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Jacobus Le Roux utilizó los diez minutos para tomar una decisión. Dejó la radio debajo del saliente, despertó a Pego y descendieron por el cañón en completa oscuridad con grandes dificultades.

Luego caminaron hacia el este junto al Nwaswitsontso durante más de cuatro kilómetros hasta la frontera con Mozambique.

No tenía otra alternativa. Si les respondía, los matarían a él y a Pego. Pero no se había tomado la amenaza a su familia muy en serio. Su padre era alguien, conocía a ministros, era un proveedor, un engranaje esencial en la gran máquina.

Lo único que podían hacer era desaparecer. Hasta que sus perseguidores desaparecieran y el asunto se olvidara.

No lograron alcanzar la frontera antes de que saliese el sol.

Escucharon los helicópteros en cuanto el cielo comenzó a clarear. El aleteo de las hélices era cada vez más fuerte y cercano. Jacobus se refugió entre la espesura de las hojas de mopane y vio dos aparatos que volaban en círculos, rastreando su lado del koppie Ka-Nwamuri. Eran blancos como el Cessna de ayer, sin matrícula, ni números o letras identificativos.

Los helicópteros escrutaron durante más de una hora y luego desaparecieron rumbo al sur.

Jacobus y Pego deberían de pasar por el puesto de vigilancia de Shishengedzim a plena luz del día. El puesto fronterizo podía verse desde el cañón, pero no había otra alternativa. Pego tenía fiebre y estaba muy débil, Jacobus estaba exhausto de cargar con él.

Avanzó anonadado cuatrocientos metros más allá del puesto de vigilancia y esperó a que los disparos le alcanzaran. Podía sentirlos, a pesar de que no se produjo ninguno. En dos o tres ocasiones miró al edificio, pero no había rastro de vida, allí no había nadie, ningún guardia forestal, solo el grupo Ka-Nwamuri con su alambrado electrónico en los desfiladeros y sus sensores en la llanura.

Cortó la cerca fronteriza y entraron en Mozambique. No había ninguna señal de vida a lo largo del río. Ni animales, ni personas, solo el tremendo calor y su fatiga. Seis horas más tarde, vieron a un grupo de mujeres haciendo la colada en el río.

Pego hablaba su idioma. Les pudo decir: «No tengan miedo del hombre blanco, me salvó la vida, a él también le cazan, solo queremos descansar un rato».

Aquella noche durmieron en una aldea sin nombre. El barbudo jefe que se hacía llamar Rico les dijo que su país estaba ardiendo. Mozambique estaba en llamas, la guerra lo destruía todo. Los lugareños nunca dejaban la aldea. De vez en cuando los cazadores furtivos de elefantes pasaban por allí y les dejaban algo de dinero, comida o ropa, a cambio de un lugar donde descansar. Pero miren, no había más jóvenes; todos se habían marchado a la guerra, solo para sobrevivir.

El domingo 19 de octubre Jacobus y Pego escucharon un tremendo sonido, el cielo nocturno se rajó de norte a sur, muy cerca, con grandes truenos ensordecedores. Jacobus salió precipitadamente de la choza y vio una oscilante luz roja muy baja en el horizonte.

Al día siguiente a las tres de la tarde, recibieron la noticia.

Samora Machel, presidente de Mozambique, estaba muerto. Su avión se había estrellado cerca de Mbuzini, a ciento treinta kilómetros de la aldea, la noche anterior.

Jacobus no sumó de inmediato dos y dos, porque las mujeres habían comenzado a gemir y el viejo Rico sacudió la cabeza y dijo «Uma coisa mía, uma coisa má», una y otra vez. Después le dijo a Pego que el hombre blanco debía marcharse. Se avecinaban grandes problemas. El hombre blanco debía marcharse.

Los mozambiqueños le dieron ropa, comida y agua y dijeron que aceptarían su fusil a cambio. Le explicaron cómo llegar a Suazilandia, donde estaría a salvo.

Pego abrazó a su amigo y dijo:

—Gracias, hermano, nos volveremos a ver.

Él se marchó, bajó a lo largo del río hacia el sudeste en busca de una carretera polvorienta. Mientras caminaba a paso lento y decidido reunió todas las piezas.

La caminata de doscientos kilómetros le llevó casi una semana. Caminaba solo de noche, ocultándose cada vez que detectaba personas, vehículos o aviones.

Cruzó la montaña para entrar en Suazilandia ocho kilómetros al este del puesto fronterizo de Lomahasha. Se lavó y comió bien en la pequeña iglesia católica en Ngwenya Peak. Los misioneros le dieron una cama y durmió durante dos días. Le procuraron ropa nueva, porque la que llevaba estaba harapienta. Le dijeron que no era el primer sudafricano blanco que había llegado hasta allí. Habían habido otros dos, objetores de conciencia que no habían querido hacer el servicio militar obligatorio. Había personas en Manzini que podían ayudarle. Tenía que esperar a que viniese el camión de los jueves. No podían darle mucho. Le dieron veinte lilangeni. Vaya con Dios.

En Manzini vio los periódicos una semana después de la muerte de Samora Machel. Los dedos apuntaban al gobierno sudafricano. África y los rusos estaban indignados.

Llamó a la oficina de su padre desde una cabina telefónica pública y la operadora le pasó con la secretaria de su padre, que contuvo la respiración cuando él dijo: «Hola, Alta», y ella respondió: «¿Jacobus?».

Entonces la línea se cortó.

Intentó llamar de nuevo, pero no volvió a dar línea. Recogió las monedas y se alejó. Y, de pronto, el teléfono sonó. Se detuvo. Miró a su alrededor. No había nadie cerca.

Volvió a la cabina y atendió la llamada.

—¿Hola?

—Está en Suazilandia. Le vamos a pillar. Pero escuche…

Se quedó de piedra. Era una voz nueva, no la misma de la radio.

—Si intenta llamar de nuevo a su padre, si se pone en contacto con alguien, les cortaremos el cuello. Lo sabremos. Quiero que lo comprenda.

Se quedó mudo.

—Quiero oírle decir que lo ha comprendido.

—Lo he comprendido.

—Su padre conduce un Mercedes Benz blanco TJ 100765. Cada tarde sigue la misma ruta desde el despacho. Los accidentes ocurren con mucha facilidad. Su madre va a la plegaria vespertina en la Iglesia Holandesa Reformada todos los miércoles. Sale de la casa sola a las siete menos veinte en su Honda Ballade, TJ 128361. Es un blanco fácil. Su hermana vuelve a casa a pie desde la escuela todas las tardes. Creo que comprende el mensaje. Dígame de nuevo que lo comprende.

—Lo comprendo.

—Muy bien. Veo que está en Manzini. Si se queda allí enviaré a algunas personas para que hablen con usted. Podemos resolver este asunto.

Comprendió que quería mantenerlo en línea. Quizá ya había personas buscándole. Dejó de escuchar.

Colgó el teléfono y se alejó, rápidamente, de su vida. El primero fue fácil, pues sabía dónde estaba y sabía que era el que había disparado a Emma.

Esperé hasta las nueve de la noche. Crucé el río protegido por las sombras. Me acerqué por detrás. Estaba tendido boca abajo, muy cómodo, con el Galil apostado en el trípode, delante. De vez en cuando miraba a través de la mira de visión nocturna.

Tenía una mochila junto a él. Contendría bebida y comida. La necesitaba.

Es imposible ser completamente silencioso en los matorrales, no importa lo cuidadoso que seas. Había una distancia de tres metros entre nosotros cuando la diminuta e invisible rama se partió debajo de mi pie. Vi cómo movía primero la cabeza instintivamente. Luego giró el tronco, pero yo ya estaba de pie, con el puñal en la mano derecha. Se incorporó deprisa y reaccionó como la mayoría; intentó utilizar su arma, el fusil de francotirador. Lo movió hacia mí.

Demasiado lento. Demasiado tarde. Le hundí la larga hoja en el corazón y le dije:

—Esto es por Emma.

No creo que me oyese.

Retrocedí y le dejé caer. Le arrastré a un lado, pillé el rifle y me tumbé en su posición. Utilicé la mira de visión nocturna para escanear la zona.

Vi el jeep Grand Cherokee, medio oculto detrás de la casa junto a un Toyota Prado. Vehículos grandes. Lo suficiente para transportar a un gran equipo. ¿Cuántos eran? La casa parecía desierta. Dirigí la mira telescópica poco a poco a través de toda la zona. Entonces lo vi. En el porche, detrás de la pared. Solo asomaba la parte superior de la cabeza.

Número dos.

De haber estado en su lugar, hubiese desplegado a los otros cerca de la verja.

Ya vería.

Oí el susurro de una voz.

A mi espalda.

Cogí la Glock y me di la vuelta.

Nada.

Seguía oyendo la voz. Era una voz de hombre. Imposible, dado que detrás de mí solo estaba el denso matorral.

El sonido debía de proceder de una radio.

Me acerqué al cadáver del rubio y busqué en sus bolsillos. Nada. Le di la vuelta y le palpé el cinturón. Tampoco había nada.

La voz era ahora más audible. Cerca de él, o en alguna parte de él. En la parte superior.

Palpé a lo largo de su cuerpo, la oscuridad me impedía ver nada, y acerqué la oreja a su cabeza. Lo oí con claridad. «Vannie, adelante». Era un susurro suave e impaciente.

Tenía un pinganillo en la oreja colgando de un cable muy fino. Tendría que haber sabido que disponían de tecnología. Se lo quité con cuidado. Su piel aún estaba tibia. Me lo coloqué en la oreja. No encajaba muy bien. Quizá se lo hubiesen hecho a medida.

—Vannie, no me digas que tu vack no funciona.

¿Qué era un vack?

—¿Frans, ves a Vannie?

—Negativo.

—Joder.

Números tres y cuatro.

—¿Quieres que vaya?

—Sí, todavía es temprano. Llévale uno de los vack de recambio, hay más en la parte de atrás del jeep, en la caja azul.

—Vale.

Me tendí. ¿Vacks? Miré a través de la mira. El hombre detrás de la pared se levantó. Frans. Bajó los escalones al trote, fue hasta los vehículos y abrió el portón trasero del jeep.

—No veo la caja.

—Pone Voice Activated Comms.

Lo pillé. Vack. VAC.

—No está aquí.

—Tiene que estar allí.

—Te digo que no está.

—Está en la parte de atrás del Prado, Eric. Yo lo cambié de lugar. —Una voz nueva. Número cinco.

—Gracias.

Frans cerró el maletero del jeep y se acercó al Prado, lo abrió y buscó dentro.

—Vale, lo tengo. Joder, Vannie. Ahora no se te ocurra dispararme.

—No te puede oír, Frans.

—Solo lo digo.

Vino corriendo a través de la hierba. Empuñé el cuchillo y me levanté.

Jacobus Le Roux encontró trabajo de jornalero en la reserva de animales de Mlawula, en Suazilandia. Era una paradoja para los guardias forestales negros: el desertor afrikáner blanco venía a hacer el trabajo de un negro. El muchacho silencioso que nunca se reía.

A base de grandes esfuerzos y mucha paciencia reunió trozos de noticias y rumores. El avión de Samora Machel se había desviado de su ruta. El Times of Swazilandia y los expertos rusos creían que había sido por culpa de una radiobaliza falsa. Jacobus sabía dónde estaba la radiobaliza falsa. Sabía quién la había puesto allí.

Los periódicos decían que el gobierno sudafricano quería ver muerto a Machel. Decían que había sido un enemigo nacional desde 1964, cuando dirigió el primer ataque contra los portugueses como guerrillero del Frente de Liberación de Mozambique, el FRELIMO. Machel era un antiguo enfermero que había visto cómo le expropiaban las tierras a su familia, cómo sus padres morían de hambre bajo el régimen portugués. Había visto a su hermano morir en una mina de oro sudafricana, y había padecido en sus carnes las abismales diferencias de atención médica entre blancos y negros. Sus abuelos y bisabuelos habían luchado contra la dominación portuguesa en el siglo XIX, así que el pequeño enfermero también se había sumado a la lucha. A principios de los setenta era comandante jefe del FRELIMO, y en 1975 se convirtió en el primer presidente del Mozambique independiente.

Según los periódicos firmó su sentencia de muerte cuando permitió que los guerrilleros que luchaban contra Sudáfrica y la antigua Rodesia tuvieran bases en su país desde las que organizar sus ataques. Sudáfrica y Rodesia replicaron con la formación del grupo rebelde llamado RENAMO para luchar contra el gobierno marxista de Machel y se inició una terrible guerra civil.

En 1986 Mozambique ya no soportó más. Kenneth Kaunda, presidente de Zambia, sucumbió a la presión de los bóeres y expulsó al RENAMO de su país. La gran matanza del RENAMO contra Machel había comenzado y todo estaba en el borde de un precipicio. Se suponía que la muerte de Machel debía acabar con el bloqueo.

Pero Pretoria lo negaba todo. Incluso el ministro al que había visto en aquella avioneta. Especialmente él.

Eso era lo que más asustaba a Jacobus. Sabía que estaban mintiendo y sabía lo que estaban dispuestos a hacer para mantener la mentira.

Después de cinco meses en la reserva, le encontraron.

Un día regresó de la sabana y el gordo Job Lindani, el gerente suazi de sonrisa fácil le dijo:

—No vuelvas a casa. Hay unos hombres blancos que te esperan. Bóeres.

Huyó de nuevo.

Frans era el que había conducido el jeep en el aparcamiento del hospital. Tumbé su cadáver junto al de Vannie, aplasté su radio en el suelo con el pie, recogí la mochila y el Galil de Vannie y avancé hacia la casa en la oscuridad.

Había al menos otros tres afuera, pero sospechaba que eran más. Si solo había cinco no necesitaban venir con dos vehículos. Calculé seis. Eso significaba otros cuatro. Por lo menos.

—¿Vannie, me oyes?

Abrí la mochila en la casa, a oscuras. Agua embotellada y bocadillos. Olían a pollo.

—¿Frans, qué estás haciendo?

Busqué mis Twinkies. Solo encontré la caja vacía. También pagarían por esto.

—Frans, adelante, Frans.

Comí y bebí deprisa. Solo lo suficiente para calmar el hambre.

—No me lo creo.

Recogí el Galil y salí por la puerta de atrás, pasé junto a los vehículos, y me dirigí hacia el sur, al denso matorral donde había esperado la noche anterior.

—Eric, creo que tenemos problemas.

—Joder.

—También tendrá el rifle.

Eric procesó la información.

—Y quizá también la radio —dijo Eric—. Quédate quieto y dispara contra cualquier cosa que se mueva.