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El centro descansaba en las faldas del Mariepskop. La montaña, con sus impresionantes desfiladeros de piedra roja, se levantaba autoritaria entre las llanuras.
El nombre centro de rehabilitación Mogale aparecía escrito con elegantes letras verdes sobre una cabeza de rapaz y una invitación para entrar. También había un horario.
HORARIO DE LOS RECORRIDOS POR EL CENTRO
De lunes a sábado
1.er recorrido a las 9:30 h / 2.º recorrido a las 15 h
—Justo a tiempo —dijo Emma mientras se bajaba para abrir la verja.
Entré. Pasada la verja había otro cartel. «Animales salvajes. Por favor, permanezcan en el vehículo». Emma subió de nuevo. Un kilómetro más adelante dijo:
—Mire. —Señaló una bandada de buitres reunidos alrededor de carroña—. Me pregunto si alimentan aquí a las aves —dije.
El centro apareció ante nosotros: jaulas, jardines, prados y un aparcamiento cubierto. «Visitantes: por favor, aparquen aquí». Un joven vestido de caqui y verde, al parecer el uniforme obligado en el Lowveld, esperaba impaciente a la entrada. Nos bajamos.
—Estamos a punto de comenzar la visita —dijo, pero de una manera amable. Me sacaba una cabeza, tenía hombros anchos y una confianza atlética. El tipo de Emma.
Nos llevó a un edificio con techo de paja que era la sala de conferencias. Varias hileras de bancos de madera bajaban hacia un escenario. El público estaba sentado, personas mayores y pequeñas, con cámaras colgando alrededor del cuello y latas de refrescos en las manos. Había una escena selvática pintada en la pared detrás del escenario. Se veía a rapaces y buitres en el cielo. Un leopardo, hienas y antílopes asomaban entre los espesos matojos, junto a unas ortigas. El joven se colocó en el centro del escenario.
—Buenos días, damas y caballeros, y bienvenidos al centro de rehabilitación Mogale. Mi nombre es Donnie Branca y esta mañana seré vuestro guía.
Nos miró a nosotros y dijo: «Buitres». Por un momento, creí que se refería a su público.
—No son bonitos, no son agradables. Es más, los vemos como criaturas repugnantes, que gritan y se pelean por la apestosa carroña, por la carne podrida. Se alimentan de desechos, tienen los ojos desorbitados, los cuellos raquíticos y peludos, y los picos ganchudos, a menudo cubiertos con sangre y tripas hasta los ojos. Muy asquerosos. Por lo tanto, a la mayoría no les gustan los buitres. Bien, dejen que les diga que aquí en Mogale no solo los cuidamos, los queremos. Con pasión.
Había algo en el tono y la forma de las palabras de Donnie Branca que me resultaba vagamente familiar. Hablaba con suavidad, soltura, convicción y entusiasmo.
Dijo que los buitres eran las figuras emblemáticas del reino de las aves, el vínculo imprescindible entre los mamíferos y las aves en el amplio espectro de la naturaleza. Eran una necesidad ecológica, los basureros de la sabana, capaces de consumir los cadáveres putrefactos desde la cabeza hasta la cola antes de que pudiesen incubar las enfermedades que provocarían un desastre en la cadena alimentaria. Los buitres eran parte del equilibrio, dijo, un perfecto y delicado equilibrio que había determinado el ciclo de la vida en África durante cien mil años.
—Hasta que los humanos lo perturbamos.
Branca dejó que sus palabras calasen antes de continuar. Explicó que el problema con los buitres era que las reservas de animales públicas y privadas no podían encerrarlos. Muchos pájaros recorrían zonas que eran cuatro o cinco veces más grandes que el Parque Nacional Kruger. Era allí donde comenzaba el problema. Formaban sus nidos en las montañas y en los valles, en los árboles y los bosques donde sus antepasados habían criado durante miles de años. Sin embargo, los humanos habían ocupado esos lugares. Se propagó la creencia de que los buitres atacaban a los animales y las aves de corral de los granjeros. Y estos empezaron a abatirlos.
—Luego está la creencia entre los nativos de que los buitres tienen poderes mágicos. Creen que los buitres tienen una visión sobrenatural que no solo les permite ver la comida a larga distancia, sino que también les hace capaces de ver el futuro. En otras palabras, de anticipar el destino. Desde que arrancara la lotería nacional en Sudáfrica, los sangomas, que es el nombre que prefieren los hechiceros, han vendido cabezas de buitres por una fortuna a los apostadores, convencidos de que son amuletos que les permitirán ver el futuro, el talismán para predecir los números ganadores.
A mi lado, Emma escuchaba con muchísima atención.
—El mercado se ha disparado en los últimos años. A ver si adivinan por cuánto se vende ahora una cabeza de buitre. ¿Quinientos rands? ¿Mil rands? Digan mejor diez mil rands. Pero los sangomas compran los buitres muertos a los cazadores furtivos por doscientos o trescientos rands. ¿Cómo cazan los furtivos a los buitres? Los envenenan. Envenenan la carroña y matan cien o doscientos pájaros a la vez, pero como van a pie y solo pueden cargar con diez o veinte ejemplares, dejan pudrirse a los otros.
El público murmuró disgustado, pero Donnie Branca estaba muy lejos de acabar. Comenzó a recitar las estadísticas del exterminio, mencionando cada especie en inglés, afrikáans y latín. El magnífico buitre quebrantahuesos/lammergeier/Gypaetus barbatus, que históricamente anidaba en las montañas de Lesotho, se había extinguido del todo en aquel país «Completamente aniquilados. No queda nada, ni un solo pájaro». En el lado sudafricano de la frontera solo quedan nueve parejas reproductoras. «Nueve, damas y caballeros. Nueve».
Caí. Donnie me recordaba a un tipo llamado Job Tieties. Había sido un ladrón armado en Cape Flats y se había convertido en un predicador laico en la cárcel. Había escuchado la llamada del Señor. Biblia en mano, predicaba por la noche, para sí mismo y un puñado de hermanos. Su voz llegaba a las celdas con idéntica urgencia y fervor evangelista.
El buitre de El Cabo/Kransaasvoël/Gyps coprotheres, tan abundante en África en otros tiempos, había desaparecido por completo en Suazilandia, aparecía en la lista de aves en peligro crítico de extinción en Namibia, y solo quedaban dos mil parejas reproductoras en todo el mundo.
—Dos mil. Imaginen a solo dos mil personas en todo el mundo. Solo intenten imaginarlo. Hace un siglo, había cien mil buitres de El Cabo en Sudáfrica. Este pájaro increíble, provisto de alas de dos metros y medio, puede pasarse todo el día planeando en las corrientes térmicas sobre la sabana africana, recorriendo setecientos cincuenta kilómetros sin esfuerzo, que es la distancia en línea recta entre Bloemfontein y Ciudad del Cabo. Solo quedan dos mil parejas reproductoras. Una tragedia, un desastre. ¿Por qué? ¿Por qué deberíamos preocuparnos de que estén desapareciendo estos feos, repugnantes y sucios pájaros?
Dijo que era porque la naturaleza era un mecanismo muy delicado. Era el reloj de Dios y cada pequeño engranaje, cada pequeño resorte, era de una importancia vital para mantener el tiempo ecológico exacto.
—Permítanme que se lo explique: cada buitre tiene su lugar, su función, una tarea que realizar. Los diferentes buitres consumen diferentes partes del cadáver; el cuerpo y el pico de cada uno está adaptado a una tarea específica. El alimoche sombrío o buitre negro Monnikaasvoël/Necrosyrtes monachus es el primero en comer. Su pico más pequeño y afilado puede cortar la piel del animal muerto. Lo hará apresuradamente, para llevarse algunos pedazos antes de que lleguen los otros, más grandes. Pero es indispensable: sin él los demás no podrían llegar a las entrañas.
Los buitres de El Cabo eran la chusma de los carroñeros. Siempre volando muy alto por encima de la sabana africana, escaneaban a los leones, las hienas, los cuervos y los chacales que revelaban la proximidad de un cadáver. Entonces, se acercaban en grandes bandadas, descendían en grandes espirales y se reunían en grupos tumultuosos cerca del festín para asegurarse de que no había peligro. Después comenzaba el ataque, la gran carrera hasta llegar al cadáver. El cuello pelado les delataba como devoradores de entrañas. El gran pico y su fuerte lengua en forma de pala arrancaba grandes trozos de carne; podía tragar un kilo de carroña en tres minutos.
—El rey del cadáver es el buitre orejudo Swartaasvoël/Aegypius tracheliotos. Mide un metro de altura. —Señaló con la mano por encima del suelo—. Tiene una envergadura aproximada de unos tres metros, casi el doble del tamaño de cualquier otro buitre y es implacable con el resto. Los orejudos son capaces de volar hasta mil cien kilómetros a través del cielo, llegar tarde al banquete y dominarlo. Lo interesante es que, a pesar de su tamaño y su actitud, no compiten por la comida con las otras especies, porque están específicamente adaptados para comer la piel y los ligamentos. Son los únicos que lo hacen. ¿No es curioso?
Las cabezas a nuestro alrededor asintieron, asombradas. Tuve que admitir que Donnie era muy bueno.
La naturaleza no desperdicia nada, dijo Donnie Branca. Existe incluso un buitre que se dedica a limpiar los huesos: el quebrantahuesos. Normalmente es el primero en llegar, pero espera nervioso a un lado hasta que aparecen huesos disponibles. Se traga enteros los huesos pequeños: «a veces es cómico ver cómo el hueso pasa de lado por la garganta». El quebrantahuesos atrapa los huesos más grandes, se eleva muy alto y los deja caer para que se partan contra las rocas. Solo así puede engullir los pedazos.
—Si los envenenamos, si los cables de alta tensión de Escom los electrocutan y si los granjeros les disparan o les quitan sus territorios de cría, se detendrá el reloj de Dios. No solo para ellos, damas y caballeros, sino también para toda la naturaleza. Los cadáveres putrefactos son el cultivo de los moscardones verdes y las enfermedades, que se propagan rápidamente entre mamíferos, reptiles y el resto de aves. A menudo también a los seres humanos. Si se rompe la cadena alimentaria, se perturba el delicado equilibrio, y todo el sistema se derrumba. Así que en Mogale nos preocupamos por los buitres porque los amamos. De ahí que pasemos muchas noches desintoxicando a los envenenados, cuidando sus alas, alimentándolos con gran paciencia hasta que los liberamos. No se les puede criar en cautividad, pero podemos salvar a los heridos y enfermos. Se puede salir y educar a los granjeros y a los hechiceros, hablar con ellos, suplicarles, explicarles que la naturaleza es un recurso finito, un instrumento frágil y delicado. Pero se necesitan instalaciones, personal, formación, comida, dedicación y concentración. Y todo esto cuesta dinero. No recibimos ayuda del gobierno. Mogale es una iniciativa privada mantenida por voluntarios que trabajan siete días a la semana y por las contribuciones de gente como ustedes, personas que se preocupan, que desean que sus hijos puedan ver dentro de diez, veinte, cincuenta años al buitre de El Cabo desplegar sus inmensas alas y sobrevolar la ciudad.
Donnie Branca se detuvo breve y enfáticamente. Yo estaba dispuesto a darle dinero.
—También tenemos programas para los servales, los perros salvajes, los leopardos y los guepardos —añadió Branca.
A mi lado, Emma sacudió la cabeza y dijo en voz baja:
—No.
La miré sorprendido.
—Pobre estrategia —susurró—. Ya se lo explicaré más tarde.
Entonces Donnie Branca nos invitó a ver a los animales.