26

Entre Eos Chasma y Coprates Chasma en el Valle Marineris Central Este

Tres semanas de viaje hacia el oeste río arriba (mar interior, en realidad) del Valle Marineris, y Mahnmut estaba a punto de perder su mente moravec.

Su falucho, tripulado por veinte hombrecillos verdes, era sólo uno de los muchos navíos que se abrían paso hacia el este o el oeste camino del valle inundado o al norte o al sur por el estuario que daba a la Planicie de Chryse del océano septentrional de Tetis. Además de una docena de otros faluchos tripulados por HV, habían pasado al menos tres barcazas de cien metros de largo cada día, todas ellas transportando cuatro grandes piedras sin tallar para hacer cabezas, todas dirigiéndose al este desde la cantera del sur del Laberinto Noctis, situado en el extremo occidental del Valle Marineris, todavía a unos dos mil ochocientos kilómetros por delante del falucho de Mahnmut.

Orphu de Io había sido trasladado a bordo y asegurado en la cubierta media, oculto a la vista aérea por un toldo levantado, atado junto a las piezas grandes de carga y otros artículos rescatados de La Dama Oscura. Sólo pensar en su sumergible (dejado atrás en la caverna marina situada a más de mil quinientos kilómetros de ellos) deprimía a Mahnmut.

Hasta aquel viaje, Mahnmut no sabía que fuera capaz de deprimirse, capaz de sentir una tensión emocional tan terrible y una sensación de desesperación tal que lo dejaba casi sin voluntad y aún con menos ambición, pero la violenta separación de su submarino le había demostrado lo mal que podía sentirse. Orphu (cegado, lisiado, transportado a bordo como lastre inútil) parecía de buen humor, aunque Mahnmut estaba aprendiendo lo cuidadosa y raramente que su amigo mostraba sus verdaderos sentimientos.

El falucho había llegado, como prometieron, temprano aquella mañana marciana después de su arribada a la costa, y mientras los HV arrastraban a bordo al pobre Orphu, Mahnmut bajó al submarino inundado varias veces, sacando todas las unidades energéticas extraíbles, las células solares, el equipo de comunicación, los discos de bitácora y todos los instrumentos de navegación que pudo transportar.

—Nadaste desnudo hasta el lugar del naufragio y te llenaste los bolsillos de bizcochos antes de volver, ¿eh? —dijo Orphu aquella mañana cuando Mahnmut le contó sus esfuerzos de salvamento.

—¿Qué? —Mahnmut se preguntó si el cascado ioniano había perdido por fin la cabeza.

—Un pequeño error de continuidad en el Robinson Crusoe de Defoe —se estremeció Orphu—. Siempre me gustan los errores de continuidad.

—No la he leído —dijo Mahnmut. No estaba de humor para bromas. Dejar atrás a La Dama Oscura lo había dejado destrozado.

Discutieron su reacción durante las tres primeras semanas de viaje, ya que tenían poco que hacer a bordo del falucho excepto discutir cosas. El receptor-transmisor de radio de onda corta que Mahnmut había conectado a Orphu funcionaba bien.

—Estás sufriendo de agorafobia tanto como de depresión —dijo Orphu.

—¿Cómo es eso?

—Fuiste diseñado, programado y entrenado para formar parte del submarino, oculto bajo el hielo de Europa, rodeado de oscuridad y a profundidades aplastantes, cómodo en tus estrechos espacios —dijo el ioniano—. Ni siquiera tus breves incursiones en la superficie helada de Europa te prepararon para estas amplias vistas, los distantes horizontes y los cielos azules.

—El cielo no es azul ahora mismo —fue todo lo que dijo Mahnmut por respuesta. Era por la mañana temprano y, como la mayoría de las mañanas, el Valle Marineris estaba cubierto de nubes bajas y densa niebla. Los HV habían arriado las velas del falucho y avanzaban a golpe de remo (treinta hombrecillos remaban, quince a cada banda, al parecer infatigables) cada vez que el viento no movía el barco de vela latina de dos mástiles. Brillaban linternas en la proa, el mástil delantero, ambos costados y la popa, y el falucho apenas se movía. Esta sección del Valle Marineris tenía más de ciento veinte kilómetros de anchura y la sección en la que pronto entrarían tendría doscientos kilómetros: era un mar interior más que un río; incluso en los días despejados, los altos acantilados de las orillas norte o sur eran invisibles en la distancia, pero había suficiente tráfico de naves de HV para tomar precauciones con la niebla.

Mahnmut advirtió que era cierto, que la agorafobia era parte de su problema, ya que sentía más agudamente la depresión en los días claros, cuando la visión era ilimitada; pero también sabía que era más complicado, que no se debía sólo al hecho de estar separado del seguro nido y los controles sensoriales de su nave. Mahnmut era, lo había sido siempre, un capitán, y sabía por su propia programación y posteriores lecturas, que nada duele más a los capitanes que la pérdida de sus navíos. Además, le habían encargado una misión importante (llevar a Koros III a la base oceánica del Monte Olympus), y había fracasado miserablemente. Koros III estaba muerto, al igual que Ri Po, el moravec que tendría que estar esperando en órbita para recibir, interpretar y transmitir los importantes datos de reconocimiento de Koros.

¿A quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? Mahnmut no tenía ni idea.

Hablaron también de eso durante sus semanas de tranquilo viaje. Era aún más tranquilo de noche, ya que los HV entraban en hibernación en cuanto el sol se ponía. Aseguraban el falucho con una complicada ancla (Mahnmut había hecho sondeos y decidió que el agua bajo ellos tenía más de seis kilómetros de profundidad) y no se volvían a mover hasta que la luz del sol tocaba su piel verde y transparente a la mañana siguiente. Parecía obvio que los HV obtenían energía solamente de la luz solar, incluso a través de la niebla matutina. Desde luego Mahnmut nunca había visto a un hombrecillo verde comer ni segregar nada. Podía preguntárselo, pero aunque tenía la hipótesis de que el HV individual no «moría» realmente después de la comunicación (pensaba que los hombrecillos verdes eran una consciencia múltiple, no un conjunto de individuos), Mahnmut no se fiaba lo suficiente de esa hipótesis para meter la mano dentro del pecho de otra personita verde, agarrar lo que podía ser su corazón y hacer preguntas que podían esperar hasta otro día.

Pero Mahnmut no tenía ningún reparo en hacerle preguntas a Orphu.

—¿Por qué nos enviaron? —preguntó al décimo día—. No comprendemos la misión y no estaríamos equipados para llevarla a cabo aunque supiéramos lo que tenemos que hacer. Fue una locura enviarnos en la ignorancia.

—Los administradores moravec están acostumbrados a repartir los deberes y asignar tareas especializadas —dijo Orphu—. Tú fuiste lo mejor que encontraron para conducir a Koros III hasta el volcán. Yo fui el mejor moravec que pudieron encontrar para atender la nave espacial. Nunca consideraron la posibilidad de que tú y yo fuéramos el equipo que quedaría para hacer el trabajo de los otros dos.

—¿Por qué no? —dijo Mahnmut—. Seguro que sabían que la misión sería peligrosa.

Orphu se estremeció suavemente.

—Probablemente pensaron que era todo o nada… que todos moriríamos si se llegaba a lo peor.

—Casi lo hicimos —le murmuró Mahnmut—. Probablemente lo haremos.

—Descríbeme el día —dijo Orphu—. ¿Se ha levantado ya la niebla?

Los días y el paisaje y las noches eran hermosos. El conocimiento que tenía Mahnmut de los mundos con atmósfera respirable procedía exclusivamente de sus bancos de datos de la Tierra, y aquel Marte terraformado era un cambio interesante.

Los cielos variaban de un brillante celeste a mediodía a un cielo sonrosado que a veces adquiría una tonalidad dorada que lo llenaba todo de fulgor. El sol mismo parecía significativamente más pequeño que como se veía desde la Tierra en las viejas grabaciones de vídeo, pero era inmensamente más grande y más brillante y más cálido que ningún sol que los moravecs de Galileo hubieran conocido en los últimos mil quinientos años-t. La brisa era suave y olía a mar salado y (a veces, sorprendentemente) a vegetación.

—¿Te has preguntado alguna vez por qué nos dieron ese sentido? —preguntó Orphu cuando Mahnmut describió el olor a vegetación mientras entraban en el ancho estuario del Valle Marineris desde el Tetis.

—¿El qué? —dijo Mahnmut.

—El olfato.

El moravec europano tuvo que pensarlo. Siempre había considerado natural su sentido del olfato, aunque era completamente inútil bajo el agua o en la superficie de Europa, y prácticamente inútil en el nido medioambiental de La Dama Oscura: en otras palabras, en todas partes donde existía.

—Podía oler los humos tóxicos en el submarino o en los cubículos presurizados de Conamara Caos Central —dijo por fin, sabiendo que no era una respuesta convincente. Los moravecs tenían alarmas insertadas para esos peligros.

Orphu se estremeció suavemente.

—Yo podría haber olido el azufre cuando estaba en la superficie de Io, ¿pero quién querría hacerlo?

—¿Puedes oler? —dijo Mahnmut—. No tiene mucho sentido para un moravec de durovac.

—Desde luego —respondió Orphu—. Ni tampoco el hecho de que me paso… me pasaba… gran parte de mi tiempo viendo las cosas en el espectro de luz visible para los humanos, pero lo hacía cada vez que era posible.

Mahnmut pensó también en esto. Era cierto; él hacía lo mismo, aunque podía ver fácilmente en infrarrojo y en la gama UV del espectro. La visión de Orphu, Mahnmut lo sabía, incorporaba visualizaciones de frecuencias de radio y líneas de campos magnéticos, desconocidas para los antiguos humanos, pero que tenían mucho sentido para un moravec que trabajaba en los campos de radiación dura del espacio galileano.

¿Por qué elegía el ioniano las limitadas longitudes de onda «visibles» por los humanos con más frecuencia?

—Creo que es porque nuestros diseñadores y todas las generaciones subsiguientes de moravecs querían en secreto ser humanos —dijo Orphu, respondiendo a la pregunta no formulada de Mahnmut sin acompañarla de un estremecimiento de ironía o diversión—. El efecto Pinocho, como quien dice.

Mahnmut no estaba de acuerdo con eso, pero se sentía demasiado deprimido para discutir.

—¿A que huele ahora? —preguntó Orphu.

—A vegetación podrida —dijo Mahnmut mientras el falucho seguía el canal que desembocaba en el ancho estuario— Huele como el Támesis de Shakespeare con marea baja.

La primera semana de navegación río arriba, para no volverse loco de inactividad, Mahnmut desmontó e inspeccionó (lo mejor que pudo) las otras tres piezas de carga recuperadas (Orphu era la cuarta).

El artefacto más pequeño, una pieza ovoide lisa no mucho más grande que el compacto torso de Mahnmut, era el Aparato, el elemento más importante de la misión del difunto Koros III. Todo lo que Mahnmut y Orphu sabían sobre el Aparato era que se suponía que el ganimediano tenía que llevarlo al Monte Olympus, y, dadas unas circunstancias adecuadas desconocidas por Mahnmut y Orphu, activarlo.

Mahnmut sondeó el Aparato con el sonar y levantó una parte diminuta de su casco de transaleación reflexiva. No descubrió su función. La máquina, si era tal, era macromolecular: esencialmente una única molécula nanocuadrada con un núcleo central blando de tremenda energía contenida sólo por los campos internos de la macromolécula. El único «aparato-aparato» que Mahnmut encontró asociado con el casco fue un iniciador-encendedor de corriente generada. Treinta y dos voltios aplicados en el lugar adecuado harían… le harían algo a la macromolécula de dentro.

—Podría ser una bomba —dijo Mahnmut mientras volvía a colocar cuidadosamente en su sitio el milímetro cuadrado de metal.

—Menuda bomba —murmuró Orphu—. Si la em-molécula es principalmente una cáscara de huevo, aquí tenemos un reventador de planetas. La yema nos caería encima.

Fingiendo no haberlo oído para conservar su amistad y no tener que arrojar a Orphu por la borda, Mahnmut miró las paredes del cañón por el que pasaban (aún viajaban a tres kilómetros de los altos acantilados del sur que bordeaban el ancho mar interno), e imaginó toda aquella belleza de rocas rojas, escalonadas y estriadas desaparecida. Pensó en los altos manglares que crecían en las marismas más bajas del estuario marciano, en las recortadas aulagas visibles en las paredes más altas de los acantilados del valle, incluso en el frágil cielo azul con altos cirros sobre las rocas, y trató de imaginarlo todo destruido por una explosión cuántica lo bastante grande para hacer pedazos un mundo. Difícilmente parecía adecuado.

—¿Se te ocurre que pueda ser otra cosa aparte de una bomba? —preguntó Orphu.

—Así de entrada no —dijo el ioniano—. Pero algo que contiene tanta energía cuántica implosiva acumulada constituye una tecnología muy superior a mi comprensión. Te sugiero que trates con cuidado el Aparato y le pongas debajo algunos cojines o algo, pero ya que ha sobrevivido al ataque de la gente de los carros y a la entrada atmosférica que me frió a mí y acabó con tu nave, no puede ser demasiado delicado. Dale una patada en el culo y a otra cosa. ¿Cuál es la siguiente pieza del cargamento?

La siguiente pieza era sólo un poco más grande que el Aparato, pero mucho más comprensible.

—Es una especie de comunicador de chorro —dijo Mahnmut— Está plegado, pero me parece que si lo activo, se desplegará sobre su propio trípode, lanzará un gran plato al cielo y producirá una seria explosión de… algo. Energía codificada en tensobanda o k-máser o quizás incluso gravedad modulada.

—¿Para qué necesitaría eso Koros? —preguntó Orphu—. Los satélites de comunicaciones siguen en órbita y la nave espacial podría haber transmitido cualquier tipo de tensorrayo o señal de radio al espacio galileano. Demonios, incluso tu submarino podría haber contactado con casa.

—Tal vez esto no tenga por finalidad transmitir al espacio de Júpiter —-sugirió Mahnmut.

—¿Adónde entonces?

Mahnmut no tenía ninguna sugerencia.

—¿Cómo iba a codificar el mensaje Koros? —preguntó el ioniano.

—Hay conectores virtuales —dijo Mahnmut, después de inspeccionar cuidadosamente la compacta maquinaria bajo su piel de nanocarbono—. Podríamos descargar todo lo que hemos visto y aprendido a codificarlo y activarlo. A menos que necesite un código de activación o algo por el estilo. ¿Quieres que lo conecte y lo compruebe?

—No —dijo Orphu—. Todavía no.

—¿Qué usa este comunicador como fuente de energía de chorro? —-preguntó Orphu antes de que Mahnmut pudiera cerrar el aparato.

Mahnmut no estaba familiarizado con la tecnología, pero describió el contenedor magnético y el esquema del campo de fuerza.

—Vaya, vaya —dijo Orphu—. Eso es felscbenmass chevkoviana. Antimateria artificial como la que el Consorcio empleó para impulsar la primera sonda interestelar. Contiene suficiente energía para mantenernos vivos y coleando varios siglos terrestres si encontramos una manera de conectarnos.

Mahnmut sintió que su corazón redoblaba.

—¿Podríamos haberlo utilizado para sustituir el reactor de fusión de La Dama?

Orphu guardó silencio varios segundos.

—No, no lo creo —dijo por fin—. Demasiado libre, demasiado rápido y demasiado duro para poder domarlo. Es posible que tú y yo pudiéramos conectar con su campo, pero no creo que pudiéramos haberle dado energía a La Dama Oscura aunque se pudiera haber reparado el submarino. Y dijiste que no podías hacer las reparaciones solo, ¿no?

—Habrían hecho falta los muelles helados de Conamara Caos —dijo Mahnmut, con una extraña combinación de pesar y alivio al enterarse de que aquello no era ninguna solución para la pobre Dama.

Por mucho que lo deprimiera la muerte de su nave, la idea de volver a navegar los más de dos mil kilómetros era aún más deprimente.

La última pieza de carga era la más grande, la más pesada y la más incomprensible.

El contenedor era un cubo de tribambú de un metro y medio de alto por dos de ancho, envuelto en transpolímero. Una breve inspección demostró a Mahnmut que el cubo estaba lleno: cientos de metros cuadrados de un tejido microfino de polietileno enmascarador con tiras de células solares de alta resolución; veinticuatro segmentos de titanio cónico articulado interconectados y parcialmente anidados; cuatro contenedores presurizados cuyos sensores indicaban que contenían helio, una mezcla de hidrógeno y oxígeno y metanol; ocho impulsores de pulso atmosférico con controladores de conexión y, por último, doce cables de buckycarbono plegados de quince metros conectados a los cuatro lados de la caja de tribambú donde venía la cosa.

—Me rindo —dijo Mahnmut después de varios minutos de reflexionar y hurgar y desplegar—. ¿Qué demonios es esto?

—Un globo —dijo Orphu.

Mahnmut sacudió su cabeza moravec. Había criaturas globos vivas y moravecs en la atmósfera de Júpiter, muchos más nadando en la sopa de Saturno, ¿pero qué habría querido hacer Koros III con un globo artificial en Marte?

Orphu transmitió la respuesta mientras Mahnmut la oía de su propia mente.

—La misión de Koros era llegar a la cima del Monte Olympus, hasta el lugar de la perturbación cuántica, y de esta manera no habría tenido que escalar el volcán. ¿Cuáles son las dimensiones de este… globo?

Mahnmut se lo dijo al ioniano.

—Inflado con helio, aquí, a cero-cero, nivel del mar marciano, tendría un diámetro de más de sesenta metros y una altura de unos treinta y cinco, con lo cual elevaría fácilmente la barquilla, a ti, el Aparato y la radio de chorro hasta los límites del espacio… o la cima del Olympus —dijo Orphu.

—¿Barquilla? —dijo Mahnmut, todavía intentando asimilar la idea.

—La caja que lo contiene. Eso es obviamente lo que Koros III pretendía pilotar. ¿Trae una capota transpolímera… algún tipo de cubierta presurizable?

—Sí.

—Entonces ahí lo tienes.

—Pero el Monte Olympus tiene una escalera mecánica que sube por su cara sur —dijo Mahnmut estúpidamente.

—Koros y los moravecs que planearon esta misión no lo sabían, Mahnmut —dijo Orphu.

Mahnmut apartó un momento la mirada del globo para pensar. Los acantilados sureños del Valle Marineris eran sólo una fina línea roja contra el horizonte verdiazul mientras el falucho se internaba en los canales centrales del estuario.

—La barquilla es demasiado pequeña para llevarte —dijo.

—Bueno, naturalmente… —empezó a decir Orphu.

—Construiré una barquilla más grande —lo interrumpió Mahnmut.

—¿De verdad crees que ascenderemos a la cima del Monte Olympus? —dijo Orphu en voz baja.

—No lo sé —respondió Mahnmut—, pero sí sé que todavía estaremos a más de dos mil kilómetros del volcán cuando… si… alguna vez llegamos al extremo occidental del Valle Marineris en este barquito. No tenía ni idea de cómo íbamos a atravesar el lío del Laberinto Noctis y la Llanura de Tarsis hasta el Olympus, pero este… globo… podría servir. Tal vez…

—Podrías empezar ahora —dijo Orphu—. Sería más rápido que este… ¿cómo lo llamaste?

—Falucho —dijo Mahnmut, contemplando los aparejos y velas recortadas contra el cielo rosa y azul. Varios hombrecillos verdes se balanceaban sin esfuerzo de un aparejo a otro en los palos—. Y no, no creo que debiéramos intentarlo con el globo hasta que tengamos que hacerlo. Es de un tejido tipo camuflaje-camaleón, incluso la barquilla, pero no estoy convencido de que la gente de los carros no pueda localizarlo. Lo elevaremos cuando lleguemos al Laberinto Noctis. Será de por sí un viaje aéreo bastante difícil, ya que tres de los volcanes más altos de Marte se interpondrán entre nosotros y el Olympus.

Orphu se estremeció cerca de lo subsónico.

—La vuelta al mundo en ochenta días, ¿eh?

—La vuelta entera no —dijo Mahnmut—. Contando este viaje en barco, tenemos que viajar un poco más de una cuarta parte.

Mahnmut intentó matar el tiempo y librarse de su desánimo leyendo los sonetos de Shakespeare en el libro físico que había salvado de La Dama Oscura. No funcionó. Mientras que en los últimos años se había sumergido en los análisis descubriendo estructuras ocultas, conexiones de palabras y contenido dramático, ahora los sonetos le parecían solamente tristes. Tristes y bastante desagradables.

A Mahnmut el moravec no podía importarle menos lo que «Will» el «poeta» de los sonetos le hiciera al «Joven» o esperara que le hiciera éste (Mahnmut no tenía ni pene ni ano ni ansiaba ninguno tampoco), pero la profusión de halagos y los flagrantes abusos al obtuso pero adinerado «Joven» por parte del poeta mayor le resultaban ahora opresivos a Mahnmut, algo que bordeaba lo perverso. Pasó a los sonetos a la «Dama Oscura», pero éstos eran aún más cínicos y perversos. Mahnmut estaba de acuerdo con el análisis de que el interés del poeta por esta mujer se centraba precisamente en su promiscuidad: la mujer del pelo oscuro, ojos oscuros, pechos oscuros y pezones oscuros era, si había que fiarse del poeta, no una puta, pero desde luego algo parecido a una fresca.

Mahnmut había descartado hacía tiempo el ensayo de Freud de 1910, «Un tipo especial de elección del objeto según los hombres», en que el médico brujo de la Edad Perdida había documentado casos de varones humanos que podían excitarse sexualmente con mujeres cuya promiscuidad era manifiesta. Shakespeare vacilaba a la hora de describir la vagina de una mujer como la bahía donde todos los hombres cabalgan y se burlaba con saña (oh astuto amor) de la promiscuidad de su Dama Oscura. Aunque Mahnmut había pasado años felices descubriendo niveles más profundos y estructuras dramáticas tras estas vulgaridades, aquel día (el sol a punto de ponerse en el gran mar interior, los acantilados alzándose rojos y rosados al norte) los sonetos le parecían un lienzo sucio, las confesiones íntimas de un poeta obsceno.

—¿Leyendo tus sonetos? —preguntó Orphu.

Mahnmut cerró el libro.

—¿Cómo lo sabías? ¿Has aprendido telepatía ahora que te has quedado sin ojos?

—Todavía no —rumoreó el ioniano. El gran caparazón de cangrejo de Orphu estaba atado a la cubierta, a diez metros del lugar cercano a la proa donde se sentaba Mahnmut—. Algunos de tus silencios son más literarios que otros, eso es todo.

Mahnmut se puso en pie y se volvió hacia la puesta de sol. Los hombrecillos verdes corrían en los palos y en el obenque del ancla, preparando la nave para dormir.

—¿Por qué nos programaron a algunos de nosotros para que tengamos predisposición hacia los libros humanos? —-preguntó—. ¿Para qué puede servirle eso a un moravec ahora que la especie humana puede estar extinta?

—Yo mismo me he preguntado eso —dijo Orphu—. Koros III y Ri Po estaban libres de nuestra aflicción, pero debes de haber conocido a otros que estaban obsesionado con la literatura humana.

—Mi antiguo compañero, Urtzweil, leía y releía la versión de la Biblia del rey Jaime —dijo Mahnmut—. La estudió durante décadas.

—Sí —respondió Orphu—. Y yo y mi Proust —tarareó unas cuantas notas de Me and My Shadow—. ¿Sabes qué tienen en común todas esas obras sobre las que gravitamos, Mahnmut?

Mahnmut se lo pensó un momento.

—No —dijo por fin.

—Son inagotables.

—¿Inagotables?

—Inagotables. Si fuéramos humanos, estas obras y novelas y poemas concretos serían como casas que siempre se abrieran a nuevas habitaciones, escaleras ocultas, desvanes por descubrir… ese tipo de cosa.

—Ajá —dijo Mahnmut, sin captar la metáfora.

—No pareces muy contento con el bardo hoy —dijo Orphu.

—Creo que su inagotabilidad me ha agotado —admitió Mahnmut.

—¿Qué está pasando en cubierta? ¿Hay mucha actividad?

Mahnmut se apartó de la puesta de sol. Tres cuartas partes de los miembros de la tripulación de HV del barco estaban trabajando en silencio y ataban y fijaban y soltaban y aseguraban el ancla. Sólo quedaban tres o cuatro minutos de luz antes de que entraran en hibernación: se tenderían, se enroscarían y se desconectarían durante la noche.

—¿Sientes las vibraciones en la cubierta? —le preguntó Mahnmut a su amigo. A excepción del olfato, era el último sentido que le quedaba a Orphu.

—No, sólo sé la hora que es —respondió el ioniano—. ¿Por qué no los ayudas?

—¿Cómo dices?

—Ayúdalos —repitió Orphu—. Eres un marinero capaz. O al menos distingues la proa de la popa. Échales una mano… o tu equivalente moravec más cercano.

—Los estorbaría. —Mahnmut contempló el rápido trabajo y la precisión de los hombrecillos verdes. Se escurrían por las jarcias y mástiles como en los vídeos que había visto sobre monos—. Nosotros no tenemos telepatía —añadió—, pero estoy seguro de que ellos sí. No necesitan mi ayuda.

—Tonterías —dijo Orphu—. Hazte útil. Voy a seguir leyendo a monsieur Swann y su infiel amiga.

Mahnmut vaciló un momento, pero luego guardó el insustituible libro de sonetos en su mochila, trotó hasta el centro de la cubierta, y colaboró para arriar la vela latina. Al principio los HV detuvieron su trabajo sincronizado y se le quedaron mirando, los ojos negros como botones de antracita en aquellas caras verdes y sin rasgos, pero luego le hicieron sitio y Mahnmut, contemplando el sol poniente y respirando el limpio aire marciano, se puso a trabajar con todas sus ganas.

A lo largo de las siguientes semanas, el estado de ánimo de Mahnmut pasó de la depresión a la satisfacción a algo parecido al equivalente moravec de la alegría. Trabajaba todos los días con los HV, entablaba conversación con Orphu incluso mientras cosía velas, preparaba jarcias, limpiaba cubiertas, levaba el ancla y ocupaba su turno al timón. El falucho recorría unos cuarenta kilómetros al día, cosa que parecía muy poco hasta que uno tomaba cuenta que avanzaba corriente arriba, navegando con vientos irregulares, remando gran parte del tiempo y deteniéndose por completo durante la noche. Como el Valle Marineris tenía unos cuatro mil kilómetros de longitud (casi la anchura de la nación de la Edad Perdida llamada Estados Unidos, como le recordaba constantemente Orphu), Mahnmut se resignó a hacer el viaje en unos cien días marcianos. Más allá del borde occidental del mar interior, seguía recordándose a sí mismo y Orphu se lo recordaba también si se le olvidaba, había más de mil ochocientos kilómetros hasta la llanura de Tharsis.

Mahnmut no tenía ninguna prisa. Los placeres del velero (no tenía ningún nombre por lo que sabía el moravec, y no estaba dispuesto a matar a un hombrecillo verde para preguntarlo) eran sencillos y auténticos, el paisaje sorprendente, el sol cálido de día y el aire deliciosamente fresco de noche, y la desesperada urgencia de su misión se desvanecía bajo el efecto tranquilizador de la rutina.

A finales de su sexta semana de navegación, Mahnmut trabajaba en el mástil mayor del navío cuando un carro apareció a menos de un kilómetro ante el barco, volando bajo (a treinta metros escasos de las velas del navío), lo que no dio tiempo a Mahnmut para ocultarse. Estaba solo en la intersección de los dos segmentos del mástil (las velas de un falucho son triangulares, sus dos mástiles segmentados, la sección superior inclinada hacia atrás) y no había ningún hombrecillo verde en los cordajes. Mahnmut estaba completamente expuesto a la mirada de quien fuera o de lo que fuera que pilotara el carro.

Pasó por encima viajando a varios cientos de kilómetros por hora, y tan bajo que Mahnmut vio que los dos caballos que tiraban del carro eran hologramas. Un hombre con una túnica parda era su único ocupante, alto, sujetando las riendas virtuales. Tenía la piel dorada, era tremendamente guapo, con el pelo largo y rubio al viento. No se dignó mirar hacia abajo.

Mahnmut aprovechó la oportunidad para estudiar el vehículo y a su ocupante con todos los filtros visuales, a las frecuencias y longitudes de onda que tenía a su disposición. Transmitía los datos a Orphu por si el dios del carro lo había visto y decidía hacer volar a Mahnmut del mástil con un gesto de la mano. Los caballos, las riendas y ruedas eran holográficos, pero el carro era bastante real: de titanio y oro. Mahnmut no detectó ningún cohete, pulso de iones ni estela de impulsión, pero el carro emitía energía en toda la gama del espectro EM, suficiente para ahogar la narración que Mahnmut le hacía a Orphu si no hubieran estado empleando tensorrayo. Más ominosamente, la máquina voladora arrastraba corrientes cuatridimensionales de flujo cuántico. Parte del perfil energético de aquella cosa era capturado en un campo de fuerza que Mahnmut veía claramente en el infrarrojo: un escudo de energía en la proa del veloz aparato lo protegía del viento de su propio paso y una burbuja defensiva más amplia lo rodeaba. Mahnmut se alegró de no haber arrojado una piedra contra el carro ni haberle disparado (si hubiera tenido una piedra o un arma energética, cosas que no tenía). Aquel campo de fuerza, calculó Orphu, mantendría al conductor a salvo de cualquier cosa menos potente que una explosión nuclear de baja intensidad.

—¿Qué lo hace volar? —preguntó Orphu mientras el carro se perdía al este—. Marte no tiene suficiente campo magnético para impulsar ninguna máquina voladora EM.

—Creo que es el flujo cuántico —dijo Mahnmut desde su posición en el mástil. Era un día de viento y el falucho se mecía de un lado a otro y adelante y atrás, y las olas lo golpeaban desde el sur.

Orphu emitió un sonido grosero.

—La distorsión cuántica dirigida puede romper el tiempo y el espacio… a la gente y los planetas también, pero no sé cómo hace volar un carro.

Mahnmut se encogió de hombros a pesar del hecho de que su amigo, invisible bajo el toldo levantado en mitad de la cubierta, no podía verlo.

—Bueno, no tenía hélices —dijo—. Te descargaré los datos, pero me ha parecido que esa máquina volaba en un rizo de distorsión cuántica.

—Curioso —dijo Orphu—. Pero ni siquiera un millar de esas máquinas voladoras explicarían el grado de distorsión cuántica que Ri Po registró en el Monte Olympus.

—No —reconoció Mahnmut—. Al menos este… dios, no nos vio.

Hubo una pausa en la conversación y Mahnmut escuchó el choque de la proa del falucho contra las olas y la sacudida de las velas latinas cuando volvieron a hincharse con el viento. Había una suave brisa entre los aparejos, allí donde se hallaba Mahnmut, y le gustaba su sonido. También le gustaba el menos que agradable movimiento del barco, aunque lo compensaba fácilmente agarrándose al mástil con una mano y a una maroma tensa con la otra. Ahora se hallaban en la parte más ancha del valle inundado, en una zona llamada Melas Chasma, con el enorme y radiante submar de Candor Chasma abriéndose al norte y el lecho marino a más de ocho kilómetros bajo ellos, pero había acantilados pertenecientes a islas enormes (algunas de varios cientos de kilómetros de longitud y treinta o cuarenta kilómetros de diámetro) visibles en el horizonte, al sur.

—Quizá te ha visto y ha mandado un mensaje al Olympus pidiendo refuerzos —sugirió Orphu.

Mahnmut envió la estática de radio equivalente a un suspiro.

—Siempre tan optimista.

—Realista —corrigió Orphu. Pero el tono de la siguiente emisión fue serio—. Sabes, Mahnmut que tendrás que hablar de nuevo con los hombrecillos verdes, y pronto. Tenemos demasiadas preguntas que necesitan respuesta.

—Lo sé —dijo Mahnmut. La idea lo hacía sentirse vagamente mareado, de una manera que el movimiento del falucho no conseguiría nunca.

—Tal vez debiéramos Inflar y elevar el globo antes —sugirió de nuevo Orphu. Mahnmut había pasado varios días ensamblando una barquilla más ancha y más grande con el tribambú de la primera y algunos tablones prestados de uno de los mamparos menos esenciales del falucho. A los HV no pareció importarles que usara sus tablas.

—Sigo pensando que no deberíamos hacerlo todavía —dijo Mahnmut—. Ni siquiera estamos seguros de cuáles son los vientos dominantes este mes, y los impulsores no nos darán mucha guía una vez que el globo ascienda en la corriente marciana. Será mejor que estemos lo más cerca posible del Olympus antes de arriesgar el globo.

—Estoy de acuerdo —contestó Orphu después de un rato de silencio—, pero es hora de que volvamos a hablar con los HV. Tengo la teoría de que no es telepatía lo que emplean… ni cuando se comunican contigo ni cuando se pasan información entre sí.

—¿No? —dijo Mahnmut, mirando a la docena de hombrecillos verdes que subían de las cubiertas de los remos y empezaban a trabajar eficazmente en los cordajes—. No se me ocurre qué otra cosa puede ser. Desde luego no tienen boca ni orejas, y no transmiten datos en ninguna frecuencia de radio, tensorrayo, máser ni luz.

—Creo que la información está en las partículas de sus cuerpos —dijo Orphu—. Nanopaquetes de información codificada. Por eso insisten en que uses tu mano para agarrar ese órgano interno: es una especie de central de telégrafos, y tu mano, en oposición a, digamos, tus manipuladores generales, es orgánica. Las máquinas moleculares vivientes pueden pasar a tu corriente sanguínea por osmosis y viajar hasta tu cerebro orgánico, donde los mismos nanobytes ayudan a traducir.

—¿Entonces cómo se comunican entre sí? —preguntó Mahnmut, dubitativo. Le había gustado la teoría de la telepatía.

—-De la misma forma —respondió Orphu—. Por contacto. Sus pieles son semipermeables, probablemente los datos pasan de unos a otros con cada contacto casual.

—No sé —dijo Mahnmut—. ¿Recuerdas que esta tripulación parecía saberlo todo sobre nosotros cuando llegó el falucho? Sabían adonde íbamos. Tuve la sensación de que nuestra presencia había sido transmitida telepáticamente a toda la red psíquica de los hombrecillos verdes.

—Sí, a mí también me lo pareció —dijo Orphu—. Pero aparte del hecho de que ningún humano ni moravec ha establecido jamás un marco teórico para explicar la telepatía, la navaja de Occam dictaría que la tripulación del falucho supo de nosotros a través del simple contacto físico con los HV del lugar donde desembarcamos… o con otros que hubieran estado allí.

—Nanopaquetes de datos en la corriente sanguínea, ¿eh? —dijo Mahnmut, sin ocultar su escepticismo—. Pero uno de esos individuos sigue teniendo que morir si voy a hacer más preguntas.

—Lamentablemente —respondió Orphu, sin mencionar sus anteriores argumentos de que cada HV individual probablemente no tenía más personalidad autónoma que las células epiteliales humanas.

Varios hombrecillos subían al mástil de proa que estaba cerca de Mahnmut, soltando cabos y arriando la vela latina con la facilidad de acróbatas. Asentían amistosamente con la cabeza mientras subían o bajaban.

—Creo que esperaré para hacerles preguntas —dijo Mahnmut—. Ahora mismo, hay una nube enorme y oscura en el horizonte al sur, y necesitarán toda la tripulación para preparar el barco para la inminente tormenta.