arrebato de furia y celos. Harman seguía preocupado, perdido en sus propias reflexiones, y Ada se preguntó si la atención y la amabilidad que le había dispensado en los últimos días (hasta su maravilloso apareamiento de la noche anterior) eran aberraciones, sólo parte de un preludio al sexo, y no su conducta habitual. No lo creía, pero no lo sabía. ¿Era toda esta intimidad que había estado sintiendo con Harman una ilusión, algo generado por su encoñamiento con él?

—¿Sabes cómo eliges quedarte embarazada? —preguntó Harman, todavía hurgando distraídamente en el suelo con su bastón.

Ada se detuvo, desconcertada. La pregunta era… sorprendente.

Harman se detuvo y la miró como si no hubiera dicho nada fuera de lo común.

—Quiero decir si sabes como funciona el mecanismo —dijo él, todavía aparentemente ajeno a lo inadecuado de la pregunta. Los hombres y mujeres simplemente no discutían estas cosas.

—Si vas a darme un sermón sobre los pajaritos y las abejitas, es un poco tarde —dijo ella, envarada.

Harman se rio de buena gana. A lo largo del último par de semanas, esa risa había encandilado a Ada. Ahora la irritó una barbaridad.

—No me refiero al sexo, querida —dijo. Ada advirtió que era la primera vez que usaba ese término, pero no estaba de humor para apreciarlo—. Me refiero a cuando recibas permiso para quedarte embarazada, quizá dentro de décadas… y a elegir el donante de esperma.

Ada se estaba sonrojando y el hecho de que no pudiera dejar de sonrojarse le enfurecía. Se sonrojó aún más.

—-No sé de qué estás hablando.

Sí lo sabía, naturalmente. Eran los hombres quienes se suponía que no sabían ni discutían de estas cosas. La mayoría de las mujeres decidían solicitar un embarazo en torno a su Tercer Veinte. Normalmente el periodo de espera era de uno o dos años antes de que se concediera el permiso, transmitido por los posthumanos a través de los servidores. En ese punto, la mujer abandonaba la actividad sexual, tomaba el desinhibidor de embarazos y decidía cuál de sus antiguas parejas sería el padre espermático de su hijo. El embarazo se producía en cuestión de días y el resto era tan antiguo como… bueno, como la humanidad.

—Estoy hablando del mecanismo por el que decides qué esperma almacenado es elegido por tu cuerpo —continuó Harman—. Las hembras humanas antiguas no tenían esa elección.

—Tonterías —replicó Ada—. Nosotros somos igual. Siempre ha sido así.

Harman negó con la cabeza lentamente, casi con tristeza.

—No —dijo—. Incluso en la época de Savi, hace unos mil años más o menos, el embarazo era algo más que un acto casual. Ella dice que este mecanismo de almacenamiento y selección de esperma era algo que los posts insertaron en nosotros (en las mujeres) basándose en la estructura genética de las polillas.

—¡Las polillas! —dijo Ada, no ya sólo sorprendida sino verdadera y profundamente furiosa ahora. Aquello era tan absurdo como denigrante—. ¿De qué demonios estás hablando, Harman Uhr?

Él alzó la cabeza y pareció advertir su reacción por primera vez, como si el uso del tratamiento formal hubiera sido una bofetada en la cara que lo hubiera devuelto a la realidad.

—Es cierto —dijo—. Lo siento si te molesta, pero Savi dice que los posts estructuraron genéticamente esta habilidad para elegir al padre espermático años después de la relación a partir de los genes de una polilla llamada…

—¡Basta! —gritó Ada. Tenía los puños cerrados. Nunca había golpeado a nadie en la vida, ni había querido hacerlo, pero en ese momento estaba a punto de darle un puñetazo a Harman—. Savi dice esto, Savi dice lo otro. Ya estoy harta de esa vieja bruja. Ni siquiera creo que sea tan vieja… ni tan sabia. Está loca, nada más. Voy a volver al sonie.

Se internó en el bosque.

—¡Ada! —llamó Harman.

Ella lo ignoró, caminando colina arriba, resbalando en las agujas y el humus mojado.

—¡Ada!

Ella continuó, dispuesta a dejarlo atrás.

—Ada, no es por ahí.

Hannah alcanzó a Odiseo a unos cientos de metros del claro. Él se dio la vuelta y se llevó la mano al pomo de la espada cuando la oyó salir de los matorrales, pero se relajó al ver quién era.

—¿Qué quieres, muchacha?

—Quiero ver tu espada —dijo Hannah, apartándose el pelo oscuro de la cara.

Odiseo se echó a reír.

—¿Por qué no? —soltó la vaina de cuero de su cinturón y le tendió el arma—. Ten cuidado con los filos, muchacha. Podría afeitarme con esta hoja, si alguna vez decidiera hacerlo.

Hannah desenvainó la espada corta y la sopesó, vacilante.

—Savi me ha dicho que trabajas con metales —dijo Odiseo. Se inclinó en un arroyo, recogió agua con las manos y bebió— Dice que puede que seas la única persona, hombre o mujer, de todo este mundo feliz que sabe cómo forjar bronce.

Hannah se encogió de hombros.

—Mí madre se acordaba de historias antiguas sobre la forja del metal, jugaba con fuego y hornos abiertos cuando era más joven. Yo continúo los experimentos —alzó la espada y la descargó.

—Nos has visto luchar en el paño turín —dijo Odiseo.

Hannah asintió.

—¿Y…?

—Estas usando bien la espada, muchacha. Cortar en vez de apuñalar. Esta herramienta está hecha para cercenar miembros y desparramar entrañas, para nada más refinado.

Hannah hizo una mueca y le devolvió el arma.

—¿Es ésta la espada que utilizaste en las llanuras de Ilión? —preguntó en voz baja—. ¿Y en tu aventura para robar el Paladión?

—No. —El alzó la espada verticalmente hasta que parte de la luz que se filtraba entre las altas ramas bailó en su superficie—. Esta espada en concreto fue un regalo que me hizo… una mujer, en uno de mis viajes.

Hannah esperó más explicaciones, pero en vez de contarle otra historia, Odiseo dijo:

—¿Te gustaría ver qué hace a esta espada diferente?

Hannah asintió.

Odiseo usó el pulgar para pulsar dos veces la empuñadura, y de repente la espada pareció temblar levemente. Hannah se acercó más. Sí, un zumbido sutil pero perceptible procedía de la hoja. Alzó una mano hacia el metal pero Odiseo disparó la suya rápidamente, agarrándola por la muñeca.

—Si la tocaras ahora, muchacha, perderías todos los dedos.

—¿Por qué? —Ella no se debatió para liberar la muñeca, y al cabo de unos segundos Odiseo la soltó.

—Está vibrando —dijo Odiseo, plantando la espada ante sus ojos. Hannah advirtió de nuevo que era exactamente tan alta como Odiseo. La noche anterior lo había oído en el salón burbuja verde del puente, después de que los otros se acostaran. Lo acompañó a dar un paseo, regresó a su domi para charlar durante horas, y se había quedado dormida en el suelo junto a su cama. Hannah sabía que Ada pensaba que se habían hecho amantes: a ella no le importaba y no se le ocurría ningún motivo para convencerla de lo contrario.

—Es casi como si estuviera cantando —dijo Hannah, volviéndose un poco para oír mejor el agudo zumbido.

Odiseo se rio con fuerza, aunque Hannah no supo por qué.

—No te preocupes —dijo—. No me lo dio ninguna Dama del Lago, aunque no es algo que esté demasiado lejos de la verdad —se rio de nuevo.

Hannah miró al hombre de la barba. No tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Se preguntó si él la tenía.

—¿Por qué vibra? —preguntó.

—Apártate —dijo el hombre del pecho fornido.

La mayoría de las secuoyas de su alrededor tenían unos dos metros de grosor, algunas algo más, pero un pino más pequeño (quizás una ponderosa o un abeto Douglas) crecía en un claro soleado, pocos metros a su izquierda. El árbol tenía probablemente treinta o cuarenta años de edad, de unos quince metros de altura, con un tronco de unos cuarenta centímetros de grosor.

Odiseo plantó los pies en el suelo, agarró la espada con una mano y la blandió ante el tronco. Asestó un golpe sin esfuerzo con el filo.

La hoja describió un arco tan suave que pareció que había fallado por completo. No hubo ningún sonido de impacto. Unos pocos segundos más tarde, el alto pino se estremeció, se agitó y cayó ruidosamente al suelo.

Odiseo pulsó de nuevo el pomo y el leve sonido de vibración cesó.

Hannah se acercó a inspeccionar el tocón y el árbol caído. Las secciones del tronco parecían haber sido separadas quirúrgicamente, no serradas. Pasó la mano por el tocón cercenado a la altura del pecho. No había savia, ni irregularidades en el corte. La madera era tan suave como si hubiera sido sellada con plástico y cauterizada de algún modo. Se volvió hacia Odiseo.

—Eso debió venirte muy bien durante el asedio de Troya —dijo.

—No has estado escuchando, muchacha —respondió Odiseo. Volvió a envainar el arma y se la colgó del ancho cinturón—. Éste fue un regalo que me hicieron unos cuantos años después de que dejara la guerra e iniciara mis viajes. Si la hubiera tenido en Ilión… —Odiseo sonrió horriblemente—. No habría quedado ni un troyano, ni un dios ni una diosa con la cabeza sobre los hombros. Te lo prometo.

Hannah le sonrió al viejo. No eran amantes (todavía no), pero tenía planeado quedarse en Ardis Hall mientras Odiseo estuviera allí de visita, ¿y quién sabía qué podría suceder?

—Estáis aquí —dijo Savi, bajando la pendiente hacia ellos. Cerró el puño y lo que pareció el campo indicador de un localizador de palma se apagó.

—¿Es hora de continuar? —preguntó Odiseo, hablándole a Savi pero mirando a Hannah como si fueran viejos conspiradores.

—Hora de continuar —dijo Savi.