14
Llamé a Emma. Respondió con voz nerviosa.
—¿Lemmer?
—Ya puede venir. Estoy junto al Astra, a unos cien metros de la gasolinera —dije, y después guardé el móvil en el bolsillo.
La vi salir del café y trotar en mi dirección. Los hombres estaban tumbados en la hierba delante de mí, uno al lado del otro, con los rostros apoyados en el suelo, las manos detrás de la espalda. Mantenía el R5 apuntando al negro; el blanco no nos causaría ningún problema.
Emma se acercó. Abrió mucho los ojos cuando vio la escena, la nariz torcida y sangrante. Le mostré la identificación del sargento negro.
—Son policías —le dije—. Hombres de Jack Phatudi.
—¿Policías?
Se quitó el sudor de la frente y cogió el carnet con curiosidad.
—Está con la mierda hasta el cuello —dijo el poli blanco.
—Cuide esa boca, compañero. Ahora está en presencia de una señora —le advertí, y me acerqué a ella.
—¿Por qué nos están siguiendo? —preguntó Emma.
—Para protegerla —dijo el sargento negro.
—¿De qué? —preguntó Emma.
Yo había hecho la misma pregunta y me habían contestado con idéntico silencio.
—Levántense —dije y quité el cargador de la R5. Se pusieron de pie, el agente con más dificultades que el sargento. Giré el rifle y se lo ofrecí por la culata a nariz torcida. Me guardé el cargador en el bolsillo—. Sus pistolas están en el coche.
—Están detenidos —dijo el sargento.
—Llame a Jack Phatudi por teléfono.
—¿Se resiste al arresto? —preguntó él sin mucha convicción.
—Llame a Phatudi y deje que la señora hable con él.
No era un hombre grande, veinte centímetros más bajo que yo, delgado. Se le veía contrariado y sospeché que no le hacía ninguna gracia llamar al inspector y darle explicaciones.
—Deme su número —dijo Emma con el móvil en la mano.
Le pareció mejor esa opción. Le recitó el número, y Emma lo tecleó en su teléfono mientras yo me acercaba al agente.
—Deje que le ayude con esa nariz —dije.
Él se apartó.
—Voy a encerrarle, maldito hijo… —se tragó la palabra y miró a Emma.
—Usted mismo.
—¿Inspector? —dijo Emma en su teléfono—. Soy Emma Le Roux. Estoy en la carretera, cerca de Klaserie, con dos de sus hombres. Dicen que les ordenó seguirme.
Ella escuchó. Oí la voz de Phatudi, fuerte y furiosa, pero no entendía las palabras.
—¿Quién? —acabó por decir ella preocupada.
Se convirtió en una conversación unilateral. De vez en cuando Emma le interrumpía con preguntas y comentarios.
—¿Pero cómo, inspector? Yo no he…
—Eso no es verdad.
—¿Por qué no nos lo dijo?
—Sí, pero ahora uno de ellos tiene la nariz rota.
—No, inspector. Fue usted quien no tenía nada que decir esta mañana. Secreto de sumario.
—Estoy segura de que sobreviviremos sin su protección.
—Gracias, inspector —dijo con el mismo tono helado que cuando Wolhuter se había dirigido a ella con un diminutivo. Le pasó el móvil al sargento negro—. Quiere hablar con usted.
—Hay personas que están furiosas conmigo —explicó Emma mientras íbamos hacia White River.
No tenía idea de lo que Phatudi le había dicho a su sargento. Habían hablado en sePedi. Cuando terminaron, el sargento negro había mirado hacia el bosque y nos había dicho: «deben irse», con mucho disgusto.
Ahora Emma estaba sentada con las piernas recogidas, los pies en el asiento del pasajero del BMW con los brazos rodeando las rodillas.
—Es lo que dijo Phatudi. Hay personas que han oído que Jacobus es mi hermano y que he traído a un abogado para llevármelo. ¿Se lo puede creer? Dijo que ha oído toda clase de rumores y que le preocupa nuestra seguridad. Uno de los rumores es que sé dónde está Jacobus. También que quiero echar la culpa de los asesinatos a otras personas. Que estoy trabajando con Mogale para echar por tierra la reclamación territorial. Así que le pregunté quién decía todas estas cosas y no me pudo responder. Pero él es el único que sabe por qué estoy aquí.
Y la comisaría de Hoedspruit entera. Parecía haberse olvidado.
Sacudió la cabeza furiosa y me miró.
—¿Por qué tiene que ser así, Lemmer? ¿Por qué hay todavía tanto odio en este país? ¿Cuándo vamos a progresar? ¿Cuándo llegaremos al punto en que no se trate de raza o de color o lo que pasó en el pasado, sino solo de lo que está bien o mal?
Cuando todos seamos ricos o pobres, pensé. Cuando todos tengamos las mismas tierras y posesiones. O cuando nadie tenga nada…
Ella no había terminado.
—Pero no sirve de nada hablar con una pared. Es probable que haya firmado alguna cláusula que le impide hablar de cosas como esta. —Sus manos comenzaron a gesticular con furia—. ¿Cuál es su historia, Lemmer? ¿Está siempre tan malhumorado, o es solo que no le caigo bien? Debo parecerle muy aburrida después de todas las personas famosas e importantes a las que ha vigilado.
Sospechaba que la verdadera fuente de su frustración era que su encanto no funcionaba como quería. No le había resultado con Phatudi, tampoco con Wolhuter, y tampoco conmigo. Bienvenida al mundo real, Emma.
—Comprendo que esté furiosa —dije.
—No me venga con esas.
Bajó la rodilla, me dio la espalda y miró a través de la ventanilla.
Mantuve el tono cortés.
—Mi trabajo requiere mantener una distancia profesional. Es uno de los principios fundamentales de mi vocación. Deseo que lo comprenda; esta es una situación poco habitual. Por lo general, el guardaespaldas ni siquiera viaja en el mismo vehículo que el cliente, nunca comemos en la misma mesa y nunca se nos incluye en la conversación.
Qué podía decirle de la Primera Ley de Lemmer.
Ella se tomó unos momentos para procesarlo. Luego se volvió hacia mí y dijo:
—¿Es esa su excusa? ¿La distancia profesional? ¿Qué cree que soy? ¿Que no soy profesional? Yo también tengo clientes, Lemmer. Mantengo una relación profesional con ellos. Cuando trabajamos, es trabajo. Pero también son seres humanos. Y es mejor verlos como seres humanos y respetarles como tales. De lo contrario, no tendría sentido lo que hago. Anoche no estábamos trabajando, Lemmer. Nos sentamos a una mesa como seres humanos y…
—No estoy diciendo…
Pero ella iba lanzada. La furia había revestido su voz de urgencia y de profundidad.
—¿Sabe cuál es el problema, Lemmer? Vivimos en la era del móvil y el iPod, ese es el problema. Todos llevan auriculares y todos viven encerrados en su pequeño mundo, donde nadie quiere escuchar a nadie, donde cada uno quiere escuchar su música. Nos aislamos. No nos importa nadie más. Levantamos paredes y rejas de seguridad, nuestro mundo se hace cada vez más pequeño, vivimos en crisálidas, en pequeños lugares seguros. Ya no hablamos, ya no nos escuchamos los unos a los otros. Vamos en coche al trabajo, cada uno en su vehículo, cada uno en su caparazón de acero, y no nos oímos los unos a los otros. Yo no quiero vivir así. Quiero escuchar a las personas, conocerlas. Quiero escucharle. No como a un fuerte y silencioso guardaespaldas. Como a un ser humano. Con una historia. Con opiniones y perspectivas. Quiero escucharlas, compararlas con las mías, cambiarlas, si así lo considero. ¿De qué otra manera puedo crecer? Esa es la razón por la que existen los racistas, los sexistas y los terroristas. Porque no hablamos, no escuchamos, porque no sabemos, porque solo vivimos en nuestras cabezas. —Lo dijo todo en frases completas y fluidas, y cuando acabó hizo un gesto de frustración con sus pequeñas y elegantes manos.
Tuve que admitir que, casi por un momento, me había pillado. Deseé sucumbir y decir: «Tienes razón, Emma Le Roux, pero esa no es toda la historia». Entonces recordé que cuando se trataba de personas era un discípulo de la filosofía de Jean-Paul Sartre y me limité a decir:
—Debe admitir que nuestro trabajo es un tanto diferente.
Ella sacudió la cabeza y se encogió desesperada.
Condujimos en silencio durante una hora, a través de White River y Nelspruit, luego por el bello paisaje más allá de la ciudad: las montañas, las vistas y la sinuosa carretera que subía hasta Badplaas, hasta la entrada del Heuningklip Wildlife Preserve. El acceso carecía de decoración. Había una verja metálica y un pequeño cartel con un número de teléfono. La verja estaba cerrada.
Emma marcó el número. Pasaron unos momentos antes de que alguien respondiese.
—¿Señor Moller?
Al parecer lo era.
—Me llamo Emma Le Roux. Me gustaría hablar con usted de Cobie de Villiers.
Ella escuchó, dijo gracias y colgó.
—Enviará a alguien a abrir la verja. —Estaba irritada.
Pasaron diez minutos de silencio antes de que apareciese un joven blanco vestido con un mono azul, en una camioneta. Dijo que su nombre era Septimus. Era bizco de un ojo.
—El tío Stef está en el cobertizo. Síganme.
—Ah, querida, debo decir con toda sinceridad que no se parece a Cobie —manifestó Stef Moller, multimillonario, con un tono de disculpa y mucho cuidado, mientras le devolvía la foto con los dedos sucios.
Estaba en un enorme cobertizo de chapa ondulada, junto a un tractor en el que había estado trabajando cuando entramos. Había un montón de herramientas, recambios, bidones, latas, estanterías de acero, una mesa de trabajo, potes de pintura, pinceles, tazas de café, botellas de Coca-Cola vacías, neumáticos viejos, un plato con migas de pan; olor a diésel y a alfalfa. El típico cobertizo de las granjas. Algo me molestó inconscientemente. Quizá fuera el contraste entre la expectativa y la realidad. Moller llevaba su camiseta decolorada y sus tejanos salpicados de aceite. Tendría unos sesenta, era alto y casi completamente calvo. Manos fuertes de trabajador. Sus ojos eran grandes y parpadeaban detrás de unas gafas. Hablaba muy lento, como un grifo que gotea. No tenía el aspecto de un hombre rico.
Emma cogió la foto sin decir una palabra. No pudo ocultar su desilusión. El día comenzaba a pasarle factura.
—Lo siento —dijo Moller con sinceridad.
—No pasa nada —dijo Emma. No lo decía de verdad.
Nos quedamos en silencio en la penumbra del cobertizo. El tejado crujía con el calor. Moller parpadeaba. Nos recorrió con la mirada.
Emma le preguntó algo como si no quisiera hacerlo.
—Señor Moller, ¿cuánto tiempo trabajó para usted?
—Stef, por favor, querida. —Vaciló como si fuese una dura decisión—. Quizá tendríamos que ir a tomar algo allí.
Señaló hacia la casa con un dedo sucio.
Salimos y no pude librarme de la sensación de que había visto algo fundamental.
La residencia estaba desprovista de personalidad. Era una casa blanca con el techo de calamina, acaso construida en los setenta sin gracia alguna, y mejorada un poco más tarde. Nos sentamos en el porche de cemento asfaltado. Sacié mi hambre con un gran cuenco de biltong y tres vasos de cola. Moller se disculpó por ser él quien sirviera las bebidas en una bandeja.
—Solo estamos Septimus y yo, no hay más trabajadores. Me temo que solo tengo cola, ¿les parece bien?
—Por supuesto —respondió Emma.
Él le contó su historia. Se notaba que le gustaba de una forma tímida, casi disculpatoria.
Dijo que recordaba bien a Cobie de Villiers.
—Apareció en el noventa y cuatro, si no recuerdo mal. Creo que era marzo. Iba en una destartalada furgoneta, una Nissan 1400. —Moller hablaba ponderado y sin prisas, como un hombre que le dicta a una secretaria ofuscada—. En aquellos tiempos yo no cerraba la verja. Él llamó a la puerta.
Cuando Moller fue a abrir se encontró con un joven que llevaba una gorra de béisbol en las manos. Le dijo:
—Oom, oí que está haciendo una reserva de animales.
Utilizó el término afrikáans de respeto hacia los mayores.
Moller asintió.
—En ese caso me gustaría trabajar para usted.
—Hay muchas reservas de animales con trabajo para guardias forestales…
—Quieren guías de turistas, oom. No quiero hacer eso. Quiero trabajar con los animales. Es lo único que puedo hacer. He oído que usted no recibe turistas.
Había algo en Cobie, una sencilla determinación, y una fuerte convicción, que atrajo a Moller. Le invitó a entrar y le pidió referencias.
—Lo siento, oom, no las tengo. En cambio, tengo dos manos que pueden hacer cualquier cosa y me puede preguntar lo que sea sobre conservación. Cualquier cosa.
Así que Moller le preguntó si sería bueno plantar palmeras ilala en la reserva.
—No, oom.
—¿Por qué no? Son un buen alimento. Para los murciélagos de la fruta. Y a los monos, los elefantes y los babuinos les gustan las nueces…
—Es verdad, oom, pero es un árbol del Lowveld. Estamos demasiado altos sobre el nivel del mar.
—¿Y el tamboti?
—El tamboti es bueno, oom. Esta es su zona. Plántelos cerca de los ríos, les gusta el agua.
—¿Son buenos para los animales?
—Sí, oom. Las gallinas de Guinea y los francolines comen los frutos y al kudu y el nyala les gustan las hojas que caen.
Él le hizo la última pregunta.
—¿El tamboti da buena leña?
—No cocine nada en su fuego, oom. El veneno enferma a las personas.
Moller había oído suficiente. Cobie de Villiers se trasladó a una de las casas de los trabajadores esa misma noche y trabajó más duro de lo que Stef Moller había visto nunca durante tres años. Trabajaba sin descanso, del alba al anochecer, siete días a la semana.
—Lo sabía todo de la naturaleza. Aprendí mucho de él.
—¿Alguna vez habló del pasado? ¿Le contó dónde había aprendido?
—Ah, querida… —Stef Moller se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con la camiseta sucia. Sus ojos azul claro parecían vulnerables sin la protección de las gruesas lentes—. La gente. —Se volvió a poner las gafas—. Vienen aquí, pero no les interesa cómo curamos la sabana. Hacen otras preguntas. ¿De dónde vengo? ¿Cómo gané mi dinero? Eso no me gusta. No puedes juzgar a un hombre por los errores que haya cometido en su vida, tienes que juzgarle por cuanto ha aprendido de sus errores.
Se detuvo, como si hubiese respondido a la pregunta.
Emma interpretó que no lo había hecho.
—¿Por qué se marchó?
Moller parpadeó muy rápido.
—No lo sé… —Se encogió de hombros—. No lo dijo. Pidió dos semanas de vacaciones. Entonces se marchó. Ni siquiera se llevó todas sus cosas. Quizá…
Miró a lo lejos, donde el sol estaba muy bajo sobre una colina verde.
—¿Quizás? —le animó Emma.
—La muchacha —respondió Moller en voz baja—. Quizá tuvo algo que ver con esa chica. Las últimas semanas antes de marcharse… —Sus pensamientos se alejaron, luego volvió al presente—. Fue entonces cuando pidió las vacaciones. La primera vez en tres años. Creí que quería llevarla a alguna parte, pero entonces ella vino a buscarle. No volvimos a verlo…
—¿Adónde se fue?
—No me lo dijo. No se lo dijo a nadie.
—¿Cuándo fue?
Él no vaciló.
—Agosto de 1997.
Emma se quedó quieta, como si la información hubiese sido esclarecedora. Luego abrió el bolso y sacó un bolígrafo y una hoja de papel. Era una copia de la página web de la reserva de animales privada Mohlolobe. La puso boca abajo en la mesa y escribió algo en el dorso. Miró de nuevo a Moller.
—Me gustaría hablar con ella.
—Trabaja en el hotel.
—¿Cómo se llama?
—Melanie —respondió con la pronunciación afrikáans, con una larga «a» y algo de censura en la voz—. Melanie Lottering.
Emma también lo escribió.
Moller parpadeó y dijo con admiración:
—¿De verdad cree que es su hermano?
Su voz era apenas audible cuando respondió:
—Sí.
Emma recogió su bolso. Estaba dispuesta a marcharse, pero titubeó y preguntó con mucho cuidado:
—¿Le importa si le hago una pregunta sobre la reserva?
Él asintió.
—¿Quiere saber por qué? ¿Qué sentido tiene la reserva si no hay instalaciones para turistas?
—Oh, ¿es lo que preguntan todos?
—Algunos. Pero lo comprendo. Es difícil descifrar a los que se comportan distinto. La gente da por supuesto que hay que invertir dinero para generar más. Creas una reserva de animales para que otras personas paguen por visitarla. Pero si no lo haces así, entonces la gente empieza a sospechar que escondes algo. Es natural.
—No me refería a eso.
—Sé que no. Pero la mayoría de la gente piensa así. Es una de las razones por la que cerré la verja en la entrada. Entraban y hacían preguntas. La mayoría no comprendían mis respuestas y se marchaban sacudiendo la cabeza. O quizá lo entendían, pero no les gustaban las respuestas. Tenían derecho a ver, disfrutar, circular por la reserva y mostrar los animales a sus hijos.
Moller miró en dirección a la verja y dijo con nostalgia:
—Cobie lo entendía. —Después miró de nuevo a Emma—. Pero deje que se lo explique. Así decide por sí misma.
Ordenó sus pensamientos mientras parpadeaba.
—Hasta hace diez mil años atrás, éramos cazadores-recolectores. Todos nosotros. En todos los continentes e islas. Nos movíamos en pequeños grupos en busca de comida y de agua, según la disponibilidad. Éramos parte del equilibrio de la naturaleza. Vivíamos en armonía con la ecología, con idénticos biorritmos. Durante cien mil años. El principio de «cosecha mientras el sol brilla» estaba en nuestros genes. Disfrutábamos de las épocas de abundancia sabiendo que después vendría la hambruna. No es nada especial, todos los animales son así. Entonces descubrimos cómo domesticar al ganado y a las cabras y aprendimos a sembrar y después todo cambió. Cuando dejamos de movernos, construimos aldeas. Nos multiplicamos y sembramos y nuestras ovejas y nuestros cerdos pastaban en una sola parcela. Perdimos el ritmo de la naturaleza. ¿Hasta ahora me sigue?
Emma asintió.
—No estoy diciendo que lo que ocurrió estuviera mal. Era inevitable, era la evolución. Pero tuvo enormes implicaciones. Los académicos dicen que el lugar donde comenzamos a cultivar por primera vez fue en Oriente Medio, en la fértil media luna que nace en el este de Irak, sigue a través de Siria e Israel y llega hasta Turquía. Vaya hoy y le costará creer que alguna vez fuera fértil. No es más que desierto. Pero hace diez mil años no era un desierto. Eran campos y árboles, un clima templado, buena tierra. La mayoría creen que el clima cambió y por eso allí ahora no queda nada. Por curioso que parezca, el clima es más o menos el mismo. Si se convirtió en desierto fue porque las personas y su agricultura agotaron el suelo de Oriente Medio. Demasiada superexplotación del suelo, de los recursos. El ansia por exprimir la abundancia puede haber negado la posibilidad de un mañana.
Moller no era el fluido orador evangélico que era Donnie Branca. Su voz era más suave, su tono muchísimo más educado, pero la creencia en lo que decía era muy firme. Emma estaba como hipnotizada.
—No podemos cambiar la historia. No podemos desear el final de la tecnología y de la agricultura y desde luego no podemos cambiar la naturaleza humana. El pavo real con la cola más larga y colorida tiene la mayor probabilidad de conseguir una pareja; nosotros confiamos hacerlo con el número de cabezas de ganado en nuestro kraal, o la marca del coche en nuestro garaje. El dinero lo controla todo. Las personas ya no están capacitadas para la conservación, aunque lo pretendan y hagan ruido. No está en nuestra naturaleza. No importa que hablemos de extraer petróleo o de talar árboles para hacer leña, el medio ambiente será el perdedor. La única manera de preservar el equilibrio ecológico es mantener a las personas apartadas. Del todo. El concepto de reserva pública de animales está fracasando, no importa que sean parques nacionales, provinciales o particulares. ¿Sabe a cuántos rinocerontes han matado este año para hacerse con sus cuernos en las reservas?
Emma sacudió la cabeza.
—Veintiséis. Veinte de ellos en el Kruger. Detuvieron a dos guardias forestales; las personas que se suponía que deben protegerlos. En KwaZulu dos hombres blancos entraron en la reserva de animales Umfolozi a plena luz del día, mataron a dos rinocerontes, les cortaron los cuernos y se marcharon. Todos saben que allí hay rinocerontes. Mis rejas están cerradas. Cuanto menos sepan, mayor es la probabilidad de que mis animales sobrevivan.
—Lo comprendo.
—Así que no quiero nada de turistas. Una vez que comienza, resulta difícil de controlar. Las habitaciones disponibles en el Kruger son insuficientes, la demanda continúa creciendo. Ahora van a construir más. ¿Dónde se detendrán? ¿Quién decide? Por supuesto no la ecología, está claro. La presión es política y financiera. El turismo se ha convertido en la sangre de nuestro país, una industria más grande que nuestras minas de oro. Crea trabajo, trae divisas, se ha convertido en un monstruo que debemos seguir alimentando. Algún día el monstruo nos consumirá. Solo los lugares como Heuningklip permanecerán. Pero no para siempre. Nada se puede interponer en el camino del hombre.