22

El dolor me arrancó del sueño. El dolor en el hombro, en el brazo, la cadera derecha, la rodilla izquierda. En un primer momento no supe dónde estaba. Estaba envuelto en la bata. Al otro lado de la cortina, la ventana estaba oscura. La luz del salón se filtraba por debajo de la puerta del dormitorio.

Había alguien allí. Se oía una voz profunda.

Me levanté. Me flaqueaban las piernas. Me arreglé la bata. Consulté mi reloj: 19:41. Había dormido casi seis horas. ¿Dónde estaba Emma? Abrí la puerta. El inspector Jack Phatudi estaba sentado allí. Hablaba por su móvil. Me miró con el entrecejo fruncido. Dijo: «Tengo que irme», y colgó.

—Martin Fitzroy Lemmer —me dijo.

Me acerqué al teléfono de la habitación y lo cogí. Vi mi bolsa de deporte negra junto a la silla de Phatudi. ¿La había traído él?

—Está en estado crítico, Martin. Está en coma y no saben si lo conseguirá. No podrán decirle nada más.

Dejé el teléfono.

—Necesita protección.

—Tengo a dos hombres en la puerta de la unidad de cuidados intensivos.

—¿Aquellos dos?

—Sí, aquellos dos. Venga y siéntese. Tenemos que hablar.

—¿Qué medidas de seguridad han tomado? ¿Saben lo que hacen?

—¿Cree que somos imbéciles porque somos negros, Martin?

—No, Jack, creo que son imbéciles porque se comportan como tales. Además, uno de sus imbéciles es blanco. ¿Las medidas?

—Hay una lista de dos doctores y cuatro enfermeras. Son las únicas personas que tienen acceso a ella.

—Póngame a mí también en la lista.

—¿Por qué? ¿Desde cuándo es doctor?

—Es mi cliente.

—¿Cliente? Usted es Martin Fitzroy Lemmer, que cumplió cuatro años de una condena de seis en Brandvlei por homicidio. Dígame, ¿qué clase de servicio le ofrece usted a una joven rica como Emma Le Roux?

No respondí. Él había hecho su trabajo.

—¿Qué pasó hoy? ¿Otro cabreo en la carretera, Martin? Cuéntemelo.

Notaba la cabeza espesa. Me dolía todo el cuerpo.

—Siéntese aquí.

Me quedé de pie.

—Conseguimos la huellas del R5.

—Felicidades.

—¿Por qué está con Emma Le Roux? —Su tono era razonable.

—Trabajo en Body Armour, una compañía que ofrece servicios de protección personal. Ella nos contrató.

—Pues vaya protección, Martin.

Quería provocarme. Utilizaba mi nombre de pila para que perdiese los estribos.

—Fue una emboscada, Jack. Dispararon a los neumáticos con un rifle. ¿Cómo hacer para impedirlo?

—¿Quién lo hizo?

—No lo sé.

—Miente.

—Usted fue quien envió a aquellos dos porque le preocupaba nuestra seguridad. Dígame usted quiénes eran.

—Las personas que me preocupaban no tienden emboscadas con fusiles de alta velocidad. ¿Qué pasó?

—Volvíamos de Mogale. Nos estaban esperando. Destrozaron los neumáticos. No pude controlar el coche. Tuvimos que correr. Había un tren. Saltamos a uno de los vagones e hirieron a Emma.

—¿Cuántos eran?

—Tres.

—Descríbalos.

—Estaban demasiado lejos.

—No me vale.

—Llevaban pasamontañas. Eran hombres, eso lo sé. Nunca se acercaron a más de cincuenta o sesenta metros.

—¿Y consiguieron escapar? ¿Con la señorita Le Roux herida de un balazo y usted con el hombro dislocado?

—Tuvimos suerte.

—¿Suerte? Dígaselo a ella.

—Que le follen, Jack.

—¿Ahora va a atacarme, Martin? ¿Me matará de una paliza como al becario de veintitrés años?

—El becario tenía tres compañeros, Jack. Fue en defensa propia, Jack.

—No fue eso lo que dijo el tribunal. Tiene un problema de control de su ira. Lo vi ayer.

—Usted amenazó a Emma físicamente. Ella le pidió que la soltase. A eso se le llama brutalidad policial.

—¿Dónde estuvieron?

—¿Qué?

—¿Dónde han estado usted y la señorita Le Roux desde que llegaron a nuestra jurisdicción?

—En Mogale, Badplaas y Warmbad.

—¿Qué fueron a hacer a Badplaas y Warmbad?

—Emma fue a hablar con el antiguo jefe de Cobie de Villiers y con su exnovia.

—¿Y?

—Y nada. No sabían nada.

—¿Qué más?

—¿Qué quiere decir con «qué más»?

—Algo debió pasar. Alguien está furioso con ustedes.

—Usted es quien está furioso con nosotros, Jack. Me da qué pensar.

—¿Qué pasa con el mensaje?

—¿Qué mensaje?

—Ya sabe a lo que me refiero.

—No tengo idea.

—La secretaria de Mohlolobe dijo que alguien dejó un mensaje para ustedes en la entrada. El guardia de seguridad dijo que se lo había entregado a Emma Le Roux. ¿Qué decía la carta?

—No lo sé. No me lo dijo.

Se inclinó. Tenía la mano apoyada en la barbilla, como El Pensador.

—Quiero darme una ducha, Jack.

Él esperó antes de responder.

—¿Por qué le necesitaba, Martin?

—¿Qué?

—¿Por qué contrató a un guardaespaldas para venir aquí a buscar a su hermano? El Lowveld no es un lugar tan peligroso.

—Pregúnteselo a ella.

—Se lo pregunto a usted.

—No lo sé.

Se levantó sin prisas y se detuvo delante de mí.

—Creo que me miente.

—Demuéstrelo.

—Conozco a los de su clase, Martin. Folloneros. Aquí no queremos más problemas. Ya tenemos suficientes. Le tendré vigilado.

Jissie, inspector, me siento muy seguro.

Me miró con expresión agria, movió los enormes hombros y fue hacia la puerta. La abrió y después dijo:

—La próxima vez no serán cuatro años, Martin. Lo encerraré por mucho, mucho tiempo.

Cuando acabé de ducharme vi el sobre en la mesita de noche. La habitación debió ser una colmena mientras dormía.

Abrí el sobre. La nota estaba mecanografiada en una hoja con el membrete de SouthMed Clinics.

Estimado señor Lemmer:

Hemos traído su equipaje, lo encontrará en recepción. Las maletas de la señorita Le Roux están guardadas en el depósito. Si las necesita, por favor, llámeme.

Puede utilizar nuestro restaurante en la planta baja a su conveniencia. También ha llamado la señora Jeanette Louw. Ha dejado recado de que la llame cuando le parezca oportuno.

El médico que le atiende, el doctor Koos Taljaard, está a su disposición. Su número de teléfono es el 092 449 9090. La cirujana que atiende a la señorita Le Roux es la doctora Eleanor Taljaard, y puede hablar con ella en la extensión 4142.

Si necesita cualquier cosa, por favor no dude en llamarme al 091 701 3869.

Mis más cordiales saludos.

Maggie T. Padayachee

Directora del Servicio de Atención al Cliente

Reconocí a la cirujana de inmediato. Su foto estaba enmarcada en la mesa del doctor Koos Taljaard.

—Soy Eleanor —se presentó con una voz encantadoramente modulada. Era más alta que yo.

—¿Cómo está Emma?

—¿Es usted el señor Lemmer?

—Oh, lo siento. Sí, yo…

—Es comprensible. Tengo entendido que la señorita Le Roux es su cliente.

—Así es.

—¿Puede ayudarnos a contactar con su familiar más cercano?

—No. Quiero decir… No hay ninguno.

—¿Ninguno?

—Sus padres y su hermano están muertos. No hay nadie más.

—Dios mío. ¿Un jefe? ¿Colegas?

—Trabaja por su cuenta, es consultora.

—Ah.

—Doctora, por favor, dígamelo. ¿Cómo está?

—Vamos a sentarnos, señor Lemmer.

Me llevó del codo a un despacho. En su mesa había una fotografía de Koos. En un marco de plata. Grueso. Ella se sentó. Yo me senté delante de la mesa.

—Todo lo que le puedo decir en este momento es que su estado es muy grave. Es la lesión cerebral lo que lo complica todo.

—¿Qué lesión cerebral?

—Sufrió un traumatismo en el cerebro, señor Lemmer.

—¿Qué clase de lesión?

—Escuche, los detalles no son importantes.

—Doctora, los detalles son importantes.

Ella me miró, suspiró y dijo:

—Es la típica contusión en dos tiempos. El problema es que todavía no está lo bastante estable como para hacerle un escáner. Sospecho que hay un hematoma epidural. Un posible daño cerebral. ¿Puede decirme cómo ocurrió la lesión?

—Doctora…

—Eleanor.

—Se cayó. Le sangraba un ojo… aquí… —Apreté los dedos en mi mejilla.

—No. La herida zigomática es superficial. Me refiero al trauma parietal. —Agachó la cabeza y señaló con la mano la parte trasera izquierda del cráneo—. Este es el hueso parietal del cráneo. Protege el lóbulo parietal del cerebro. El impacto tuvo que ser severo. —Creía que no entendía los términos médicos, ignoraba que ya tenía experiencia.

—Estábamos en un tren. Cuando le dispararon, cayó. Cayó del tren. Circulaba muy rápido.

—Válgame Dios…

—No vi cómo cayó.

—¿Quién demonios…?

—No lo sé.

Me di cuenta de que quería saber más. Pero se contuvo y se puso a ordenar sus pensamientos.

—Señor Lemmer…

—Con Lemmer basta.

—Cuando se produce esta clase de lesión, el impacto es tan fuerte que el cerebro rebota, literalmente, de un lado a otro del cráneo. Al primer impacto lo denominamos golpe, el segundo es el contragolpe, cuando el lado opuesto del cerebro rebota contra el cráneo. Por lo general, la lesión es en la corteza cerebral. Es la capa exterior del cerebro, con un grosor entre un milímetro y medio y cinco. La lesión varía de acuerdo con la naturaleza del impacto. El proceso se conoce con el nombre popular de conmoción. El término afrikáans harsingskudding lo describe muy bien, como un terremoto cerebral. ¿Me sigue?

—Muy bien.

—La conmoción aparece en diversos grados y síntomas. Una conmoción leve puede provocarle mareos durante unos segundos, una fuerte puede dejarle inconsciente. La lesión de la señorita Le Roux es grave. Perdió el conocimiento, lo que no es una buena señal. En este tipo de lesión, cuando un objeto o un fragmento del cráneo no ha penetrado en el cerebro, la pérdida del conocimiento es por lo general un síntoma de daño cerebral. No siempre, pero es lo más común.

—Doctora…

—Por favor, no me llame «doctora». Mi nombre es Eleanor. Tiene que comprenderlo, Lemmer, ahora mismo es imposible saber si habrá un daño cerebral permanente, o cuál es la naturaleza del daño, si es que lo hay. La superficie del área dañada lo determina. La señorita Le Roux está en coma y el mejor indicador del grado de posibles daños es el tiempo que permanezca comatosa. Pero hay dos buenas señales. No tiene dilatación bilateral de las pupilas. Eso significa que ambas pupilas responden a la luz; se contraen cuando las alumbramos. Según las estadísticas solo muere el veinte por ciento de los pacientes con traumatismo cerebral y respuesta normal de las pupilas. Por lo tanto, hay esperanzas, pero debo reiterar que no sabemos si hay un hematoma epidural. En términos comunes: una hemorragia cerebral. En cuanto esté estable, le haremos un escáner.

—¿Cuál es la segunda buena señal?

—En casos como este utilizamos la escala de Glasgow para medir el coma. La escala va de tres, que es muy grave, a quince que es normal. La posición del paciente en la escala está determinada por su respuesta en las primeras veinticuatro horas después de la lesión. Aquí no estamos trabajando con una ciencia exacta, pero la buena noticia es que la señorita Le Roux está fuera de la zona tres y cuatro. Ahora mismo, está en grado seis, y confiamos en que mejorará en las próximas doce horas. La escala de Glasgow dice que un treinta y cuatro por ciento de los pacientes que están entre cinco y siete sobreviven, con o sin una minusvalía leve.

Treinta y cuatro por ciento.

—Usted puede darnos una información que podría ayudarnos, Lemmer. ¿Cuánto tiempo pasó desde que cayó hasta que la encontró?

—Tendré que pensarlo.

—¿Un minuto? ¿Dos, cuatro, cinco?

Cerré los ojos. Vi al francotirador en la maleza, la mira del arma siguiéndonos, el disparo inaudible por encima del ruido del tren, solo el vapor blanco por la boca del cañón, como el vaho de tu aliento en una mañana helada. La sacudida de Emma en mis brazos…

—¿La herida de bala, Eleanor? ¿Qué pasa con la herida?

—Explíqueme la trayectoria.

—Unos treinta grados, disparada desde el suelo.

—Eso fue lo que la salvó. La bala no afectó a los pulmones ni a ninguna arteria. Pero la herida de bala no es nuestra principal preocupación.

¿Cuánto tiempo me llevó llegar hasta ella?

¿Cuánto tiempo había pasado después de su caída, después de que la camiseta se desgarrase?

Volví a saltar. El tren a mi izquierda era un relámpago marrón óxido, la maleza, las traviesas, la grava junto a las vías. Estaba suspendido en el aire.

Golpeé contra el suelo. Con el hombro por delante, un impacto fuerte, un dolor súbito, el rostro hundido en la maleza, sin aire, algo me cortó el brazo. Rodé y rodé y me quedé tumbado en la maleza, con la tierra marrón ante mis ojos. ¿Cuánto tiempo había permanecido así? No lo sabía. ¿Cuánto tardé en levantarme?

¿A qué distancia estaban los pasamontañas en aquel momento? El movimiento del tren nos había alejado de ellos; ¿cien, doscientos metros? ¿Eran más? El francotirador era el punto de referencia. Tendrían que haber sido más de trescientos metros. Cuando los volví a ver, se acercaban. ¿Cuánto tiempo habían estado quietos?

—En realidad no lo sé. Quizá tardé unos dos minutos en llegar hasta ella. Aunque bien pudieron ser más.

—Cuando llegó a su lado, ¿estaba inconsciente?

—Creo que sí. ¿Por qué?

—Hay una regla general para los pacientes en coma: cuanto más breve es el tiempo entre el trauma y el coma, más grave es el estado.

—Por lo tanto, es una mala noticia.

—Sí, Lemmer, es una mala noticia.

No me permitió ver a Emma. Tenía que esperar hasta el día siguiente. Su marido quería verme antes de marcharse a casa. Ella le llamó. El doctor Koos entró y besó a su esposa en la frente.

—Sé lo que está pensando, amigo —me dijo—. Se pregunta cómo alguien tan feo puede tener por esposa a una criatura tan sexy.

—No, doctor…

—¿A ti también te llama «doctora»? —le preguntó a su esposa.

—Todo el tiempo.

—Le inyectaré hasta que deje de hacerlo.

—Gracias, cariño.

—Tenemos nombres. Ella es Eleanor y yo soy Koos. Repítalos conmigo.

—¿Cómo un tipo feo como usted consiguió una esposa como esta, Koos?

—Eso está mejor. La respuesta es: no tengo idea. ¿Cómo se siente? Por lo menos, ya no tiene la mirada de loco.

—Me escucha cuando hablo. Por eso me casé con él —dijo Eleanor.

—Qué va. Fue porque soy muy bueno besando y etcétera.

—Olvídate del etcétera. Tenemos un paciente delante.

—Vale, amigo, debe dolerle todo.

—Sobreviviré.

—Oh, ¿un tipo duro? No funciona con las mujeres.

—Algunas veces —señaló ella.

—Pero nada mejor que un beso con lengua ejecutado a la perfección.

—¡Koos!

Él sonrió. Sacó un frasco de pastillas del bolsillo de la bata blanca. Lo dejó en la mesa delante de mí.

—Tómese dos esta noche antes de irse a dormir y otra después de cada comida a partir de mañana. Le aliviarán el dolor y le ayudarán a dormir mejor. Pero no tome más de tres al día. Cuando ya no le duela, tire el resto a la basura.

—De acuerdo, doctor.

—Y dale. Es un tipo duro, pero no el Nobel de Física Nuclear. Quizás esté enamorado. Te trastorna la cabeza.

—¿Crees que está enamorado?

—Absolutamente.

—Suenas mucho mejor —comentó Jeanette Louw por teléfono. Noté que tenía un Gauloise entre los labios.

—Me inyectaron algo. Dormí seis horas.

—Lo sé. Les dije que te dieran algo. Tendrías que haberte oído. ¿Cómo está ella, Lemmer?

Se lo dije.

—No pinta bien.

—Lo sé.

—No es culpa tuya.

—No estoy seguro.

—No me vengas con esa mierda. ¿Qué podrías haber hecho?

—Tendría que haberme tomado las amenazas en serio. Tendría que haberla creído.

—¿Qué hubiese cambiado?

No lo sabía. Tampoco quería pensarlo.

—Necesito algunas cosas.

—¿Qué?

—Dos invisibles. Un coche. Dinero. Un arma.

A ella no le llevó mucho sumar dos y dos.

—Vas a ir por ellos.

—Sí.

Otra pausa. Oí como daba una calada al cigarrillo y soltaba el humo a dos mil kilómetros de distancia.

—¿Te apañas con diez mil?