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Conocía a los tipos como Eric.

Son la materia gris de la clase media, siempre más fuertes y grandes que el resto. En la escuela estaban atrapados en tierra de nadie, entre los listos y los colgados. Solo podían destacar, ser advertidos y respetados, a través de la intimidación física. Son los ingredientes que hacen al matón.

Saben por instinto que la estrategia no funciona en el mundo de los adultos. Así que se meten en la policía o en el ejército, donde el uniforme puede compensar. Allí descubren el poder del Arma y se hacen adictos a ella. Pero el sueldo, las condiciones laborales, la falta de promoción y los constantes recordatorios de que siguen siendo clase media les deja frustrados e insatisfechos. Pasados cuatro o cinco años comienzan a buscar oportunidades en el sector privado, y nunca dejan de contar batallitas sobre lo dura que ha sido su formación en la policía o el ejército y lo bien preparados que están. Tenías que saber lo valientes que eran, cuán duros y cuán fuertes, a cuántos tipos habían pegado y a cuántos habían disparado.

Creían en su reputación porque en grupos de cinco o seis podían asaltar a mujeres, torturar a guardias negros o arrojar a conservacionistas maduros a la jaula de los leones. No tenían miedo de nada, hombres duros educados en la violencia.

Pero les quitas las armas y no son nada.

Salí a su encuentro en la carretera. Un tipo grandote y robusto. Le pegué en la cara. Cayó y se levantó de nuevo.

—Voy a matarte —gritó desafiante.

Levantó los puños, agachó la cabeza y me miró amenazante. Atacó con un golpe de derecha. Le sujeté el puño, lo aparté hacia delante y le crucé la cara con el dorso de la mano.

No quería demostrarme que se sentía humillado. Se apartó con un juego de piernas casi paródico de su valentía.

Volvió de nuevo, esta vez más desconfiado. Dos, tres reveses contra el cuerpo. Me dejé golpear, los golpes no tenían fuerza. Le daban confianza. El siguiente sería un gancho de derecha, el golpe que aspiraba a liquidarme, el que lanzaría por debajo del hombro.

Su equilibrio no estaba mal, era lo bastante listo para no delatar su intención con la mirada; en algún momento de su juventud había practicado el boxeo. Golpeó y dejé que el puñetazo pasase por la izquierda de mi cabeza y entonces entré en otro mundo, en otro lugar. Donde el tiempo se detiene. Donde todo desaparece, no oyes nada y solo ves una niebla roja y gris. Y solo deseas destruir lo que tienes delante con todas tus fuerzas.

Fui a buscar el jeep y arrastré a Kappies y a Eric al vehículo y los llevé a la casa. Les até a cada uno a una cama con un alambre de embalar que encontré en la parte trasera del Prado, entre otros sofisticados instrumentos. Había receptores de radio y cajas electrónicas inidentificables con pantallas LED, interruptores, ordenadores portátiles, auriculares, micrófonos y antenas, cables extensores y herramientas. Me pregunté si era lo que usaban para interceptar las llamadas. Una de las cajas tenía una etiqueta que decía «Rastreo GPS».

Revisé la herida de Kappies una vez lo tuve bien atado. Viviría. Aunque no podría ganar ningún maratón. Me miró en silencio con los ojos asustados.

Si Eric viviría, no lo sabía. En realidad, no me importaba.

Después me quité las ropas manchadas de sangre y me di un baño.

Cogí mi bolsa de deportes y fui en el jeep hasta la estación forestal, lo dejé allí y cogí el Nissan. Pasada la medianoche fui a Nelspruit.

Llamé a Jeanette Louw desde el aparcamiento del hospital SouthMed. Debía estar durmiendo, pero lo disimuló bien.

—Los tengo —dije.

—¿Los tienes?

—Cuatro están muertos. Los otros dos malheridos.

—Jesús, Lemmer.

—Aún no se ha acabado, Jeanette. Mañana tengo que ir a El Cabo.

—¿Qué hay en El Cabo?

—Quiero la dirección de un tal Quintus Wernich, presidente de la junta de Southern Cross Avionics. Vive en Stellenbosch.

—Mierda —dijo Jeanette Louw.

—¿Le conoces?

—Dios. ¿Tiene algo que ver en esto?

—Jeanette, ahora no tengo tiempo. Te lo contaré todo, pero no ahora. Conoces a Wernich.

—Le conocí cuando hice una presentación de nuestros servicios en Southern Cross. Después de tanto trabajo, el cabrón no me dio ni las gracias, dijo que tenía a su propia gente.

—Creo que ya no. ¿Qué más?

—Lo sabía todo de ellos antes de la presentación, pero eso fue hace meses. Déjame pensar… si no recuerdo mal se hicieron populares gracias al diseño del nuevo sistema para el Mirage, el avión de combate. Creo que lo tengo anotado en alguna parte. Echaré una ojeada.

—¿Puedes conseguirme la dirección de Wernich? ¿Y reservarme un vuelo?

—Lo haré. —Después preguntó en tono perspicaz—. ¿Cuándo fue la última vez que dormiste?

—No lo recuerdo. Creo que anteayer; algo así. Estoy en el hospital. Ahora aprovecharé para echar una cabezadita.

—Buena idea. Oye, querías saber de Stef Moller.

—Sí.

—Deja que busque mis notas. Debes entender que lo que encontré son solo rumores. No podrás probarlo.

—No quiero pruebas. De todas maneras, ahora está fuera de escena.

—Pues mira, esto es lo que hay, ¿alguna vez has oído hablar de Frama Inter-Trading?

—Nunca.

—No te aburriré con los detalles. Frama era la empresa tapadera del ejército para el contrabando de marfil en los setenta y en los ochenta. Estamos hablando de centenares de millones de rands. En 1996 la comisión Kumleben investigó todo el asunto y concluyó que había una posible corrupción y enriquecimiento ilícito a gran escala. Pero como te puedes imaginar, nadie quería señalar a nadie. Uno de los nombres mencionados fue el de Stefanus Lodewikus Moller. Era el contable. Él era quien movía el dinero.

Yo estaba demasiado agotado para digerirlo todo.

—¿Estás ahí? —preguntó Jeanette.

—Me has dejado mudo.

—Sí, Lemmer. Este puto país. Pero ahora vete a dormir. Te llamaré mañana.

—Gracias, Jeanette.

—Antes de que me olvide —dijo ella deprisa.

—¿Qué?

—No puedes llevar la Glock en el avión.

—Oh, sí. No lo había pensado.

—Déjasela a B. J. Fikter. Te conseguiré algo en este lado.

Cogí mi bolsa y entré en el hospital. B. J. Fikter tenía el turno de noche. Se le veía alerta y descansado y quitó la mano de la pistola cuando vio que era yo. El agente de policía dormía profundamente al otro lado.

—Oh, qué bonita que se te ve, cariño —dijo.

—Y eso que no me he maquillado. ¿Alguna noticia?

Él sacudió la cabeza.

—El riesgo se ha reducido al mínimo. Quería decírtelo. No está eliminado del todo, pero no creo que esta noche te molesten.

—Les has pillado.

—Sí.

—Gracias por invitar a tus amigos a la fiesta.

—Sé que no eres un aficionado a las juergas. Eres tan hogareño.

—Oh, las máscaras que llevamos. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Daré una cabezada en el sofá VIP. Solo quería… —Señalé la habitación de Emma.

Él no dijo nada, solo sonrió.

La enfermera negra del turno de noche me reconoció. Asintió. Podía entrar.

Abrí la puerta y me acerqué a su cama. Estaba igual, tumbada. La miré y sentí que me dominaba un gran cansancio. Me senté y tendí la mano para apoyarla en las suyas.

—Emma, encontré a Jacobus.

Su respiración era profunda y tranquila.

—Te echa mucho de menos. Vendrá, quizá mañana. Cuando estés mejor, podrás verle. Así que ponte bien pronto.

No puedes confiar en ti mismo cuando no has dormido en cuarenta horas. Tu cabeza es un torbellino, tus sentidos te traicionan y los sueños se confunden con la realidad.

Así que, cuando imaginé que la mano de Emma se había movido casi de forma imperceptible debajo de la mía, supe que me estaba engañando a mí mismo.

Vincent «Pego» Mashego hizo un curso en el centro de rehabilitación Mogale en el verano de 2003. Una tarde, mientras caminaba entre los edificios, vio una figura en la jaula del quebrantahuesos que le detuvo el corazón.

El hombre estaba en cuclillas limpiando los excrementos del suelo y Pego lo miró en silencio. Era como un sueño, irreal e incomprensible.

El hombre le miró y él supo que era Jacobus Le Roux.

Jacobus salió a la carrera y el quebrantahuesos agitó sus enormes alas. Se abrazaron emocionadamente, sin hablar, diecisiete años después de separarse en un villorrio sin nombre de Mozambique. Jacobus se lo llevó a su pequeña casa por miedo a que alguien pudiese verles, a que la fatalidad regresase para llevarse también a Pego.

Se contaron sus historias. En 1986 Pego se había quedado en Mozambique durante seis meses y después se había ido a casa con los suyos. Sí, habían venido unos blancos a preguntar por él, en dos ocasiones. Pero de eso hacía meses.

Él se había asustado. No podía contar la historia a su familia por miedo a que soltaran algo inadecuado en cualquier parte. Hasta donde ellos sabían, había tenido un gran problema con los bóeres, quienes no podían enterarse de que había vuelto. El problema implicaba que nunca más volviera a ser Pego, tendrían que llamarle solo Vincent para que pudiese comenzar una nueva vida.

Los bóeres no habían seguido buscándole. Quizá creían que no representaba un peligro. ¿Quién creería a un pobre maPulana que hablase de luces y cables en una reserva de animales, de personas que le disparaban y le torturaban?

Más tarde, en 1987, consiguió trabajo en una reserva particular de animales como camarero. El propietario muy pronto comprobó su conocimiento de la sabana y le puso a trabajar como asistente de los guías de campo.

En 1990 se casó con Venolia Lebyane y en 1995 vio un anuncio de la Junta de Parques de Limpopo. Pedían gente negra con estudios que aspirasen a ser guardias forestales en las reservas provinciales. No tenía estudios, pero fue a verles a Polokwane de todas maneras. Les contó que todo lo que sabía estaba en la sabana, no en los libros. No tenía notas en papel, ¿pero no querrían darle una oportunidad?

Se la dieron porque había muy pocas solicitudes. Las personas de Limpopo querían trabajar en la ciudad, no en la sabana. Así que Vincent Mashego se convirtió en guardia forestal y ahora era el jefe del Talamati Bushveld Camp, en la reserva de animales Manyeleti, junto al Kruger.

Entonces Jacobus le contó su historia a Pego y el negro le abrazó mientras lloraba. Dijo que le debía la vida y que le ayudaría.

Jacobus dijo que no se podía hacer nada.

Cualquier cosa. Tarde o temprano.

Se volvieron a ver después del encuentro. Jacobus viajaba a Manyeleti a escondidas de vez en cuando, y se sentaba junto a una hoguera con Pego. Era como en los viejos tiempos, cuando hablaban de la sabana y los animales. Ahora hablaban de la presión en el entorno, que iba en aumento; de las amenazas, las urbanizaciones inmobiliarias blancas, las reclamaciones de tierras negras, de los cazadores de cuernos de rinocerontes y de cabezas de buitres, y de la codicia en todas sus razas y colores.

Después de tantos envenenamientos, Jacobus Le Roux se encontró con uno que le superó. Me dijo que fue como si los veinte años de miedo, frustración y muerte se hubiesen conjurado contra su resistencia. Se quedó de pie entre los cadáveres, en la sabana, y no pudo soportar más el peso. Las magníficas criaturas que había conocido tan bien en Mogale, las hermosas aves que habían desplegado sus grandes alas a los vientos, solo unas horas antes, se convirtieron en el símbolo de la futilidad de su vida. Algo se le rompió por dentro. Cogió su rifle y siguió el rastro hasta la choza del sangoma. Allí estaban los buitres y los primitivos cuchillos que empleaban para descuartizarlos, los pequeños fajos de dinero, las bolsas de plástico y los cuatro asesinos. Así que los mató. En su locura, su rabia y su odio.

Solo dos horas más tarde, en algún lugar de la sabana, había vuelto en sí mismo. Comprendió lo que había hecho. Fue a buscar a Pego, que le ocultó y le dijo que le ayudaría, porque su esposa, Venolia, trabajaba para la policía en Hoedspruit. Ella les avisaría si buscaban a Jacobus. Venolia Mashego estaba en el despacho, con Jack Phatudi, cuando una mujer llamó desde Ciudad del Cabo para preguntar si Jacobus Le Roux podría ser Cobie de Villiers. Pego sabía que era su hermana. Había anotado el número de Emma y la había llamado, porque quería pagar su deuda con él salvándola a ella. Pero en la sabana de Manyeleti la cobertura era débil y no sabía cuánto había oído Emma.

Jacobus se había enojado con él cuando se enteró. Se marchó furioso a ver a Stef Moller en mitad de la noche. Pero después de la muerte de Frank Wolhuter, Jacobus llamó a Pego y le dijo que se había equivocado. Debía avisar a Emma y alejarla.

Fue Pego quien escribió la carta y se la entregó al guardia de seguridad Edwin Dibakwane.

Pero era demasiado tarde.