47
Las nuevas torres de oficinas de Century City no me parecieron atractivas. No sabía cómo describirlas. ¿Neorromanas? ¿Corporativo-toscanas? Recargadas, con columnas desmesuradas, puntiagudos tejados triangulares, cristal y cemento, todo lo menos africano que se podía hacer. Southern Cross ocupaba el último piso de un edificio de cinco plantas. La recepción era grande y estéril.
En el centro de la habitación había una mujer negra sentada frente a una mesa de cristal. Tenía un ordenador portátil plateado delante y una minúscula centralita telefónica. Llevaba auriculares con micro incorporado, como el piloto de un caza. Jeanette se dirigió a ella.
—Queremos ver al señor Wernich.
Ella la miró de pies a cabeza.
—¿Tienen una cita?
Me adelanté.
—Sí, la tenemos. Dígale que Jacobus Le Roux ha venido a verle.
Unos dedos de uñas muy largas bailaron sobre el teclado de alta tecnología. Su voz era apenas un susurro.
—Louise, está el señor Le Roux para ver al señor Wernich.
—Jacobus Le Roux —recalqué—. Por favor, asegúrese de que se lo dice.
Me miró como si me viese por primera vez, en absoluto impresionada. Escuchó y después nos dijo:
—Lo siento, al parecer no tienen cita.
—Vamos, Lemmer —ordenó Jeanette, y pasó junto a la princesa de cristal—. He estado aquí antes.
—Señora —exclamó la recepcionista, asustada—. ¿Adónde va?
Jeanette se detuvo y dio media vuelta.
—Una cosa le puedo decir, querida. No soy ninguna señora.
Siguió caminando sin preocuparse, cuando la mujer le advirtió:
—Llamaré a seguridad.
Las mesas de cristal eran el eje narrativo de Southern Cross. Louise también estaba detrás de una. Una mujer blanca, con el pelo castaño oscuro, un maquillaje discreto y gafas elegantes. Tenía treinta y tantos y era impecable. La descripción de su trabajo sería «asistente personal», nunca secretaria. Había sido contratada por su eficiencia, sus conocimientos informáticos y su aspecto. Delante solo tenía un teclado negro y una pantalla plana. El resto del ordenador estaba oculto en alguna otra parte. Parecía nerviosa cuando entramos.
—¿Dónde se oculta Quintus, cariño? —le preguntó Jeanette, y pasó a su lado rumbo a la puerta de la oficina de su jefe.
Louise exclamó algo y se levantó. La falda gris se ajustó a sus impresionantes curvas. Le hice un guiño, solo porque podía. Luego entramos en la oficina de Wernich.
Era espaciosa y tenía una enorme mesa de cristal con un ordenador portátil. Una silla de cuero de respaldo alto estaba detrás de la mesa, como un trono real, y había otras seis butacas del mismo estilo, pero más pequeñas, dispuestas enfrente. En las paredes, en marcos muy caros, había pinturas hiperrealistas de misiles y cazas de combate. Wernich contemplaba el canal marrón verdoso que descubrían los enormes ventanales de su oficina. Tenía las manos entrelazadas a la espalda.
Solo se volvió cuando Louise susurró detrás de nosotros:
—Lo siento, señor Wernich, han entrado sin más.
Él miró a Jeanette durante un rato, después a mí y asintió para sí mismo. Era el mismo rostro bondadoso de la foto del prospecto, pero mayor. Tenía el aspecto de un feligrés, ese aspecto beato y amistoso de tantos hombres afrikáners que han cumplido los cincuenta. Se le veía muy digno con un traje oscuro hecho a medida, una presencia clara.
—No importa, Louise, les esperaba —dijo paternalmente. Su voz era profunda y modulada, como la de un locutor en un programa de música clásica—. Por favor cierre la puerta al salir.
Ella se volvió a regañadientes y salió. La puerta se cerró silenciosamente.
—Por favor, siéntense —dijo Wernich.
No esperábamos tal reacción. Nos quedamos de pie.
—Por favor —dijo—. Discutamos esto como adultos —y señaló educadamente en dirección a las sillas—. Pónganse cómodos.
Nos sentamos. Asintió satisfecho, se volvió sin prisa hacia los ventanales y nos dio de nuevo la espalda.
—Dígame, señor Lemmer, mis hombres… ¿Todavía están vivos? —Era un tono amable, como si nos conociéramos de hacía años.
—Kappies lo está. De Eric no estoy seguro.
—¿Dónde están?
—Ahora bajo custodia policial.
—Vaya —dijo él, y entrelazó las manos en la espalda. Vi cómo movía los pulgares en círculo; parecía pensar profundamente—. Me sorprende.
No se me ocurrió una respuesta.
—¿En qué cantidad ha pensado?
—¿Qué cantidad?
—¿Cuánto dinero quiere, señor Lemmer?
Por fin lo entendí.
—¿Así es como funciona la industria armamentista, Quintus? Si no puede matar, ¿se compra?
—Una descripción un tanto vulgar. ¿Por qué iba a venir aquí?
—Está acabado, Quintus.
—¿Acabado?
—Así es.
Él se volvió hacia mí y abrió los brazos, como invitándome.
—Muy bien, señor Lemmer. Aquí estoy. Haga lo que deba.
Amable y razonable, podíamos haber estado negociando la venta de un misil de segunda mano.
Me limité a mirarlo.
—¿Ahora qué, señor Lemmer? ¿Se va a quedar sentado allí?
Iba a decirle que estaba dispuesto a hacerle hablar antes de llevármelo, pero no me dio la oportunidad.
—Sabe, señor Lemmer, lo que más me sorprendió fue su poca capacidad para interpretar la situación. Me refiero a que el aviso estaba muy claro: Emma Le Roux corría un peligro mortal, pero el supuesto guardaespaldas no vio nada, no dijo nada, no oyó nada y no hizo nada. ¿A qué coste por día? Una increíble incompetencia. Solo se despertó cuando ya era demasiado tarde. Entonces buscó vengarse a diestra y siniestra. En realidad, tiene sentido. ¿No es usted el mismo hombre grande y fuerte que asesinó con sus manos desnudas a un inocente y joven empleado? Le hemos investigado, señor Lemmer. Qué vida tan inútil y patética. Y no mejora. Ahora es un expresidiario que no sabe hacer nada mejor que engañar a sus clientes con sus presuntas capacidades, el hombre que se oculta en una pequeña ciudad para que no le encuentren. Que recibe órdenes de una lesbiana que hace todo lo posible por vivir, parecer y hablar como un hombre.
Para entonces yo estaba a su lado y mi brazo echado hacia atrás para darle un golpe, pero Jeanette gritó: «¡Lemmer!» y Wernich sonrió satisfecho.
—Usted es un cobarde nato, señor Lemmer —prosiguió—. Lo mismo que su padre.
Entonces le pegué.
Cayó contra el cristal de la ventana y se deslizó hasta el suelo.
Jeanette se interpuso. Me apartó de un empujón.
—Déjale —dijo.
—Voy a matarle.
—Lo dejarás en paz. —Me sujetó por el cuello de la chaqueta.
Wernich se limpió la sangre de la boca y se levantó poco a poco.
—Antes de que siga, creo que es justo decirle que cada una de nuestras oficinas tiene cámaras de vigilancia. Quizá quiera desactivarlas antes de continuar. De lo contrario podrá parecer un asesinato a sangre fría.
Jeanette me mantenía sujeto del cuello y le dijo a Wernich:
—No sea ridículo. ¿A cuántos ha matado? ¿Cuatro, cinco, seis? Veamos… ¿Su socio? Un accidente de montaña. ¿A él no le gustó lo de Machel, así que le liquidó? Después a los Le Roux, al conservacionista, al guardia de seguridad del hotel…
—Irá a la cárcel —le dije.
—¿Será antes o después de que me mate de una paliza?
—Cumplirá condena, se lo prometo.
Él me miró con el entrecejo fruncido.
—¿Eso cree, señor Lemmer? ¿De verdad lo cree?
—Sí, eso creo.
Él sacó un pañuelo blanco impoluto del bolsillo y se limpió los labios. Entonces caminó despacio alrededor de su trono y se sentó como un hombre cansado.
—Queda el pequeño problema de las pruebas, señor Lemmer.
Jeanette me empujó a una silla delante de Wernich.
—La prueba está en una celda de la comisaría de Nelspruit —afirmé.
Él exhaló un suspiro.
—Puedo comprender su limitada capacidad intelectual, señor Lemmer. Después de todo, es genética. Pero no su ingenuidad. —Miró a Jeanette—. Por favor, siéntese, señorita Louw. No podemos negociar a menos que estemos todos tranquilos y relajados.
—¿Negociar? —preguntó ella.
—Así es. Pero antes de que comencemos, déjeme que le pregunte, por el bien de la conversación, ¿cómo cree que seguirán las cosas a partir de aquí? ¿De verdad cree que Eric se lo confesará todo voluntariamente a la policía?
—Anoche Kappies cantó como un canario, Quintus.
—Muy bien, digamos que Kappies les dice todo lo que sabe. ¿Después qué?
—Entonces vendrán y se lo llevarán.
—No hay nada que me vincule con él, señor Lemmer. Nada. No es un empleado, no está contratado y nunca ha estado en este edificio. Su conocimiento es muy limitado porque no somos tontos. Como es natural, hay otras opciones. Como suministrar cierta información sobre la colorida historia de Kappies a los legisladores. Eso arrojaría una nueva luz sobre su testimonio. Pero en mi opinión hay una manera más fácil. Vivimos en África, señor Lemmer, donde la justicia tiene un precio. Más aún en determinadas provincias. ¿Dónde está Nelspruit? En Limpopo, si no recuerdo mal. ¿Qué sabemos de la moral de Limpopo?
—¿También va a sobornar a la prensa? —preguntó Jeanette.
Había recuperado la expresión bondadosa. Sonrió como si un niño le hubiese hecho una dulce y estúpida pregunta.
—¿Qué le dirá usted a la prensa, señorita Louw?
—Todo.
—Comprendo. A ver si esto queda claro. Les contará la increíble historia de un trabajador desquiciado, de un conservacionista que se halla en busca y captura por el asesinato de cinco negros inocentes. Y, además, espera que acepten el testimonio de un hombre que ha cumplido cuatro años de cárcel por un asesinato.
—Homicidio —le corrigió Jeanette.
—Estoy seguro que la prensa lo distinguirá, señorita Louw.
—El gobierno reabrirá el caso de Samora Machel este año.
Ella lo dijo sin mucho entusiasmo. Comprendía, como yo, que él tenía razón.
—Ah —dijo Quintus—. Así que si la policía y los medios no le sirven, siempre queda el gobierno. ¿Se tragará la historieta del señorito Lemmer y la señorita Le Roux? ¿Incluso cuando el cincuenta y uno por ciento de nuestra compañía esté en manos del grupo empresarial negro Impukane dentro de unas pocas semanas? ¿Con el antiguo ministro del ANC y tres ministros provinciales en la junta de directores? Señorita Louw, por lo que tengo entendido, es una empresaria muy capaz a pesar de sus aberraciones. No esperaba tanta ingenuidad de su parte.
—Le pillaré, Quintus —afirmé.
—Tiene una manera de pensar muy pintoresca, señor Lemmer.
—¿Eso cree?
—No es ilógico. El concepto de identificar al cabeza de turco que debe ser castigado es muy instintivo. Pero no deja lugar a matices.
—¿Qué matices?
—Los matices de una generosa oferta.
—Déjeme que le escuche —dije.
Jeanette me miró furiosa, pero la ignoré.
—Comprendo su necesidad de justicia, señor Lemmer. Cree que Jacobus Le Roux y su familia fueron víctimas de un gran agravio que debe ser reparado. ¿Estoy en lo cierto?
Asentí.
—Muy bien. Creo que podemos ayudarle. De acuerdo con las pruebas que conozco, hay pocas dudas sobre la culpabilidad de Jacobus en los asesinatos. Pero suponga que puedo rectificar el caso, para que deje de ser sospechoso. ¿Sería una compensación razonable?
—Lo sería.
—¿Y si le garantizo que Le Roux podrá vivir su vida libremente, sin miedo a complicaciones pretéritas; y si, además, me ofrezco a contratar los servicios de Body Armour de forma casi exclusiva, con un pago garantizado de, digamos, cincuenta mil por mes?
—Cien mil —dije.
—No —protestó Jeanette.
—Ahora no, Jeanette.
—Setenta y cinco mil —ofreció Wernich.
—Sobre mi cadáver —dijo Jeanette.
La ignoré.
—Con una condición, que responda a todas mis preguntas.
Jeanette se levantó.
—Que te follen, Lemmer. Ya no trabajas para mí.
Había más decepción que desagrado en su voz. Ella abrió la puerta y salió.
—Responderé a sus preguntas —aceptó Wernich, como si ella no existiese.
—Perdóneme un momento —dije. Y salí tras ella.
Louise me siguió silenciosamente con la mirada cuando crucé su despacho. No le dediqué un guiño; tenía demasiada prisa. Vi a mi jefa en el pasillo, rumbo a los ascensores. «Jeanette», llamé, pero me ignoró. Corrí tras ella. Apretó el botón del ascensor vigorosamente. Las puertas se abrieron y entró. Apenas tuve tiempo de impedir que se cerrasen.
—Jeanette, escucha…
—Que te follen, Lemmer, suelta la puerta antes de que te pegue. —Nunca la había visto así. La furia retorcía su rostro.
Solo tenía una opción. Agarré su traje de Armani y la arrastré afuera del ascensor hasta que nuestros cuerpos colisionaron. Estaba furibunda. La rodeé con los brazos y la apreté muy fuerte con mi boca pegada a su oreja.
Solo tuve tiempo para susurrarle: «Tiene micros, Jeanette», antes de que intentase soltarme un rodillazo previsible, conociendo sus antecedentes. Apreté las piernas con fuerza. Me golpeó el muslo muy fuerte. La agarré con más fuerza. Se resistió. Era una mujer fuerte y estaba rabiosa. Una combinación peligrosa.
—No aceptaré su condenada oferta, le pillaré, solo escúchame, por favor, no podemos permitir que nos oigan —susurré con desesperación en su oído.
Pensé que conseguiría soltarse, pero se relajó un poco y susurró:
—Por amor de Dios, Lemmer.
—Micrófonos y cámaras de vídeo. Todo el lugar está pinchado, Jeanette. Podemos utilizarlo.
—¿Cómo?
—Tendrás que ayudarme.
—¿Es necesario que me sujetes tan jodidamente fuerte?
—Bueno, comienzo a disfrutarlo.
Jeanette Louw se rio.
Volví al despacho de Wernich. Louise estaba en guardia, las manos apoyadas en el regazo. Sus ojos me siguieron con desaprobación.
Le sonreí con dulzura. Le volví a guiñar el ojo con idéntico éxito. Tendría que cambiar de táctica.
Quintus Wernich hablaba por teléfono en su despacho. Le oí decir: «Tengo que irme», antes de colgar.
—Al parecer ha perdido su trabajo, señor Lemmer.
—¿Cree que puedo demandarla en el juzgado, Quintus?
Wernich sonrió sin humor.
—Le hubiese ofrecido un puesto, pero creo que nuestro mutuo desagrado no sería la mejor base para una excelente relación de trabajo.
—En cualquier caso, no tengo la capacidad intelectual para el entorno corporativo.
—Touché —dijo él.
Nos sentamos y nos miramos el uno al otro a través de la mesa de cristal. Él suspiró con fuerza y preguntó:
—A ver, ¿dónde estábamos?
Intenté adivinar si Jeanette tendría tiempo suficiente para hacer lo que debía hacer.
—Me debe las respuestas, Quintus.
—Hasta donde valgan —dijo él.