39
La oscuridad le daba ventaja. También conocía el terreno. Por fortuna un hombre con las manos atadas no tiene buen equilibrio.
No podía verle, pero le oí caer en algún lugar a mi derecha, a una distancia de unos cien metros. Escuché el crujido de unas ramas y un golpe sordo, y corrí en la dirección del sonido.
Si se quedaba quieto, tenía una oportunidad. Pero Cobie estaba empeñado en escaparse. Cuando se incorporó tambaleante, oí las pisadas y vi su sombra oscura contra el gris de la hierba alta. Iba inclinado hacia delante, dando tumbos. Fui tras él y le alcancé. A cada jadeo soltaba un sonido desesperado. Le sujeté las piernas por detrás y cayó al suelo. No tenía manos para detener la caída y su rostro se hundió en la hierba.
Salté sobre él y me senté en su espalda, le metí la Glock en el cuello y susurré con un resto de aliento:
—Jissis, Jacobus, ¿qué coño te pasa?
—Dispárame. —El susurro ronco era casi inaudible, mientras intentaba sacudir el cuerpo en un insensato intento por soltarse.
—¿Qué? —Con un esfuerzo llevé aire a mis pulmones.
—Dispárame.
—Estás loco.
—No.
—Lo estás, Jacobus.
—Mátame. Por favor.
—¿Por qué?
—Es lo mejor.
—¿Por qué es lo mejor?
—Para todos.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—Respuesta incorrecta. No me voy a quedar aquí a tomar la fresca contigo, Jacobus. Tenemos que ver cómo está Septimus. —Me levanté, pero le sujeté las muñecas por donde estaba atado el cable—. Vámonos.
Le levanté de un tirón, y mantuve sus brazos bien altos para que le doliesen si no cooperaba.
—Dispárame.
Un grito en la noche, demoníaco y aterrorizado, y se sacudió de nuevo, ignorando el dolor que debía sentir en los hombros. Fue entonces cuando comprendí que mi plan no funcionaría y le golpeé en la cabeza con todas mis fuerzas con la culata de la Glock.
Por fin cayó al suelo, apagado como una luz.
Cargué a Cobie de Villiers al hombro hasta donde Septimus yacía dócilmente, a tiempo para ver las luces de un coche que se acercaba por la carretera desde la reja.
—¿Quién es? —le pregunté a Septimus mientras tumbaba a Cobie a su lado.
—Creo que es Stef.
Mis problemas se multiplicaban. Podía encargarme de estos dos payasos. ¿Pero uno más?
Era la misma camioneta Toyota que Stef Moller y Donnie Branca habían conducido antes. Los neumáticos crepitaron sobre la grava del patio. Moller aparcó delante de la casa y se bajó. Veía las luces en las casas de los trabajadores. La pregunta era: ¿qué haría?
Noté la fatiga que se extendía como una ola por todo mi cuerpo. Un día largo, una noche larga. Me arrodillé junto a Cobie y le encañoné en el cuello.
—¿Cobie?
La voz de Moller en la oscuridad. Oí pisadas que se acercaban por la grava. Entonces le vi en el borde del haz de luz. No llevaba nada en las manos.
—No, Stef. Soy Lemmer.
Nos vio y se detuvo.
—Venga, Stef, venga y siéntese con nosotros.
Vaciló, parecía muy preocupado. Parpadeaba frenéticamente.
—¿Qué ha hecho? —Se acercó.
—Está inconsciente, pero solo por un rato. Venga y siéntese, Stef, así podremos hablar de sus mentiras.
Se sentó junto a Jacobus y tendió una mano temblorosa hacia su figura inmóvil.
—No tenía elección —dijo y acarició el pelo de Cobie.
—Mintió.
—Se lo prometí. Le di mi palabra.
—Es un asesino, Stef.
—Es como un hijo para mí. Y…
—¿Qué?
—Algo le ocurrió.
—¿Qué?
—No lo sé, pero tuvo que ser terrible.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé.
Cobie se movió. Intentó darse la vuelta, pero con las manos atadas era muy difícil.
—Tranquilo, Cobie —le calmó Moller.
—Tendrá que hablar, Stef. Es quien tiene las respuestas.
—No hablará.
Cobie de Villiers gimió e intentó darse la vuelta. Abrió los ojos y vio a Stef Moller.
—Estoy aquí, Cobie.
Cobie me vio. Se sacudió. Moller mantuvo una mano firme en el hombro de Jacobus.
—No, Cobie, no. No te hará ningún daño.
Cobie no le creyó. Sus ojos miraban entre nosotros, de nuevo con una expresión profundamente enajenada.
—Tranquilo, Cobie, tranquilo. Estoy aquí, estás a salvo. Tranquilo.
Me di cuenta que Moller había hecho esto antes, la voz tranquila, segura, para apartarlo del abismo. Cobie miró a Stef, luego pareció creerle, porque suspiró muy fuerte y su cuerpo se relajó. Atisbé un momento de su historia, de su relación. También de Moller como persona. Imponía respeto, pero a mí no me ayudaba. Había una puerta cerrada en la cabeza de Cobie de Villiers con información que necesitaba. Moller tenía la llave, si es que la había.
Seppie el Bizco guardaba silencio, seguía los acontecimientos con un ojo.
—Stef, deje que le explique mi problema —dije con un tono normal, como un padre que no quiere inquietar a su hijo, hablándole a Cobie—. Estoy buscando a las personas que hirieron a Emma Le Roux. Eso es todo. Voy a atraparles y hacer que paguen. No me interesa lo que Cobie o cualquier otro haya hecho. No quiero involucrar a la policía. Sinceramente, no puedo permitírmelo. Todo lo que quiero es un nombre. O un lugar donde pueda encontrar a los atacantes de Emma. Solo eso. Luego me marcharé. Nunca volverán a saber de mí. No le diré a nadie lo ocurrido. Es mi promesa.
Stef Moller continuó sentado con la mano en el hombro de Cobie. Parpadeó menos, pero no dijo ni una palabra. Era Cobie quien tenía que decidir.
Reinaba un silencio perfecto en la noche cerrada. Consulté mi reloj. Las cinco menos veinte. Se acercaba el alba. Miré a Jacobus. No hacía nada.
Moller le apretó el hombro.
—¿Qué dices, Cobie?
Él sacudió la cabeza. No.
Suspiré.
—Cobie, hay una manera fácil y otra difícil. Vamos a hacerlo de la manera fácil.
Moller me miró con el entrecejo fruncido. No creía que fuese la manera correcta de abordarlo.
—No —dijo Jacobus en voz baja.
—¿Por qué no?
—Mátame.
—Él puede resolver el problema, Cobie —intervino Moller.
—No puede. También le matarán a él.
—No, Cobie —dije, pero no escuché lo que había añadido—. ¿Qué has dicho?
—Nos van a matar a todos.
—¿A todos?
—Emma, Stef y Septimus.
—No, si yo lo impido.
—No puedes. —Cobie movió la cabeza atrás y adelante, con una expresión obstinada.
Mi paciencia se agotó. Del todo. Cogí a Cobie por el pelo y me levanté. Le hice levantarse tirándole del pelo.
—No —dijo Stef Moller e intentó detenerme.
Le aparté el brazo. Cobie hizo un sonido animal. No le hice caso.
—Hemos probado su método, Stef. Es hora de hacer que este imbécil comprenda lo que está haciendo.
Arrastré a Cobie detrás de mí hacia el camino. Se resistió, pero no mucho, porque le tenía bien sujeto por el pelo.
—¿Adónde va? —Moller quería saber.
—Cobie y yo iremos a ver a Emma. Podrá explicarle por qué la dispararon y la hicieron caer de un tren. Podrá pedirle sus putas disculpas.
—No —gritó Jacobus.
—Cierra la boca y sígueme. —Tiré y caminé deprisa.
—Lemmer, por favor, no —suplicó Stef Moller.
—No se preocupe, Stef, usted estará a salvo. Solo seremos Cobie, Emma y yo. Usted quédese aquí.
—Creía que estaba en coma.
—Entonces tendremos que esperar hasta que se despierte.
—No, no, no —gritó Cobie de Villiers.
—Cállate de una puta vez —le ordené y arrastré al loco con las manos atadas y la cabeza gacha detrás de mí.
A medio camino de la reja, con la luz del alba en el horizonte oriental, Jacobus Le Roux dijo con su voz rabiosa:
—Hablaré.
No le hice caso y le tiré más fuerte del pelo.
—Hablaré. —Media octava más alta.
—Mientes, Jacobus.
—No. Lo juro.
—Jesús, a vosotros los de Hb os gusta jurar. ¿Por qué de pronto quieres hablar?
—Porque solo estamos tú y yo.
—Se lo dirás a Emma.
—No, por favor, no delante de Emma.
—¿Por qué no?
Él soltó un sonido, algo como un ladrido que me partió el corazón e hizo que me detuviese en seco.
—¿Por qué no delante de Emma, Jacobus?
—Porque fue culpa mía.
—¿El qué?
—Lo de papá y mamá. Fue culpa mía.
Le solté el pelo. Se tambaleó hacia atrás y cayó de culo. Agachó la cabeza. Su rostro estaba bañado en sangre e hinchado por mis golpes a la suave luz de la mañana. Sacudió los hombros.
Cobie de Villiers lloró. Los sollozos eran muy suaves, pero poco a poco se hicieron tan fuertes que toda la llanura resonó. Permanecí con la Glock en la mano. Le observaba cansado y conmovido. Era un desconsolado despojo.
Quizá le hiciera bien llorar. Quizá calmaría su locura. El llanto fue disminuyendo. Sus lágrimas dejaban un rastro de puntos oscuros en el polvo.
Me puse delante de él y guardé la Glock en el cinto. Sujeté su hombro como Stef había hecho, y dije:
—Tranquilo, Jacobus, tranquilo.
Alrededor de nosotros despertaba la llanura. Cobie me miró despacio. No tenía buen aspecto, pero sus ojos eran menos salvajes.
—¿De verdad podrá detenerles?
—Podré, Jacobus. Sin ninguna duda.
Vi que no me creía, pero ya no le importaba. Le desaté las manos y le froté las muñecas. Respiró hondo varias veces y tragó saliva.
—Soy Jacobus Le Roux —admitió con una terrible emoción, como si llevara veinte años esperando este momento.
—Lo sé —dije.
—Y me acuerdo muchísimo de Emma.
La historia de Jacobus Le Roux no salió fácilmente.
Le llevó casi tres horas contarlo. A trompicones, a veces tan fragmentada que tenía que interrumpirle. De vez en cuando la emoción le embargaba y tenía que esperar hasta que sus hombros dejaban de sacudirse. Cada vez que se desviaba, le devolvía pacientemente a la historia. Más tarde, cuando el sol estaba alto y el calor se hacía insoportable, me lo llevé a la sombra de un árbol. Necesitábamos agua. Teníamos que dormir. Pero ahora él tenía la urgencia de descargarse y yo tenía sed de oírle, de encontrarle por fin sentido a toda la historia.
Cuando acabó, cuando le hice mi última pregunta y la respondió con una ahora voz ronca y agotada, nos quedamos sentados a la sombra del árbol como dos boxeadores. Contemplamos la llanura y no dijimos nada.
Me pregunté qué sentiría Jacobus ahora que ya había contado la historia. ¿Alivio? Alivio porque ya no era el único en saberlo. ¿Miedo por lo que había desencadenado? ¿La esperanza de terminar con veinte años de pesadilla? ¿O la desesperación por saber que nunca se acabaría?
Le miré. Tenía el rostro surcado de heridas, el rastro de las lágrimas en las mejillas, los hombros hundidos, como el que lleva demasiado tiempo cargando demasiado peso. Recordé la foto del joven Jacobus Le Roux. Me embargó una sensación de misericordia y le tendí la mano para apoyarla en su hombro. Para que supiese que ya no estaba solo.
Luego dejé que la niebla gris rojiza comenzara a formarse, que la furia hacia las personas que le habían hecho lo que le habían hecho a él y a Emma se propagara. Tenía que controlarla, porque necesitaba tener la cabeza fría, pero dejé que me inundase, que devorara el cansancio.
Pero antes de levantarme, le dije a Jacobus:
—Voy a poner todo esto en orden.
Me miró a los ojos. Vi que estaba vacío. No había locura, pero tampoco esperanza.
Saqué el Audi de la hierba marcha atrás y me marché. Tenía cosas que hacer. Llegaría el momento en que debería volver a Motlasedi, mi granja alquilada al pie de la montaña, junto al río, el «lugar de la gran batalla», y supe que estarían esperándome allí.
Habían pinchado nuestros móviles; disponían de la tecnología para hacerlo. Vigilarían mi refugio de noche, con sus francotiradores y sus pasamontañas. No habían encontrado nada, pero estarían esperándome allí para matarme.
Luego irían a por Emma. No se detendrían ante nada.
Ahora lo comprendía casi todo. Me faltaba entender por qué había mantenido su secreto con tanto empeño durante veinte años, pero lo averiguaría.
Hoy.